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Gordos

Santo Tomás de Aquino era tan grueso que pasó sus últimos años sin salir de su estudio, y tras su muerte hubo que ampliar la puerta para poder retirar su cadáver. Por eso, hoy por hoy, el teólogo medieval tendría nuevos elementos de juicio para su teología. En menos de cuatro años, tres cuartas partes de las patentes farmacéuticas expirarán. Eso significa que los países y los pequeños laboratorios serán libres de producir y distribuir medicamentos contra el SIDA, la tuberculosis y demás enfermedades sin que estorben los intereses de las transnacionales ¿será el fin de las corporaciones farmacéuticas? Quizá no. Según parece, aún les queda una tabla de salvación: los gordos. En efecto, el sector farmacéutico prepara 60 pociones diferentes para proveer a los 1.000 millones de personas que ya padecen sobrepeso y a los 500 millones de nuevos obesos que surgirán hasta 2015: un total de 1.500 millones de gorditos que se niegan rotundamente a hacer ejercicio o comer menos, y prefieren que una pastilla se ocupe del problema. Algunos de los medicamentos previstos son para adelgazar, es decir, están dirigidos a pacientes que prefieren verse bien sin esfuerzo. Pero la mayoría de ellos no adelgazan sino previenen las enfermedades derivadas del sobrepeso: problemas arteriales, metabólicos y otros. Esos son para gente a la que no le importa estar gordita mientras eso no implique estropearse la salud. Si sumamos a estas cifras el crecimiento de la medicina estética en los últimos años, la conclusión es sorprendente: cada vez más, la investigación y desarrollo de la ciencia no pretende curar nuestras enfermedades sino alimentar nuestros pecados capitales, como la vanidad o la gula. Santo Tomás, seguramente, no aprobaría esa actitud. Pero a ver luego quién lo llevaría a enterrar.

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31 de enero de 2006
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Más falso que Judas

Dentro de cien años alguien estudiará (si es que queda gente en este perro mundo) los líos que se hacían los habitantes del siglo XXI para distinguir entre lo real y lo virtual, lo verdadero y lo ficticio. James Frey se hartó de enviar su novela a editores que la rechazaban sin apelación, de modo que en un ataque de lucidez cambió de género: dejó de definirla como “novela” y comenzó a presentarla como “autobiografía”. No sólo se la publicaron de inmediato, sino que fue un éxito de ventas gracias al apoyo de una gran estrella mediática, Oprah Winfrey, tan bien informada ella como casi todas las estrellas mediáticas. Ahora, Oprah ha afeado a Frey su traición (“has engañado a millones de lectores”) y llora amargas lágrimas, en lugar de asumir su incompetencia y reconocer que fue ella quien los engañó. El mismo texto puede ser un éxito si se lee como “verdadero”, pero ni siquiera se publica si se considera “ficción”. En realidad, estamos ante un clásico. Los célebres “Protocolos de Sion” escritos por feroces antisemitas, tienen un éxito loco entre los islamistas gracias a que esa gente los toma por verdaderos, aunque para cualquier lector sensato es evidente que son una patraña inverosímil. Lo que no hace sino constatar que la mayor parte de la gente sólo quiere ver y leer aquello que confirma sus opiniones, prejuicios, supersticiones, odios, enfermedades mentales y manías. El secreto del éxito es coincidir con las manías, enfermedades mentales, odios, supersticiones, prejuicios y opiniones de un gran número de ciudadanos. Entre las manías y enfermedades mentales del público del siglo XXI debemos incluir el respeto religioso por la “realidad” y la “verdad”, aunque con un relevante matiz: a casi nadie importa seriamente si es o no verdadero y real un texto, una foto, un documental, un artículo, un reportaje, un libro, una teoría científica, un descubrimiento médico, una película. Nadie tiene tiempo para comprobarlo y muy pocos podrían hacerlo aunque tuvieran meses para ello. Lo que importa es que lo parezca, que simule adecuadamente la verdad y lo real. El simulacro de realidad y el simulacro de verdad, ese es el verdadero alimento de nuestra sociedad. Porque lo cierto es que apenas nadie soporta ni la verdad ni la realidad cuando se presentan de forma indudable, intransigente y cruda. El público sólo aguanta las imitaciones. A poder ser, garantizadas por una estrella mediática.

