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Donde la realidad termina

Para llegar al pueblo de Povoa de Varzim hace falta tomar un avión a Lisboa, luego un tren a Oporto y finalmente algún medio terrestre que llegue a esta perdida orilla del Atlántico. Pero en algún momento de ese viaje debe ocurrir algo imperceptible, porque se cruza el umbral de la realidad. Hasta mediados de los cincuenta, ésta fue una villa de pescadores que no sabían nadar. Evidentemente, la muerte azotaba sus costas con frecuencia casi diaria. Y es famosa la historia de un pescador ciego que se convirtió en salvavidas de sus colegas. A usted quizá le parezcan imposibles estas historias de salvavidas invidentes y pescadores que no nadan. A mí también, pero no es de extrañar, porque esta ciudad en estos días está llena de escritores. Y ya no tengo claro qué es verdad y qué es invento. Povoa alberga el festival literário Correntes d’Escritas, una de las citas internacionales más importantes de las letras portuguesas. Por los pasillos del hotel se puede uno cruzar com autores como Luis Sepúlveda, Juan Manuel de Prada u Onésimo Almeida, venidos de todos los rincones del planeta donde se hablen lenguas ibéricas. En la edición de este año hay, aparte de peninsulares, angolanos, guineanos, cubanos, brasileños, argentinos, hasta un peruano. Lo que hace especial este certamen es precisamente que toda esta gente se entienda. Las presentaciones de libros se realizan indistintamente en español, gallego y portugués, pero nadie tiene problemas de comunicación. Esa continuidad de nuestras lenguas es como una lengua franca que muestra lo arbitrarias que son las distinciones políticas y geográficas. En el festival Correntes d’escritas, las palabras se abren paso como barcos de pescadores en el mar de nuestras diferencias, y no hacen falta salvavidas ni flotadores. Y del mismo modo que la lengua, la realidad se vuelve flexible. Por ejemplo, hay un escritor angolano llamado Manuel Rui, que tiene un acento endemoniado, incluso para los africanos. Ellos explican que es por culpa de su característica barba, que como una telaraña, atrapa las letras que salen de su boca. Aparentemente, la esposa de Rui tiene un cepillo muy fino, y todas las noches, antes de irse a dormir, le retira todas las letras que se le han quedado enredadas en la barba y las guarda en un frasco, que está siempre lleno de eses, kas, enes y demás. Ella misma no suele entender a su marido cuando él habla, pero entonces abre el frasco y repone las letras que le faltan. Usted pensará que ésa es una historia de escritores borrachos. Es verdad, lo es. Pero es que en medio de esas historias, la verdad se va difuminando hasta volverse más indefinible, más lejana y a la vez más luminosa, como el sol. Anoche, cuando ya me iba a dormir, otro escritor me sugirió que me quedase más tiempo. Dijo que a las cuatro de la mañana empezaban a aparecer los fantasmas del hotel y a bailar sobre la barra y sobre las mesas. Yo de todos modos me fui a dormir, porque soy una persona racional y aburrida. Pero hoy, al bajar a desayunar, encontré una huella de zapato en la mesa. Era un tacón de mujer. Parecía un modelo antiguo.

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21 de febrero de 2006
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Título se busca

