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DUDAS Y ESTILO

Como francés, no puedo comentar la calidad del Diccionario Panhispánico de dudas que publicó la Real Academia Española. Tengo varias razones para callarme. La primera es mi admiración por la RAE: hace un trabajo de verdad; no es el caso de la Académie Française. La edición del Quijote de la RAE para el cuarto centenario de la publicación de la primera parte de la novela es un regalo que me acompañará toda mi vida.

Segunda razón: como hispanohablante en proceso permanente de formación me siento lleno de dudas. Mis dudas superan lo que se puede recopilar en cualquier diccionario, pues voy viajando por España y América Latina, es decir en la centrifugación acelerada de un idioma entre culturas y países.

Pero la tercera razón, la más importante, es el tratamiento extraño que me da el motor de búsqueda del diccionario (htttp://buscon.rae.es/dpdI/) cada vez que lo consulto. Pregunto “guagua”, que es tanto un niño como un autobús, según los países, y el diccionario me contesta “La palabra guagua no está registrada en el DPD”. Pasa lo mismo con “carro” que es lo que los españoles llaman un coche. Aún peor: el diccionario que no conoce “carro”, me propone “cartero”, “claror” y “arroz” como casos de “escritura cercana”.

Cada visita me permite encontrar un bulto de dudas. El diccionario me deja en esa, como se dice en Cuba, y como no lo sabe el motor de búsqueda, es decir que el diccionario en línea no cumple lo prometido. O lo cumple demasiado: en lugar de tener una repuesta, tengo una duda sobre mi pregunta: ¿Cómo se escribe guagua y carro? Quizás me equivoque.

De un diccionario de dudas no se puede esperar certezas. Y por eso no hago ninguna crítica a la RAE. Más bien le hago una sugerencia. En lugar de luchar contra las dudas que hacen parte del encanto de un idioma plural, sería mejor producir un pequeño libro de estilo. Conocemos el famoso The Elements of Style de William Strunk Jr. y E.B. White, que utilizan todos los estudiantes en EE.UU. Es un libro que dice en muy pocas palabras cómo se escribe de manera sencilla y directa para ser entendido sin confusión. Es lo que necesitamos. Uno puede vivir con dudas (la vida no es otra cosa que la convivencia con dudas) pero ¿quién puede prescindir del estilo?

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9 de marzo de 2006
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DE PLATERO A CAPOTE

Mi plan para hoy era hablar de Juan Jamón Jiménez. Pertenezco a la generación que tenía que leer extractos de Platero y yo en el instituto y le guardo cariño a la figura del viejo maestro. Creo que se debe también a mi amor por la palabra “golondrina” (supera el feo “hirondelle” del francés que además es una vieja palabra de argot que significaba “policía”). Bueno, no voy a insistir, tengo una deuda pendiente con Juan Jamón Jiménez y me parecía obvio explicar que Platero y yo es una versión anticipada del blog literario.

El problema es que ahora, lo siento, pero es imposible seguir con el plan, debido al éxito del actor de la película Capote en los oscars. Cuando el cine se mete en literatura hay que tener mucho cuidado, puede pasar cualquier cosa y tengo que dedicar estas líneas matutinas a una especie de fe de erratas. Claro que In cold blood (A sangre fría) es un gran libro, la obra maestra de lo que Norman Mailer, que tanto odiaba a Capote, llama “faction” (mezcla de facts y fiction, de hechos y ficción). Pero no hay que equivocarse, con Capote alcanzamos una de las cumbres del arte de la ficción en el siglo XX y no se puede permitir que el éxito de un actor en los oscars despiste a los amantes de la literatura. Basta leer Otras voces, otros ámbitos, la primera novela de Capote para entender que se trataba de un artista apuntando a lo mejor. Su final trágico y ridículo no puedo esconder lo obvio: si uno quiere entender cómo se debe escribir, hay que leer a Capote. Aquí están mis propuestas.

