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Doce monedas

La inteligencia, que hoy parece determinada económicamente (quiero decir: que está allí donde la pagan), ha sido hasta hace pocos años un fenómeno geográficamente misterioso. Aparecía donde menos se la esperaba. Como dice el célebre poema: “Nuestro Señor Jesucristo nació en un pesebre. Donde menos se piensa salta la liebre”. ¿Cómo pudo acumularse tal cantidad de talento en la Viena de Francisco José, aquel reino de opereta, podrido, momificado? La lista de nombres, de Loos a Wittgenstein, de Musil a Klimt, de Kraus a Schoenberg, es apabullante. Claro que, a pesar de todo, estamos hablando de la capital de un imperio, por muy acabado que estuviera. Más sorprendente aún es que en la provincial Basilea del siglo XIX, una ciudad chiquita de unos veinte mil habitantes, archiconservadora, levítica, mercantil, coincidieran Bachofen, Burkhardt y Nietzsche, tres cabezas cargadas de dinamita. ¿Y la coincidencia de Ortega, Falla, Valle, Unamuno, Machado et álii en la miserable corrala madrileña de los años treinta? Quizás había una fuerza de atracción inconcebible que forzaba la concentración de los espíritus, como el campo magnético que arrima las virutas de hierro. Una atracción por simpatía intelectual que no dependía del dinero. Quizás, simplemente, resultaba más emocionante, divertido o estimulante vivir entre buenas cabezas que con idiotas. Como cuando vivían en Barcelona García Márquez, Mario Vargas, Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Sergio Pitol... Siempre me olvido de alguien. Claro, era bastante más interesante que participar del villancico borreguil de nuestros días. Ahora, sin embargo, parece imposible que se produzca un fenómeno semejante y que el talento se concentre en un lugar inesperado. No sé: en San Marino, de repente. ¿Será que el talento se ha hecho mercenario y ya no atiende al atractivo anímico, sino sólo al económico? No lo creo. Poner al dinero en su lugar, muy por detrás del intercambio y la contienda entre iguales, es algo ínsito al talento. Por cierto, tal y como están las cosas, llamo “talento” al sentido común cuando no se dedica tan sólo a la supervivencia.

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24 de febrero de 2006
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Plan de evasión

Hace un par de días, respondiendo al texto donde comparaba la vida de la gente común y corriente con la de aquellos que nos la pasamos escribiendo ficciones (y por ende vivimos la vida imaginando vidas ajenas), alguien que responde al alias de lanavajaenelojo hizo notar con tino que “la inmensa mayoría vive también las vidas ajenas más que la suya propia: ve televisión, ve cine, juega a videojuegos, lee libros, lee revistas del corazón, escucha los cotilleos sobre otras personas, chatea en internet, lee cosas en la red…” El tema de la desnaturalización de la vida contemporánea es uno que me obsesiona. Vivimos en una sociedad que nos soborna para que renunciemos a la posibilidad de una existencia intensa. Está claro que aquellos que se benefician con el statu quo no nos quieren en la calle, poniendo el cuerpo en reclamo por nuestros derechos o por algún otro derecho conculcado; prefieren, en todo caso, que nos sumemos a cadenas de pedidos humanitarios por la red: no hay nada más fácil que apretar la tecla que dice delete. Esta es una cuestión tan delicada como urgente. El morbo que despierta en la mayor parte de nosotros la contemplación del dolor ajeno por TV es resultado, en buena medida, de la necesidad de sentir algo parecido al dolor sin sufrir ninguna de sus consecuencias. Con tal de preservarnos de cualquier tipo de desgarro, preferimos renunciar a la intensidad de los sentimientos verdaderos. Estaba dándole vueltas al asunto cuando me topé con un texto de Samuel Johnson que me hizo dudar respecto de la modernidad del problema. Comentando el monólogo del Duque en la comedia shakespiriana Measure for Measure, Johnson se detiene en los versos que dicen: “No tienes ni juventud ni vejez; / pero, como si estuvieses en una siesta después de comer, / sueñas con ambas”. Lo primero que me sorprendió fue la lectura que Johnson hacía de estos versos. El crítico comenta la tan humana característica que nos hace desperdiciar la juventud trazando planes, y languidecer cuando viejos recordando nuestros primeros años. “Nuestra vida,” dice Johnson, “que nunca hemos ocupado plenamente en el momento presente”. Creo que el viejo Samuel tiene razón, querida navaja. Por más que entendamos que estos tiempos nos facilitan la evasión, debemos aceptar que la incapacidad para habitar el hoy, para vivir con intensidad el momento presente, es un rasgo inseparable de lo humano desde el principio de los tiempos. Somos criaturas dadas a la ensoñación. Parafraseando a Erich Heller, podríamos decir: “¿Cuál es el pecado del hombre? Su capacidad de soñar. ¿Y cuál es la salvación del hombre? Su capacidad de soñar”. Lo segundo que me sorprendió, cuando Johnson me forzó a revisar la obra de Shakespeare, fue descubrir que a pesar de los cuatro siglos que los separan, el Duque y navaja se estaban formulando la misma pregunta. “What’s yet in this / That bears the name of life?” pregunta el Duque en el monólogo al que Johnson alude. Y navaja, reconociéndose hijo de esta sociedad de la información que nos inmoviliza todo el tiempo delante de una pantalla, se lo cuestiona también: “¿Qué es la vida?”. Nadie imaginará que yo tengo la respuesta. Pero mientras hago planes para los tiempos que vendrán, me tranquiliza saber que seguimos formulándonos la pregunta.