No hay nada más difícil que encontrar un buen título. Hay gente que parece concebirlos con la mayor naturalidad, sin mayor esfuerzo que el que requiere respirar: Carson McCullers, por ejemplo. ¿La balada del café triste? ¿El corazón es un cazador solitario? ¡Uno no puede fallar nunca con semejantes títulos! Existen autores que no parecen preocuparse demasiado por ellos, como Dickens, que al igual que Shakespeare solía recurrir al expediente de los nombres propios: David Copperfield, Martin Chuzzlewitt, Oliver Twist… Pero aún así, de tanto en tanto encontraba esos títulos que se nos han pegado como una segunda piel: Grandes esperanzas, Tiempos difíciles, Casa desolada. ¿Cuáles son sus títulos favoritos? Yo sé, por lo pronto, que leería cualquier cosa llamada El club de la pelea, o Música para camaleones, o En busca del tiempo perdido, o La fortaleza de la soledad, o El señor de los anillos, o Los siete pilares de la sabiduría, o El americano impasible, o Cosecha roja, o El corazón de las tinieblas, o El amor en los tiempos del cólera, o El largo adiós. Quiero decir que por lo menos recogería el libro y husmearía sus primeras páginas, presa del anzuelo lanzado en la portada. Ah, la magia de un buen título… Si supiese la fórmula la aplicaría, pero no la sé. Tengo algunas conjeturas, por cierto. Que conviene que suene como un latigazo, en la medida de lo posible: como Operación masacre, o Crash, o Plata quemada. Que ayuda cuando hace buen uso de una palabra resonante, como verdugo en La canción del verdugo, o escarlata en Un estudio en escarlata, u oscuro en Un oscuro día de justicia. Supongo que el misterio siempre juega a favor, como en La mano izquierda de la oscuridad o El cazador en el centeno, que nada revelan sobre sus respectivas historias pero seducen locamente. Y la opción más difícil es la que apunta a plasmar una idea completa, como en el caso ya citado de El corazón es un cazador solitario, o la variante más reciente de J. T. LeRoy, The Heart Is Deceitful Above All Things, o el aún inédito de A. M. Homes, Este libro te salvará la vida. Hay gente que inventa títulos maravillosos en otras disciplinas artísticas. En una época, el cineasta Eliseo Subiela parecía destinado a no fallar. ¿Hombre mirando al sudeste? ¿Últimas imágenes del naufragio? ¿El lado oscuro del corazón? ¿No te mueras sin decirme adónde vas? Envidiable… Por cierto, el tiempo parece haberle hecho mella en su nueva película: Lifting del corazón ya no suena con el mismo atractivo. Pero el que más me gusta es Morrissey. Ya me asombraba desde su época con la banda The Smiths: Por favor, por favor, por favor, déjame conseguir lo que quiero; ¿Qué tan pronto es ahora?; El bocón ataca de nuevo; El chico con la espina en el costado; Ladrones del mundo, uníos; Novia en coma (oportunamente apropiado por el escritor Douglas Coupland). Y ya en su época solista: Todos los días son como el domingo, Los maestros tienen miedo de los alumnos, Lector encuentra autor, Vos sos el ideal para mí, gordito, El último de los famosos playboys internacionales, Odiamos cuando nuestros amigos se vuelven exitosos, La dura verdad del ojo de la cámara… El hombre es una máquina de producir títulos inolvidables, que para colmo representan textos que también están a la altura. Si me disculpan, vuelvo a lo mío. A sufrir, para ser más preciso, mientras busco título para mi nueva novela.

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21 de febrero de 2006
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El valor de un simple libro

