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EL GENERAL EN SU SAMBÓDROMO

La noticia del día para mí llegó de Río de Janeiro. La escuela de samba Vila Isabel, patrocinada por PDVSA, la empresa estatal de petróleo de Venezuela, fue proclamada campeona del desfile del carnaval en el sambódromo de Río de Janeiro. Había empatado con su rival, Académicos de Grande Río, pero su carroza principal, con una estatua de Simón Bolívar de 14 metros de altura, y sus bailadores dominaron en el “samba-enredo”, un requisito de los jueces, que se basa en el tema Soy loco por ti, América.

Según los sitios brasileños en Internet molestó a ciertas personas oír palabras en español en el recorrido del vencedor:

“Cumplido el sueño del Libertador

la esencia latina

es la luz de Bolívar

que brilla en un mosaico multicolor

para bailar la bamba

entrar en el samba

sonido latinoamericano

al compás de la felicidad

hará palpitar mi corazón”.

Los ochos carros de la escuela componían un homenaje a los pueblos de América Latina contando sus tragedias. Estaba el rojo del fuego de la violenta conquista, y parece que esa luz era de lo más bonita en los pechos desnudos de las chicas que se movían en la celebración histórica. Eva Perón avecinando con el Che Guevara mostraba la voluntad de complacer a todos incluyendo a los vecinos argentinos. Lo más sorprendente: Bolívar no llevaba su espalda de siempre sino, como Cristo, su corazón en una mano extendida.

En el momento en que se debate tanto el papel de la inversión en un mundo globalizado (escribo en Francia donde el gobierno hizo una trampa para rechazar a un grupo italiano en la energía pero finge ignorar la entrada de una empresa que viene de la India en el acero), en un mundo donde se hace mucho para sacar utilidades de la economía de los vecinos, hay que meditar lo que significa una inversión para promover el corazón de Bolívar.

Todos los estudiantes lo saben, cuando Bolívar viaja, va al norte, a Kingston, Jamaica, para escribir, el 6 de septiembre de 1815, la famosa carta que explica el proceso histórico de descolonización de un continente: “... no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país, y los usurpadores españoles…” Cuando Bolívar redefine su visión política, lo hace en el congreso de Angostura, en Venezuela. Y, por fin, cuando cumple con su destino, muere en la más perfecta novela de Gabriel García Márquez, huyendo de una ingratitud ineludible para descansar en una finca costeña de Colombia. Ahora, hay que decirlo con toda sinceridad, para mí relector de la novela del Gabo como de la carta del Libertador, aquella aparición en un sambódromo es un acontecimiento que me deja despistado. Creía haber leído una historia y ahora aparece un nuevo capítulo.

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3 de marzo de 2006
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Y el ganador es…

Un sicario israelí arrepentido, un escritor, una pareja homosexual de la Norteamérica rural, un periodista amenazado por la censura del macartismo. ¿Es la lista de entrevistados de un programa cultural de izquierdas? No, son los principales candidatos al Oscar.

Por lo visto, la academia está seria. Si no, miremos la lista del año pasado: un millonario que hace películas y pilota aviones (El aviador), una boxeadora (Million dollar baby), una estrella del soul (Ray) y Peter Pan (Finding Neverland). Había más famosos. Y más acción.   

Pero ahora no. Nada de monos gigantes, ni superproducciones, ni películas históricas. De hecho, en un acto de total atrevimiento, las nominaciones a mejor guión incluyen películas de Woody Allen y David Cronenberg ¿Es que se han vuelto todos locos? ¿Con tanto productor gastando $200 millones en películas de inversión asegurada, van a desperdiciar los oscars en baratijas con contenido?

He escuchado dos teorías al respecto.

La primera es técnica: Hollywood gasta demasiado dinero en filmes con una gran promoción que todo el mundo ve el primer fin de semana y luego nunca más. La razón es que ha creado un monstruo burocrático inservible. Por ejemplo: hay tanto dinero en juego que cada productora tiene a unas 32 personas para revisar los guiones. Como cada una de ellas debe justificar su puesto, todas hacen algún tipo de corrección. Al final, el guión es un Frankenstein de lugares comunes sin un autor claro. Y hay que pagar 32 sueldos más. En consecuencia, los contables han empezado a preguntarse si es necesario todo eso, o resulta más rentable contratar guionistas con talento.

