Félix de Azúa
Los primeros grados de fiebre son desagradables. A 37º el cuerpo empieza a crujir por aquí y por allá como un mueble viejo. Los temblores se generalizan. El malestar espesa el ánimo y te vence el malhumor.
Sin embargo, cuando llegas a los 38º, todo se apacigua. Mar en calma. Navegación serena. Un sopor profundo te deja fuera de combate aunque con breves convulsiones, por ejemplo cuando tienes que moverte o al meterte en la cama. Entonces te ataca un verdadero baile de San Vito y las sábanas son como espadas de hielo.
Por fin, a 39º te invade la felicidad. El mundo se muestra rodeado por una orla luminosa, una especie de dios hindú. Los objetos se delimitan finamente como en una pintura de Carpaccio. La atmósfera en la que flotan estos objetos se hace visible. Una nube de puntos brillantes te envuelve y te mece, llueven estrellitas sobre tus ojos.
Si tienes fuerzas para sostener un libro y lees algo, lo comprendes con una profundidad especial, como si nunca hubieras entendido nada con tanta hondura. No importa si es una guía de Cartagena. Descubres allí una inmensa sabiduría que te había sido ocultada por la frenética actividad diaria.
La poesía puede hacerte verter lágrimas. Eso sí, sólo un par de versos, porque no hay modo de relacionar el tercero con lo anterior. No importa; un solo verso es suficiente para una vida entera. Lo repetirías una y otra vez hasta que la muerte os separara.
Duran poco, pero uno solo de estos accesos de fiebre es suficiente para entender que la famosa inspiración viene a ser una infección intestinal del espíritu.