Venía preguntándome por qué escriben los escritores, qué clase de fiebre nos impulsa a abrir ventanas en nuestra existencia para imaginar existencias ajenas, cuando me topé con el comentario que alguien colgó ayer de mi página del blog. La firmante eligió el apelativo de necia. Y lo que escribió allí, a cuento de mi texto sobre la película Capote, era una historia tan breve como emocionante. Según necia, ella descubrió a Capote seis meses atrás, cuando su amigo Luis compró un ejemplar de A sangre fría. Luis leía lentamente, lo suficiente para que su amiga le ganase de mano y llegase primero al punto final. Al poco tiempo Luis fue al cine y perdió el libro; su amiga asegura que se lo robaron. Una semana después, escribe necia con sencillez escalofriante, Luis “se fue de viaje y murió”. Desde entonces, cuenta, cada vez que oye hablar de Capote se le ocurre pensar que su amigo nunca pudo leer el final. Lo que me preguntaba antes de leer esta historia era simple: ¿qué es lo que decide a un hombre o a una mujer a pasarse la vida imaginando vidas que no son la suya? La inmensa mayoría de la gente vive su vida viviéndola: estudia, trabaja, traba relaciones, se interroga, sufre, ve televisión, goza, envejece, muere. Los escritores vivimos la vida mientras vivimos las vidas de otros. Debe haber algo compulsivo en esta necesidad de parir historias, de multiplicar la vida propia, porque es obvio que, al menos en Hispanoamérica, nadie decide hacerlo porque piense ganarse así la vida. Y sin embargo uno se lanza, roba horas al sueño, al trabajo y a los afectos para escribir cuentos y novelas que quizás no le interesen a nadie. ¿Por qué? ¿Y por qué ahora, cuando los libros parecen condenados a convertirse en objetos de culto? En alguna época el ego debe haber jugado una razón de peso, la vanagloria de ver el nombre propio impreso en una portada. Pero más allá de doradas excepciones, la gente ya no otorga a los autores el prestigio automático que en alguna época distinguió al gremio. El valor del libro como instrumento está depreciado hoy, porque existen medios más vistosos para la difusión de la cultura y la creación de entretenimiento. En mi caso particular, escribir ficción es mi forma de conocer. Lo digo en un sentido literal: como no soy dado a la autobiografía ni al realismo ramplón, invento historias que me fuerzan a aprender cosas que de otra forma no habría aprendido. Si no hubiese sido por mis novelas, seguramente no habría encontrado excusa para dedicar tiempo a estudios tan eclécticos: en estos últimos años leí sobre los números primos, sobre Shakespeare y a Shakespeare y sobre biología; me aprendí los Evangelios Apócrifos y la teoría musical que había ignorado en mis años escolares; me especialicé en el pensamiento de los gnósticos y en el folklore irlandés. Pero a la vez estos conocimientos son funcionales a un impulso primal, que es el del autoconocimiento. Escribir ficción es en esencia mi forma de pensar el mundo, y de pensarme. Cada vez que termino un libro sé algo nuevo sobre los celtas, o sobre la primera esposa de Perón, o sobre los precursores del cine argentino, pero ante todo sé algo más sobre mí. Si yo fuese un grillo, recurriría a mis antenas para relacionarme con mi mundo. Pero como no lo soy, utilizo lo más parecido a un par de antenas que encontré: la creación de ficciones. Cuando leí la historia que necia contó se me ocurrió algo más. Las razones que acabo de citar como fuente de mi escritura son puramente privadas e individuales. Pero nadie escribe tan sólo para uno. Uno escribe para relacionarse, para producir emociones en otros, para generar una respuesta; como el chillido del murciélago, que grita para que su radar le certifique que hay algo o alguien allí afuera. Y de manera muy especial: en un mundo tan difícil y tan cruel como el que nos tocó en suerte, uno escribe en la esperanza de crear algo bello que oponer a tanta fealdad. Uno escribe con el deseo de generar “una de esas cosas por las que vale la pena vivir”, como listaba el personaje de Woody Allen en Manhattan: ¡qué no daría uno con tal de figurar al lado de Groucho Marx, la Sinfonía Júpiter de Mozart y La educación sentimental! Me encendió el alma la forma que necia eligió para lamentar la pérdida de su amigo. Podría haber penado porque era joven, o porque no llegó a cumplir sus sueños. Pero no, necia eligió lamentar su muerte usando la figura de un libro, y al hacerlo confirió a un libro el valor de aquellas cosas por las que es genial vivir. Un libro es algo tan valioso, que lo habilita a uno para decir: “Qué lástima que no llegó a terminarlo”. Necia lo pone de una forma que yo no puedo mejorar: “En las personas un simple libro puede significar tanto”. Por eso escribimos, pues.

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20 de febrero de 2006
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Agitadores profesionales