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31 de enero de 2006
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Imperialismos

Hasta el fin de la primera guerra mundial, el imperio era el sistema político más común en nuestro planeta. Tengo que recordar ese dato elemental, que figura en los primeros cursos de cualquier estudiante de ciencias políticas, antes de recordar la dolorosa mirada de Francia sobre su pasado. Fueron once meses de polémicas y desafíos sobre unas palabras de una ley del 23 de febrero del 2005 que hablaba del “papel positivo de la presencia francesa en ultramar”. Para decirlo de manera directa, los diputados y senadores franceses celebraban así la obra colonial de Francia, hasta el miércoles pasado: vencido, el presidente Chirac, que pretendía pedir la mera reescritura de estas palabras, optó ese día por proponer que sean borradas.

Francia, que tiene un presente difícil, se dedica a debates sobre su memoria. Lo normal es volver al periodo de vergüenza mayor: la ocupación alemana, cuando Francia fue el único país cuyas autoridades legales aceptaron negociar con los nazis. (En otras partes no había gobierno nacional, o existía un gauleiter, un especie de procónsul nazi, o después de una incorporación al Reich había un administración directa). Los franceses saben que las leyes en contra de los judíos se tomaron en esta época sin que los alemanes pidieran nada. Es un periodo de vergüenza y la otra vergüenza es lo que cuesta reconocerlo.

Ahora viene el turno del imperio colonial francés, otra vergüenza para muchos, y tan difícil de reconocer. El contraste no puede ser más grande con el Reino Unido que asume, y prolonga en gran parte con el Commonwealth, lo que fue su imperio. Hay que leer el libro de Niall Ferguson El imperio británico (Editorial Debate, Madrid) para entender aquella diferencia. Empieza con un examen a fondo de los discursos a favor y en contra de una polémica sobre el pasado imperial del reino que no cambiará en nada el pasado. Es un excelente libro, que corresponde a lo que fue una excelente serie de la BBC y el autor no niega su orgullo imperial. En 1982, cuenta, al entrar a la Universidad de Oxford, se negó a sumarse al voto de una asociación estudiantil a favor de una moción para deplorar la colonización. No faltan los libros como este para celebrar de manera indirecta el imperio. Voy a citar dos: uno ya viejo, Pax Britannica de Jan Morris, y otro más reciente, The Zanzíbar Chest de Aidan Hartley, que es una maravilla y merece ser traducido a todos los idiomas (es insuperable sobre Somalia en la época reciente).

Es extraño ver cómo Ferguson, frente a la palabra actual de “globalización” inventa la de “anglobalización” con un entusiasmo imperial. Todo lo contrario de Francia que sufre al evocar su pasado. Claro que nosotros, los franceses, actuamos con la dosis de hipocresía que nos corresponde: hoy la prensa dice maravillas de un libro de Conan Doyle: The crime of Congo (el crimen del Congo); fue escrito en ocho días en 1909 por el inventor de Sherlock Holmes para denunciar lo que hacía Leopoldo II en África. Ahora, la editorial “Les nuits rouges” lo saca con el título Le crime du congo Belge, con un epílogo de Colette Braeckman, periodista belga muy reconocida. Qué placer imaginar que los belgas han sido los peores en África.

¿Para qué hablar de la historia imperial? Para entrever si va a ocurrir algo con los discursos de Evo Morales o de Hugo Chávez. El primero ataca de frente al colonialismo español y el segundo va repitiendo que la construcción del imperio español destruyó las sociedades precolombinas que eran todas, dice, “socialistas”. Por el momento, las Cortes no votaron nada para celebrar “el papel positivo” de Hernán Cortés o Francisco Pizarro; los diputados españoles no son tan tontos como los franceses pero dudo que se eluda por mucho tiempo una cierta polémica.