La segunda teoría es la profunda: los americanos quieren pensar. Algo raro ocurre en su país, van a guerras que no tienen sentido, gastan un montón de dinero en ellas, los americanos no tienen seguro de salud y además el gobierno les escucha las conversaciones telefónicas. Algo funciona muy mal, pensar al respecto está de moda, y las películas que digan algo sobre la realidad tienen público, más público del que ellas habrían podido imaginar, incluso la de George Clooney, que es en blanco y  negro y nadie se dispara.

Existe una tercera teoría: todo es una farsa, y del mismo modo que un año ganó el Oscar American Beauty y poco después Chicago o El señor de los anillos, este año ganará una película profunda y el próximo, alguna con efectos especiales o números de baile.      

O quizá sea una mezcla de las tres. El caso es que la ceremonia de los Oscar de este año está de lo más progre. A ver si Philip Seymour Hoffman protesta contra la cárcel de Guantánamo o Ang Lee exige que se retiren las topas de Irak, antes de volver el próximo año nominados por un musical.

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3 de marzo de 2006
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El tracatrá del tren

Mary McCarthy, que era una pájara de cuidado, decía no haber tenido nunca experiencia más erótica que un viaje en tren. Se refería, claro está, a los trenes americanos, los cuales llevan asientos a derecha e izquierda y un pasillo central como en los modernos Talgos y Aves. Por ese pasillo avanzaban las mujeres, solas y desafiantes, como en un desfile de modas. Los caballeros bajaban el diario un instante para verlas pasar como veleros con todo el trapo desplegado.

En Inglaterra sin embargo, los trenes eran de compartimento cerrado y pasillo lateral, como en la vieja RENFE, cuando viajaban seis frente a seis y el revisor abría la puerta corredera al grito de: “¡Billetes! ¡Billetes!”. Normalmente, a las cinco de la mañana.

La diferencia hizo que los bandidos norteamericanos corrieran por el pasillo central disparando como locos, y en cambio los criminales británicos estrangularan a sus víctimas en el compartimiento sin que nadie se enterara. Sólo, por mala suerte, un viajante que pasaba en el tren paralelo y que sorprendía horrorizado el crimen. John Ford contra el primer Hitchcock.

La razón de esta diferencia es que los trenes americanos imitan a las lujosas embarcaciones fluviales movidas a palas, las del Mississippi y las del Hudson, con pasajeros a babor y estribor, en tanto que los trenes británicos imitaban a las diligencias. Todavía en los pequeños trenes comarcales de la Isla, la puerta de entrada da directamente al compartimento, como si fuera, en efecto, una diligencia.

Los que amamos el tren por encima de todas las cosas (aunque no sólo por su erotismo), nunca le perdonaremos al gobierno español no haber llenado el país de trenes de alta velocidad, como los franceses, y habernos obligado a depender de esa compañía infame, grosera, ordinaria e infestada de inútiles que es Iberia.

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3 de marzo de 2006
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All I Want is U(2)

Los conciertos de U2 en la Argentina fueron una fiesta. Participar de la experiencia me recordó la mejor parte del hecho artístico; porque había artistas encima del escenario haciendo lo suyo, pero rodeados de un público que, lejos de asistir pasivamente, participaba del hecho de manera infatigable. La gente produjo música a la par de U2, y entregó una energía (creo que sería apropiado llamarla devocional) que sin dudas inspiró la actuación del grupo.

Hoy en día U2 es un grupo tan popular, y de una persistencia tan inhabitual en la retina de la percepción pública, que resulta fácil usarlo como blanco. El hecho de que se los vea además como políticamente correctos es un bonus para la mentalidad de ciertos críticos, que sacan patente de iconoclastas cuando la emprenden contra algo que aparece, al menos en teoría, como inmerecedor de crítica. Personalmente encontré este show del Vértigo Tour un tanto sobrecargado de mensajes políticos, pero si dijese que estoy en contra de que Bono & Co. aprovechen su lugar para crear o avivar conciencias estaría pecando por hipocresía. Soy de los que piensan que un artista que goza de estima pública no sólo puede, sino que debería hacer lo que esté a su alcance para ayudar a que este mundo se convierta en un sitio más humano. Lo cual significa, por ende, que descreo de los artistas que se escudan en la pureza de su arte para encerrarse en una torre, intocados por la mugre de la vida cotidiana. Mi respeto más profundo está con los artistas que además de su obra ponen su cuerpo. Soy consciente de que por más que intente preservarme, la vida me va a llenar la cara de golpes: ¿por qué pretenderme representante de una pureza que jamás podría llegar a obtener, ni siquiera buscándolo?