La semana pasada comenté la novela de ciencia ficción Ubik de Philip K. Dick. Hoy quisiera compartir con ustedes una maravillosa escena de ese libro. Básicamente, la situación es la siguiente: el protagonista Joe Chip y su equipo anti PSI han viajado en el tiempo y llegado a 1939, en los primeros días de la II Guerra Mundial. En ese contexto, Chip conversa con un taxista. El diálogo es más o menos así: TAXISTA: ¿Exactamente a qué se dedican ustedes? ¿Qué es PSI? CHIP: Poderes parapsicológicos. Fuerzas mentales que operan directamente, sin la intervención de ningún agente físico. T: ¿Poderes místicos? ¿Cómo conocer el futuro? C: Algo así. T: ¿Y qué pasará con la guerra en Europa? C: Alemania y Japón van a perder. Estados Unidos entrará en guerra el 7 de diciembre de 1941. T: ¿Y Rusia? ¿Vamos a cargarnos a los rojos? C: En realidad, Rusia y EEUU pelearán del mismo lado. T: ¿Los comunistas? ¿De nuestra parte? Imposible, tienen un pacto con los nazis. C: Alemania violará el pacto. Hitler atacará a la Unión Soviética en junio del 41. T: Y la barrerá, espero. La verdadera amenaza son los comunistas, no los alemanes. Lo de los judíos, por ejemplo, es normal. Los alemanes se han pasado un poco, pero había que hacer algo al respecto. Nosotros tenemos por aquí muchos judíos y negros, y en algún momento también tendremos que tomar cartas en el asunto. El problema es que Roosevelt quiere meternos en una guerra que no es nuestra. Los americanos no queremos pelear la guerra de los ingleses, ni ninguna otra. C: Pues le aviso que no le van a gustar los próximos cinco años. T: ¿Por qué no? Todo el estado de Iowa está conmigo ¡En cambio ustedes, por lo que veo, son agitadores profesionales! Me encanta esa escena, por razones de trabajo. A veces escribo análisis políticos, y entonces trato de explicar con claridad e imparcialidad las partes de un conflicto y lo que opina cada parte. Sólo tengo que recoger datos, no me corresponde tomar partido. Pero los simpatizantes de ambos lados, si no despotrico contra sus enemigos, consideran que estoy del lado opuesto. Con frecuencia, un buen análisis no es aquel que ambas partes aceptan, sino el que rechazan con el mismo énfasis. En el diálogo citado, Chip se limita a dar con precisión la información escueta que conoce sobre lo que va a ocurrir. Pero ¿Acaso eso no implica una postura? Dicho de otro modo: si alguien viniese del futuro y nos dijese la verdad pura, simple y objetiva, me temo que no serviría de nada. No sabríamos reconocerlo. Lo que consideramos verdad no depende sólo de los hechos que veamos, sino de los ojos con que los observamos y con que nos observan a nosotros. Escoger sus anteojos es el desafío que debe resolver todo periodista. De alguna manera, el periodista es inevitablemente un agitador profesional.

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20 de febrero de 2006
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Marcel Proust, himself

No hay que explicar de qué manera un monumento grande lo tapa todo en un paisaje. El cuarto centenario de la publicación de la primera parte del “Quijote” lo demostró de manera sobresaliente. El año pasado, la obra de Cervantes aplastó toda la literatura que existe en España. En Francia, por ser un monumento más joven se tiene la sensación de que cada año es el aniversario de la publicación de La búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, la obra que se nombra con un artículo y un sustantivo “la recherche”. Siempre hay algo nuevo, trascendental sobre “la recherche” y hay que volver a la obra maestra cuya interpretación y análisis no se acabará nunca.

Esta vez, es un profesor de la universidad de Boston, Daniel Karlin, que pone “la recherche” en la mesa de trabajo. Su libro Proust’s English (que publica Oxford University Press en Inglaterra) es algo tan inverosímil que es mi deber resumirlo aquí. Me parece muy poco probable que se traduzca al español un libro que comenta en inglés lo que la obra cumbre de la literatura francesa del siglo veinte dice en inglés. Hay 225 palabras inglesas en “La recherche”. Son testimonios de la afición por la cultura inglesa en Francia antes de la primera guerra mundial. Skating, season, meeting, dandy, spleen: la recopilación pinta una vida de ocio y de placeres. Muy por arriba se clasifica “snob” (que se utiliza 49 veces) y “snobismo” (41). Además, se saca del sustantivo un verbo: “snober” (ignorar a una persona con algo de desprecio social) que corresponde a una actividad muy proustiana.

“Proust’s english” es lo más snob que se puede escribir sobre “la recherche”, claro, pero desvela mucho más de lo que se espera cuando uno empieza su lectura. Proust no sabía inglés. Hay una frase en una carta suya en que lo reconoce, cuando explica de qué manera tradujo La Biblia de Amiens, el libro de Ruskin sobre las catedrales góticas del norte de Francia. “Je ne prétends pas savoir l’anglais, je prétends savoir Ruskin” (No pretendo conocer el inglés, pretendo conocer a Ruskin) explica Proust quien, a pesar de todo, hizo del inglés el segundo idioma de “la recherche”.

Karlin demuestra de manera muy convincente que Proust utiliza el inglés cuando su novela se acerca a sus preocupaciones sobre el arte o la sexualidad. Aún más: sus personajes solo hablan ingles para expresar el placer o la incomodidad. La cumbre de esa relectura anglosajona de “la recherche” es, en fin, el descubrimiento que se encuentra en una frase en inglés (no dos, una sola), y el hecho de que nadie podía inventar un producto tan puro del inconsciente de un maestro: “I don’t speak french” (No hablo francés). Aquella frase la dice el duque de Châtellerault para fingir no reconocer en un doméstico el compañero furtivo de su placer homosexual. My goodness, Marcel!

