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Reloj, no marques las horas

Yo ya sabía, como todo el mundo, que Voltaire en su exilio de Ferney puso en marcha una red industrial que acabó siendo un modelo para el futuro capitalismo post-revolucionario. Los trabajadores, casi todos exiliados que huían de la miseria, prosperaron rápidamente, como los actuales emigrantes que llegan a países en los que hay fuerte iniciativa privada, bolsas de trabajo rechazado por los autóctonos, y tolerancia ciudadana. De hecho, Voltaire se convirtió en un hombre inmensamente rico y eso siempre acaba desatando un optimismo que cree a pies juntilla sus propias mentiras, es decir, termina dando el salto a la utopía. Entre los negocios que mayor éxito obtuvieron figuraba una fábrica de relojes. Por aquellos años, Europa comenzaba a descubrir el tiempo como mercancía, la jornada laboral, la hora-trabajo, la mensuración económica de algo que hasta entonces sólo se percibía mediante las campanadas de las iglesias, como cuentan Toulmin y Goodfield en el clásico The Discovery of Time. Los burgueses, a diferencia de los aristócratas, necesitaban urgentemente máquinas para medir el tiempo, para trocearlo, para ponerle precio. El tiempo, en efecto, ya lo había dicho Franklin, se estaba convirtiendo en oro. De modo que Voltaire inundó Europa con sus relojes. Lo que yo no sabía y me lo ha contado Ian Davidson en su Voltaire in Exile, es que tuvo un fracaso. Sólo uno, pero estrepitoso. ¡No logró introducir sus relojes en el Vaticano! Se conservan decenas de cartas, primero zalameras y finalmente indignadas, dirigidas al embajador de Francia, el cardenal de Bernis. Este extraordinario personaje cuyas memorias son una joya del siglo XVIII, era un vividor, un cortesano astuto y uno de los artífices de la supresión de la Compañía de Jesús. Seguramente tenía a Voltaire por un intelectual algo histérico, obsesionado por lo secundario e incapaz de entender las cosas importantes de este mundo. Porque hay que ser muy optimista y haber ganado mucho dinero, para creer que la Ciudad Eterna necesita relojes.

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3 de febrero de 2006
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Encuentros oníricos con hombres notables

Hace algunos días dije que los sueños de los artistas son iguales a los del común de la gente. Debe ser por eso que mi inconsciente salió a refutarme. Anoche, por ejemplo, soñé con Marlon Brando. Estaba vivo, por cierto, lo cual evitó que mi sueño se convirtiese en pesadilla. Pero no lo vi en su apogeo juvenil circa Un tranvía llamado deseo, ni tampoco en la gloria madura de Último tango en París. Estaba más bien gordo y decadente. (Creo, si el recuerdo no me engaña, que se lo veía despeinado y con una camiseta sin mangas, así que imagínense.) Y de manera inexplicable, visitaba la habitación de servicio de mi vieja casa paterna. Con el tiempo esa vieja habitación fue reformada y se convirtió en mi cuarto de adolescente, pero en el sueño se veía todavía como era cuando funcionaba como depósito de trastos, herramientas y cubos de pintura. ¿Qué hacía el pobre Brando en un sitio tan indigno? No sé la razón que lo había llevado allí, pero sí sé que soportaba estoicamente mis pedidos de que me concediese una entrevista. (De lo cual se desprende que en mi sueño yo seguía trabajando como periodista, al igual que en el sueño de días pasados, cuando olvidé que había concertado una entrevista con el escritor Philip Roth.) Juro que lo intenté todo para arrancarle el reportaje. Razoné, seduje, amenacé, pero Brando escapó del compromiso con elegancia. ¿Se estaría vengando del desplante del que hice objeto al pobre Roth, a quien le corté la comunicación en mi sueño anterior? ¿O tan sólo se trató de la forma que mi inconsciente encontró para recordarme que debía cobrar el artículo que escribí para una revista que se llama, sin ir más lejos, Brando? Supongo que otra gente soñará con Beckham o con Kate Moss, con sus jefes, padres y maestros. Pero a mí me ha dado por los artistas, últimamente. Sospecho que más allá de la piel del sueño (imagino que en la cabeza de un fanático del ajedrez, la presencia en el cuarto del adolescente sería la de Bobby Fischer), la recurrencia de mi rol como periodista sugiere que me ocurre lo mismo que a tantos artistas: temo verme condenado a retomar mi viejo trabajo, temo no ser tomado en serio. Que es lo mismo que le pasó al pobre Brando, dicho sea de paso, durante los veinte años finales de su vida. ¿Y si el fantasma de Brando me visitó para pedirme venganza y yo no lo dejé ni hablar? ¿Qué habría sentido el espectro del padre de Hamlet, si en vez de oírlo su hijo le hubiese pedido que redactase testamento para evitar el ascenso de Claudio al trono? No habría habido tragedia; no habría habido Hamlet. Descansa en paz, querido Marlon. Todos los que aquí abajo remontamos a diario el río rumbo a deep Cambodia te tenemos presente. Hasta cuando dormimos.