La mejora novela, sin duda, sigue siendo Desayuno en Tiffany’s. Otra vez hay una gran amenaza del cine, pues Audrey Hepburn es una cosita que puede romper cualquier corazón. Siempre recordaré la tarde de otoño en Nueva York donde descubrí la novela. No tenía plata y esperaba un vuelo charter en un YMCA donde alguien había escrito un poema pobre en una pared:

“October is windy,

November is chilly,

To stay at the YMCA is so swell”.

(Es tan malo que no lo voy a traducir, pero para mí se vincula con Capote).

El mejor texto de Capote es un cuento-recuerdo que aparece en un libro titulado The dogs bark (Los perros ladran). El texto se titula “Lola” y cuenta la historia de un cuervo que cree ser un perro. La historia tiene lugar en Sicilia y me bastaría haber escrito algo parecido para morirme feliz. En el mismo libro hay un relato de un encuentro con la escritora francesa Colette cuyo título español debe ser “La rosa blanca”. Nadie lo puede leer sin sacar fotocopias para sus amigos.

Finalmente, si uno quiere entender lo que va haciendo al escribir, hay que leer la introducción a los cuentos Música para camaleones. Capote explica que cuando Dios le da a uno un don, también le regala un látigo para la autoflagelación. Es cierto, pero como los oscars no decían nada sobre el látigo, tuve que abandonar a Juan Ramón Jiménez, sus golondrinas y su viejo burro.

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8 de marzo de 2006
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Quejosos, narcisistas y maníacos

Pocos días atrás, un artículo del New York Times hablaba de la adaptación al cine de Ask the Dust (1939), la novela de John Fante. El texto revisaba la historia del casi desconocido autor norteamericano, que en vida fue opacado por gente como John Steinbeck y Raymond Chandler, y también revisaba la ordalía que protagonizó el guionista Robert Towne (Chinatown, Shampoo) para llevar un libro ignorado a la pantalla. Lo que me conmovió del artículo fue, sin embargo, una cuestión tangencial. Recordando su primera lectura de Ask the Dust, Towne habla del protagonista de la novela, Arturo Bandini -un transparente alter ego de Fante- y lo define de esta forma: “Bandini era quejoso, narcisista, maníaco depresivo -¡era un escritor!” La frase me pegó en el plexo solar. Yo era consciente de que en los últimos años, el período más febril de mi carrera literaria, mi tendencia a quejarme con amargura, a sentirme el centro del universo y a sumirme en humores de perros había crecido a un ritmo exponencial. Y ahora aparecía mi admirado Towne, diagnosticando el mal con unas frases secas que podrían figurar en uno de sus guiones:

TOWNE

(FASTIDIADO)

No sé por qué se sorprende, Figueras. ¿Qué se puede esperar de un escritor? Comprendí que el diagnóstico se aplicaba a casi todos los escritores que conocía. (El casi lo pongo para permitir a mis amigos la fantasía de la excepción.) Nos quejamos demasiado. Vivimos pensando que el mundo nos niega la atención que merecemos. Y como en efecto tiene el buen tino de ignorarnos, o en el mejor de los casos nos trata con displicencia, nos la pasamos gruñendo por los rincones. ¡Pobres de aquellos que lidian a diario con nuestras nubes negras: editores, periodistas, representantes, amores, familia!

No puedo poner las manos en el fuego por los escritores que no conozco, ni por los que ya se han ido, pero tengo la intuición de que la regla también les cabe, más allá de las lógicas excepciones; en los mejores casos, se trataría de gente que posee las mismas neurosis pero tiene más éxito a la hora de manejarlas. Mi única esperanza al respecto es recibir membresía en este grupo. No aspiro a volverme menos quejoso ni menos narcisista: ¡me conformaría con que no se me note!

Por supuesto, Fante tenía motivos para su malhumor. Se sentía marginado por su origen italiano, y hasta le echaba la culpa de su fracaso a Hitler, porque la editorial que publicó Ask the Dusk había sufrido enormes problemas a causa de su edición de Mein Kampf, de Adolf Hitler. ¿Pero no alegamos todos motivos igualmente razonables para justificar nuestras depresiones? ¿Y no encontramos enemigos poderosos, o los inventamos de ser necesario, para hacer comprensibles nuestras derrotas?