Lo que quiero, aquí, es recordar las canciones. Cualquiera que haya lidiado alguna vez con la poesía sabrá cuán difícil es comunicar algo inolvidable en tan sólo cuatro estrofas. Aquellos que trabajamos con las formas del relato que requieren un desarrollo más extenso en el tiempo (una novela, un largometraje), envidiamos el efecto emocional que una buena canción pop logra en tan sólo tres minutos; o yo lo envidio, cuanto menos. Por eso, cuando me enfrento a artistas como U2, que de manera tan consistente han ido entregándome pequeñas epifanías emocionales a lo largo de tantos años, no puedo menos que estarles agradecido. Sólo Dios sabe cuán difícil es escribir una gran canción de amor. Yo siento que mi vida sería más pobre sin canciones tan conmovedoras, y a la vez producidas por una conciencia romántica tan desgarrada, como One, With or Without You y All I Want Is You. Y daría todo lo que tengo, hasta el límite de considerar la posibilidad de un pacto fáustico, por crear alguna vez algo que produzca una emoción tan genuina, tan honda y tan bella como la que estas canciones me han inspirado tantas veces.

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3 de marzo de 2006
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American Ellis

Los personajes de Bret Easton Ellis siempre son seres glamorosos y bellos que se convierten en algo horrible: niños ricos y diletantes que se transforman en vampiros, o yuppies millonarios transfigurados en asesinos en serie, o modelos de pasarela reconvertidas en terroristas internacionales. En el fondo, todas sus novelas parecen decir: mira qué bonito parece EE.UU. Y ahora, mira el infierno que es en realidad.

Su última novela, Lunar Park, acaba de aparecer en España, y sigue el esquema habitual con una variante esencial: esta vez el personaje es él, o al menos, alguien igual que él: un escritor ultramillonario y famoso que se llama Bret Easton Ellis y ha escrito las mismas novelas. Y lo que ocurre es que todo su pasado y todas esas novelas se convierten en los fantasmas que lo atormentan y atosigan. Como si esta vez dijese: mira qué hermosa ha sido mi vida. Y ahora, mira cuántos cadáveres escondo en el armario.

No soy un gran fan de Easton Ellis, pero disfruté mucho la primera parte de la novela, cuando este personaje narra su ascenso a la fama rodeado por unos personajes que se llaman igual que sus verdaderos viejos amigos. Easton Ellis –el de la novela-, se droga tanto que no parece que haya espacio físico en su cuerpo para que quepa tanta sustancia. Sus editores le asignan un guardaespaldas para protegerlo de sí mismo, y él intenta sobornarlo con drogas. Se pasa dos minutos clínicamente muerto en la bañera de un hotel. Está tan descuidado de sí mismo que se le afloja un diente durante una conferencia de prensa.

Lo más divertido es su parodia del trabajo del escritor: el personaje lleva un tiempo escribiendo su gran obra, una novela llamada Teenage Pussy o algo así, cuyo gran gancho es mezclar sexo con mutilaciones. Su proceso creativo se reduce a anotar varias posibilidades combinatorias de esos dos elementos hasta llegar a unas doscientas. Y eso es la estructura. Luego sólo hay que escribirla asegurando que tenga más de quinientas páginas. Lo único engorroso es la interminable gira promocional. Pero con un cheque de un millón de dólares podrá comprar suficientes drogas para sobrevivir a ella.

Durante los años noventa, para los críticos más conservadores, Bret Easton Ellis era considerado el ejemplo perfecto de lo que no se debe hacer en literatura: era considerado superficial, efectista, frívolo y reaccionario. Se aseguraba que su carrera literaria no duraría más que un hit musical en la radio. Y sin embargo, siguiendo esa receta, construyó el retrato fiel de una América sin alma, entregada al show business, a la apariencia y al placer sensorial pero vacía, incluso brutal, en su interior. Y aquí sigue. Y por cierto, con una novela que ha recibido excelentes críticas.

En Lunar Park, el mismo Easton Ellis forma parte de ese paisaje que describió diez años antes, un paisaje que alimenta a cambio de que lo alimente a él. Burlándose de América, se ha convertido en un ícono de ella. Enfrentándose a los críticos, ha terminado por ganarse su aprecio. El caso de Easton Ellis me hace preguntarme si un escritor realmente puede saber qué va a ocurrir con su trabajo, o si las novelas son como botellas al mar, que pueden ser llevadas a cualquier orilla por una corriente que escapa a nuestro control.

