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Un extraño momento de lucidez

Ayer tuve una epifanía. La pregunta cae de maduro: ¿qué demonios es una epifanía? Podría decir que es algo que sólo visita a los escritores, porque somos gente rara que trabaja a diario con conceptos como sinécdoque o hipérbaton, y por ende hemos oído, aunque más no sea al pasar, la bendita palabreja. Todo escritor que se precie ha experimentado alguna, o cuanto menos sabe de algún otro que sí lo ha hecho (mi amigo Rodrigo Fresán las recibe a menudo, por ejemplo); y por eso nos manejamos con ellas con la familiaridad de quien trata a diario con perífrasis y epigramas. No vayan al María Moliner en busca de respuestas. El diccionario no dice qué significa la palabra, tan sólo alude a la festividad de los Reyes Magos: el 6 de enero es la Epifanía de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero como imaginarán, no es a eso a lo que me refiero. Ayer no había regalos en mis zapatos cuando desperté. Una epifanía es una suerte de manifestación. Algo que se nos aparece de repente con una claridad ultraterrena, esa idea o certeza que un segundo antes no estaba allí y que ahora se nos revela como evidente; un estado del alma parecido al que arrancó en Arquímedes el grito de eureka, o lo que debe haber sentido Lennon la primera vez que cantó yeah yeah yeah. En mi caso particular tuvo que ver (cuándo no) con una historia que estaba escribiendo, en este caso para un cortometraje. Venía luchando con ella a duras penas desde hacía semanas (nos maltratábamos el uno al otro, para ser sinceros) cuando comprendí que la historia que quería escribir era en realidad otra. La historia con la que batallaba era cruel y oscura, y me hacía sentir de la misma manera. La historia que se me apareció, en cambio, era dulce y luminosa, y en consecuencia elevaba mi alma. De hecho había estado todo el tiempo delante de mis narices; tiene que ver con un personaje del que escribí por primera vez en el blog, aquel niñito pobre que pedía comida en el shopping y a quien un acomodador generoso lo dejaba ver todas las películas de estreno. Esta claridad que nos visita en determinadas circunstancias parece mágica, pero en realidad se trata tan sólo de la euforia que lo gana a uno cuando no sólo entiende lo que debe hacer, sino que además lo asume. Los seres humanos somos raros: la enorme mayoría de las veces sabemos exactamente lo que debemos hacer en cada circunstancia, pero lo evadimos y negamos con ferocidad. Por eso mismo, cada vez que descorremos el velo de nuestras propias negaciones, sentimos que el alma se nos vuelve ingrávida y que caminamos un palmo por encima del suelo. Como esto no ocurre a menudo, a esta excepción se la llama epifanía; que por fortuna visita a mucha más gente que los escritores, aun cuando no sepan que el subidón se llama de esa forma. Desearles que tengan muchas epifanías sería, sin duda alguna, un buen deseo de mi parte. Lo único vergonzoso de las epifanías es que, en la plenitud de la emoción, lo impulsan a uno a hacer cosas un tanto ridículas. Como comentarlas con alguien, tal como lo estoy haciendo ahora. Para peor en mi caso viajaba en mi auto oyendo un CD de John Meter. La canción se llamaba Why Georgia, y en su estribillo se preguntaba repetidas veces lo que uno debe preguntarse si quiere tener muchas epifanías: Am I living it right? O sea, ¿Lo estoy viviendo bien? O si prefieren, para ponerlo de una forma más general: ¿Estoy viviendo bien? Una pregunta que, convengamos, valdría la pena formularse a diario. Escuché la canción veinte veces seguidas, y cuando llegué a casa apagué el motor y seguí cantando a los gritos. Así que ya saben. Si alguna vez se encuentran con un hombre o mujer encerrados dentro de un auto y cantando a voz pelada, por favor no los molesten. Seguramente están experimentando una epifanía. Ojalá tengan muchas, durante lo que resta de sus vidas. Am I living it right?

