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Buenas noches y buena suerte

Este viernes se estrena en España Good Night, and Good Luck, la película de George Clooney que ha conseguido el milagro: es en blanco y negro, está llena de diálogos, Clooney no es protagonista y los personajes fuman como chimeneas, y aún así, ostenta orgullosamente seis nominaciones para los próximos Oscar. Quizá la razón es que ha tocado una fibra sensible en el público norteamericano al narrar el enfrentamiento -y el triunfo- de un grupo de periodistas contra el temible senador McCarthy, cuya paranoia anticomunista era una amenaza contra las libertades civiles. Han pasado cincuenta años de eso, pero ni siquiera la robusta democracia del país más poderoso del mundo está aún libre de esa amenaza, como demuestra que el gobierno de George Bush ha autorizado escuchas telefónicas contra sus propios ciudadanos y ha sostenido cárceles y prácticas ilegales y de lesa humanidad en Guantánamo y Abu Ghraib. La pregunta que se hace Good Night, and Good Luck es ¿Hay que sacrificar la libertad para proteger nuestra seguridad? Y la respuesta que se desprende de ella es: no, EEUU sigue aquí, y el bloque comunista –que sí amordazaba a sus medios de prensa- ya no existe. Mañana, la película llegará a España, justo después de la “guerra de las caricaturas” que sacó a las calles a miles de árabes a protestar contra los medios de prensa occidentales. La encrucijada moral actual es la misma: ¿Hay que sacrificar la libertad de expresión para que no nos quemen las embajadas? Y sin embargo, el escenario es completamente diferente, porque lo que entra en juego no son dos sistemas excluyentes, sino la posibilidad de la convivencia: el límite entre la libertad y el respeto, entre la tolerancia y la autocensura, entre la guerra y la paz. Si no te molesta que la película esté en blanco y negro y se la pasen fumando y hablando, Good Night, and Good Luck es una estupenda oportunidad para reflexionar sobre un mundo que ha pegado un volteretazo en cincuenta años, pero cuyas preguntas se repiten una y otra vez.

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9 de febrero de 2006
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Viejo y nuevo Caribe

La publicación en Espana, por la editorial «Páginas de espuma», del tomo cuatro de Pequeñas resistencias, una antología del cuento en español, es tanto un asunto de literatura como de geografía. El volumen está dedicado al «cuento norteamericano y caribeño» y dice, por el mero hecho de existir con ese subtítulo, dos cosas que no se pueden ignorar. La primera, claro, es la conquista del norte por el sur en las Américas. Los «latinos» ya no son bailadores para la parte oeste de Manhattan, como en West Side Story. La montaña de libros que tengo en mi estudio, sobre los «latin people» en EE UU refleja la preocupación creciente del imperio por la presencia de los hispanohablantes en su tierra. Nada nuevo, pero ojalá: va deprisa. Todos sabemos que por un voto se derrotó, al crear Estados Unidos, la decisión de adoptar el alemán como idioma oficial. No se vota para elegir una cultura y la que viene del sur se nota en todo el sun-belt con una potencia deslumbrante.

Pero – es la segunda cosa que quiero decir – no hay que equivocarse al leer unas palabras como «norteamericano y caribeño». Los dos adjetivos pisan el mismo terreno. El Caribe es norteamericano y costeño. Aún más: en este mundo del Caribe, el viejo mundo es América Latina y el nuevo mundo es Estados Unidos. Tengo recuerdos de viajes por Louisiana y hasta Georgia que me parecen semejantes a los de Colombia o Venezuela. Del norte al sur, todo es igual: comidas, pieles, aguaceros, árboles que se parecen a catedrales vegetales, talento para reír a carcajadas y pasar sin ninguna transición a una tristeza sin remedio.