Si ocurre, habrá que recordar lo fundamental que fue el imperialismo para la literatura escrita. Podemos hablar de choques creativos y mortales, mortales pero creativos, desde Conrad a Naipaul y desde Ngugi Wa Thiongo a todo lo que se escribió en español o portugués en América Latina. Dentro de los sitios web que voy viendo hay uno dedicado al impacto del colonialismo y el imperialismo sobre la literatura en inglés. Es de la Universidad de Singapur y tiene un mapa en su portada. ¿Cuándo y cómo vamos a tener algo parecido para el mundo iberoamericano?

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30 de enero de 2006
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El imbécil europeo

Anoche regresé a una Barcelona lluviosa y helada tras unas semanas haciendo un reportaje en el Perú. He vuelto a abrazar a mi novia, he dormido catorce horas y ahora trato de poner en orden mis pensamientos sobre mi propio país, en el que no vivo desde el año 2000. Lo primero que me hizo sentir raro en Lima fue asistir al montaje de mi propia obra teatral, “Tus amigos nunca te harían daño”, un texto muy generacional sobre un grupo de amigos que escribí cuando tenía 23 años. Desde que dejé Lima, la obra se ha representado con sorprendente frecuencia en el Perú y América Latina. Y aún ahora, la encuentro divertida: tiene mucho ritmo y sus diálogos son muy ingeniosos. Pero no me reconozco como su autor. Me parece de una inocencia conmovedora. Por momentos, mientras veía el montaje, pensaba “¿esas eran mis preocupaciones? ¿Así éramos nosotros? ¿Tan cerrados y endogámicos?” Supongo que sí, y que entre las pocas virtudes del texto, figura, lamentablemente, la honestidad. Otra cosa extraña fue lo fácil que me resultaba hacer un reportaje. En Lima, tengo acceso a muchas fuentes importantes entre analistas, políticos y funcionarios, básicamente porque casi todos son mis tíos. Eso significa también que todos viven en el mismo barrio. Una mañana, por casualidad, encontré a cuatro de mis potenciales entrevistados desayunando al mismo tiempo en la panadería San Antonio. En cualquier otra ciudad, conseguir esas entrevistas me habría tomado tres o cuatro días. Muchos desastres de mi país se deben a un grupo muy reducido de gente del que yo formo parte. En los restaurantes de Miraflores y San Isidro, es imposible entrar sin saludar a viejos conocidos, y entre ellos siempre están los creadores de opinión, los periodistas importantes, los intelectuales, los funcionarios, los empresarios. Para los cambios sociales es necesario el debate, y yo me pregunto qué debate vamos a tener si todos esos grupos formamos casi una familia. Significativamente, mis amigos han cambiado de estatus social. Cuando me fui, todos éramos casi unos estudiantes. Ahora, muchos de ellos –incluso los que estudiaron literatura bajo amenaza de morir de hambre- viven en departamentos con vista al mar y alquilan casas de playa durante el verano. Casi todos van a votar por los candidatos conservadores. Un día, medio en broma y medio en serio, le digo a uno: -Por ti, claro, que este país siga igual. En un país más justo, tendrías que pagar más por el alquiler y por el servicio doméstico, y te costaría más superar a la competencia para conseguir un puesto en un ministerio o un banco. Medio en broma, medio en serio, él responde: -En este país, gobierne quien gobierne, a mí me va a ir bien. Simplemente porque no hay suficiente gente que sepa cómo funcionan los bancos o los ministerios. Ni siquiera hay suficientes alfabetizados. Para que las cosas funcionen, nosotros somos imprescindibles. Hace seis años, mis amigos y yo solíamos burlarnos del imbécil europeo, el típico desubicado de aire intelectual que vive en una sociedad bien organizada y es incapaz de entender el funcionamiento de otras más conflictivas y complejas. La variante subdesarrollada del imbécil europeo es el progre latinoamericano, que añade a esas características el aire sabiondo de sus críticas o, si tiene educación católica, el complejo de culpa. Creo que me estoy convirtiendo en todo eso.