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3 de febrero de 2006
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En la punta de la lengua

Quizás se deba a que vivo en una región en donde la cuestión del idioma se ha convertido en un conflicto religioso, en donde se multa a quienes osan escribir etiquetas en otra lengua que no sea la oficial y en donde se obliga a los niños a hablar la lengua del poder. Es la típica pasión represora de los curas, pero aplicada al uso del habla. Quizás se deba a eso, digo, pero nunca me ha preocupado la extinción de las lenguas. Si se extinguen será porque la gente deja de usarlas, pero como la gente nunca deja de hablar, será que dejan de usar unas lenguas para hablar otras. No creo que sea relevante el vehículo; me importa el conductor del vehículo. Que el vehículo cambie no me parece importante, aunque sí me parece importante que se extinga el conductor. En la contra de “La Vanguardia” de hoy habla un “explorador de lenguas”, Mark Abley, aunque quizás sería mejor llamarlo “coleccionista de lenguas”. Su enfoque es el tradicional: “Cada año hay menos lenguas en la Tierra”. Y lo dice como si fuera una desgracia. No lo es. Si se extinguieran todas las lenguas de la tierra menos una, el mundo seguiría exactamente igual que ahora, pero un poco mejor. Del mismo modo que el Euro ha logrado acabar con las cien monedas nacionales europeas (otro motivo de nostalgia para los melancólicos) y todos tan felices, sería comodísimo hablar con los polacos y los holandeses en nuestro propio idioma. A lo mejor dentro de quinientos años uno puede viajar por el mundo entero hablando en chino.¡Qué mercado para los escritores! ¡Qué salto en el mundo científico! ¡Qué bendición para los viajeros y para los que buscan novio! La existencia de una lengua se convierte en un problema sólo cuando el poder es nacionalista, pero también ayudan los intelectuales que ven la cuestión desde un juicio exclusivamente estético. “El declive de la lengua mohawk en Canadá (dice Mark Abley) se aceleró en los años 60, cuando dejaban encendido el televisor y los niños iban oyendo el inglés”. Este coleccionista de bellezas habla del idioma mohawk como si fuera suyo: un curioso bibelot de su colección. No entiende que si los niños mohawk prefirieron cambiar al inglés, a lo mejor era para salir de su condición de criaturas en extinción y para librarse de los proteccionistas como Abley.

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2 de febrero de 2006
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Rembrandt