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2 de marzo de 2006
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Ese lenguaje indestructible

En otoño de 1968, el diario ABC publicó un artículo de Jorge Luis Borges. Pocos meses antes, el caballero de las letras argentinas había escrito en una revista de Buenos Aires lo que realmente pensaba sobre la cultura española. En aquel artículo, Jorge Luis Borges había dicho toda la verdad y nada más que la verdad. Era un artículo realmente muy bueno que debería reimprimirse.

Como es obvio, la gente del ABC desconocía el artículo y por lo tanto no podía sentirse ofendida, de modo que acogieron a Borges en sus páginas sin sombra de duda. Quienes sí habían leído el artículo argentino era la gente del diario Pueblo, órgano de los sindicatos franquistas y lugar del que saldrían muchos jefes de la prensa española actual. El diario Pueblo se rasgó las vestiduras y afeó al ABC que publicara a un enemigo de España.

“Es inadmisible que Borges pretenda inhabilitar a toda una generación española que ha dado su testimonio meritísimo en todos los géneros literarios”, bramaba el león sindical con su prosa campanuda. “No es honesto sugerir con una pirueta retórica que pensadores, filólogos y ensayistas como Zubiri, Laín Entralgo, Julián Marías, Tovar, Fueyo Álvarez y Tierno Galván, no tengan otros horizontes intelectuales que «festejar el coche de Ortega»”, se quejaba amargamente el sindicalista vertical. ¡Fueyo Álvarez! ¡Cráneo privilegiado!

“No se puede asistir a la indignidad de que un escritor de lengua española declare que piensa en inglés y que su propio idioma le oprime para la expresión literaria”. ¡Ah, la lengua! ¡A un español no se le puede tocar la lengua! ¡Sobre todo si es catalán o vasco!

Lo mejor era esto: “Sólo con indignación se puede escuchar que Madrid es «una ciudad sin otra elaboración intelectual que las greguerías»”. Expresión, creo yo, bastante acertada, pero que provocaba la santa indignación de los falangistas reciclados, de los agraviados, de los quejicas, de las plañideras identitarias y culturales, de los pigmeos mentales del franquismo y que sigue provocando la ira de sus herederos actuales.

Este idioma de hidalgo resentido que ahora predomina en las provincias independentistas, no es otra cosa que el eterno “¡viva mi dueño!” de este país de todos los demonios.

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2 de marzo de 2006
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Una pequeña duda existencial

¿Por qué hacemos lo que hacemos? Quiero decir, aun aquellos de nosotros que tenemos una vocación definida, que nos dedicamos a lo nuestro por pasión, con consciencia de que jamás elegiríamos hacer otra cosa (y de que probablemente tampoco podríamos hacer otra cosa, por pura inutilidad para el resto de los menesteres de este mundo): ¿por qué lo hacemos? Incluso en el caso de que nuestra vocación sea cierta y nuestro corazón puro, los motivos por los cuales hacemos lo que hacemos nunca son unívocos. Lo hacemos por amor, pero también porque nos gusta la atención que concitamos al hacerlo. Lo hacemos porque tenemos talento para ello, pero también porque nos seduce la idea de una cierta fama. Lo hacemos por compulsión, porque no podemos evitarlo, pero también por dinero.

Es posible que la pregunta sea retórica, que no exista respuesta. Pero al menos hay algo que podemos respondernos. Sólo nos consta que nuestra pasión es verdadera cuando hemos mordido el polvo de la derrota más abyecta, cuando no hemos obtenido ninguna de las prebendas que viene con el cargo: ni atención, ni fama, ni dinero, y aun así nos levantamos y volvemos a intentarlo. ¿O no pintó Van Gogh hasta que su mano perdió la capacidad de moverse y su cuerpo se desbarató por entero?