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30 de enero de 2006
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Birthday

No ha escapado a mi atención, en los últimos tiempos, la forma en que los adultos tienden a minimizar la importancia de su cumpleaños. Los cumpleaños están bien para los niños, parecen sugerir, puesto que los niños valoran el nuevo jalón en su crecimiento mientras que los adultos escapan de cualquier referencia, por festiva que parezca, que les recuerde la proximidad de la muerte. A veces creo que le tememos más a la decrepitud que a la muerte, y que esa es la razón por la cual demonizamos todos sus signos: las arrugas, la salud menguante, la flaccidez, la desmemoria, cualquier señal que sugiera que ya estamos passé. Cada vez que oigo a alguien decir que olvidó su propio cumpleaños, o sugerir “que no hará nada” en la fecha, o impostar un gesto sarcástico mientras el coro entona el Feliz cumpleaños, pienso que están perdiendo su batalla contra el tiempo de la peor manera posible –porque están convencidos de que pueden emprenderla. Yo amo cumplir años. E insisto en ello hoy, porque hoy los cumplo. No es que no tema a la decrepitud y a la muerte, les tengo tanta aversión como cualquiera. En realidad se debe a… La verdad es que no sé a qué se debe. Me gustaría decir que comparto la alegría de millones de chinos, que inician su nuevo año al mismo tiempo que yo (4704, a partir de hoy), pero no estoy demasiado convencido de que sea la verdadera causa. Tampoco puedo decir que tenga recuerdos dorados de mis cumpleaños previos, ni siquiera de los correspondientes a la infancia: no recuerdo casi ninguno, debería pensar en todo caso que la alegría de los primeros festejos se me quedó grabada en el disco rígido aunque hoy no consiga acceder a él. Lo único que sé es que siento que es mi día, y que en consecuencia me asiste el derecho a vivirlo tal como me place sin rendirle cuentas a nadie. (Una convicción que, justo es decirlo, me ha acarreado no pocos inconvenientes laborales.) Hoy que puedo decidir sobre mi propio día haré cosas muy sencillas. Despertarme tarde, por lo menos en la medida en que los saludos matinales me lo permitan. Resistir a pie firme la tentación de ponerme a escribir. (Esta es la parte más dura.) Releer las partes de la biografía de Dickens que escribió Peter Ackroyd en las que describe el período de creación de David Copperfield. Quizás ver alguna película. (Resistiendo, en este caso, la tentación de aprender algo de esa visión: ¡placer, no trabajo!) Practicar tiro con arco durante un par de horas. Y por la noche recibir a la gente que quiero y que me quiere: esta es la mejor parte. Debería estar previsto por ley que uno pueda disponer del día de su cumpleaños como más le plazca. Si uno no puede reinar sobre su vida ni siquiera en su día, ¿qué le queda para el resto del año?

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30 de enero de 2006
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No me lo puedo creer

Reunión con Manuel Hernández Iglesias para tratar de averiguar si es posible creer algo voluntariamente. ¿Puedo querer creer algo conscientemente? ¿Tiene sentido esta frase? ¿Es posible una experiencia semejante? En principio, parece que no. Si “quiero creer algo” es que ya lo creo. No puedo “querer creer” que la tierra es redonda o plana. O creo una cosa o creo otra, pero ambas a la vez no puede ser. Cosa distinta es que no sepa si es plana o redonda. Entonces, simplemente, no creo nada. Sin embargo, es evidente que solemos decir cosas como “Felipe cree que no volverá a mentir a su mujer porque quiere creerlo”. Cuya consecuencia es: “pero se engaña porque no podrá dejar de mentirle jamás”. Felipe, por tanto, se miente a sí mismo. E incluso (caso todavía más inquietante): “Yo creía que Adelina me amaba; ¡ay, cómo me engañaba!”. Que viene a decir que si bien yo sabía que no tenía ninguna posibilidad con aquella mujer indiferente y calculadora, por debilidad me dejé caer en una creencia engañosa. Puede parecer algo irrelevante, quizás nimio, pero uno de los mejores filósofos del siglo, Donald Davidson, persiguió el asunto con ahínco. De hecho, se trata de entender cosas como la educación en general (¿cómo se crean las creencias?), ciertos aspectos de la ciencia (¿la ley de la gravedad puede ser una creencia?), o el simple cambio de creencias (¿podemos decir que un mismo sujeto cree A y luego B, o debemos hablar de sujetos distintos?). Davidson propone dos modos para cambiar de creencia cuando uno quiere: la autotrascendencia y la autocorrupción. Ambos modos nos caracterizan una y otra vez a lo largo de nuestra vida. Estamos constantemente autotrascendiéndonos o autocorrompiéndonos, pero lo más inquietante es que jamás podremos reconocerlo en nosotros mismos. Sólo en los demás, o en nosotros pero en tiempos distintos. Decir “voy a creer tal cosa porque me da la gana” no tiene sentido, pero decir “aquel tipo quiere creer tal cosa” o “cuando era joven quise creer tal cosa”, sí tiene sentido. Es una lata, pero el autoengaño, la máquina más poderosa para la educación, sólo puede reconocerse en los otros. O en uno mismo cuando ya es demasiado tarde.