Con motivo del cuarto centenario del nacimiento de Rembrandt, la Pedrera acoge una exposición de grabados del pintor holandés. Las piezas expuestas impresionan sobre todo por el grado de detalle con que Rembrandt era capaz de capturar la expresión humana: cada pelo de la enmarañada barba del padre de Rembrandt, cada arruga de su madre y cada músculo del cuello del propio autor han quedado para la posteridad, algunos de ellos en miniaturas tan finas que el ojo normal necesita una lupa para apreciar la laboriosidad del pintor en todo su esplendor. Pero el gran logro, a mi entender, no radica en su talento para plasmar las superficies, sino en que esas superficies están llenas de vida. Hay un autorretrato en que Rembrandt, con capa sombrero de gran señor, nos muestra lo feliz que está. En la época en que lo pinta, es rico, es famoso, está enamorado, tiene una familia. Su retrato es la viva imagen de la satisfacción. Hay otro, en cambio, que pintó tras la muerte de su esposa. En esa época, está en quiebra económica y moral: la niñera de su hijo le exige que cumpla su promesa de casarse con ella, pero a él lo mantiene su sirvienta. El Rembrandt de ese autorretrato es un hombre gastado. Su sombrero está raído y su traje es ordinario. Su mirada es gris. Al retratarse, Rembrandt no hace un ejercicio de estilo, sino fotografía el fracaso. Las sombras de Rembrandt dan volumen a los personajes, sus contrastes crean atmósferas, y todo parece un mundo tridimensional en color. Sólo que no lo es: es un plano monócromo. Del mismo modo, sus personajes llevan en la mirada el éxito y la ruina, el dolor y la esperanza. Sus escenarios y sus decorados resultan extensiones de sus sentimientos, los amplifican y sitúan. Pero en realidad, en el papel no hay más que trazos a lápiz. Rembrandt no es genial porque copie a la perfección lo de afuera, sino porque plasma con precisión lo que lleva adentro, lo que ninguna figura puede abarcar.

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2 de febrero de 2006
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El duro oficio del lector

¿Imagina el común de la gente que los escritores vivimos leyendo? Supongo que la fantasía romántica que los siglos construyeron en torno del autor puede sugerir a algún ensoñado que los escritores nos pasamos los días encorvados encima de volúmenes canónicos, tratando de aprehender lo inapresable. La realidad indica que los escritores nos pasamos los días tratando de sobrevivir, como cualquier hijo de vecino: lidiando con amores y desamores, pañales y reuniones escolares, fechas de entrega y vencimientos de impuestos y por supuesto, luchando siempre por el dominio del control remoto. En medio de ese ajetreo, leemos no lo que queremos ni lo que debemos, sino apenas lo que podemos. A veces pienso que el único motivo por el cual todavía leemos es el hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con el control remoto, nadie nos disputa la posesión de los libros. Quizás por eso me divierte tanto la consigna de The Polysyllabic Spree, el libro que recopila artículos que Nick Hornby escribió para la revista Believer. Hornby, autor de novelas entrañables como High Fidelity y About a Boy, se comprometió a describir una vez al mes sus aventuras como lector: cuántos libros se compraba, cuántos le enviaban –y cuántos de ellos leía, y en qué medida, durante ese lapso. El resultado es tan divertido y humano como sus mejores ficciones. Hornby desmitifica el lugar de los libros en la vida del escritor. Como buena parte de la gente, lee mucho en verano y poco una vez empezada la temporada futbolística, confiesa desconocer infinidad de clásicos (por ejemplo Franny and Zooey, de F. Scott Fitzgerald), mezcla géneros como quien frecuenta a un barman y se mueve de manera indiscriminada entre autores respetados y autores populares, que no suelen ser la misma cosa. Al igual que tantos de nosotros, Hornby se hace sus huequitos para la lectura en medio del trajín diario; por ejemplo mientras espera que su hijo salga del baño. (Este escritor, en cambio, es de los que leen mientras los demás esperan que salga de una vez.) ¿Y qué sería de nuestras vidas si no existiesen los medios de transporte? ¿O acaso no hemos visitado el Marte de Bradbury, la Londres de Amis y el Maine de Stephen King mientras el subterráneo conducía nuestros cuerpos hasta la Plaza de Mayo? Leemos lo que podemos y como podemos. A menudo tenemos excusa para leer a causa de nuestro trabajo cosas que jamás habríamos escogido porque sí. Durante la escritura de mi última novela, por ejemplo, alterné un libro de frases en latín con otro sobre los números primos y uno sobre leyendas irlandesas. Todavía recuerdo la mirada de sospecha que un vendedor me dirigió cuando le pedí que envolviese para mí un título esotérico: La música como medicina del alma. Las cosas que hacemos por el arte. Lo único que importa para mí es la preservación del placer de la lectura, el hecho de que la profesión no ha atemperado el goce que deviene de la compra y la posesión de un libro esperado. Este disfrute es físico además de espiritual, los libros nuevos huelen bien, las cubiertas flamantes brillan y son suaves al tacto; dije físico, pero quizás debería decir erótico. Debe ser por eso que cada vez que viajamos, mi mujer y mis hijas compran ropa y maquillaje y yo atiborro mi maleta con libros, libros y más libros.