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20 de febrero de 2006
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Una odalisca

La reunión tiene lugar en un pueblecito empinado en la montaña, a unos tres cuartos de hora de Barcelona. Los despeñaderos son respetables; las curvas, muy cerradas. En uno de los torreones, plantado sobre un peñón de roca roja, están las ruinas de una fortaleza donde alguna vez se reunieron Alfonso X y Jaime I. La anfitriona ha comprado un cuadro de Lawrence Durrell y quiere mostrarlo. Es una bahía con veleros, pintada con buen ritmo a trazos cortos y secos. Pero lo que estamos esperando con impaciencia es la danza del vientre que se nos ha prometido. Todo llega. A media cena aparece una muchacha veinteañera, rubia y ojiclara. Tomamos posiciones mientras ella se viste o desviste en una habitación contigua. El espectáculo dura media hora. La bailarina es excelente. Ésta es una danza creada para mujeres entradas en carnes. Sin el temblor de los pliegues y dobleces del vientre, de los muslos, de los brazos, sin esa trepidación casi líquida de la piel, pierde mucho. Nuestra bailarina tiene la carne blanca y temblorosa de algunas campesinas belgas. El baile es hermoso. Una vez concluido, las mujeres opinan que es una danza extremadamente erótica, lo que negábamos todos los varones menos uno. Yo recordé aquel baile de “Gilda” en el que Rita Hayworth sólo se quita un guante, y no es preciso nada más. Lo que a mi me conmovió fue regresar a esas fiestas infantiles en las que un mago, un malabarista, un prestidigitador, mediante un par de pasos de danza crea un mundo fantástico y los conejos asoman sus orejas por las chisteras. Aquella bailarina incongruente con los montes y peñascos, con Alfonso X y Jaime I, con el saloncito burgués, gracias a unas lentejuelas, cuatro velos multicolores, sonrisas y temblores carnales magníficos, trajo de la nada a Alí Babá, a Aladino, a los sultanes y los hipogrifos, los serrallos, las cimitarras, la media luna recortada en un cielo de hielo, ante un grupo de adultos boquiabiertos como críos.

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20 de febrero de 2006
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Una muestra

Mal, mal día frente a la sierra de Ávila, en Caracas. En un viaje puede pasar de todo. Mal tiempo, malos encuentros, hasta desencuentros, puede pasar de todo menos enfrentarse con la imagen falsificada de tu propio país. Es lo que encontré en un ejemplar de Número, revista literaria colombiana que llegó a mis manos por pura casualidad. ¿Por qué este ejemplar?, ¿Por qué frente a la sierra de Ávila? ¿No se puede respetar a la naturaleza? El último número de Número me habría salido mejor que aquel número 46, con fecha: septiembre, octubre, noviembre del 2005, aunque...

Aunque empecé mi lectura por un ensayo sobre Giacomo Casanova escrito por un músico venezolano: Paul Desenne. Una notita dice que Desenne tiene una “agrupación de creación colectiva” que se llama Alzheimer. La utilizo para hacer un CD en forma de “comentario sobre la demencia senil de la cultura”. Me gusta este Desenne y me gusta lo que dice de Casanova, autor que nunca fue senil, incluido el otoño en que se dedicó a revisar sus memorias. Además, Desenne sabe que se necesita tener más valor para el libertinaje que para la guerra, y expresa muy bien lo que permitió las grandes hazañas de Casanova: “... el coraje de dejar florecer su deseo, por más terrible que sea...”.

Mañana saldré a comprar los CD de Desenne, pero por el momento sigo con Número y llego a la “separata especial” de la revista, una “edición bilingüe de autores franceses contemporáneos”. Es fácil saber de dónde viene. Un Sr. Philippe Valeri, consejero de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Colombia reconoce en una introducción que puso, no voy a decir su mano, más bien su pata para establecer una muestra de autores de “la literatura francesa contemporánea”.