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16 de febrero de 2006
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Venecia abandonada

Venecia es como en las películas. O mejor que en las películas: las góndolas son aún más brillantes de lo que yo esperaba, y todos sus conductores llevan esos simpáticos jerseys a rayas. La plaza de San Marco, cerrada en tres de sus lados por los pórticos y presidida por la basílica bizantina, es un testimonio del esplendor mediterráneo entre la Edad Media y el Renacimiento. Pero lo más impactante, sin duda, es el concepto de ciudad acuática. No hay automóviles en Venecia, ni autobuses, ni metros. Los taxis son lanchas, los autobuses son barquitos con paradas fijas, los distribuidores de las tiendas van en botes fuera de borda, incluso los camiones de mudanza son fluviales. En vez de policías de tránsito, uno ve botes-grúa que arrancan del suelo los troncos viejos de estacionamiento, como si fuesen muelas podridas. El corazón de este mundo marino es el barrio de San Marco, centro de concentración de los turistas, y por lo tanto, de las tiendas. Cruzar el puente de Rialto que lleva a este barrio es como entrar en un mundo mágico, sin motores ni semáforos, donde la única tecnología superviviente es la de las cámaras fotográficas digitales, y donde un jabón te puede costar cinco euros, y una turística capa negra para el carnaval alcanza los 221. Todo este brillo tiene un lado siniestro, sin embargo, que queda del otro lado del puente, en los barrios alejados del bullicio turístico. Aquí, en San Polo o Santa Croce, es fácil perderse, y el laberinto urbano está cruzado de callejones sin salida y calles que desembocan en el agua. Si uno ha leído la novela de Ian McEwan El placer del viajero, resulta escalofriante imaginarse como el protagonista perdido entre las callejuelas, huyendo de un psicópata. De encontrarme en la misma situación, yo perecería sin remedio de sólo doblar la esquina incorrecta. Pero también leí una vez La muerte en Venecia, y pienso que en ese caso esperaría el cuchillo con la huachafísima certeza de una extinción elegante, un grand finale. Tanta película y tanta novela han inmortalizado a Venecia, pero también son la causa de su soledad. Estas calles no están vacías por un fenómeno estético, sino porque sus habitantes, sencillamente, han huido. Vivir en esta ciudad puede ser muy romántico, pero es demasiado caro. Los precios venecianos están pensados para los turistas, no para los residentes. Los alquileres cuestan lo que le costarían a un millonario excéntrico, y la especulación inmobiliaria es criminal. Comer fuera es prohibitivo. La ropa es mayoritariamente de diseñadores, porque aquí no hay espacio para un centro comercial. Ah, y si quieres muebles o adornos, prepárate para ir a un anticuario. No sueñes con un IKEA. Además de caro, vivir aquí es incómodo. Se gasta mucho dinero en impuestos municipales y es obligatorio mantener turísticamente presentables las fachadas de los antiquísimos edificios. Debido al precio de las necesidades básicas, los venecianos deben salir de su ciudad para satisfacerlas, pero como los autos sólo llegan a la entrada, todo contacto con el mundo exterior exige una complicada combinación de transportes fluviales y terrestres. La cosa empeora si se te ocurre mudarte, por ejemplo. Llevar hasta tu casa una mesita de noche sale más caro que comprarla en el anticuario. La ciudad se vacía tan rápido que el ayuntamiento ha puesto en marcha un programa de repoblamiento, como si sus habitantes fuesen refugiados de guerra. Pero repoblar implicaría reducir los precios, y eso podría hundir la única industria veneciana: el turismo. Venecia es una víctima de su propia leyenda. Obligada a morir de a pocos para seguir viva, se va convirtiendo en un hermoso museo de cera, hermosa pero vacía, como una duquesa camino de la guillotina.

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16 de febrero de 2006
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¡Por el amor de Dios!