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23 de febrero de 2006
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Cuando la luz del sol se esté apagando

En la bella literatura crepuscular se expresa el fracaso de la humanidad. Alguien que ha luchado toda la vida para encontrar un sentido que le permita recomendar la prolongación de la especie humana sobre la tierra, constata que no lo ha encontrado; que un bicho tan dañino como el humano es injustificable. La llegada del crepúsculo pone en evidencia que nunca podremos encontrar un sentido suficientemente sólido como para que sea permanente. Todos los sentidos son frágiles, pasajeros y leves. Es cierto, hemos conocido el gozo, el júbilo, el placer, la victoria, la compañía, la generosidad, el consuelo, la alegría, en fin, todo lo afirmativo de la existencia, sus sentidos pasajeros y leves. Pero honradamente debemos reconocer que con eso no es posible justificar la humillación, el crimen, la crueldad, el dolor, y el resto de las oscuras fuerzas que nos trituran cuando llega la noche. Leo en un artículo de Pankaj Mishra que Edmund Wilson describía así a un hombre que había luchado con tenacidad e inteligencia por encontrar algún sentido a su vida, al viejo Santayana en la aislada desolación del final: “Quiso que su tarea fuera la de penetrar en todas las posibles conciencias humanas con las que pudo establecer contacto, y ahora descansa en esta miserable tumbona como una mónada perdida en la mente universal”. Es la figura del anciano al que todavía alcanza un haz de luz en la tenebrosa morada donde lo pinta Rembrandt. Esa luz, sin embargo, ya no es un consuelo. No porque el viejo considere con melancolía su vida perdida, sino porque adivina toda la vida que aún está por venir. El inmenso océano de dolor que está esperando impaciente para penetrar en el corazón del recién nacido y estrenar sus colmillos en el mundo de los vivos. Bien es verdad que un pensamiento tan cenizo sólo puede tener lugar en la literatura crepuscular. 

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23 de febrero de 2006
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El Rambo turco