Rodrigo Fresán me recordó hace un par de días algo que Truman Capote le dijo a Edmund White: “Bueno, ya sabes, uno escribe unos cuantos libros… El resto es una vida horrible”. No negaré que el esfuerzo de crear “unos cuantos libros” inolvidables es prometeico, y que puede obsesionar al escritor al punto de convertir al resto de su vida en una pesadilla monomaníaca. (Consideren, por ejemplo, los años finales de Eugene O’Neill.) Pero ese es el punto donde yo me bajo, o al menos pretendo bajarme. Yo aspiro a tener una vida hermosa. A sentirme agradecido por mis días, a no perder sensibilidad ante la necesidad del otro, a ejercitar mi buen humor. Si esta renuncia a las vestimentas del escritor significa que aquellos libros de los que hablaba Capote no vendrán…. pues que no vengan. Apostar la felicidad a un logro literario es tan insensato como creer que Bush es un propulsor de la democracia en el Medio Oriente: una receta para el desastre.

En caso de que perciban en mí actitudes de escritor-Rey Sol-maníaco depresivo, les pido que me lo hagan notar. Les estaré agradecido. (Y mi familia, ni les digo.)

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8 de marzo de 2006
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Monstruos

Alguna vez te has cruzado con uno de ellos: ese hombre contrahecho con que topaste en el metro, el chico con síndrome de Down que te atendió en el restaurante de comida rápida, la pareja de enanos que esperaba un taxi en una esquina. Y tú querías mirarlos. Te contenías por educación y por pudor. Pero querías. Te apetecía detenerte en sus imperfecciones, saber exactamente qué los distinguía de ti.

Ahora puedes mirarlos si pasas por Barcelona. Porque la CaixaForum ha organizado una exposición de Diane Arbus que reúne sus fetiches favoritos: el famoso gigante judío, las inquietantes gemelas de Nueva Jersey, el niño de las manos retorcidas, todos te observan desde las instantáneas que Arbus reunió a lo largo de años de visitar manicomios, circos y morgues. Verlos en fotografía te libera de la buena educación. Ya no son personas sino objetos colgados en los muros de una galería, muestras de las intermitencias de la naturaleza que puedes contemplar todo el tiempo que quieras sin molestarlos.

Arbus creció en una familia acomodada y aprendió fotografía en el glamoroso mundo de la moda. Quizá por eso le interesaban precisamente esos personajes que escapaban a lo que queremos ver. Y es que por lo general, sólo queremos ver cosas bonitas, y tratamos de fingir que las demás no existen. No miramos a los raros y fingimos que los mendigos no están cuando se nos acercan. Procuramos rodearnos de belleza, porque creemos que eso nos hará más bellos, aunque la fealdad atraviese a golpes los muros tras los que queremos confinarla.

En 1932, Tod Browning dirigió una película llamada Freaks. La acción se situaba en una compañía circense y el reparto estaba casi íntegramente formado por, precisamente, freaks: siameses, mongoloides, mujeres barbudas. No es que los actores estuvieran disfrazados, es que eran así en la vida real. Se trataba de un drama que nos preguntaba qué es más repulsivo: la fealdad del cuerpo o la del alma. En la trama, los humanos normales eran moralmente horrendos. Una de ellas fingía amar a un enano para sacarle el dinero. Los personajes físicamente deformes, en cambio, eran mucho más humanos. Eran sensibles al amor, y a la traición.

La película ahora es de culto, pero en su tiempo fue clasificada como film de horror y unánimemente rechazada por el público. Browning se arruinó y su carrera nunca volvió a levantar cabeza. Y es que incluso cuando vamos al cine a ver una película de monstruos, queremos saber que son falsos. Queremos saber en el fondo de nosotros que Alien es una gigantesca marioneta, que los colmillos de Drácula son de plástico, que el monstruo del pantano lleva un disfraz con cremallera. Nos negamos en redondo a aceptar la fealdad aunque se disfrace de mentira.

Browning tuvo graves problemas con el alcohol y murió tras una extraña enfermedad que le impedía hablar. Arbus se suicidó por partida doble: primero tomó una sobredosis de barbitúricos y después se abrió las venas en la bañera. Monstruosos finales para dos artistas que se atrevieron a mostrarnos lo que tanto nos empeñamos en ocultar. 