Viajando, estoy dispuesto a aceptar todo: en el hotel cinco estrellas no se puede beber el agua del grifo, no me importa; necesité casi tres horas para ir desde el aeropuerto hasta Caracas, lo aguanté; todas las cadenas de televisión de Venezuela funcionan la mitad del tiempo “en cadena” mostrando el mismo Chávez que reparte diplomas y dinero a las mismas personas vestidas de rojo, está bien, la construcción del “socialismo del siglo XXI” es asunto de los venezolanos; pero cuando una persona cuyo sueldo se paga con mis impuestos presenta como literatura francesa contemporánea a Linda Lë, Amélie Nothomb, François Barre, Alain Robbe Grillet, Charles Juliet, Laurent Gaude, Gérard-Georges Lemaire, Colette Lambrichs y Rachid O, me parece que entramos en una zona donde la ley debería permitir el uso ciego de la violencia en nombre de la defensa de la civilización. Pago impuestos para que un funcionario presente la novela Les gommes de Alain Robbe-Grillet (año de publicación: 1953) como literatura francesa contemporánea. Soy un ingenuo: pensaba que los funcionarios franceses tenían órdenes de desmentir la existencia del “nouveau roman” frente a cualquier pregunta de un estudiante que por mera casualidad se dedicara al estudio de la literatura francesa.

A los que se preguntan a dónde voy, solo quiero decir que vemos, en la propuesta reaccionaria de un funcionario francés que sirve una novela de medio siglo como pollo nuevo, el síntoma de la decadencia total de una literatura incapaz de asumir la pérdida de su esplendor. A los venezolanos (hoy, pero argentinos ayer, chilenos o colombianos mañana) que me preguntan, con sumo cariño, lo que pasa con los autores franceses solo puedo responder la verdad: no pasa nada. Lo mejor que ocurre en Francia, en estos días, es el descubrimiento de un manuscrito inédito de Alexandre Dumas: Le chevalier de St Hermine (Editorial Phebus). Así se tiene la serie completa de las tres novelas históricas sobre la Revolución. Claro que este paquete no compite con Los tres mosqueteros, Veinte años después y El Vizconde de Bragelonne que quedan como la cumbre del arte de Dumas. Pero Francia, la verdadera Francia, el país de la maldad escondida, de las luchas de poder y de un idioma incipiente y sublime es la Francia de Luis XIII.

De la misma manera que se resucita a Dumas, se saluda con emoción el descubrimiento de papeles inauditos de Gustave Flaubert: Vie et travaux du R.P. Cruchard et autres inédits (Editorial universités de Rouen et du Havre). Cuidado: son papeles que no constituyen un libro como tal. Y como se puede suponer, el mejor artículo sobre esta cosa flaubertiana es del inglés Julian Barnes en el diario The Times.

Hablar de los maestros del deslumbrante siglo XIX francés es otra manera de decir que seguimos viviendo una decadencia. Desde la segunda guerra mundial, desde el “nouveau roman” de Robbe Grillet que tanto hizo para matar el arte de la novela, hubo muy poco, poquísimo. Solo unos autores aislados en una corte de payasos. En lugar de analizar en Número aquella extraña muestra de autores que escriben en francés más que autores franceses -tiene razón Sr. Valeri, ya no se encuentra una dosis suficiente de talento en Francia- más bien vale la pena leer en línea un texto muy cómico de un joven francés: Histoire saisissante de la litterature française d’après-guerre (Historia para asombrarse de la literatura francesa después de la segunda guerra mundial). No sé nada de su autor, Eric Pessan, pero es un buen mozo. Tiene mala leche para todos. Se burla de todos los que publicaron en el último medio siglo. Su texto es para reír, pero habla de la soledad definitiva de las últimas generaciones. No tienen a ningún maestro desde hace ya medio siglo. No se puede crecer sin matar a los padres.

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17 de febrero de 2006
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Una tragedia americana