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2 de marzo de 2006
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Sobre diferencias y barreras

Me pidieron que escribiese sobre el músico argentino Luis Alberto Spinetta para una revista de Buenos Aires, y con la visión vuelta panorámica a causa (entre otras cosas) de este blog, me pregunté por las idiosincracias que distinguen a nuestras culturas hispanoparlantes. El rock argentino tiene fama de pionero en Latinoamérica y en España, pero no todos sus ídolos tienen el mismo eco más allá de nuestras fronteras. Calamaro es más conocido en España que Charly García y que Spinetta; Soda Stéreo, y por añadidura Gustavo Ceratti, son más populares que sus antecesores en el grueso de América Latina. He intentado que mis amigos españoles oyesen la música de Los Redonditos de Ricota, pero nunca logré que le viesen la gracia. El mismo recorrido puede hacerse en otros sentidos. En términos generales, el rock español jamás conmovió de este lado del Atlántico; los intérpretes pop siguen sonando en las radios, pero sin movilizar multitudes. Aquí la mayor parte de la gente no oyó hablar nunca de Mecano. Y los que conocen a Los Rodríguez los consideran una banda argentina, reclamando como propio al tándem Calamaro-Ariel Rot. Lo mismo ocurrió durante décadas con el rock producido en otros rincones del continente (con la excepción de Brasil, que es un continente en sí mismo). Bandas como El Tri y Los Jaivas eran fenómenos aislados, paladar de minorías. Por fortuna esto ha cambiado. Personalmente, hace ya largo rato que prefiero la música de algunos mexicanos antes que lo que pasa hoy por rock en la Argentina. ¡Larga vida a Café Tacuba y Natalia y La Forquetina! Lo mismo ocurre, sin dudas, en otras ramas de la expresión artística. Almodóvar sigue siendo un placer que trasciende fronteras, pero es un fenómeno que empieza y termina con él, puesto que el resto del cine español carece de difusión en la Argentina. (Álex de la Iglesia tiene su merecido culto, pero la única de Amenábar que funcionó aquí fue Los otros.) Es una pena, porque las películas de Isabel Coixet, por mencionar tan sólo un ejemplo, merecen llegar a un público latinoamericano infinitamente más amplio. Y con la literatura, ni hablar. Más allá de los figurones consagrados (hablo de personajes de la talla de Saramago y de García Márquez), casi nadie repite fuera de casa el éxito que consigue en su tierra. En la Argentina Javier Marías, Manuel Vicent y Javier Cercas son un placer de iniciados. Por supuesto, aquí entra a tallar un aspecto de la cuestión que deja de lado las idiosincracias culturales (que al fin de cuentas son disfrutables, por aquello del viva la diferencia) y se monta específicamente en la política de las editoriales y de las distribuidoras de cine. Fenómenos como los de Alejandro Iñárritu (Amores perros, 21 gramos) y Walter Salles (Estación central, Diarios de motocicleta) son excepciones a la regla que dificulta la circulación de las obras (cinematográficas en este caso, pero también literarias y musicales) en el vasto territorio de la América y de la Europa hispanoparlantes. Ninguno de nosotros puede escapar a esta batalla: ¡tenemos que luchar contra gigantes, colosos que no son precisamente molinos de viento, para lograr que nuestras obras lleguen a su público más natural! Volviendo al amigo Spinetta, es fácil entender por qué su obra no se volvió masiva en Hispanolandia. Se trata de un artista complejo, de poética oscura, música cortante y voz personalísima; quiero decir, no es David Bustamante. Pero aquellos que sientan debilidad por los creadores a los que les gusta arrojar el guante a su público (desafiar antes que complacer), encontrarán en su obra un universo de una singularidad pocas veces vista en la música popular de los últimos treinta años. Tanto como solista como parte de las bandas Almendra, Pescado Rabioso o Jade, Spinetta creó algunas de las páginas más bellas del rock en español. Pudiendo elegir entre tantas, me quedo hoy con una simple zamba que Spinetta escribió a los quince años, Barro tal vez: Si no canto lo que siento / me voy a morir por dentro / he de gritarle a los vientos hasta reventar / aunque sólo quede tiempo en mi lugar. Ya lo estoy queriendo / ya me estoy volviendo canción / barro, tal vez.

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1 de marzo de 2006
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¿Para qué sirve una momia?

Hace pocos meses la prensa internacional daba una noticia que afectaba al mundo de la música clásica. Muy rara vez los periodistas consideran que la música seria puede interesar a la gente que lee diarios, pero en esta ocasión la razón era de peso: un desconocido había pagado dos millones de dólares por un manuscrito de Beethoven.

Sin embargo, ni siquiera se trataba de una obra fundamental, sino de la transcripción para piano a cuatro manos de la “Gran Fuga” Op.133 para cuarteto de cuerda. ¿Por qué alguien pagaba tan descomunal cantidad por una tarea de aliño? Es como pagar una traducción al precio del original.