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8 de marzo de 2006
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Más bailes orientales

Mi pasión por las danzas antiguas se ha visto recompensada. Mahmud, un amigo palestino de la época de Genet, me asegura que conoce a una mujer (quizás la última) capaz de bailar la danza de Ishtar, tan mencionada por los exploradores. Le ruego que me conduzca hasta ella, pero duda. Primero debería convencer a alguien, y no será fácil. No es un problema de dinero, dice con firmeza cuando se lo ofrezco, sino de confianza. El baile es bastante outrée. Asegura que me llamará.

Sólo dos días más tarde me cita en las proximidades de los almacenes Barbés. Caminamos unos diez minutos y subimos a un quinto piso sin ascensor. Abre la puerta un viejo árabe, muy vigoroso y bien plantado, con el cabello gris rapado a la manera militar, y nos hace pasar al saloncito donde ya tiene lista la tetera y una radio cassette.

Habla con Mahmud en árabe, de modo que no me entero de nada, pero sus modales son exquisitos y su voz sosegada y profunda. El té hirviente, el sol que filtra por la claraboya, la paz de la casa y el murmullo de las voces me adormecen.

Despierto al sonido de una chirimía que abre la danza de Ishtar. Suena la orquestina con un ritmo ondulado. Como por encanto, aquí está la bailarina, ante mis ojos, y sufro una cruel decepción. Esta mujer no tiene menos de setenta años. La sonrisa desdentada produce espanto y siendo la danza, en efecto, bastante outrée, el cuerpo en ruinas sólo invita a la compasión. Me resigno.

Sin embargo, mis compañeros están fascinados. Cabecean siguiendo la música y alzan las manos para unirse imaginariamente a la danza. Se cruzan miradas de aprobación e incluso de entusiasmo. Me asalta la sospecha de que se burlan de mi, pero no, la sacerdotisa de Ishtar les ha seducido.

Cuando se retira, los árabes permanecen con la cabeza baja, sumidos en la reflexión. Finalmente, Mahmud se levanta y se funde en un abrazo con nuestro anfitrión. Cuando me despido, el anciano me dice en un francés arcaico:

“¡Ah, señor! Usted sólo ha visto una manzana caída del árbol, podrida y devorada por las hormigas. Nosotros hemos visto la flor que había sido este fruto. Y el viento de abril la agitaba. Dios sea con usted.”

Ya en la calle le pregunto a Mahmud dónde encontró a la bailarina. Con una sonrisa tan fina como su media luna, me responde:

“¡Ah, no! ¡Ella me encontró a mi! Es su esposa. Es mi madre”.

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8 de marzo de 2006
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Familias modernas

Vengo de una familia de esas que se destruyen y se rehacen: mi padre se casó tres veces y mi madre dos, y cada uno de sus cónyuges ha aportado vástagos nuevos. En este momento, si me preguntan cuántos hermanos tengo, la respuesta es una cifra variable entre una y siete. Para dar un número más preciso, es necesario definir hermano como hijo del mismo padre y la misma madre (1), hijo de uno solo de los padres (1) o hijo de las parejas de los padres sin vínculos de sangre conmigo (5).

Mucha gente parece sentir compasión cuando explico cómo es mi familia. Algunos consideran que esa variedad es disfuncional, anormal o simplemente triste. Pero a mí nunca me ha parecido así. Todo lo contrario, yo tengo más gente a la que puedo querer. Tengo hermanos a la carta, y con muchos de ellos me he ahorrado la parte en que nos peleamos por los juguetes. Ellos han llegado directamente en la edad en que nos vamos juntos a tomar unas cervezas. Y poder contar con ellos y con las parejas de mis padres es siempre reconfortante, e incluso divertido, aunque haya costado rupturas, adaptaciones y sorpresas. Yo suelo decir que somos felices, pero hay que ver lo que nos ha costado.