Los villanos de esta película de acción recorren el país asesinando y maltratando a gente inocente, incluso niños, y dinamitando sus templos. De tan malos que son, secuestran a sus propios aliados y trafican con los órganos de sus víctimas. ¿Son comunistas de una película de los ochenta? ¿O quizá traficantes latinoamericanos llamados Ramón? ¿O terroristas islámicos? No, son los nuevos malos de las películas. Acertó usted: son americanos. Y es que el último taquillazo de acción no viene de Hollywood sino de Turquía. Se llama Valle de Lobos y su protagonista, el agente Polat Alemdar, viaja a Irak a vengar las afrentas norteamericanas contra turcos, kurdos y árabes. Y lo hace a lo bestia, con una cantidad de persecuciones, asesinatos y disparos que la han convertido en la película más cara de la historia turca: ocho millones y medio de euros. Y sin duda la más exitosa: ha convocado ya a más de medio millón de personas en su país de origen, donde el presidente del parlamento y otros políticos consideraron que representa un acontecimiento histórico. Eso sí, no todo el mundo está tan contento. En Alemania, donde la han visto 200,000 personas, el primer ministro bávaro Edmund Stoiber ha exhortado a los dueños de las salas "retirar de inmediato esta película racista y antioccidental que incita al odio". También el ministro del Interior de Baden Wurttemberg, el conservador Heribert Rech, expresó su mal humor: "la película azuza resentimientos antisemitas y antiestadounidenses, abre brechas entre culturas y radicaliza sobre todo a jóvenes turcos". Imagino que estos señores, tan preocupados por la imagen de EEUU, también se escandalizaron cuando Rambo azuzaba resentimientos antivietnamitas. O con la última película de Steven Seagal, en la que Uruguay (¡?) aparecía gobernado por una dictadura terrorista. En ese caso, su protesta será cotidiana, porque aparece una película norteamericana “racista que incita al odio” más o menos cada dos días. O quizá ellos piensen que todos los árabes son unos terroristas salvajes y sanguinarios y, por lo tanto, pintarlos así no es peyorativo sino descriptivo. Cuando salieron las caricaturas de Mahoma, machacamos todos en Europa y América que la libertad de expresión es intocable aunque sea para proteger bodrios de mal gusto. Pero para los conservadores alemanes, los bodrios de mal gusto deben ser permitidos sólo si fastidian a los demás. El cine de acción siempre ha sido el espacio en que la gente gana las batallas que pierde en la realidad. Ojalá no sirva esta vez para sumar batallas al mundo real, que ya tiene bastantes.

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23 de febrero de 2006
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¿Vivimos una nueva Edad Media?

Finalmente junté paciencia para encarar el trámite de renovación de mi pasaporte. Por cierto, acudí preparado para combatir la larga espera. Me llevé A sangre fría, y El canon occidental, y la libretita en que anoto palabras e ideas para el título de mi nueva novela. Mientras esperaba que atendiesen a las trescientas cincuenta personas que me precedían (el trámite insumió cuatro horas, sin contar las semanas que ahora debo esperar hasta que me entreguen el documento), leí el capítulo del Canon que Harold Bloom dedica a Geoffrey Chaucer. Bloom cita allí un fragmento de la biografía que Donald R. Howard dedicó al autor de Los cuentos de Canterbury. El párrafo, que Howard consagra a una descripción de la época en que Chaucer vivió (lo que solemos llamar la Alta Edad Media), me impresionó porque los hechos que describe como propios de aquel distante pasado me suenan cotidianos hoy, en los primeros años del Siglo XXI: “La propiedad y la herencia eran preocupaciones permanentes… embargos a mano armada, secuestros, pleitos infundados, eran maneras bastante corrientes de obtener bienes. El inglés de la época de Chaucer no era el estereotipado personaje flemático de la época moderna… en aquella época se parecía más a sus antepasados normandos, de sangre caliente y de carácter desbocado… Lloraban abiertamente en público, daban libre curso a la cólera, proferían abundantes e imaginativos juramentos, se embarcaban en operísticas enemistades hereditarias e interminables batallas legales. La tasa de mortalidad era elevada… encontramos más temeridad y terror, más resignación y desesperación, y se jugaba más con la fortuna. También había más violencia, o una violencia de tipo más vengativo y ostentoso”. Hace tiempo que arrastro esta extraña sensación de que vivimos una nueva Edad Media. Y la descripción de Howard, en días en los que no paro de leer sobre la gripe aviar (¿la nueva peste?), el conflicto palestino-israelí (“¿operísticas enemistades hereditarias?”), la persecución de los ladrones que vaciaron las cajas de seguridad del banco Río (“¿embargos a mano armada?”), el juicio político al intendente de Buenos Aires a causa del incendio de la disco Cromagnon (“¿interminables batallas legales?”), el desastre en que Bush convirtió a Irak (“¿violencia del tipo más vengativo y ostentoso?”) y el lamentable enfrentamiento entre Argentina y Uruguay por culpa de las papeleras (“¿pleitos infundados?”), siento que la intuición está cada vez más cerca de hacerse carne. Aceptémoslo, estamos muy lejos de existir en una edad aristocrática o iluminada. Los rostros que veo a diario en los informativos, hablen en el idioma en que hablen, se parecen a los antepasados normandos de los que hablaba Howard: gente desaforada, que grita o insulta en vez de dialogar, que se desgarra las vestiduras delante de las cámaras y que no necesita gran convencimiento para apelar a la violencia a la primera de cambio. En fin. Es el tiempo que nos tocó. Optimista a ultranza, me distraigo enseguida del bárbaro panorama para decirme que al menos esto significa que en algún momento saldrá a luz un nuevo Chaucer, y aún mejor: ¡un nuevo Shakespeare! Siempre y cuando el equivalente contemporáneo de la peste negra, o de la Inquisición, o de Atila, no nos borren antes del mapa.