Escribiendo sobre Capote para una revista argentina se me ocurrió que, en un panorama lleno de películas de contenido político (Munich, Syriana, Crash, Good Night, and Good Luck, entre las que rondan el Oscar; The Road to Guantánamo, entre las que deslumbran en el Festival de Berlín), la que tenía el mensaje más significativo en estos tiempos era, aunque parezca sorprendente, nada más y nada menos que Capote. Está claro que las otras lidian con esos problemas gravísimos que nunca se ausentan de las primeras planas, desde el conflicto árabe-palestino y la guerra por la posesión de los recursos petroleros hasta la flagrante limitación de los derechos individuales. Capote se limita a contar un episodio en la vida de un autor a quien la política y los problemas del mundo parecían importarle poco. Y sin embargo resuena con ecos que exceden el mundo literario y la era precisa de la anécdota, para echar luz sobre uno de los males más propios de este tiempo. Capote cuenta seis años en la vida del escritor, desde que se le ocurrió que un cuádruple asesinato en el pueblito de Holcomb, Texas, podía ser un buen tema sobre el que escribir, hasta el momento en que el libro resultante -A sangre fría- lo consagra como el más grande escritor norteamericano vivo. Esa es la piel del relato, los hechos exteriores de los que da cuenta. Al mismo tiempo Capote narra la forma en que el escritor manipula a los protagonistas del hecho policial, los asesinos Perry Smith y Richard Hickock, para su propio beneficio. Capote está convencido de que el libro que escribirá, narrando hechos verdaderos con procedimientos literarios, lo catapultará a la gloria. En esto no se equivoca. Lo que no ha medido bien es la diferencia que existe entre manipular personajes de ficción y manipular seres de carne y hueso. Uno puede determinar que sus personajes imaginarios hagan lo que a uno se le ocurra, por disparatado que parezca: eso es la ficción. Para lograr un efecto similar con hombres de verdad el trabajo es muy distinto; puede significar la necesidad de seducir, de presionar, de engañar al otro; y hasta de digitar hechos externos, como hace Capote cuando se niega a conseguir nuevos abogados para Smith y Hickock. El único precio que uno paga por manipular a sus personajes de ficción es una mejor o una peor novela. El precio que uno paga al disponer sobre la vida de otro hombre es, por cierto, tan alto como inestimable. Lo que Capote hace en el film no se diferencia mucho de lo que hacen a diario gran cantidad de estadistas. Creen que manipular la realidad nacional y mundial es tan simple como manipular una campaña, o una votación. En consecuencia se lanzan a hacerlo sin poseer real medida de las repercusiones; lo que ha resultado de invadir Irak, por ejemplo. Y así como Capote comprende que desea la muerte de Smith y de Hickock para obtener el final perfecto para su libro, muchos de estos líderes no dudan en matar a cuantos sean necesarios con tal de salvar su propio negocio. La vida ajena no vale nada para ellos: es una moneda más entre las que comercian a diario en su beneficio. Capote es realista en la forma en que asume que esta gente suele triunfar en sus cometidos. El escritor se consagra. El Presidente obtiene su reelección. Pero también es impiadosa al mostrar el precio que se paga por ello, un precio para nada menor que la ganga fáustica. Después del éxito de A sangre fría, Capote devino en una caricatura de sí mismo. Jamás volvió a terminar un libro. Aquellos a quienes creía sus amigos le dieron la espalda cuando sospecharon que pensaba someterlos al mismo tratamiento vampírico que usó con Smith y Hickock. Terminó suicidándose con barbitúricos, al igual que su madre, al igual que la Marilyn a la que también había retratado a sangre fría; no volvió a ser original ni siquiera en la muerte. Nadie puede adivinar aún el destino de gente como George W. Bush, pero Capote nos permite imaginarlo. No digo que películas como Munich o Syriana carezcan de mérito. Digo que Capote me parece un retrato más profundo sobre la América de estos tiempos.

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17 de febrero de 2006
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Artesanía del Arte

Pongo dos vasitos de personalidad arcaizante un punto histérica, una cucharada de paisaje tempestuoso en el Peloponeso, un pellizco de canción folklórica balcánica y media libra de monólogo atormentado. Lo dejo hervir tres horas. Capa de barniz y a la calle. Novelón romántico. Me admira el talento de los escritores para aprovechar fondos de despensa, eso que los vascos llaman “ropa vieja”. Valle Inclán escribía cuentos, los vendía a los periódicos, y años más tarde aparecían como escenas sustantivas de alguna novela magistral. Es imposible señalar las junturas, las cicatrices, las suturas. Parece todo tan coherente... Eso sí que es cirugía estética. El uso de reservas o restos de nevera, produjo una estupenda confusión en Los Demonios de Dostoievsky. Uno de los protagonistas aparece a veces con el título de príncipe y otras con el de conde. Lo cierto es que eran dos caracteres distintos para dos narraciones distintas. Un buen día Dostoievsky decidió juntar ambas novelas porque el editor le exigía una más gorda, y se olvidó de unificar el tratamiento. ¡Pero el personaje es de una pieza, sólido, indestructible! ¡Sólo tiene un alma, un destino, un carácter! Es tan asombroso... Flaubert usó una y otra vez sus escritos juveniles inéditos para arreglar, rellenar, aderezar o embellecer las grandes novelas de madurez. Hay frases copiadas palabra a palabra en dos contextos asombrosamente distintos. Una damisela del primer esbozo de La educación sentimental (1845), Lucinde, se convierte veinte años más tarde nada menos que en Salammbô. ¡Una sacerdotisa mesopotámica! Faulkner, Scott, Hemingway, todos los americanos vendieron cuentos que luego serían fragmentos centrales de sus mejores novelas. Nadie podría distinguir dónde se produjo la fusión, dónde se insertó el fragmento, de no ser con la ayuda de los investigadores. Son como las grandes cocineras. Con un resto de pollo, medio potaje de garbanzos, cinco calabacines hervidos y un huevo duro, hacen un zarangollo de secano o un boeuf strogonoff. Puro milagro.