¿Cuál es la diferencia? Hay una, fundamental: «El Mississippi aparece en el mapa de América con siglo y medio de retraso» dice el historiador Germán Arciniegas en su Biografía del Caribe (mi edición es la de Planeta, de Bogotá, 1993). En un mundo caribeño cuya historia es la repetición de las invasiones en nombre del rey, de Dios, del afán del dinero, del imperialismo, de una misión científica o humanitaria, el sur de los latinos tiene más experiencias que el norte conquistado por los yankees en una guerra civil. Cuando hablamos de Cartagena, San Juan de Puerto Rico o La Habana, hablamos de la vieja civilización. La Nueva Orleans, Miami o Corpus Christi son jóvenes que todavía tienen mucho que aprender. Me gusta el adjetivo del maestro Arciniegas: retraso. En el Caribe, los EE UU son atrasados.

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8 de febrero de 2006
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El rock de nuestro señor Jesucristo

Mientras estaba en Bolivia, hace un par de semanas, salí con un amigo a dar una vuelta por la noche de La Paz. Recorrimos un par de bares, paseamos por la parte antigua –que es muy pequeña- y al final topamos con un gran coliseo en el que miles de jóvenes formaban cola. Nos explicaron que era el concierto del mejor grupo de rock hispanoamericano: Rojo. La chica de la taquilla nos dijo: -¿No los han escuchado, hermanitos? Son muy conocidos. Son de México. Nos había llamado “hermanitos”. La gente de La Paz es muy dulce para hablar. Compramos entradas y nos pusimos en la cola. Entramos justo para la primera canción. En el anfiteatro había unas 5.000 personas. Además de bolivianos, había gente de Perú, Chile y Ecuador, todos con banderas. El escenario estaba flanqueado por dos pantallas gigantes y tenía un alucinante equipo de luces psicodélicas. El público coreaba el estribillo de “Revolución”, cuyo sonido recordaba al rock de los ochenta. De la letra entendimos poco, pero pensamos que una canción así resultaba muy oportuna para la toma de mando de Evo Morales. Sólo caímos en la cuenta de nuestro error al final de la canción, cuando el cantante preguntó al público: -¿Van a ser todos unos revolucionarios como Jesús? Poco a poco, los detalles empezaron a encajar: en el concierto se vendían gaseosas pero no alcohol. Nadie fumaba. Los baños estaban vacíos. No había pogos violentos. Una pancarta nos explicó que estábamos en el concierto de clausura de un congreso latinoamericano de iglesias evangélicas. Yo es que crecí en los noventa. Creer no estaba de moda. Formar grupos, tampoco. La misa era una cosa aburrida y los conciertos eran ateos. Si querías divertirte, te drogabas. El mundo era un lugar ordenado y cada cosa tenía su lugar. Ahora se han confundido los valores. Las iglesias tienen canales de televisión. Los jóvenes consumen sano esparcimiento. La fe se ha puesto de moda. Los cuatro conciertos previstos para el Congreso sumaron tanto público como la celebración de Evo Morales en Tiwanaco. El único evento más exitoso de la semana fue Hugo Chávez superstar hablando en el auditorio de la universidad, con el público aglomerándose en la calle para escucharlo. Mientras abandonamos el concierto, mi amigo y yo escuchamos al cantante hablando con su público: -¡Ahora todos juntos, palmas por Jesús! Esto tiene que ser una señal del Apocalipsis.

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8 de febrero de 2006
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Tristezas de Carnaval