Vivir intensamente una religión da mucha seguridad, gran aplomo, total certeza y la sensación de que mamá nos está mirando. En España son ya muchos siglos los que llevamos entregados a la religión y al fanatismo como para que la tenaza teocrática se afloje en dos generaciones. Va para largo. Como ahora está feo vivir teocráticamente bajo un monopolio tradicional (judío, islámico o cristiano), los españoles vivimos teocráticamente bajo el monopolio de la así llamada “política democrática”, la cual, entre nosotros, es sólo el nuevo nombre del monoteísmo de siempre. Aquí no hay políticos sino clérigos. No hay prensa sino hojas parroquiales. No valen los razonamientos ni las argumentaciones; o estás con una autoridad eclesiástica o contra ella. Y si estás contra una, seguro que será porque obedeces a otra. Nadie es libre, nadie es soberano, por eso no te escuchan, sólo quieren saber si estás circuncidado. Les importa una higa lo que pienses (¡a quién se le ocurre pensar!), sólo quieren averiguar si comes cerdo o cordero. A lo mejor dices que no te parece sensato negociar con los terroristas y ves cómo se demuda el rostro de tu interlocutor y le oyes balbucear: “Pero, pero... ¡eso es lo que predica el PP!”. Quiere decir: “¡Eso es lo que opina el archimandrita de la iglesia ortodoxa rusa, enemigo mortal de nosotros los coptos!”. También puede ser que te parezca sensato incrementar la dotación para infraestructuras catalanas y de inmediato ves cómo palidece el otro y masculla: “Oye, oye... ¡eso es lo que dice el Tripartito!”. Quiere decir: “¡Esa es la doctrina arriana, enemiga mortal de nosotros los monofisitas!”. Vivir la vida religiosamente, como la viven tantos ciudadanos españoles con sus agravios, o los musulmanes de Pakistán con sus gritos histéricos, o los ultras de Israel con sus trencitas, o los chiitas iraníes con sus latigazos, tiene enormes ventajas. Y sólo un inconveniente: convierte la vida entera en una mentira y a tu prójimo en un insignificante amasijo de sombras. Matar sombras no es pecado. A mamá le gusta.

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16 de febrero de 2006
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Por favor, di algo de izquierdas

Las elecciones en Italia son el 9 de abril, pero desde que uno llega, tiene la impresión de que el único candidato que concurre es Berlusconi. Sus monumentales pancartas atiborran las carreteras, repletan las estaciones de trenes, ahogan el paisaje de las diferentes ciudades. La izquierda de Romano Prodi, imagino que por falta de recursos, se limita a pegar afiches en las paredes. Y donde consigue colocar verdaderos paneles publicitarios, los estrategas de Forza Italia los rodean con los suyos hasta ahogarlos. La guerra publicitaria no sólo muestra la cantidad de artillería con que cuenta cada una de las opciones políticas, sino también la calidad de su armamento retórico. La derecha ha montado una campaña llamada “No, gracias”, basada en el miedo al cambio. Bajo la límpida sonrisa post-lifting de su líder Berlusconi, las consignas son: “¿Más impuestos sobre tus ahorros? No, gracias”. “¿Más impuestos sobre tu casa? No, gracias”. Uno de los carteles más grandes en la estación de Milán dice “La izquierda dice que todo va mal. Dejemos que pierda”. Esta parte de la campaña apela al votante conservador estándar: el hombre satisfecho con sus posesiones, cuya mayor preocupación es que no se las toquen. Pero otros avisos son de un inesperado alarmismo. Berlusconi acusa de “comunistas” a sus rivales, y recuerda constantemente en los medios que el comunismo trajo al mundo sólo “miseria y muerte”. La campaña se completa con las preguntas: “Los antiglobalización al gobierno? No gracias”. “¿Inmigrantes clandestinos sin control? No, gracias”. Para Forza Italia, un gobierno de izquierda sumiría al país en una especie de caos polpotiano de africanos saqueando los bancos y las casas de los honestos italianos. Cuesta imaginar al apacible y más bien soso Romano Prodi como un sanguinario Stalin o un agitador antisistema. De hecho, su estable currículum como líder de la Comunidad Europea debería servir para contrarrestar la campaña que lo pinta como un pelucón rebelde enloquecido. Y sin embargo, la coalición ha optado por una estrategia diferente. Su contracampaña se titula, “Hoy y mañana”, y sus principales eslóganes son los siguientes: “hoy ilusiones, mañana soluciones”, “hoy privilegios, mañana derechos”, “hoy discriminación, mañana derechos civiles.” Otros carteles prometen “esperanza” y “apertura”. Ahora bien, contra la campaña concreta de Forza Italia ¿no son un poquito abstractos esos conceptos? Si alguien me acusara ante un jurado de querer entrar en su casa y robarle ¿Sería convincente que yo le respondiese: “yo sólo quiero llevarle alegría”? Quizá sería más productivo demoler su acusación. Del mismo modo, la campaña de Berlusconi es fácil de desbaratar con argumentos ante la opinión pública italiana. Pero la izquierda se empeña en caer en los mismos estereotipos de idealistas sin programa que sus enemigos les achacan. Esa indefinición de propuesta es uno de los grandes obstáculos para la unidad de izquierda de todas partes. Pero la italiana ni siquiera ha conseguido unidad de logotipo. Los carteles llevan por firma el arbolito de los Demócratas de Izquierda al lado de la rama de la agrupación El Olivo. Entre semejante diversidad botánica, los propios izquierdistas italianos están confusos. La gente a la que le pregunto sabe que votará por Prodi, pero no sabe ni cómo se llama la coalición. Mi amigo el ensayista peruano Eduardo Dargent solía decir: “la izquierda debería entender que no tiene el monopolio de la bondad”. Las campañas basadas en valores y no en propuestas aglutinan a los votantes tradicionales, pero no atraen a los indecisos que inclinan las balanzas electorales. Es decir, convencen a los que ya estaban convencidos. Quizá sea un problema de planeamiento de campaña, o quizá, en efecto, la izquierda esté tan dividida que no sea conveniente, ni siquiera posible, articular una propuesta clara. En cambio, la derecha siempre sabe perfectamente lo que quiere. En una memorable escena de la película Abril, Nanni Moretti se desespera ante el televisor, donde un candidato concede una entrevista. Angustiado, Moretti le repite a la pantalla: “di algo de izquierda, por favor, di cualquier cosa de izquierda”. Todo el mundo quiere un mundo mejor, pero cuando ése “algo de izquierdas” resulta difícil de encontrar, ganar elecciones se vuelve una cosa de derechas.