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22 de febrero de 2006
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Gracias, presidente, por Renato Rodríguez

Me pareció grotesca la entrega del premio José Martí de la Unesco a Hugo Chávez en la última feria del libro en La Habana. Fue a principios de febrero. Venezuela era el país invitado al encuentro editorial y Chávez llegó como autor del libro Chávez habla a los jóvenes. Fidel Castro le entregó su premio en la Plaza de la Revolución. Adán Chávez, el hermano del presidente venezolano y embajador de Venezuela en La Habana, se comprometió a repartir treinta mil ejemplares de una edición resumida del Quijote en Cuba. Cuando las revoluciones resumen a los clásicos, lo peor puede ocurrir. Hubo en Cuba, a principio de la revolución, una edición de Moby Dick donde se habían quitado las referencias a Dios…

Vuelvo a la manera en que Castro y Chávez se aprovecharon del evento habanero para dar fe públicamente de que el uno no se puede confundir con el otro, por el momento, cuando de libros se trata. Los libros, en Cuba, son una catástrofe. Plusmarca de la acidez del papel, escasez de obras, ausencia crónica de los clásicos reconocidos (Lezama Lima, Carpentier) como de los callados (Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante) librerías fantasmas, y no hay que añadir nada sobre una política de autores que condena al silencio a los que no se conforman con la línea política del país. Cuidado: todos los autores que publican en Cuba no han comprometido su honor, y tampoco para ser libre hay que denunciar la ausencia de la libertad. Pero de manera global, la revolución es una catástrofe en lo que tiene que ver con la producción y distribución de libros.

Por el momento, Venezuela es todo lo contrario. Monte Ávila, una casa editorial de propiedad estatal y que depende del ministro de estado para la cultura, asegura el acceso a una colección, Biblioteca básica de autores venezolanos, que es lo que la revolución cubana prometió a los cubanos sin nunca entregarlo. Son libros de calidad regular. Papel blanco, tapa modesta. Existen cuatro líneas editoriales que se reconocen por su color: verde (narrativa), roja (poesía), durazno (dramaturgia) y azul (ensayos y documentos). En la contratapa se leen eslogans del chavismo: “Venezuela ahora es de todos” y “El pueblo es la cultura” pero no quitan nada a la existencia milagrosa de libros baratos y disponibles en todas partes.

En mi último viaje a Caracas me costó cinco mil bolívares (dos dólares y medio según la tasa del cambio oficial, dos en el precio de la calle) una pequeña maravilla: Al sur del Equanil de Renato Rodríguez. Es un autor que parece ingenuo, autodidacta, a veces imposible. Llega a escribir frases como esta: “Como sucede todos los años esta vez también llegó la navidad”. En su observación aguda recuerda el famoso “llovía, aunque era de noche” que amigos periodistas ponían en sus artículos para evaluar el nivel de inteligencia en la relectura de sus editores. Pero Renato Rodríguez es de esas personas que se pueden permitir todo, pues tiene chispa, energía y vitalidad al hacer viajar a su héroe, David, aspirante a novelista, entre París, Santiago de Chile, Caracas, Lima, Quito, Guayaquil, etc. Una introducción compara el autor con Jack Kerouac. Por la abundancia de los movimientos en el espacio, sí, algo se parece, pero es mucho más una especie de Miller (Henry, no Arthur) por la manera de creer en la experiencia.