No puedo menos que sentir tristeza ante el conflicto que estalló entre la Argentina y Uruguay a causa de unas plantas de producción de papel. Quizás porque la disputa gira en torno de esa materia delicada que tanto amamos: el papel, soporte de obras imperecederas y un arma invaluable para aquellos que apostamos a la razón y la concordia que aquí, al menos hasta ahora, han brillado por su ausencia. Ninguno de los dos gobiernos está en condiciones de arrojar la primera piedra: Uruguay no informó a tiempo de las características del emprendimiento y de su posible impacto ambiental, y Argentina reaccionó demasiado tarde en defensa de su gente. Hoy las plantas se están construyendo, mientras las protestas del lado argentino se multiplican. El gobierno uruguayo no puede pagar el precio político que le significaría detener esas construcciones, y el gobierno argentino no puede pagar el precio político que se le facturaría, con justicia, si ilegalizase las protestas y encarcelase gente. En el origen del conflicto están las empresas que jugaron el juego de toda empresa capitalista: pensar de manera excluyente en su propio beneficio. Del lado institucional, dos gobiernos de origen democrático y parecido sesgo ideológico se ven enfrentados a causa de las demandas de su pueblo y de la torpeza con que se condujeron oportunamente. Y en medio, como suele ocurrir, está la gente. Aquellos uruguayos que defienden la apertura de nuevas fuentes de trabajo. (En estos parajes del sur la necesidad es tan grande, que la gente saldría a defender su derecho a trabajar en una planta nuclear como la de Springfield con tal de llegar al nivel de vida de Homero Simpson.) Y también están aquellos argentinos que defienden su bienestar y sus fuentes de ingresos: ¿cuánto turismo acudirá a Guayeguaychú si ocurre lo que los ambientalistas temen y el aire empieza a oler a muerte? La frase es más que apropiada aquí: ojalá que la sangre no llegue al río. Y que los presidentes de nuestros países impongan la cordura que nunca debió de haber faltado en las negociaciones. Mi deseo es que no olviden que el mandato que se les confirió en las urnas los obliga a buscar el bienestar de sus pueblos, pero no a cualquier precio. Nos ha costado demasiado tiempo, con demasiado esfuerzo, y al precio de demasiada sangre, que América Latina volviese a estar de pie. No podemos darnos el lujo de malograr esta oportunidad, ni por el precio de una ni de cien fábricas. Mientras tanto, la gente que peregrina este año para participar del carnaval de Gualeguaychú lo hace con el ánimo oscuro de quien se pregunta si será la última vez.

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8 de febrero de 2006
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Italo

Sólo le vi una vez y entonces no era, ni mucho menos, la figura internacional en la que se convirtió al final de su vida. Llovía a cántaros y unos cuantos amigos habíamos coincidido en París para asistir a un congreso de escritores españoles. En aquellos primeros ochenta, los franceses premiaban nuestro estreno de la democracia con palmaditas en la espalda. Jaime Salinas tenía que verle para concretar algún aspecto de la edición de sus obras en Alianza Editorial y nos invitó a acompañarle. Teníamos que visitar a Calvino durante una media hora y salir luego disparados hacia el solemne acto de la Sorbona. Llovía torrencialmente. Era pequeñito, casi diminuto, aunque puedo equivocarme porque durante toda la visita permaneció sentado con aquella sonrisa beatífica que nunca desaparecía de su rostro ornitomorfo. Su mujer, Aurora, nos había reunido en la cocina, el lugar más acogedor de la casa como es frecuente en domicilios argentinos, y sacó unas botellas de vino. Ya habíamos bebido bastante durante la comida, pero vaciamos apresuradamente dos botellas de Burdeos. Calvino reseguía con sus deditos las grandes grietas de la hermosa mesa de roble macizo. Y no abría la boca. Hubiera sido inútil. Nos acompañaba Juan Benet, quien no calló ni un instante. Estaba en uno de sus momentos estupendos y parloteaba sin cesar sobre la construcción del monumento a los Inválidos, la prosa de Saint-Simon, el uso de la madera de boj en los grabados de Vallotton, los falansterios, y otros ejemplos de creatividad francesa. Así pasó bastante más de media hora. Una vez en la calle, con mares de agua sobre nosotros, nubes de alcohol en los ojos y ausencia total de taxis, Jaime se puso nerviosísimo. Estaba sumamente irritado por nuestro comportamiento, aunque lo disimulaba con elegancia. Corría bajo la lluvia hacia la esquina derecha en busca de un taxi y luego corría hacia la esquina izquierda cuando cambiaba el semáforo y luego nuevamente hacia la esquina derecha. Por fin, totalmente empapado y frenético, se dirigió a Benet en una explosión de cólera incontenible y le gritó: “¡Juan, hazme el favor de ponerte histérico ahora mismo!” Benet, que no había dejado de parlotear, lo miró desde sus casi dos metros de altura repentinamente sereno y consternado. Alzó la vista. Levantó una mano. Un taxi se detuvo ante nosotros. De inmediato. Sin demora. Como si hubiera estado allí esperando una señal suya desde la invención del motor de explosión. Todo había sucedido en tres segundos. “Un día lo estrangularé con mis propias manos”, mascullaba Jaime mientras entraba en el taxi muerto de la risa.