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30 de enero de 2006
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V o B

Leo Marcha atrás de Patricia Poblete Alday. Primera novela de una autora chilena, Premio Revista de Libros 2005, lo que es algo en Chile. Patricia Poblete es periodista, trabaja para el grupo Mercurio, lo que puede provocar dudas sobre su galardón creado por el mismo grupo. Pero su libro, publicado por la casa editorial "El Mercurio-Aguilar" es bueno y se lee con placer. Tiene fluidez, va hacia adelante y de pronto me encuentro al principio de la segunda parte.

"Hace 10 minutos que entramos a Barcelona, dice el texto, ya me estoy arrepintiendo de haber pasado tanto tiempo en Madrid." Conociendo la relación de amor no compartido entre ambas ciudades no es cualquier planteamiento pronunciarse así a favor de Barcelona. Pero basta con una palabra para destrozar aquella impresión en la página siguiente. "La casa de mi amigo queda en el Rabal..." escribe la novelista. El Raval se escribe con v de vaca y no con b de Barcelona. ¿Qué me pasa? No puedo leer más. Un sólo detalle manchó todo el conjunto de la creación. Me ocurre lo peor que puede ocurrir a un lector: no cree lo que se le cuenta.

Hay una expresión de Stendhal que todos conocemos: dice que es imprescindible poner en una novela "des petits faits vrais" (pequeños datos ciertos). Claro que podemos acumular ejemplos contrarios: desde Swift a Jules Vernes o Asimov, la lista es interminable de los soñadores que consiguieron compartir sus sueños. Pero también, existe una frontera. Si un autor se establece en la geografía real no puede escaparse así después de más de sesenta páginas. Soy capaz de soñar con el Raval o con cualquier barrio pero con el Rabal no. Claro que soy injusto con Patricia Poblete pero es así: un error de ortografía provocó mi marcha atrás.

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27 de enero de 2006
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Las siervas de la pasión