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15 de febrero de 2006
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Dans la sacoche

Buscando árabes felices leí Le prémier homme, la novela que Albert Camus dejó inacabada y que, en 1994, treinta y pico de años después de su muerte, Catherine Camus, hija del escritor, decidió editar. En su momento no le hice caso; supuse que se trataba una vez más de exprimir un limón seco y extraer unas gotas de oro a un cadáver lujoso. ¡Vaya error! ¡Qué petulancia! El libro es una obra maestra. Inacabada, fragmentaria, apenas esbozada, sin correcciones, esta ruina es majestuosamente superior a todo lo que se ha escrito desde la fecha de su publicación. Un dios entre gusanos. La escena inicial, con la llegada en carreta del padre de Camus a un lugarejo perdido en las profundidades de la Argelia francesa, allá por 1910, con su mujer rompiendo aguas y chillando de dolor, la oscuridad tenebrosa de la noche sin luces ni fuegos, los vecinos atrincherados en sus granjas presas del pánico y la ignorancia, es escalofriante. Todos los tópicos de la novela iniciática, el colegio, los parientes ricos, el tío pintoresco, los amigos íntimos, el verano en el mar, en fin, lo que hemos leído mil veces, tienen en Camus una respiración amplia, una sangre fresca, un pálpito de vida que son los signos del arte en su máxima intensidad. Uno regresa con la memoria a los pueblecitos catalanes de los años sesenta, no muy distintos de esa Argelia de los años veinte semisalvaje, deslumbrante de luz, poblada por energúmenos y por ángeles en igual medida, y revive cada aroma, cada color, cada movimiento corporal, cada variación de la temperatura y la humedad del aire. Quizás el destino quiso que este fragmento tan hermoso, tan inteligente con las debilidades de la pobreza, tan magnánimo, quedara por siempre incompleto y así añadirle aún mayor fuerza poética. Para lo cual tuvo que matar a Camus aquel 4 de enero de 1960 en un terrible accidente de automóvil. Los primeros que se acercaron para auxiliar a las víctimas, salvaron de las llamas una mochililla o zurrón, una sacoche, con ciento cuarenta y cuatro páginas manuscritas. Las últimas palabras de Camus se habían librado del silencio eterno.