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2 de febrero de 2006
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Terroristas

La visión de Munich de Steven Spielberg me ha recordado a su gemela opuesta, Paradise now, de Hany Abu Assad, aparecida pocos meses antes. Ambas narran el mismo conflicto desde trincheras contrarias, y ambas procuran responder a la misma pregunta: ¿qué pasa por la mente de alguien que va a poner una bomba, o más de una? Pero lo más interesante es que, en ambos casos, las respuestas son las mismas: 1. La gente mata por un ideal. Los suicidas palestinos de Abu Assad están dispuestos a morir por su libertad, y los sicarios israelíes de Spielberg matan por la tierra prometida. 2. La gente mata porque tiene una religión. Para poner a alguien en disposición de matar o morir, es necesario un sistema de creencias sólido y trascendental que le permita justificar y enfrentar sin miedo la muerte, incluso la propia. Los grupos armados comunistas como las Brigadas Rojas o los Baader-Meinhof afirmaban hacerlo por la revolución o la historia, pero sólo cambiaban las palabras, no su sentido. Del mismo modo, los que nosotros llamamos terroristas suelen llamarse a sí mismos combatientes. 3. La gente mata porque confía en alguien. En ambas películas, los asesinos son designados por sus superiores y la designación constituye un honor. No son ellos quienes analizan las razones o la coyuntura de sus acciones. Como buenos soldados, creen en la buena fe de otros –que no mueren- y dejan en sus manos la capacidad de pensar y decidir sobre lo que es mejor para su pueblo. Los líderes ordenan y nuestros personajes obedecen sin dudas ni murmuraciones. A veces tratan de reflexionar al respecto, pero entonces sólo consiguen quebraderos de cabeza. Pensar es bueno para las películas, pero pésimo para la eficiencia a la hora de la verdad. Entre los asesinos de ambas películas sólo hay una diferencia de presupuesto. Los palestinos matan con bombas pegadas al cuerpo en un mercado. En cambio, cada asesinato de los israelíes cuesta más de $200.000 (por cierto, el costo de producción de cada una de las películas es proporcional al de cada grupo combatiente). Y sin embargo, las probabilidades de estar asesinando a un inocente son similares en ambos casos. No por ser más caros, los asesinatos son más justos. En suma, los detalles de producción varían, pero las motivaciones son las mismas: fe, solidaridad, Dios, Patria, todos esos nobles ideales que nos sirven para volarles la cabeza a los demás.

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1 de febrero de 2006
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Una visita inesperada