La venerable madre Teresa Gallifa Palmarola vivió en Barcelona durante la segunda mitad del siglo XIX. Tuvo siete hijos, de los cuales, seis murieron antes de los cinco años. A los 32, quedó viuda. A partir de entonces, las dos grandes preocupaciones de su vida fueron el bautismo de los niños muertos en el parto y la tentación del aborto en las solteras gestantes. Teresa fundó un hogar cuna para mujeres embarazadas, que después de su muerte fue reconocido por la iglesia. Sus herederas espirituales fueron aceptadas como congregación religiosa con el nombre de “siervas de la pasión”. Hasta finales del franquismo, las siervas de la pasión recibían a parturientas sin recursos o con muchos recursos, que daban a luz en sus casas y entregaban a sus bebés en adopción. La operación se realizaba con la mayor discreción, y la identidad de los padres biológicos quedaba protegida, más bien sellada de por vida. Tras la transición, la ley consagró el derecho de los hijos adoptivos a conocer la identidad de sus padres naturales. Pero las siervas de la pasión callaron. Debido al compromiso asumido por ellas, nadie les ha sonsacado ninguna información que conduzca al paradero de sus familiares. Muchos de sus huérfanos, ya adultos, las denunciaron y ganaron los juicios. Pero cuando la policía judicial fue a buscar los archivos, no los encontró. Las religiosas dijeron que no existían archivos más allá de los cinco años. O que nunca los había habido. La semana pasada visité una casa cuna de las siervas de la pasión en la costa mediterránea. De momento, alojan a 21 chicas con sus bebés, pero preparan una ampliación a diez habitaciones más. El requisito que deben cumplir las chicas es estar embarazadas y no tener recursos ni una familia en condiciones de ocuparse de ellas. La madre que me muestra las instalaciones considera que las mujeres en esas condiciones están “amenazadas de aborto” y hay que hacer lo posible para ahuyentar esa amenaza. La casa es un lugar agradable. Cuenta con comedor, habitaciones individuales, sala de juegos y TV, lavandería y capilla. Antes había una piscina en el patio, pero la retiraron por razones de salud. Muchas de las internas tienen problemas con las drogas, y la piscina es un caldo de cultivo de infecciones y un peligroso lugar para esconder las jeringas. Por lo general, la mayor parte de las internas son inmigrantes. Pero de momento, es mayor el número de españolas que, según la madre, “no están potables para trabajar”. La casa cuna las acoge durante el embarazo, las capacita en algún oficio y les busca un puesto. Tras el parto, pueden permanecer en la casa durante el primer año de la vida de su hijo, si deciden quedarse con él. Los pocos niños españoles que son abandonados tienen una larga lista de espera esperando adoptarlos. Pero la mayoría, al año de nacidos, se mudan con sus madres a un piso compartido con otras chicas de la casa cuna. Según la religiosa, lo más difícil es que las chicas abandonen la casa. Nunca quieren. Por lo general provienen de familias desestructuradas o lejanas, y tienen problemas para poner en orden su propia vida. De alguna manera, la casa cuna es un refugio para mujeres que no pueden tomar las riendas de su existencia, y menos de la de un niño. Al abandonar la casa cuna, me siento presa de una gran confusión moral. Las siervas de la pasión ocultan ilegalmente información sobre los padres, pero así son fieles a la promesa que les hicieron. Aplican una filosofía paternalista, pero ofrecen una alternativa a quien necesite ayuda para tener un hijo. No sé si felicitarlas o indignarme. Como suele ocurrir en las situaciones humanas al límite, los caminos del cielo y del infierno son difíciles de distinguir uno del otro, y carecen de señalización.

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27 de enero de 2006
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En defensa de los artistas inquietos

