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Jesuitas

Por 7 de febrero de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Los ex alumnos jesuitas somos una mafia. Esto no es novedad. Pero recientes sucesos me revelan que es más grave de lo que parecía.
La historia es larga. Recuerdo a un cura de mi colegio que nos daba la lata con las personalidades jesuitas de la historia universal: Descartes era alumno jesuita, Fidel Castro era alumno jesuita, esas cosas. Un día le respondí: Julio César Mezzich, número dos de Sendero Luminoso, era jesuita. El cura respondió: “a mí no me importa que ustedes sean grandes estadistas o grandes delincuentes. Lo importante es que sean grandes”. Esa era la filosofía. La mayoría de los colegios religiosos te exigían ser un reprimido. A los del Opus Dei les bastaba con que fueses rico. Pero los jesuitas te educaban para ser “importante”. El lema de San Ignacio, fundador de la Compañía, era “siempre más”.
Con el tiempo, mis compañeros de colegio desarrollaron un sentido de tropa que era el orgullo de los curas y la burla del resto de chicos de nuestra edad. Los de mi colegio eran conocidos por llevar la ropa deportiva escolar incluso fuera de las horas de clase, por andar siempre juntos y sentirse superiores, por cantar el himno del colegio en las borracheras.
El sentido gregario de los jesuitas es casi como una secta. Una vez, en Lima, yo preparaba un reportaje sobre cómo los doctores preparan a los pacientes para la muerte. El tema era tan desagradable que ningún doctor quería hablar. Cuando ya daba el reportaje por perdido, me encontré con un relacionista público de un hospital que era del colegio. Y él me presentó al director del hospital, que también era del colegio. Todo arreglado. En otra ocasión, recién llegado a República Dominicana, tuve acceso a una de las mejores bibliotecas del país porque era de los jesuitas. Bastó citar un par de nombres que certificasen mi currículum en la compañía. En Lima, ser del colegio te conseguía trabajos. Yo mismo, entre dos directores teatrales igualmente cualificados, escogí para mi obra al que era del colegio.
Hasta ahí, la historia es graciosilla. Pero ahora he encontrado una constante triste entre mis mejores amigos peruanos en España. Uno de ellos tiene sólo 24 años y ya es redactor principal de una revista cultural. Su opinión es valorada por algunos de los editores más importantes de este país. Muchos escritores hispanoamericanos mayores que él le damos nuestras novelas antes de publicarlas para escuchar sus comentarios. Su red de contactos parece la de un productor de Hollywood. Sin embargo, él lleva meses deprimido porque se siente “estancado”, y se considera capaz de enfrentar retos más complejos. 24 años tiene el niño.
Mi otro amigo fue siempre el prototipo del inmigrante de éxito en España: aún en los años más difíciles para todos nosotros, él tenía esposa, hija, casa, coche y trabajo en una corporación transnacional. Ahora se está comprando un piso de tres dormitorios con un balcón que mira hasta el mar de Barcelona, y trabaja en una empresa que cotiza en bolsa. Y sin embargo, se siente frustrado. Cree que en el Perú tendría un puesto más relevante, podría hacer cosas por el país. Hasta cierto punto, se siente culpable por no hacerlas.
Yo mismo soy incapaz de reconocer que me va bien, incluso cuando me va muy bien. Los que me conocen me dicen “tú siempre necesitas una razón para estar insatisfecho”. Ya ni siquiera puedo deprimirme porque no me toman en serio.
Hasta hace poco pensaba que yo era neurótico y, por lo tanto, tiendo a conseguir amigos neuróticos. Sólo hoy he tomado conciencia de que los tres somos del mismo colegio. Por Dios ¿Qué nos han hecho? ¿Por qué no se limitaron a despotricar contra los condones como todos los curas?

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