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17 de febrero de 2006
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El futuro fue ayer

Acabo de terminar Ubik, una novela del autor de culto de ciencia ficción Philip K. Dick. Quizá crees que no sabes quién es Dick, pero si has visto películas como Blade Runner y Minority Report, sí lo sabes. Philip K. Dick es la mente retorcida detrás de esas historias futuristas que llevan al límite nuestras nociones sobre la humanidad, la libertad, la memoria o el tiempo. Ahora bien, leído en el año 2006, el futuro según Dick está un poco pasado. En el mundo ultramoderno que nos pinta su novela, publicada en 1969, la televisión se activa a distancia con un deslumbrante… pedal. A Dick no se le ocurrió que habría controles remotos inalámbricos. Lo mismo ocurre con la tecnología de la comunicación. Cuando los personajes requieren un documento, lo piden por teléfono y el papel es velozmente enviado a una ranura, una especie de buzón que hay en todas las oficinas y domicilios. Internet era una fantasía demasiado delirante, incluso para Dick. Hasta los videófonos, teléfonos con pantalla, se le quedaron cortos a su prolífica imaginación. Hoy en día, sus funciones son cubiertas por teléfonos portátiles que, además, llevan Internet y computadora incorporada. Puedes trabajar desde la playa si quieres. En el mundo de Ubik, en cambio, para cualquier gestión de trabajo, te buscas una oficina. Y, por cierto, te aguantas el humo, porque eso sí, no existe ese imprevisible invento que son las leyes antitabaco. Nuestra vida cotidiana ya es de ciencia ficción. Usamos computadoras portátiles en los metros y los trenes, y los autos tienen sistemas GPS que le indican el camino al conductor. Hay alimentos transgénicos, y los robots ya están incorporados en buena parte de la industria tecnológica. Tenemos chats y blogs, y podemos armar tertulias virtuales y videoconferencias que reúnan en la misma mesa a personas separadas por océanos. Nada de eso imaginaron Dick ni Ballard ni los más exagerados visionarios del siglo XX. Ahora bien, si se quedaron cortos en los cambios de la vida cotidiana, los autores de ciencia ficción sobreestimaron las grandes transformaciones. En Ubik, los humanos han comenzado la colonización de otros mundos, y viajar a la Luna es tan fácil como tomar un puente aéreo. Pero en nuestro deslucido siglo XXI, hay pocos destinos turísticos en el sistema solar y ninguno baja del millón de dólares. También la historia política les ha jugado una mala pasada a los visionarios. Ubik prevé la disolución de Estados Unidos y el cambio del dólar por una moneda llamada poscred. En un momento, refiriéndose a figuras muy antiguas y desaparecidas del globo, menciona a Fidel Castro. La novela está ambientada en 1992. Catorce años después de eso, EEUU sigue ahí, Castro también, y el tono de sus relaciones ha cambiado muy poco. El siglo XXI nos ha traído un mundo mucho más cómodo y libre de humo en el que nada ha cambiado en el fondo. Incluso la bomba atómica, pesadilla favorita de la ciencia ficción que se creía extinguida, está volviendo a aparecer en el periódico. Como van las cosas, el planeta explotará, pero podremos verlo en vivo y en directo, en un televisor de pantalla plana, y comentarlo con los amigos en el chat.

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17 de febrero de 2006
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El Boomeran(g)
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