Pensé en eso mientras veía Transamérica, la película de Duncan Tucker por la que Felicity Huffman fue nominada a un Oscar. La familia que describe la película es algo así como la pesadilla de un conservador: el padre es un transexual, el hijo es un prostituto gay y la tía es una alcohólica en recuperación. Pero el personaje más chirriante es la abuela, con su casa con piscina, su flotador en forma de delfín, su pelo teñido de rubio y sus hormonas en el botiquín. Una mujer que ha dedicado toda su vida a comprar signos exteriores de felicidad. La abuela de esta familia es un chillón ejemplo de lo anormal que es la normalidad.

Las historias familiares –lo quieran o no- presentan modelos de relaciones humanas. La típica sit com familiar americana muestra familias que se enfrentan a un problema cotidiano, lo resuelven conversando y al final aprenden una lección sobre la vida. Por lo general, esa lección implica que “el problema”, la anormalidad, la duda, es borrado de sus vidas, y todo vuelve a la normalidad.

Transamerica discurre en sentido opuesto. Los conflictos familiares se resuelven cuando los personajes son capaces de aceptar a los demás sin tratar de cambiarlos. Y no es tan fácil. Todos sentimos que nuestros hijos y hermanos llevan una parte de nosotros mismos, de modo que si se apartan de nuestras expectativas, nos parece que algo funciona mal en nosotros. Además, con tal de no admitirlo, somos capaces de no ver la realidad. Preferimos ver el modelo de la sit com. Es más fácil de digerir, a pesar de ser falso, o quizá precisamente por eso.

La frase más hermosa de la película es la de la protagonista, cuando dice algo así: “lo único que pido es que un día, por una vez, me miren a la cara y me vean a mí. Sólo eso”. Quizá con eso baste para ser feliz.

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7 de marzo de 2006
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TODAVÍA NO HEMOS TOCADO FONDO

Hay que ser realista, Francia va por mal camino: la gripe aviar amenaza su “foie gras”, la deuda pública supera el 60 por ciento del PIB y su selección de fútbol prepara su mundial con cuidadosas derrotas. El presidente de la República es un prejubilado (un uno por ciento de los electores quieren su renovación en el cargo). El gobierno se dedica a hacer trampas para impedir importaciones de tejidos de China o inversiones de empresarios de la India. Además, EE.UU. se burla de su escritor Bernard-Henri Lévy que pretende superar, dos siglos después, el insuperable viaje de Alexis de Tocqueville a través de América. (La versión inicial se titulaba De la démocratie en Amérique, la de Lévy que se publica mañana en francés es American Vertigo).

¿Qué es lo que nos queda? Teorías, claro. En Francia, nunca faltan las teorías. No sabemos cómo resolver nuestros problemas pero tenemos una teoría sobre el por qué y el cómo del problema de la decadencia nacional. Tenemos tantas explicaciones que basta pasear por una librería para comprobarlo; este sector del pensamiento es ahora una industria. Nació en 2003 con La France qui tombe (La Francia que cae, de la casa editorial Perrin) del historiador Nicolas Baverez. El libro roza ahora los ciento cincuenta mil ejemplares vendidos y lo que fue al principio un caudal de libros se transformó en un río cuyas aguas no se detienen.

Hay de todo: La France en faillite (Francia en quiebra) de Rémi Godeau (Calmann-Lévy), L'Agonie des élites (La agonía de las élites) de Jean Brousse y Nathalie Brion (La Table Ronde), Un Adieu à la France qui s'en va (Adiós a la Francia que se va) de Jean-Marie Rouart (Grasset), Le Crépuscule des petits dieux” (El crepúsculo de los pequeños dioses) de Alain Minc (Grasset), Les Illusions gauloises (Las ilusiones galas) de Pierre Lellouche (Grasset), Le Malheur français (La desgracia francesa) de Jacques Julliard (Flammarion), La Société de la peur (La sociedad del miedo) de Christophe Lambert (Plon).

“Ya no puedo leer todos los libros que critican a Francia, me dice un amigo catalán. Es una explosión donde se duplica el placer: el placer de hablar mal de Francia, y el placer de tener toda la razón”. El blanco de todos estos libros es un cóctel de corporaciones donde se encuentran los funcionarios, los políticos (tanto de derecha como de izquierda), a veces la prensa y unas “élites” cuya mala definición no consigue esconder que incluyen al propio autor del libro.

