El pasado verano, JA me contó una historia espeluznante. Hacía muchos años que no visitaba el pueblo de sus padres y decidió regresar para constatar los cambios del último decenio. Allí encontró viejos amigos y lo celebraron y hablaron de los tiempos del Instituto. Eran entonces muy fanáticos, admiraban a gente criminal y odiaban a la policía, paradoja que han tardado en resolver. Uno de la peña recordó que el hijo de un guardia civil cursaba con ellos en la misma aula y que se habían dedicado en cuerpo y alma a hacerle la vida imposible. “Pero el chaval aguantó, nunca se quejó, ni se chivó, debía de ser un tipo cabal”. En ese instante JA, que siempre ha sido un impulsivo, decidió ir a buscarle para pedir perdón. Los otros se disgustaron, no creían que mereciera la pena, ¿y cómo vas a encontrarlo?, han pasado tantos años, vete tú a saber... JA se mostró inflexible. No le costó localizarlo, venía en la guía de teléfonos, y con absoluta imprudencia se presentó en su casa. Le recibió él en persona y se reconocieron de inmediato. El antiguo escolar era ahora un hombre alto y fornido que le miraba desconcertado por encima de unas gafas de leer. Cuando por fin se sentaron a solas en el despacho, JA le soltó a bocajarro el motivo de su visita: venía a pedir perdón por todas las perrerías que le habían hecho cuando eran críos y que estaba arrepentido de corazón. “Éramos unos miserables, pero no lo sabíamos”, dijo. El hombre se emocionó. “Es la primera vez que alguien de aquí me habla de este modo”, dijo. Y añadió que lo habían pasado mal, pero que su padre no había querido irse del pueblo porque allí servía para algo. Había mucha gente en peligro. Mi amigo también se había emocionado y le rogó, tartamudeando, que repitiera sus palabras, por favor, a su padre, que lo sentía mucho, de corazón. El hombre respondió en voz baja y como excusándose. “No, no. Lo mataron hace seis años”. Estuvieron un buen rato sin hablar, llenando y vaciando los vasos.