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15 de febrero de 2006
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Un epílogo para San Valentín

¿Por qué los escritores no escriben historias de amor? Ya sé que salen libros “de amor” a montones, pero no me refiero a esos: hablo de los escritores que se tienen a sí mismos por artistas. Convengamos que más allá de excepciones que tan sólo confirman la regla (algún Kundera, algún García Márquez, ambos distantes ya en el tiempo), los figurones de la literatura se están cuidando del tema como si se tratase de la gripe aviar. ¿Qué pasa con el amor: es demasiado frívolo? El mundo está lleno de amores frívolos (que sería de tantas revistas sin ellos), pero también de amores profundísimos, y creativos, y más duraderos que el mismísimo aliento. (Una de las mejores historias de amor de los últimos tiempos la encontré en el cine: la película de Michel Gondry Eternal Sunshine of the Spotless Mind.) ¿O será que se teme que esté trillado en exceso? Toda la experiencia humana está trillada, así como la inmensa mayoría de los pensamientos y sentimientos de la especie, pero eso no debería ser obstáculo para un escritor, ya que cualquier sentimiento parece nuevo cuando el personaje está bien construido y su circunstancia es rica; si el escritor adopta el punto de vista adecuado, puede seguir refritando Romeo y Julieta hasta el fin de los tiempos y ser original cada vez. La mejor historia de amor que leí en los últimos tiempos fue una novela de Audrey Niffenegger que se llama The Time Traveller’s Wife, o sea La esposa del viajero en el tiempo. El viajero en cuestión es Henry, un hombre que sufre una extraña condición genética que “resetea” su reloj biológico y lo impulsa súbitamente hacia su propio pasado o hacia su propio futuro. Henry toleraría su extraño mal de buen grado si no fuese porque ama a Clare, la esposa del título. Y la ama a sabiendas de que su amor es en alguna medida imposible, porque esa condición no tiene remedio y porque Henry desaparece por temporadas en el vórtice del tiempo: por eso conoce a Clare cuando ella tenía seis y él treinta y seis, y se casa con ella cuando Clare tiene veintidós y Henry treinta… Este mecanismo fantástico funciona de maravillas en el relato, porque nos enfrenta a las dificultades y a las epifanías del amor real, que se verifica entre personas como ustedes y yo, que también tenemos relojes biológicos que se “resetean” de manera constante –sólo que en un orden lineal. Todo amor está sometido a las dificultades del tiempo, que nos modifica a diario. Y Niffenegger logra convencernos de que el sentimiento vale la pena, aún cuando el reloj de la existencia le juegue en contra: lo efímero, cuando es bello, resulta doblemente bello. La culpa es de San Valentín, pero la reflexión corresponde. El trajín diario tiende a echar tierra sobre nuestros mejores sentimientos, los opaca y los posterga indefinidamente. Aun cuando amamos a alguien que nos corresponde y que se ha convertido en nuestra pareja, lo más habitual es que olvidemos recordarle con la debida frecuencia cuánto significa para nosotros, o que nos rindamos al convencimiento de que no sabemos o no encontramos cómo hacerlo. Esto se vuelve una falta más flagrante en los escritores, porque la expresión de los sentimientos debería ser nuestra especialidad. Si nosotros, que contamos con este blog, con las formas del cuento y de la novela y con las películas, no las usamos para que nuestros amores entiendan cuánto los amamos, ¿para qué demonios nos sentamos a diario delante del teclado? Así que ya ves, amor. Estoy tratando de enmendar mis faltas.

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15 de febrero de 2006
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El enemigo equivocado