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8 de febrero de 2006
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Un, dos, tres, Jorge Edwards

UN Tengo en la mano “la página de Alberto Fuguet” en la “Revista de libros” del diario chileno El Mercurio. Fecha: 27 de enero de 2006. Es un pedazo incompleto según su titulo: VOCEROS (el síndrome Edwards, parte dos). ¿Qué decía la parte uno? No lo sé, pero la parte dos empieza con una idea que me parece digna de examen: “la novela, tal y cual la conocemos, la novela literaria, la novela de ficción-ficción, está en aprietos”. Fuguet expone una idea muy común: hay que tener algo que vincule la ficción con hechos que se creen ciertos. “Quizás ese sea el secreto, dice Fuguet: saber cuándo mentir, cuándo inventar, cuándo optar por decir la verdad, aunque esa supuesta verdad nunca podrá ser del todo verídica”.

DOS Fuguet, cuya fama llegó más allá de Chile, tiene una imagen (no sé si la cuida) de hombre que vive entre fronteras. Entre Estados Unidos y Chile. Entre Cine y Literatura. Entre joven autor desafiante y artista ya reconocido. Desde aquella posición se piensa dos veces antes de poner la pata en el camino de Jorge Edwards, el autor chileno más reconocido. Después de dar muchas vueltas, Fuguet pronuncia su sentencia: Edwards no es un novelista. Frase clave: “Edwards se ganó el Cervantes por su capacidad de recordar, por su memoria, más que por su capacidad de inventiva”.

TRES Como lector que opina que lo mejor de Edwards, hasta ahora, ha sido Persona Non Grata, relato de su estancia como embajador de Chile en La Habana, estoy dispuesto a compartir la opinión de Fuguet. Esto no me impide leer El inútil de la familia, la última novela de Edwards. Primera frase: “Joaquín Edwards Bello, el personaje principal de este libro, no es ningún invento mío”. Con fechas, títulos de libros y precisiones genealógicas, el autor explica que va a contar la historia del hijo del hermano mayor de su abuelo paterno. Un novelista, jugador empedernido, viajante, aventurero, traidor de su clase social. ¿Es tener a alguien de verdad lo que me tranquiliza como lector? Sin embargo, me parece que nunca Jorge Edwards fue capaz de desplegar tanto talento: va de Europa a América Latina, cita a autores de ambos mundos, circula de una clase a otra de la sociedad chilena, diferencia el amor de la ternura, y el arte de la cortesana del amor sin calidad. Su libro es una novela humana (la trayectoria de un hombre hacia su derrota) y un gran retrato social (en la época en que existían grandes familias). Es el libro de un autor que manda, manda como nunca lo hizo en el pasado. El inútil de la familia es el mejor libro de Edwards y Fuguet sabe muy bien por qué.