Como ejercicio literario de masoquismo tiene mucho más ambición que el clásico chiste autodestructor de los argentinos, el que cuenta el chófer de taxi nada más salir del aeropuerto Azeiza (¿Por qué los argentinos no usan paracaídas? Che, porque de todas maneras siempre caen mal.) Tampoco tiene la dimensión de un Edward Gibbons dedicándose a pintar la caída del imperio romano (frente a Julio César, Chirac es un payaso). Aquellos autores, en francés, ya tienen un nombre: son “déclinologues”, lo que se puede traducir por “decadencianólogos”. Es un oficio nuevo y tiene gran futuro pues todavía no hemos tocado el fondo.

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7 de marzo de 2006
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Empresas protegidas, pueblos desprotegidos

Al menos en la ficción, cuando los detectives se enfrentan a un crimen lo primero que hacen es preguntarse a quién beneficia. Cuando algo oscuro ocurre entre dos naciones, todo lo que hay que hacer para encontrar al culpable es seguir la senda del dinero.

En su edición del domingo el diario argentino Página 12 reveló detalles del acuerdo que Finlandia firmó con el gobierno de Uruguay en el año 2002. Llamado Acuerdo de Protección de Inversiones, este convenio fue impulsado por la empresa finlandesa Botnia como condición para instalar su papelera en territorio uruguayo. Una de las dos papeleras, por cierto, que generaron el actual conflicto entre Uruguay y la Argentina. El documento establece que las empresas finlandesas no podrán sufrir expropiaciones “directas ni indirectas”, lo cual genera una figura legal inédita: un impuesto nuevo, por ejemplo, ¿podría ser considerado “expropiación indirecta”? Y además determina que en caso de que cualquier empresa (Botnia, por ejemplo) sufriese pérdidas económicas por “revueltas, insurrecciones o manifestaciones”, el Estado uruguayo deberá compensarla en efectivo con una cifra que la misma empresa calculará de acuerdo al criterio “que resulte más favorable” a sus dueños. Lo cual supone que si la papelera termina de construirse y un día los moradores de la localidad uruguaya de Fray Bentos descubren que contamina su ciudad, no podrán protestar por ello de forma que perjudique la producción de Botnia, o en todo caso deberán asumir que su protesta generará al Uruguay pérdidas cuantiosas. De esa forma Uruguay indemnizaría a una empresa a pesar de que le conste que perjudica a sus ciudadanos.

El acuerdo fue firmado durante la administración del anterior presidente uruguayo, Jorge Battle. En aquel momento el actual presidente, Tabaré Vázquez, se opuso a la firma de esa concesión porque dejaba a los uruguayos en posición muy débil para resistirse a los manejos de las papeleras (y de cualquier otra firma de origen finlandés) en su territorio. Ahora, en 2006, Vázquez se encuentra entre la espada y la pared: debe defender una iniciativa que nunca compartió, para garantizar una inversión millonaria que la humilde economía uruguaya no está en condiciones de despreciar. Una experiencia humillante que los argentinos conocemos muy bien, como consecuencia de las irresponsables privatizaciones y concesiones que el gobierno de Carlos Saúl Menem otorgó a troche y moche durante los 90.

La pobreza suele poner al hombre en la posición de tolerar indignidades para garantizarle algún bien esencial a los suyos. Ojalá que la pobreza que acosa a países hermanos como los nuestros no fuerce a nuestros gobernantes a la indignidad, en momentos en que nos necesitamos más que nunca. Y que Vázquez y Kirchner encuentren salida a esta trampa (¡otra más!) que el capital pirata tendió a nuestros pueblos.

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7 de marzo de 2006
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La muerte del Sol

Los soldados americanos, cándidos y joviales, le toman cariño a la grulla sagrada del Palacio Imperial de Tokio en cuanto la ven aparecer entre los rosales. Con gran disgusto del animal, poco habituado a estas familiaridades, tratan de alcanzarla y acariciarle las plumas. Naturalmente, los americanos no saben que están delante de una encarnación de los sublimes antepasados.