Félix de Azúa se preguntaba ayer cuándo había sido la última vez que Hollywood había mostrado a un árabe “digno, alto y admirable” en sus películas. Y mencionaba como respuesta una vieja película de John Milius, The Wind and the Lion (1975). La pregunta me resultó capciosa (capcioso, -a, adj: se aplica al argumento o razonamiento hecho con habilidad para hacer caer al contrario en una trampa) por varios motivos. En primer lugar me cuestioné: cuando Félix dice “Hollywood”, ¿se refiere estrictamente a las películas de los grandes estudios, o por extensión a la totalidad de las películas en inglés? Después seguí dudando: cuando Félix dice “árabe”, ¿se refiere a los nativos de Arabia Saudita, o más bien a la suma de los pueblos originarios de lo que habitualmente se denomina Medio Oriente (lo cual, en ese caso, incluiría entre otros a los descendientes de los persas y a los turcos)? ¿O aludía más bien a la generalidad de los musulmanes, en cuyo caso el grupo aludido incluiría también, por ejemplo, a millones de pakistaníes? Terminé asumiendo que Félix usaba el término en la acepción más amplia, a pesar de que a los turcos les gusta tanto que los llamen árabes como a los japoneses que los llamen chinos, y viceversa. Y entonces recordé varios ejemplos cinematográficos posteriores a 1975. Por ejemplo Kip en El paciente inglés, que busca y desactiva minas que los soldados del Eje ocultaron bajo tierra. (No puedo jurar que Kip supere el metro setenta, porque no conozco a su actor en persona.) Y el iraquí de Tres reyes, que durante la primera guerra del Golfo tuvo el coraje de enfrentarse a Saddam creyendo que Bush padre lo apoyaría… y por eso terminó en prisión. (Este sí parece ser alto, pero tampoco estoy en condiciones de poner las manos en el fuego.) O la camarera turca que interpreta Audrey Tautou en Dirty Pretty Things, que quizás no sea digna en tanto se ve obligada a prostituirse para sobrevivir, pero que en todo caso hace gala de una voluntad admirable. Y también el pequeño afgano que huye del campo de refugiados en In This World, tratando de llegar a Londres; pero claro, tratándose de un niño este personaje no puede ser alto, al menos no todavía. ¡Con la cuestión de la estatura, Félix se las ingenió para ponérmela difícil! Se me ocurrieron más ejemplos, incluso de películas que se están viendo hoy en todo el mundo. El palestino con quien Eric Bana dialoga en la escalera, al promediar Munich. El príncipe a quien el poder de los petroleros texanos priva del acceso al trono en Syriana, y a quien encima después le encajan un misilazo para terminar de borrarlo del mapa. Podría seguir así un buen rato, pero creo que uno de los puntos que señalo (que Félix no está saliendo tanto como debería) ya ha quedado demostrado. Lo más inquietante del argumento de Félix era la exposición previa a la pregunta sobre el árabe alto, digno y admirable. Félix se cuestionaba por la carencia de personajes de ese estilo después de dedicar algunos párrafos a las formas que se empleaban antiguamente para describir a los enemigos. Y de la noción de enemigo pasaba a la del personaje árabe, sin más consideración que la de un punto y aparte. Vivimos tiempos complejos y peligrosos. Precisamente por ello, me produce resquemor asociar libremente conceptos como árabe y enemigo sin que medie alguna aclaración. Estoy convencido de que Félix no cree que árabe y enemigo sean la misma cosa, así como tampoco imagino que haya querido decir que ya no hay películas de árabes admirables porque todos los árabes son secuestradores. Pero del mismo modo creo que existen lectores ingenuos o malintencionados que pueden asociar los dos términos como iguales o sinónimos. Y aunque uno no puede hacerse responsable de sus lectores (y muy especialmente en la vorágine a que nos obliga colaborar con el blog), debemos asegurarnos, en la medida de lo posible, de no incurrir en ambigüedades que le hagan el caldo gordo a los intolerantes. Cuando yo pienso en enemigos, no pienso en ningún árabe. Ni siquiera en los que son indignos y bajos de estatura. Según mi modesto entender, los enemigos más peligrosos que hoy tiene el género humano suelen vivir en otras latitudes.

………………

Dicho sea de paso, me acabo de decidir: este año voy a empezar a estudiar árabe. Inshallah.

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14 de febrero de 2006
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Caminando (muy lento) hacia Caracas

Desde el avión, el estado de Vargas es un paisaje ordenado: una sierra verde, continua, de donde sale, en cada quebrada, un charco de lodo coronado por edificios. Meramente, en la última vuelta para alinearse con la pista de aterrizaje, se ve, fugaz, Caracas con sus barrios suspendidos como los balcones de un teatro. La autopista vacía lo dice todo: desde que se rompió uno de los viaductos que sostienen la vía de tránsito entre Caracas y su aeropuerto, la capital de Venezuela es una meta remota. En un país que tuvo, en 2005, veinte mil millones de dólares de superávit por el alza del precio del petróleo, los habitantes de una ciudad de seis millones de habitantes tienen que hundirse en una sierra para tomar un vuelo.