Extraño los días de Miguel Angel, cuando se consideraba natural que una misma persona experimentase (¡y triunfase!) en distintas ramas del arte. La maldición de los especialistas se hizo sentir sobre el territorio de la creación. Esto es paradójico, ya que el acceso a los medios artísticos es hoy más democrático (por economía y por practicidad) de lo que era tiempo atrás. Hace décadas eran indispensables miles de dólares para realizar una película modestísima. Hoy puede hacerla cualquiera con acceso a una cámara digital y a un ordenador. ¿Cuántas novelas habría escrito Balzac, dado que creó ochenta en veinte años escribiendo con pluma, si hubiese tenido una Macintosh a su disposición? Cada disciplina supone un cierto saber técnico, pero la técnica nunca ha sido determinante para un artista, dado que es relativamente fácil de adquirir: Orson Welles aprendió lo que necesitaba saber sobre narrativa cinematográfica cuando ya había firmado con la RKO el contrato que redundaría en Citizen Kane. Y todavía recuerdo las floridas metáforas que el músico Luis Alberto Spinetta empleaba en los comienzos, cuando explicaba al técnico de grabación qué clase de sonidos perseguía. En todo caso, la sabiduría del artista está en rodearse de colaboradores tanto o más brillantes que él, como hizo Welles con el guionista Herman Mankiewicz y el fotógrafo Gregg Toland. Lo que juega en mi contra en esta arenga es el relativo éxito de tantos artistas que intentaron el crossover en los últimos años. Algunos actores escribieron novelas: Rupert Everett, Gene Hackman, Ethan Hawke, aunque ignoro cuán buenas; sé que han tenido notoriedad por el simple hecho de publicar, sin obtener nada parecido a los elogios que suelen premiar sus actuaciones. Los músicos metidos a actores son más simpáticos que memorables: Sting, Bowie, Jagger. Algunos novelistas han dirigido: digamos que en el terreno del cine, el pobre de Stephen King (pobre en sentido poético, nomás) no dirige best-sellers, por ponerlo así. En general la prensa observa estos esfuerzos con desconfianza, como si se tratase de un capricho del artista en vez de un intento sincero de probar un nuevo cauce de expresión. Por fortuna existe gente a la que no le ha ido tan mal. El artista plástico y cineasta Julian Schnabel, director de Basquiat y Before Night Falls. El actor John Cusack ha escrito un par de guiones de muy buen nivel: Grosse Point Blank y High Fidelity. (Este último basado en la novela de Nick Hornby.) George Clooney junta hoy nominaciones por su segundo film como director, Good Night, and Good Luck. Todavía no lo he visto, pero su debut como director, Confessions of a Dangerous Mind, estaba más que bien. En la Argentina están Martín Rejtman, que dirige cine y escribe ficción, y Alan Pauls, que es novelista, periodista y guionista, y Fito Páez, que es músico y cineasta. Su búsqueda pasa a años luz de la mía, pero los respeto mucho. Y me alegra que existan y que hagan lo que hacen, porque ayudan a que me sienta menos solo.

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27 de enero de 2006
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Su Santidad el Sexo

El titular del periódico de esta mañana dice: “El Papa alerta de que el sexo sin amor convierte al ser humano en mercancía”. Se refiere a Deus caritas est, la primera encíclica de Benedicto XVI. Como en todo lo demás, la Iglesia de Roma lleva un retraso de decenios en materias en las que ya fracasó la izquierda hace quinquenios. Que el sexo como puro valor de cambio nos convierte en mercancías, es una viejísima máxima moral de la izquierda proletaria. Todavía recuerdo cuando un actual alto cargo de la Generalitat expulsó del Partido Comunista Catalán, el célebre PSUC, al finísimo AGT porque había intentado ligar con una camarada. Le montaron una autocrítica, decía AGT con su sarcasmo habitual. El primer feminismo revitalizó la reivindicación para luchar contra el uso del cuerpo femenino como reclamo publicitario. El fracaso de la izquierda y del feminismo en este intento de ennoblecer a los humanos ha sido uno de los más estrepitosos. No sólo se utiliza cada vez más el cuerpo de hombres y mujeres en la publicidad, sino que ya se hace como una invitación explícita a la copulación. De otra parte, el modo de vestir de las hembras jóvenes imita apasionadamente el de las estrellas del pop más obscenas y pornográficas. Y sin la menor duda, la práctica habitual del sexo sin amor se ha convertido en el derecho político más reivindicado por los adolescentes. O quizás el único. El sexo sin amor nos convierte, ciertamente, en mercancías, pero el Papa olvida la posibilidad más cruel: que precisamente porque somos mercancías y es inevitable que lo seamos, tenemos cada vez más sexo y menos amor. El problema moral no es que las mercancías forniquen como mandriles, sino que a esas mercancías se les pueda llamar “seres humanos”. Y somos mercancías porque no queda ya ni un solo aspecto de los humanos que no sea mercancía, desde sus órganos vitales hasta su reproducción. Somos un almacén de mercancías: el hígado, el esperma, el corazón, y muy pronto los genes, son mercancías. Por no hablar de nuestra actividad espiritual, toda ella inmersa en un mercado de trabajo totalitario. Tal es la encíclica de Houellebecq, en su excelente Plateforme, un alegato mucho mejor escrito que el de su Santidad. Aunque, claro, como la Encíclica está en latín, no se nota. Por cierto que para mucha gente, la prohibición papal tendrá como consecuencia, o bien la abstinencia, o bien aumentar la autoestima.

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27 de enero de 2006
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El Boomeran(g)
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