Bueno, soy un tonto: acabo de descubrir lo que ya todos conocen, pero eso no impide agradecer por el placer recibido. Me irritan en la autopista del este de la capital venezolana las publicidades para promover a Chávez: con un niño (educación), con una cesta en un supermercado (mercado, almacenes a precios subvencionados), con una viejita (pensiones). La peor mostraba al presidente con un vestido de pelotero y una gorra demasiado grande; decía “gracias presidente, Venezuela campeón” atribuyendo al presidente el éxito del equipo nacional de pelota en la última serie del Caribe. Era grotesca por los colores, por la sonrisa de Chávez en una mala fotografía. Pero aquella imagen me estimula para decir, con toda franqueza, después de cerrar el librito verde de la Biblioteca básica de autores venezolanos: Gracias presidente, por permitirme el descubrimiento de Renato Rodríguez.

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22 de febrero de 2006
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Chistes crueles

Me he pasado horas contando chistes políticos con el escritor angolano Ondjaki y el guineano Waldir Araujo. Sé que son mucho peores escritos que contados, pero aquí va una muestra:

Durante la guerra civil de Angola, el servicio meteorológico portugués descubre indicios de un gran terremoto que está a punto de azotar Angola. Para prevenir a ese país, envían el siguiente telegrama al gobierno: “Hemos descubierto un sismo muy peligroso de intensidad 7.5 en la escala Richter. Está previsto para el martes”. Tres semanas después, reciben de Angola un telegrama de respuesta: “Hermanos portugueses: muchas gracias por su aviso. Encontramos al sismo y lo arrestamos. Era un guerrillero de UNITA experto en sabotaje. Con la información que le sacamos, la escala Richter ha quedado desactivada. Perdonen la demora en responderles, pero aquí hubo un terremoto horrible y nos jodió las comunicaciones”.

En una larguísima cola para el pan en La Habana, durante el período especial, aparece un borracho con ganas de fastidiar y empieza a decir: “Yo sé por culpa de quién están todos ustedes aquí haciendo cola”. La gente en la cola se incomoda, pero el borracho continúa: “Yo sé por culpa de quién no hay pan. Ni gasolina. Ni papel. Ni medicinas”. La situación es cada vez más tensa, hasta que llega la policía, coge al borracho, lo mete en un patrullero y se lo lleva a la comisaría. Una vez ahí, le ponen una luz en la cara y lo interrogan: “A ver, ¿por culpa de quién no hay pan? Por culpa de quién no hay gasolina? Habla”. El borracho pone cara de asombro, y como si fuera lo más natural del mundo, responde: “De Bush. Del imperialismo yanqui. Del bloqueo”. Los policías entonces se ruborizan, descubren que han cometido un error y lo dejan irse. Pero al salir, antes de cerrar la puerta, el borracho dice: “Pero yo sé en quién estaban pensando ustedes”.

Los angolanos tienen chistes de guerra, los cubanos de represión, los peruanos contamos chistes sobre el servicio de inteligencia de la época de Fujimori, y sobre lo corruptos que somos. Algunos europeos en la mesa se sorprendían por el nivel de humor negro que compartíamos todos los americanos y africanos. Pero lo más sorprendente es que son chistes intercambiables: se cuentan en todos los países cambiando solo algunos nombres. El humor negro político es, sin duda, un arma de defensa ante la realidad, y por lo tanto, un género literario común a todos los países pobres.