A menudo los libros atesoran mucho más que su contenido. El lunes por la tarde pasé a ver a mi hermano que, por motivos tan fortuitos como mi visita, está viviendo en la casa que perteneció a mis padres. Mientras lo esperaba, me dediqué a investigar la extraña yuxtaposición de lo nuevo (el mobiliario de mi hermano, sus efectos personales) con lo viejo: la mesa de estilo del comedor, el aparador que aún protege la clásica vajilla… Terminé enseguida en la habitación del fondo, la primera habitación que tuve en mi vida. Quizás fue la deformación profesional la que me arrastró de narices hasta la biblioteca. Allí quedaba tan sólo una fracción de los libros que alguna vez hubo en la casa (debo haberme llevado la mayoría cuando me fui), pero el par de estantes que seguía lleno tenía más que suficiente para entretenerme. De mi propiedad había poco y nada, apenas los simpáticos libritos que me torturaban cuando aprendía inglés: Professor Boffin’s Umbrella, April Fools’ Day. El resto pertenecía a mi madre. Revisar esos libros fue como abrir la puerta de su mente. Mi madre fue una mujer inteligente y contradictoria, y esos volúmenes lo expresaban con todas las letras. Estaban las novelas pasatistas de Arthur Hailey y de Guy des Cars, y estaba La Divina Comedia. Estaba el Jesús de Nazareth de Anthony Burguess, y también una antología en inglés de narradores norteamericanos (F.Scott Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, McCullers). Estaba Kon Tiki, el relato de Thor Heyerdal sobre su célebre travesía en balsa, y también la biografía de San Martín escrita por Bartolomé Mitre. Había un libro de Hugo Wast, un escritor conocido por sus tendencias fascistas, y también estaba Sudeste, de Haroldo Conti. Todavía recuerdo la impresión que sentí, de adolescente, al entender que mi madre conservaba el libro de un escritor desaparecido: un gesto temerario en una época temible. Tengo la sensación de que la culpa de mi madre fue abismal al caer la dictadura y difundirse el horrible destino de tantos desaparecidos. Nunca llegamos a hablarlo, pero creo que no se perdonó el no haber entendido a tiempo, y por ende que no se perdonó el no haber hecho algo. Al final hizo algo, aunque nunca tuvo forma de saberlo. Su ejemplar del Nunca más fue mi fuente de consulta cuando escribí El espía del tiempo, Kamchatka y mi nueva novela. Por supuesto, mi madre tenía muchos más libros, algunos de los cuales llevo conmigo desde hace tiempo. Su ejemplar de David Copperfield, por ejemplo, autografiado con una letra que no le reconozco, por infantil: Alicia Susana Barreiros, 1950. Y el Nunca más, claro. (Este libro dice apenas Susana, ’84, con los trazos fuertes y decididos que yo conocía tan bien.) En ellos, y en la mezcla de best-sellers y de clásicos, en inglés y en español, que todavía subsiste en la vieja biblioteca, reconozco la matriz de mi universo literario. Recién ahora, al revisar lo ocurrido, se me ocurrió que mi madre había encontrado una forma de hacerse presente en el día de mi cumpleaños. Por la noche me reuní con toda la familia, pero esa tarde, aunque más no fuese por algunos segundos, mi madre se las arregló para adelantárseles en el saludo. Su ardid me sorprendería, si no estuviese habituado a pensar en mi madre como en una mujer de infinitos recursos.

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1 de febrero de 2006
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El huevo y la gallina

Hay una carrera hacia los orígenes que ninguno de los contendientes ganará jamás, pero que tiene gracia porque ilumina sobre ciertos nudos del cerebro que sueltan chispas cuando hay sobrecarga. Las teorías sobre el origen de la música son innumerables pero últimamente se han multiplicado gracias al interés que despierta en la ciencia cognitiva. No hay acuerdo. Que es una imitación del grito de los animales (Geissmann), que tiene una función biológica similar al chirrido de las cigarras (Richman), que facilita los rituales del celo (Miller & Merker), que es resultado y memoria del cuidado materno (Dissanayake)... La teoría que más éxito tiene y ha tenido es la que de Rousseau a Merker supone anterior el canto al habla. Primero empezamos a entendernos con gritos y aullidos (de horror, de deseo, de hambre, de amenaza, de aviso, de placer) y poco a poco fuimos articulando las emisiones hasta convertirlas en magníficas catedrales sintácticas. Para cualquier aficionado, no obstante, es evidente que la música cantada imita al habla. Numerosos compositores, como Janacék, han construido todo su arte vocal sobre las peculiaridades de un idioma. Y lo que nos ha llegado de la música arcaica no hace sino imitar las bases rítmicas de los hablantes. Los modos griegos, por ejemplo, o la respiración de los neumas gregorianos. Incluso el estridente maullido de algunas músicas chinas es similar a la entonación hablada, como comprobamos cada vez que vemos películas con banda original. ¿Primero cantamos y luego hablamos, o fue al revés?, no lo sabemos. Esa carrera no la va a ganar nadie. Puede que el lenguaje derive de la música o que la música imite al habla, el caso es que ambos se construyen mediante la lucha de dos fuerzas opuestas, el ritmo (el sistema métrico) y la altura tonal que ordena secuencias y sitúa notas en una escala (la melodía). Una estructura fija y otra abierta. Una parte de razón y otra de pasión. Orden y arrebato. Danza y canto. Apolo y Dionisos. Tiene gracia, como digo, que la severa ciencia cognitiva confirme al teórico de la dinamita ideológica, al lírico Friedrich Nietzsche.