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7 de febrero de 2006
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Una oportunidad desperdiciada

No existe nada más difícil de crear que una bella historia de amor. Por infinidad de motivos, pero en especial por los más obvios: porque se trata de relatos que sólo funcionan si uno consigue involucrar a lectores y público en la ensoñación de los enamorados, tan distante de la lógica que impulsa la vida real; y porque la ficción ha abusado del género, probando todas sus variantes imaginables. Los géneros populares siguen tratando de convencernos de que sus odres viejos contienen vino nuevo, y nos ofrecen, ¡como si no lo hubiesen hecho ya mil veces!, romances entre ricos y pobres, entre gente de izquierdas y de derechas, entre delincuentes y víctimas, entre gente del presente y del pasado (o del presente y del futuro), entre negros y blancos… ¿Cuánto falta para que algún productor olfatee que el relato del momento debería narrar el amor entre un musulmán y una mujer occidental, o viceversa? Pero aún así uno sigue creyendo en las historias de amor, básicamente porque sigue creyendo en el amor. Creo porque es absurdo, decía San Agustín cuando trataba de justificar su fe en Dios. El cantante Lloyd Cole lo ponía de forma parecida en Forest Fire: “Creo en el amor. Creo en cualquier cosa”. Quizás sea por eso que la película Brokeback Mountain me decepcionó tanto: porque no logré creer en ella. Para empezar, diría que no está a la altura de su infinita promoción. Es apenas una película correcta: una media hora inicial promisoria, después de la cual la montaña rompe-espaldas del título se convierte en una butaca rompe-espaldas. Creo que Brokeback Mountain funciona mucho mejor como concepto (dos cowboys que se involucran en un amor maldito) que como relato. Podría esbozar múltiples explicaciones, pero creo que alcanza con aplicarle las reglas que rigen a los buenos relatos románticos: si yo, como público, no siento que esos personajes se aman de verdad, la historia no funciona. Alguien dirá que en el caso de Brokeback Mountain el amor entre Ennis y Jack debe ser reprimido, y que por eso es lógico que los personajes lo disimulen y escondan. Pero como lo prueban tanto la historia de la literatura como el cine desde sus tiempos mudos, nada funciona mejor en el relato amoroso que el deseo postergado. Los besos señalan un climax posible, pero los momentos en que sentimos el amor verdadero con su intensidad más arrasadora son, precisamente, aquellos en los que el amado y la amada deben tragarse sus sentimientos; disimular; sonreír aun cuando su alma llora. Y en los largos años que Ennis y Jack pasan separados no logramos sentir su dolor; Jack llega a decirlo con palabras, pero las imágenes lo muestran apenas aburrido, burgués e insatisfecho. (Y víctima, dicho sea de paso, de pelucas, patillas y bigotes que lo convierten en una caricatura de sí mismo.) Quizás si los personajes femeninos tuviesen algún espesor la historia de Jack y Ennis se recortaría mejor, pero su pintura es tan esquemática (¿o debería decir misógina, sin temor alguno?) que lejos de ayudar a dar textura, lo achata todo. Si en vez de la estética Marlboro que la fotografía de Rodrigo Prieto resalta se hubiese apelado a la luz descarnada de Midnight Cowboy; si los protagonistas se hubiesen parecido algo más a los muchachitos feos y desdentados del relato original de Annie Proulx (o cuanto menos al Ratso Rizzo de Midnight Cowboy); y si en vez de Ang Lee hubiese dirigido John Schlesinger, o dado que Schlesinger ya ha muerto digamos Wong Kar-wai, es posible que Brokeback Mountain hubiese sido la película de la que todos hablan. Pero no lo es. Todavía recuerdo la época en que quedaba mal hablar de una película que denostaba a los militares de la dictadura, porque si la causa que defendía era buena, la película debía serlo también. Por fortuna ese tiempo pasó, al menos en la Argentina. Aunque la existencia de Brokeback Mountain sea beneficiosa en términos sociales y políticos, por los debates que genera y la conciencia que despierta, muchos de los que disfrutamos del buen cine seguiremos esperando la llegada de la próxima película romántica inolvidable –esa película que Brokeback Mountain, sin dudas, no es.