El musicólogo Alex Ross logró permiso para examinar el manuscrito durante media hora y se quedó helado. Es mucho más que un mero resumen para interpretar en casa. Los cambios que introduce Beethoven ayudan a comprender los últimos y decisivos años del músico más radical de la historia. Según Ross, a pesar del tremendismo de la Gran Fuga, es posible que siga el modelo de la ópera bufa de Rossini. Las variantes de la transcripción lo confirmarían. El trascendentalismo que se le atribuye puede ser un fiasco.

El hallazgo de este tipo de documentos nos ayuda a entender lo que debió de ser, en la época del humanismo, la aparición de una nueva tragedia de Sófocles o de un diálogo desconocido de Platón. Nuestro relato imaginario de la vida humana sobre la tierra gana de pronto un nuevo capítulo, incorpora un personaje inesperado, complica el argumento, enriquece el relato o lo ensombrece.

Algunos diálogos de Platón se descubrieron en los papiros que envolvían a las momias egipcias de la época alejandrina. Aquellas hojas tan astringentes eran las más indicadas para amortajar. Los incomprensibles signos que las cubrían añadían un toque mágico a la operación de embalsamar.

Las momias guardaron aquel secreto del espíritu en sus gélidas celdas hasta que al cabo de muchos siglos volvieron al mundo e iluminaron a los más encendidos espíritus del Renacimiento. Desde sus tumbas, las voces de los muertos lanzaron su antiguo verbo hasta fundirlo con la poesía de Shakespeare.

El manuscrito de Beethoven ha aparecido en un cajón almacenado junto a miles de papeles inútiles en un Seminario Teológico de Filadelfia.

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1 de marzo de 2006
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Superhéroes

En este mundo, los superhéroes están prohibidos legalmente. Sus funciones han sido transferidas a la policía. Pero ellos no lo llevan nada bien. Uno de ellos se resiste a la jubilación forzada y mata a un violador para demostrar su compromiso con la ley y el orden. Otro se vuelve mercenario en Vietnam. Un tercero trabaja para el gobierno como arma secreta contra los rusos. Y otro invierte su dinero e imagen en una empresa de cursos de superación personal por correspondencia. Estamos en el universo de los Watchmen de Alan Moore, una historieta que revolucionó el concepto de los superhéroes en los años ochenta. Hasta entonces, los héroes eran buenos y la bondad era una institución monolítica muy bien organizada: el capitán América atacaba a los nazis, Batman se ocupaba de los delincuentes y Superman conjuraba las amenazas intergalácticas. En la historieta de Moore, en cambio, los superhéroes siguen siendo poderosos, a veces sobrenaturales, pero empiezan a ser moralmente humanos: uno de ellos es alcohólico, otro es un extremista de derecha, uno comete una violación, otra es lesbiana (y por cierto, como es la década Reagan, sólo a ésta la expulsan del grupo por razones de imagen). O sea, son como la gente. Peor aún: como sería la gente si tuviera superpoderes. En la Arcadia de los héroes de cómic, nada volvió a ser lo mismo desde Watchmen: pronto llegaron los X men y sus conflictos existenciales de minoría marginal, y tras la hecatombe nuclear surgió El juez Dread, cuya ambigüedad moral deriva de su condición híbrida entre superhéroe y funcionario público. Y es que los héroes que creó Moore son como los dioses griegos: seres imperfectos que luchan entre ellos, a menudo violentamente. Y su historia funciona precisamente como una tragedia de nuestro tiempo, en que las pasiones (sobre)humanas entran en conflicto y a menudo destruyen a sus propios dueños. Hoy, cinco años después del 11-S, leo en el periódico que incluso los superhéroes tradicionales están divididos políticamente. En la gran convención de la industria del cómic NewYork ComicCon, el Capitán América defiende las libertades y el Hombre de Hierro propone recortarlas en nombre de la seguridad nacional. El Hombre Araña aún no ha tomado una posición. Los editores y los guionistas de los grandes sellos de historieta como Marcel y DC Comics han inoculado la realidad mundial en las ciudades góticas y las metrópolis. Pero el mundo ya no es ese planeta en blanco y negro en el que crecieron los héroes panfletarios del siglo XX. Graham Greene escribió una vez: “Antes o después hay que tomar partido, si hemos de seguir siendo humanos”. En nuestro universo prenuclear, los superhéroes tienen la ventaja de no serlo. Algunos, como el Dr. Manhattan de Watchmen, incluso pueden darse el lujo de decir: “los asuntos de los humanos no me incumben. Me voy de esta galaxia a otra menos complicada”. Qué envidia ¿no?

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1 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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