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1 de febrero de 2006
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La leche derramada y la sangre también

La visión de Munich, la nueva película de Steven Spielberg, despierta ecos nuevos a la luz de lo que ocurre en Palestina desde el triunfo de Hamás en las elecciones. Algunas de sus escenas promueven ahora un humor involuntario. En la secuencia final, por ejemplo, un operador del Mossad arguye que el hecho de que un hombre reclute gente para Al Fatah es motivo suficiente para mandarlo matar; esto que describo tiene lugar en 1973. En febrero de 2006, ese mismo operador daría cualquier cosa por devolverle la v ida al hombre de Al Fatah a quien dictó sentencia de muerte, porque hoy sería considerado un moderado, y por ende un aliado posible. Lo cual equivaldría, para emplear una imagen propia de la película, a llorar sobre la leche derramada. La película me conmovió. La vi dos veces en el fin de semana. Asistí con la mejor de las expectativas, me parecía loable que Spielberg se corriese de ese lugar tan blando y tan seguro que ocupa en el establishment para arriesgarse a recibir pedradas de ambos bandos: yo no dudo de sus buenas intenciones, y además la presencia de Tony Kushner como co-guionista (Kushner es el autor de esa magnífica obra teatral llamada Angels in America) me garantizaba que Munich no respondería al catequismo anti-terrorista de la administración Bush. Quizás lo mejor que puedo decir de Munich es que encontré en ella el escenario que vi durante mi propia visita al terreno. En la certeza inquebrantable de la madre de Avner, que es capaz de mirar con ojos claros y de sonreír mientras dice que la existencia de Israel lo justifica todo (y cuando dice todo, quiere decir todo), recordé el testimonio de mucha gente con la que hablé; algunos de ellos eran argentinos que vivían en Jerusalén. En el fervor de Alí, que aunque sabe que tiene todas las de perder entiende que sus hijos tendrán hijos que también batallarán, recordé la convicción de muchos palestinos. Por supuesto, Spielberg y Kushner y el otro co-guionista, Eric Roth, no disimulan que miran desde el prisma de los agentes israelíes, pero esto no molesta en el contexto de Munich porque lo que está en cuestión no es la motivación de los terroristas, sino la de aquellos que responden a los actos terroristas con los mismos medios ilegales. Lo que Avner (Eric Bana) se pregunta es si el apelativo de terrorista le cabe tan sólo al que golpea primero; y si la dialéctica que propone la Ley del Talión produce otra cosa que no sea más sangre, y un ruido destinado a ahogar el sonido de las voces que llaman al raciocinio y la concordia. Avner empieza a sospechar, como tantos estadounidenses en estos días, que los motivos que explican las acciones de sus líderes están muy lejos de ser los expresados; volvería a sospecharlo hoy, ante la victoria electoral de Hamás. El Estado israelí y la política de Washington han abusado del argumento de la falta de transparencia democrática para negar entidad al reclamo palestino, y ahora que los resultados de la elección democrática no les gustan (aunque sean en buena medida la consecuencia directa de sus actos), no saben cómo disimular su hipocresía. En cualquier momento parafrasearán al Orwell de Rebelión en la granja, arguyendo que todas las democracias son iguales, pero algunas son más iguales que otras. Como argentino, no puedo más que sentir escalofríos ante los Estados que niegan la existencia a algunos de sus ciudadanos, tanto al desconocer sus derechos más elementales como al hacerlos objeto de agresión física; la experiencia de los 70 sigue siendo vívida en mi corazón. Tampoco puedo evitar mi rechazo visceral a toda forma de violencia. Recuerdo cuando, en pleno estallido de la última Intifada, tuve el atrevimiento de preguntarle a un hombre de la Red Crescent (la versión palestina de la Cruz Roja), por qué los políticos e intelectuales palestinos no lideraban una ofensiva no violenta, más gandhiana, que hiciese incuestionable la justicia de sus reclamos. Con paciencia de santo, el hombre dejó de mostrarme las esquirlas de armamento prohibido que extraían a diario de los cuerpos y me respondió: “Porque están todos presos o muertos”. Valoro a Munich como una voz que apela a lo mejor del ser humano, entre tanto grito que clama por venganza. Mi hija más pequeña lloró al terminar la película y yo lloro ahora, recordando a aquella gente maravillosa; me pregunto si todavía estarán bien, si no habrán pasado a engrosar la lista de tanta vida y tanta belleza desperdiciada. Sueño con vivir lo suficiente para llevar a mi familia a una Jerusalén recuperada para la humanidad toda, como Capital Mundial de la Paz; y visitar mezquita, iglesia y sinagoga para saludar a un dios al que, ¡por fin!, le ha salido algo bien. Mi sueño es alocado, lo tengo claro, pero no por ello es menos necesario.