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7 de febrero de 2006
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Grandeza del Arte

Los primeros grados de fiebre son desagradables. A 37º el cuerpo empieza a crujir por aquí y por allá como un mueble viejo. Los temblores se generalizan. El malestar espesa el ánimo y te vence el malhumor. Sin embargo, cuando llegas a los 38º, todo se apacigua. Mar en calma. Navegación serena. Un sopor profundo te deja fuera de combate aunque con breves convulsiones, por ejemplo cuando tienes que moverte o al meterte en la cama. Entonces te ataca un verdadero baile de San Vito y las sábanas son como espadas de hielo. Por fin, a 39º te invade la felicidad. El mundo se muestra rodeado por una orla luminosa, una especie de dios hindú. Los objetos se delimitan finamente como en una pintura de Carpaccio. La atmósfera en la que flotan estos objetos se hace visible. Una nube de puntos brillantes te envuelve y te mece, llueven estrellitas sobre tus ojos. Si tienes fuerzas para sostener un libro y lees algo, lo comprendes con una profundidad especial, como si nunca hubieras entendido nada con tanta hondura. No importa si es una guía de Cartagena. Descubres allí una inmensa sabiduría que te había sido ocultada por la frenética actividad diaria. La poesía puede hacerte verter lágrimas. Eso sí, sólo un par de versos, porque no hay modo de relacionar el tercero con lo anterior. No importa; un solo verso es suficiente para una vida entera. Lo repetirías una y otra vez hasta que la muerte os separara. Duran poco, pero uno solo de estos accesos de fiebre es suficiente para entender que la famosa inspiración viene a ser una infección intestinal del espíritu.

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7 de febrero de 2006
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Jesuitas

Los ex alumnos jesuitas somos una mafia. Esto no es novedad. Pero recientes sucesos me revelan que es más grave de lo que parecía. La historia es larga. Recuerdo a un cura de mi colegio que nos daba la lata con las personalidades jesuitas de la historia universal: Descartes era alumno jesuita, Fidel Castro era alumno jesuita, esas cosas. Un día le respondí: Julio César Mezzich, número dos de Sendero Luminoso, era jesuita. El cura respondió: “a mí no me importa que ustedes sean grandes estadistas o grandes delincuentes. Lo importante es que sean grandes”. Esa era la filosofía. La mayoría de los colegios religiosos te exigían ser un reprimido. A los del Opus Dei les bastaba con que fueses rico. Pero los jesuitas te educaban para ser “importante”. El lema de San Ignacio, fundador de la Compañía, era “siempre más”. Con el tiempo, mis compañeros de colegio desarrollaron un sentido de tropa que era el orgullo de los curas y la burla del resto de chicos de nuestra edad. Los de mi colegio eran conocidos por llevar la ropa deportiva escolar incluso fuera de las horas de clase, por andar siempre juntos y sentirse superiores, por cantar el himno del colegio en las borracheras. El sentido gregario de los jesuitas es casi como una secta. Una vez, en Lima, yo preparaba un reportaje sobre cómo los doctores preparan a los pacientes para la muerte. El tema era tan desagradable que ningún doctor quería hablar. Cuando ya daba el reportaje por perdido, me encontré con un relacionista público de un hospital que era del colegio. Y él me presentó al director del hospital, que también era del colegio. Todo arreglado. En otra ocasión, recién llegado a República Dominicana, tuve acceso a una de las mejores bibliotecas del país porque era de los jesuitas. Bastó citar un par de nombres que certificasen mi currículum en la compañía. En Lima, ser del colegio te conseguía trabajos. Yo mismo, entre dos directores teatrales igualmente cualificados, escogí para mi obra al que era del colegio. Hasta ahí, la historia es graciosilla. Pero ahora he encontrado una constante triste entre mis mejores amigos peruanos en España. Uno de ellos tiene sólo 24 años y ya es redactor principal de una revista cultural. Su opinión es valorada por algunos de los editores más importantes de este país. Muchos escritores hispanoamericanos mayores que él le damos nuestras novelas antes de publicarlas para escuchar sus comentarios. Su red de contactos parece la de un productor de Hollywood. Sin embargo, él lleva meses deprimido porque se siente “estancado”, y se considera capaz de enfrentar retos más complejos. 24 años tiene el niño. Mi otro amigo fue siempre el prototipo del inmigrante de éxito en España: aún en los años más difíciles para todos nosotros, él tenía esposa, hija, casa, coche y trabajo en una corporación transnacional. Ahora se está comprando un piso de tres dormitorios con un balcón que mira hasta el mar de Barcelona, y trabaja en una empresa que cotiza en bolsa. Y sin embargo, se siente frustrado. Cree que en el Perú tendría un puesto más relevante, podría hacer cosas por el país. Hasta cierto punto, se siente culpable por no hacerlas. Yo mismo soy incapaz de reconocer que me va bien, incluso cuando me va muy bien. Los que me conocen me dicen “tú siempre necesitas una razón para estar insatisfecho”. Ya ni siquiera puedo deprimirme porque no me toman en serio. Hasta hace poco pensaba que yo era neurótico y, por lo tanto, tiendo a conseguir amigos neuróticos. Sólo hoy he tomado conciencia de que los tres somos del mismo colegio. Por Dios ¿Qué nos han hecho? ¿Por qué no se limitaron a despotricar contra los condones como todos los curas?