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22 de febrero de 2006
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Condiciones para una literatura

No me resulta fácil imaginar lo que sucede en la cabeza de un escritor como Truman Capote. Creo comprender, es decir que “imagino”, los mecanismos, las tuercas, las poleas y polipastos que se mueven en las cabezas de Flaubert, de James, o de Joyce. En su escritura puedo seguir los movimientos de esa gran maquinaria cuya finalidad es, sencillamente, moverse sin finalidad. Sus cabezas y los escritos que producen son intercambiables. De vez en cuando, además, me percato de que hablan de una adúltera, de una heredera americana o de un masturbador irlandés. No distingo los personajes, sin embargo, de los edificios de Dublín, los paisajes de Sussex o una cena burguesa en Nantes. Todo ello es muy interesante, pero menos que la maquinaria que los trae a este mundo y que a veces produce un personaje y otras veces un paisaje o la clepsidra de Yarfoz. Que se parecen turbadoramente entre sí. Personas y cosas se dirían hechas de la misma materia verbal. Así suelo entender a Faulkner, a Benet, a Proust, pero también a Cervantes y a Valle Inclán y a Dickens. Lo que no puedo imaginar es qué se propone, qué desea, qué ambiciona alguien como Capote cuando escribe A sangre fría. Si la respuesta fuera: “Ganar dinero”, me sentiría muy aliviado, pero no lo creo. Hay en Capote una ambición llamémosla “artística”, incompatible con su propósito de escribir A sangre fría. La cual no puede, de ninguna manera, ser artística. Baste un ejemplo. Capote sufrió indeciblemente porque, habiendo concluido el libro, no podía entregarlo sin la escena de la ejecución. Sin embargo, la ejecución, gracias a los abogados que Capote pagaba, se iba retrasando una y otra vez. Había contraído una estúpida pasión por el asesino, de modo que se alegraba y desesperaba tras cada nuevo aplazamiento. Y seguía pagando a los abogados del condenado. Y pidiendo más tiempo a su editor. En esos meses comenzó a tomar estupefacientes. La escena final, la de la ejecución, es abominable. Parece escrita por una Corín Tellado disfrazada de Tarantino, pero a la que asoman las enaguas por debajo del gabán. No podía ser de otro modo. Esta dependencia del tiempo existencial, de la vida tomada en crudo tal y como se transforma día a día como en un viaje alucinatorio, esta implicación en un delirio llamado “realidad”, me parece totalmente incompatible con la novela. Los siete pilares de la sabiduría es un inmenso relato biográfico, pero no una novela. Y que no me vengan con lo del periodismo literario, por favor. ¡Menudo oxímoron! Es como si llamáramos “religión” a lo que practican los barbudos monoteístas misóginos que asaltan embajadas.

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22 de febrero de 2006
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¿Pajaritos o buitres?

Veo con satisfacción que se agotó la novela Níquel, de Francisco Ferrer Lerín y que la editorial Mira va a reimprimirla. Es una narración onírica de incestos, canibalismo y asesinatos, con una etapa al servicio de la CIA seguramente autobiográfica. Su autor, Paco el Pajarito para los amigos, aunque también Paco el Buitre, es uno de los pocos personajes literarios que quedan en España. Quiero decir que su vida es tan literaria como sus escritos y todos cuantos le conocemos contribuimos a mantenerla en su mítico lugar. Tahúr, regenerador de los buitres leonados (a los que salvó de la extinción), ornitólogo y poeta, es un artista muy poco hispánico. Podría ser californiano. En una ocasión íbamos él y yo en su Cuatro Ele por carreteras de la provincia de Huesca, camino de un comedero de buitres en donde debíamos depositar una gran cantidad de carne que habíamos cargado en el Zoo de Barcelona. Los zoológicos son centros con diarias y espantosas muertes que se ocultan al público para no atemorizar a los niños. Todos los días casca un camello, un cérvido, un búfalo, o pare la orangutana su triste cría muerta de cada temporada. Un poco de todo eso llevábamos en el maletero. No lejos de Canfranc nos internamos por un camino de segundo orden. Y en ese momento los vimos. La pareja de la Guardia Civil estaba apostada en una curva y nos hizo las señales habituales, naranjero en ristre. Paco, con la más fría de las indiferencias, me dijo: “No hagas nada raro. Ni te muevas. Este es un camino de salida hacia Francia y lo suelen usar los de la ETA”. Creo que exclamé algo así como “No me fastidies, hombre, Paco, con lo que llevamos detrás...”. Pero era aún peor. “Llevo observando, hace ya rato, que estamos dejando un reguero de sangre. Alguna de las piezas se me está vaciando”. Cuando metieron los cañones por las ventanillas, comprendí que los civiles también se habían percatado. Con las manos detrás de la nuca y el charco de sangre a nuestros pies, la identificación no fue exactamente caballerosa. Paco, sin embargo, no sólo logró convencerles de que éramos naturalistas (entonces no existía la bastarda palabra “ecologista”) camino de un muladar, sino que acabaron por montar en el coche y acompañarnos muy joviales hasta el comedero, “Para que no les pase nada irreparable”. Años más tarde, fueron dos de los más eficaces defensores del ecosistema aragonés que ha dado la Benemérita. La editorial Artemis, además, publica su poesía completa con el título de Ciudad Propia. Poesía autorizada. Lo de “autorizada” es puro Paco. Un genio del matiz lingüístico.