Hay tres maneras de ir desde el aeropuerto de Maiquetía hacia Caracas. La pista de Galipán es la más rápida (una hora y media) pero para utilizarla se necesita un vehículo 4x4 y aguantar un recorrido poco cómodo. La carretera de Callaca es la más larga: cerca de cuatro horas para más de ciento veinte kilómetros; se va lento por la abundancia de los vendedores de todo tipo en una vía de salida hacia el ocio con sus tiendas y sus restaurantes. “Vamos a tomar la carretera de la dictadura” me dice el chofer. La carretera de La Guaira fue construida en la época de la dictadura, en la primera parte del siglo XX. Tendría que ofrecernos un paseo por la sierra: 29 kilómetros, que se traducen en realidad en tres horas de un tráfico surrealista entre los cactus. Los zamuros sobrevuelan una larga cola de vehículos. Naturaleza intacta. Serpiente de carros. Vendedores que salen de un bosque semiseco tropical para proponer cervezas al lado de soldados y policías que patrullan. Es un no-mundo: no es el monte a pesar de la vegetación y tampoco la ciudad a pesar del tráfico.

Por fin, culminando la subida a la sierra se ve abajo, muy abajo en el valle, una publicidad inmensa que grita: “paga tus impuestos”. ¿Para qué? Para el mantenimiento de un camino de cazadores que poco merece el nombre de carretera. En el aeropuerto, un hombre me había propuesto un salvoconducto del ejército para abrirme camino a través de “El Limón”, un barrio que conecta la autopista, antes del maldito viaducto, con la carretera de Guaira donde todos nos aburrimos con más ruido que música. Le dije que no: como todos los que viajan a Caracas de vez en cuando quería conocer la linda montaña que domina la ciudad. Ahora, no sé si tenía que rechazar la oferta, no sé si es tan linda una montaña que se llena poco a poco de botellas vacías y embalajes de plástico. De noche, la carretera solo sirve para los camiones que circulan durante unas horas en un sentido y después en otro pues la anchura no permite que se crucen. Es una invasión permanente, de día y de noche. Guerra del motor a explosión, bajo el sol y las estrellas, en contra de lo que fue un universo deslumbrante. Sigue la conquista de América y como todas las conquistas tiene una cara fea.

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14 de febrero de 2006
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El último romántico

