Félix de Azúa
Los soldados americanos, cándidos y joviales, le toman cariño a la grulla sagrada del Palacio Imperial de Tokio en cuanto la ven aparecer entre los rosales. Con gran disgusto del animal, poco habituado a estas familiaridades, tratan de alcanzarla y acariciarle las plumas. Naturalmente, los americanos no saben que están delante de una encarnación de los sublimes antepasados.
El Emperador, que ha salido a la puerta para posar en una sesión fotográfica exigida por el general Mac Arthur, se desola ante la sacrílega escena, camina lentamente hacia la grulla, alza su chistera con gran solemnidad, y se inclina profundamente ante el ave pidiendo perdón. Los soldados aplauden y a partir de ese momento comienzan a llamarle Charlie. La divina figura de Hiro Hito les trae a la memoria al diminuto Charlie Chaplin.
El imprevisible Alexander Sokurov, cuya celebrada Arca Rusa no dejaba de ser un estéril ejercicio formal, ha filmado una obra maestra, El Sol. Tras la destrucción de Hiroshima, la rendición del emperador japonés enterrado en un búnker fúnebre y acompañado por un puñado de sirvientes que le adoran en sentido estricto, no es una rendición militar al uso sino un sacrificio sagrado.
El que se rinde a los americanos, aunque éstos lo ignoren, no es un humano sino un dios. Hiro Hito sabe que con él concluye el linaje de los emperadores divinos del Sol Naciente. Por esta razón no procede al suicidio ritual. Su suicidio es superior al de cualquier humano y de otro orden. En una conversación con su sagrada esposa, Hiro Hito le anuncia su renuncia a la divinidad, su caída en la especie humana.
La esposa lo comprende, pero le pregunta cuál es la razón profunda de la renuncia. El dios contesta: “¡Oh, comenzaba a ser un poco aburrido!”.
Y es que en ocasiones nos olvidamos de que los dioses son inmortales, en efecto, pero inferiores a los humanos en todo lo demás.