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21 de febrero de 2006
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Donde la realidad termina

Para llegar al pueblo de Povoa de Varzim hace falta tomar un avión a Lisboa, luego un tren a Oporto y finalmente algún medio terrestre que llegue a esta perdida orilla del Atlántico. Pero en algún momento de ese viaje debe ocurrir algo imperceptible, porque se cruza el umbral de la realidad. Hasta mediados de los cincuenta, ésta fue una villa de pescadores que no sabían nadar. Evidentemente, la muerte azotaba sus costas con frecuencia casi diaria. Y es famosa la historia de un pescador ciego que se convirtió en salvavidas de sus colegas. A usted quizá le parezcan imposibles estas historias de salvavidas invidentes y pescadores que no nadan. A mí también, pero no es de extrañar, porque esta ciudad en estos días está llena de escritores. Y ya no tengo claro qué es verdad y qué es invento. Povoa alberga el festival literário Correntes d’Escritas, una de las citas internacionales más importantes de las letras portuguesas. Por los pasillos del hotel se puede uno cruzar com autores como Luis Sepúlveda, Juan Manuel de Prada u Onésimo Almeida, venidos de todos los rincones del planeta donde se hablen lenguas ibéricas. En la edición de este año hay, aparte de peninsulares, angolanos, guineanos, cubanos, brasileños, argentinos, hasta un peruano. Lo que hace especial este certamen es precisamente que toda esta gente se entienda. Las presentaciones de libros se realizan indistintamente en español, gallego y portugués, pero nadie tiene problemas de comunicación. Esa continuidad de nuestras lenguas es como una lengua franca que muestra lo arbitrarias que son las distinciones políticas y geográficas. En el festival Correntes d’escritas, las palabras se abren paso como barcos de pescadores en el mar de nuestras diferencias, y no hacen falta salvavidas ni flotadores. Y del mismo modo que la lengua, la realidad se vuelve flexible. Por ejemplo, hay un escritor angolano llamado Manuel Rui, que tiene un acento endemoniado, incluso para los africanos. Ellos explican que es por culpa de su característica barba, que como una telaraña, atrapa las letras que salen de su boca. Aparentemente, la esposa de Rui tiene un cepillo muy fino, y todas las noches, antes de irse a dormir, le retira todas las letras que se le han quedado enredadas en la barba y las guarda en un frasco, que está siempre lleno de eses, kas, enes y demás. Ella misma no suele entender a su marido cuando él habla, pero entonces abre el frasco y repone las letras que le faltan. Usted pensará que ésa es una historia de escritores borrachos. Es verdad, lo es. Pero es que en medio de esas historias, la verdad se va difuminando hasta volverse más indefinible, más lejana y a la vez más luminosa, como el sol. Anoche, cuando ya me iba a dormir, otro escritor me sugirió que me quedase más tiempo. Dijo que a las cuatro de la mañana empezaban a aparecer los fantasmas del hotel y a bailar sobre la barra y sobre las mesas. Yo de todos modos me fui a dormir, porque soy una persona racional y aburrida. Pero hoy, al bajar a desayunar, encontré una huella de zapato en la mesa. Era un tacón de mujer. Parecía un modelo antiguo.

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21 de febrero de 2006
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