Mi libro de cuentos acaba de aparecer en Italia, pero no con un gran grupo editorial ni con una megaempresa, sino con la editorial más pequeña de ese país. Es una editorial tan joven que sólo ha publicado dos libros, y tan pequeña que lleva el nombre de su editor y único trabajador: Roberto Keller. Roberto va a recogerme en persona al aeropuerto, acompañado por Giacomo. Giacomo es su furgoneta. La compró para poder viajar y dormir en ella. Y en efecto, dentro de Giacomo es posible dormir, vivir, instalar una fábrica de jabones o jugar un partido de fútbol. Y es que Giacomo es más que un coche, es un socio de Roberto, que además de editor literario es promotor de conciertos de música electrónica, redactor de discursos políticos, periodista, profesor escolar y consejero cultural. Por si fuera poco, Roberto es amigo de medio mundo, por lo que el gigantesco Giacomo es constantemente requerido para excursiones infantiles, giras rockeras y todo tipo de necesidades de la comunidad que van llenando su espacio de juguetes, instrumentos musicales, discos y otras señales de una rica vida interior. Está claro que un editor como Roberto no responde a las convenciones del oficio. Los editores suelen tener interés sólo por las novelas. Pero Roberto me pidió un libro de cuentos. Nadie suele comenzar una editorial con traducciones, porque es más barato y fácil comenzar con autores cercanos. Pero a él le da igual. Muchos editores, incluso grandes grupos editoriales, consideran que invitar a los autores para presentar su primer libro es un gasto innecesario. Pero Roberto ha movido cielo y tierra para reunirnos en Italia, me ha alojado en el apartamento vacío de unos amigos, ha conducido durante dos horas y media –y otro tanto de regreso- para encontrarnos en el aeropuerto de Treviso y se niega a dejarme invitar siquiera el café. Para hacerlo, tengo que acercarme subrepticiamente a los camareros. En algún momento, me pregunto si Roberto es consciente de esa cosa llamada mercado, y se lo digo. Él me responde: -Yo sólo publico los libros en que creo. Y así, el trabajo no es una carga. En efecto, la semana de gira por el norte italiano es una de las más divertidas que he pasado en mucho tiempo. A bordo de Giacomo, Roberto y yo recorremos Milán, Bolonia, Trento y Venecia pegando afiches, convocando a la prensa regional, haciendo pequeñas presentaciones y cargando nosotros mismos las cajas con los libros. Parecemos una banda de rock de garaje o un grupo de cómicos trashumantes ganando lectores a pulso, de uno en uno. Todo el viaje transcurre en una atmósfera de adolescente amistad. Durante las interminables horas de carretera, hablamos en una mezcla de italiano, español e inglés, pero en ese improvisado esperanto, nos arreglamos para conversar sobre libros, nuestras novias, Italia, la vida, la política. Además, en los distintos tramos del camino, se nos suma el equipo de Roberto: las traductoras, distribuidoras y colaboradoras de la editorial, que son todas chicas y todas guapas (¿o será que todas las italianas son así? Misterio). Y sobre todo, que comparten un contagioso entusiasmo por la editorial y una gran ilusión. La gente suele creer que los escritores somos unos tipos muy románticos y los editores, unos buitres capitalistas sin sentimientos. La verdad, cuando la literatura es tu trabajo, llega un punto en que la mayoría de tus conversaciones de escritor son sobre contratos, agencias, condiciones editoriales y plazos de entrega. En cambio, los días en Italia me han recordado de qué se trataba todo esto. Creo firmemente que Roberto Keller, por su infatigable trabajo y el cuidado de sus ediciones, va camino de convertirse en un gran editor. Pero aunque no llegase a serlo, lo bailado no se lo quitará nadie.

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14 de febrero de 2006
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Sudarás la tierra

Pues lo siento, pero me ha entrado una emoción. Estaba yo mirando láminas de obras maestras de los años setenta cuando me topé con la sección Land Art. Durante años yo desprecié el Land Art, mísero de mí. Me parecía arte de señoritos. Ciertamente, muchos de quienes lo practicaron eran señoritos, si no, ¿cómo se habrían pagado los viajes, las excavadoras, los braceros para el desmonte o las cosechadoras con las que rapar figuras en maizales y trigales? Y de golpe, la fascinación. Incisiones de Michael Heizer en el desierto de Nevada, líneas de erosión que Walter de María arañó durante kilómetro y medio en el desierto de Mohave, por no hablar de la espiral más famosa del mundo, una espiral de roca, cristales de sal, tierra y algas que Robert Smithson hizo surgir del Lago Salado como Boticelli a la Afrodita de Florencia. Respeto por los desiertos, campo de rayos y relámpagos en el de México, paseo suicida por la pelada cordillera andina, círculo de Richard Long entre picachos de la India septentrional... señales de la desolación incisas en lugares insólitos, despoblados, inhóspitos. Su sentido se me revela como un chispazo. Lo más extraordinario es que no queda ni rastro de todo ello, no es posible ver casi nada de lo que aquellos muchachos llevaron a cabo con extrema gravedad y pasión. Todo ha sido barrido por huracanes, torrenteras, vientos gélidos, lluvias tenaces. Quedan fotografías y recuerdos tartamudos de los viejos lugareños. Sólo la espiral sobresale casi sumergida y los cristales del Salado centellean como si fueran espejuelos de discoteca. Parejas de novios se fotografían vestidas con atuendos salvajes. Frente a la petrificación gloriosa del arte seguro de sí mismo, aquellos Horiáceos y Curiáceos de Jacques-Louis David, aquel Dios Padre que tiende un dedo traidor a ese Adán que anuncia colonias, la Francia despechugada que conduce al pueblo hacia su violación y fusilamiento, ¡qué descanso la fugacidad, la inexistencia de estas obras colosales y sin embargo frágiles como libélulas! Aquellos muchachos eran los Rimbaud de la época, los destinados a escribir su nombre en el viento.

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14 de febrero de 2006
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El Boomeran(g)
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