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7 de febrero de 2006
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El sabor de Saki

El 14 de noviembre de 1916, cerca de Beaumont-Hamel, en Francia, el soldado británico Hector Hugh Munro se enfadó por un cigarrillo. “Put that damned cigarette out” (apagad ese cigarrillo) han sido las ultimas palabras del autor de cuentos, conocido bajo el seudónimo de Saki. Unos instantes después, la caída de un obús puso fin a la vida de un artista cuya obra se reedita de manera regular. Esta vez, la editorial Alpha Decay de Barcelona lo hace en grande, con la publicación de sus Cuentos completos, es decir la traducción al español del volumen que la colección Penguin propone en inglés con un diablo, a la vez macho cabrío y hombre, en su portada.

Saki sirve para todos y vale la pena estudiarle a fondo. Técnicamente se compara a Somerset Maugham: la estructura de sus cuentos es de primera. Por la procedencia de su extraña identidad se parece a Rudyard Kipling, como él, nació en el imperio y trabajó allá (en su caso, en la policía de Birmania). Sus cuentos tienen un sabor específico, con un olor que está entre el del sillón Chesterfield donde se lee el Times y el de la presencia de animales en el vecindario de una casa de campo. No llegó a dar a sus animales la posibilidad de ser conscientes pero, por lo menos, les entrega un protagonismo fuera de lo normal. La madre de Saki murió en un accidente estúpido, y su recuerdo se nota en muchos cuentos cuyo fundamento es único: no hay que creer en la existencia de seres inofensivos.

En realidad, Saki es el único autor que corresponde a la figura pública del actor norteamericano WC Fields: odia a los niños y tampoco le gustan los animales. Para él, puercos, bueyes, perros domésticos son enemigos que merecen ser tratados como tal. Y cuando se trata de los niños, no duda en un retrato estable de la mala raza: son mentirosos, dedicados al chantaje, corruptos, disimulados, rencorosos. No voy a decir nada de las mujeres, pues para Saki son peores que los animales y los niños.

Saki es una humanista que no soporta nada, ni el más mínimo cigarrillo. Le encanta poner a Reginald y Clovis, los héroes más frecuentes en sus cuentos, en una posición difícil o humillante. ¿No respeta nada? Por lo menos le gustaba la poesía de Omar Khayam: robó su seudónimo en el Rubayat. Saki es proveedor de bebidas exquisitas, tal como HH Munro, hoy, es un proveedor insuperable de cuentos irónicos. Por primera vez entra con todos sus cuentos en el universo castellanohablante. Es una gran noticia. Bienvenido Sr. Saki, sabremos reconocer en sus desprecios la gran carga del humorista en contra de la vida que tenemos, entre niños, mujeres y animales.

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6 de febrero de 2006
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El Boomeran(g)
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