El Emperador, que ha salido a la puerta para posar en una sesión fotográfica exigida por el general Mac Arthur, se desola ante la sacrílega escena, camina lentamente hacia la grulla, alza su chistera con gran solemnidad, y se inclina profundamente ante el ave pidiendo perdón. Los soldados aplauden y a partir de ese momento comienzan a llamarle Charlie. La divina figura de Hiro Hito les trae a la memoria al diminuto Charlie Chaplin.

El imprevisible Alexander Sokurov, cuya celebrada Arca Rusa no dejaba de ser un estéril ejercicio formal, ha filmado una obra maestra, El Sol. Tras la destrucción de Hiroshima, la rendición del emperador japonés enterrado en un búnker fúnebre y acompañado por un puñado de sirvientes que le adoran en sentido estricto, no es una rendición militar al uso sino un sacrificio sagrado.

El que se rinde a los americanos, aunque éstos lo ignoren, no es un humano sino un dios. Hiro Hito sabe que con él concluye el linaje de los emperadores divinos del Sol Naciente. Por esta razón no procede al suicidio ritual. Su suicidio es superior al de cualquier humano y de otro orden. En una conversación con su sagrada esposa, Hiro Hito le anuncia su renuncia a la divinidad, su caída en la especie humana.

La esposa lo comprende, pero le pregunta cuál es la razón profunda de la renuncia. El dios contesta: “¡Oh, comenzaba a ser un poco aburrido!”.

Y es que en ocasiones nos olvidamos de que los dioses son inmortales, en efecto, pero inferiores a los humanos en todo lo demás.

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7 de marzo de 2006
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BONNARD, PINTOR DE BAÑOS

La gran exposición del momento en París es la del pintor Pierre Bonnard en el Museo de Arte Moderno de París. Sus noventa pinturas atraen muchedumbres que superan lo que se ve en Beaubourg y, aún más impresionante, la gente que se ve en almacenes como “Les Galeries Lafayettes” o “Le Printemps”. Pero este éxito no dice nada sobre el estado real de la cultura en Francia. Acabo de encontrarme con una persona que me explica, lo cual es cierto, que Bonnard se pasaba el tiempo pintando a su mujer en la bañera. Mi error fue hacer una pregunta tonta, abierta: “¿Y entonces?”, pregunté. “También hay fotografías y con las pinturas se ve muy bien cómo era el cuarto de baño en su época”.

Ver a Bonnard como historiador de la higiene doméstica es una lectura legítima aunque limitada de una obra. No dice nada sobre el dominio de los colores pero tampoco se puede negar la validez de aquella visión del pintor. Lo pienso mucho al terminar la lectura de una reseña de Nuestro GG en La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, en el numero 39 de “Encuentro de la cultura cubana”. Ya hablé de la revista (excelente) y del libro, así que puedo limitarme a seguir el análisis de Eduardo Béjar, autor de una lectura que me despista. GG en la novela es Graham Greene, pues el autor inglés es protagonista de la novela. Pero Para Eduardo Béjar, GG es mucho más el G2, el servicio del estado cubano dedicado a las tareas de contra-inteligencia.

Basta pensar esto para resucitar en seguida a Jim Wormald, el maldito vendedor de aspiradores de Nuestro hombre en La Habana, la obra del autor inglés. La lectura se va por un camino de espionaje y de paranoia que me parece tan válido como la que fue mi visión inicial: un homenaje a Greene en un texto que utilizaba referencias, sin voluntad de construir las explicaciones necesarias en una obra cerrada.

¿Quién tiene la razón? Según el contexto elegido por el lector, la percepción de una obra cambia por completo. El amante de Lady Chatterley es también un documento sobra las diferencias sociales en el campo en la Inglaterra de principios del siglo veinte. En busca del tiempo perdido es un testimonio sobre los trastornos del insomnio. Lo doloroso no es saber que nos quedan tantos libros por leer sino descubrir que no podemos agotar las lecturas de cada uno. Todo esto, hoy, me desanima, aunque puedo escribir con certeza que Bonnard pintó algo más que cuartos de baño. Por favor.

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6 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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