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31 de enero de 2006
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Mariquita en Cuba

Leo Adiós Mariquita Linda de Pedro Lemebel (editorial Sudamericana, Señales) y me impresiona el verdadero gueto donde vive el autor por ser “marucho” de la especie de las “mariquitas”. Su mundo homosexual es tan cerrado que entrega un glosario al final de su obra para ayudar al lector despistado por “marucho” u otra palabra de su jerga homosexual. Claro que no sabía (uno no puedo saber todo) que “mamao beat-box” es “un acompañamiento musical realizado por los raperos donde el micrófono es reemplazado por el falo”. Pero al contrario, lo que entendí desde la primera línea es que Pedro Lemebel es un escritor.

Sus descripciones de caminatas a través de Santiago de Chile, sus relatos de momentos difíciles en Perú son suntuosos bocetos, tal como los bocetos, dibujos hechos con lápiz y papel, que reproduce en su libro. Lemebel, que no conocía hasta leerle, que aparentemente hizo su libro con pedacitos de lo que publicó allá y allí, camina con talento en una tierra de amores malditos y de sabor poético (“…solo conocí el mar, la otra parte son aguas que te seducen en un vértigo de miradas o palabras de un joven poeta…”). El libro no se parece a nada pero da todo, hasta el relato de una noche de amor no cumplido con un homosexual enfermo de sida en Cuba. En una isla que creó el concepto del sidatorium para encarcelar hasta a sus pacientes potenciales (que llevan el virus sin que se manifieste la enfermedad); son encuentros con prófugos que huyen de una cárcel pero llevan su verdugo por dentro. Encuentros con seres inalcanzables, lo viví hace años, y que te dejan una amargura para siempre.

Pero con Lemebel, no sé por qué, aquel encuentro es más bien un momento de gracia. Todo lo que escribe sobre Cuba en su libro es excelente, gracioso. Me acuerdo que en Cuba a los mariquitas les dicen mariposas. Lemebel escribe como vuela una mariposa. Hasta tal punto que me llevó a buscar el famoso poema “Son de negros en Cuba” que Federico García Lorca dedicó a Fernando Ortiz para entregar un son a la isla. ¿Era tan bueno como lo recordaba? Sí. Gracia intacta; gracias a Lemebel por llevarme a releer lo que da un sol para todo el día: "Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba, iré a Santiago en un coche de agua negra. Iré a Santiago. Cantarán los techos de palmera. iré a Santiago. Cuando la palma quiere ser cigüeña, Iré a Santiago". Lemebel fue a Cuba, y para parodiar la frase clásica de los machistas de la isla, es un escritor que tiene lo que hay que tener.

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31 de enero de 2006
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El Boomeran(g)
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