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DENTRO Y FUERA DE ARGENTINA

Nunca hubo fluidez entre Argentina y los vecinos de su continente. Conocemos la definición clásica: un argentino es un italiano que vive en América Latina y se cree británico. Borramos el británico que no es tan obvio ahora, ponemos europeo y la fórmula sigue igual de buena. Se comprueba con la jerga de Buenos Aires, donde se habla de "sudacas" "bolitas" o "chilotas" para nombrar a los vecinos.

La vieja idea del error geográfico de un país que se encuentra en un lugar del mundo que no le corresponde, dejó una huella permanente en la cultura del país. La literatura no se escapa de esta visión si miramos la Breve historia de la literatura Argentina (Taurus) que publica un poeta y profesor, Martín Prieto. Es un libro que tiene la forma de un manual y cuyo título miente de manera vergonzosa. Con más de 550 páginas de gran tamaño (incluyendo 15 de índice onomástico) no es una historia breve.

Tanto papel da mucho espacio para citar autores. Un lector francés se da cuenta de la potente verdad del siglo veinte. Los otros países de América Latina han tenido escritores que llegaron a ser leídos fuera, pero Argentina cuenta con un flujo de estrellas que consigueron la fama en todas partes: Arlt, Bioy Casares, Borges, Cortázar, Tomás Eloy Martínez, Ocampo, Puig, Sábato.

No son figuras menores y tampoco es menor la mirada que los autores argentinos dan hacia afuera. Viajes a Europa, recepción de visitantes europeos, lectura de maestros europeos. El dramaturgo Copi (Raúl Damonte) y el escritor Héctor Bianchotti, que es miembro de la Académie Française, no son desertores que se fueron a Francia, sino soldados de un puesto avanzado de las letras argentinas.

Por el contrario, hay una pobre presencia del resto del continente latinoamericano en la Argentina literaria tal como la resume Martín Prieto. Hasta los uruguayos tienen dificultades para entrar en el país vecino. La recopilación de aquella breve historia incluye a Horacio Quiroga (quizás por haber liderado una sociedad de autores) y omite a otro cuentista, Juan Carlos Onetti. Por favor, si Buenos Aires es de un autor, pertenece a Onetti más que a Cortázar o a Sábato.

Martín Prieto recuerda muy bien cómo Facundo, la obra de Sarmiento que ha dado su plena potencia a la literatura argentina, abre con un epígrafe mal robado a Diderot: "a los hombres se degüella; a las ideas no". El enciclopedista francés había escrito "on ne tire pas de coups de fusils aux idées" (no se disparan tiros de fusil a las ideas). Para el crítico Ricardo Piglia poner así en juego una traducción del francés y equivocarse es nada menos que un resumen de "la oposición entre civilización y barbarie".

De verdad, según Prieto, el único no europeo que consigue un impacto en Argentina es Rubén Darío, con una estancia en Buenos Aires de 5 años a fines del siglo diecinueve. Pero su influencia modernista desapareció en 1922 con la llegada de Borges que había vivido 7 años en Europa. Él denuncia una retórica vieja en el discurso del poeta nicaragüense y Buenos Aires vuelve a su normalidad, al diálogo entre Argentina y el mundo no hispanoamericano que es, en el fondo, la expresión de sus artistas.

Lo pensé la semana pasada al enterarme de que el presidente Kirchner había prohibido la exportación de carne por 180 días (con el sueño de que van a bajar los precios) ¿por qué no lo hace con la literatura, para que los escritores argentinos no busquen su rostro en el espejo europeo?

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24 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (III)

Siempre se me hace difícil explicar a mis hijas lo que significó tener catorce, quince, dieciséis años durante la dictadura. Ahora que un par de ellas rondan esa edad, la idea de un país donde los adolescentes se esconden en el interior de sus hogares para no exponerse a los riesgos de la calle les resulta virtualmente inconcebible. Ellas están habituadas a la vida prototípica de los jóvenes: salir hasta cualquier hora, andar por cualquier lugar, vestir de cualquier forma… No temen reír en público ni ponerse en ridículo, expresan su alegría con las ínfulas (¡y con el descaro!) propio de la edad. La Argentina de 1976-1983, en la que me crié mamando a diario la leche del pánico, les resultaría tan ajena como el paisaje marciano.

Yo crecí en el miedo. El terror era mi aire. Mis padres jamás pasaron por el trance de luchar con su hijo adolescente para ponerle límites: yo tenía tanto miedo de andar por las calles, que regresaba por propia voluntad antes de que dieran las diez, ¡incluso los sábados! Me quedaba en casa de mis amigos, o de mi novia, y cuando se hacía la hora de volver cubría las distancias en tiempos que un maratonista envidiaría.

Quizás lo más singular sea la forma de mi miedo. Tal como dije, yo carecía por entonces de formación política, y era de los que escapaba de los diarios y de los noticieros: sabía lo mínimo indispensable, que estábamos bajo un gobierno militar que gustaba de llamarse a sí mismo “Proceso” (los militares nunca han sido muy afectos a la lectura de Kafka, puesto que de serlo habrían elegido otra denominación) y que ese gobierno combatía a los terroristas, que según el discurso oficial eran retoños de Satán sobre la Tierra. Lo singular, digo, es que a pesar de la omnipresencia y de la gravedad de semejante discurso yo jamás tuve miedo de los terroristas, esos muchachos de barba que, según el relato admonitorio, ponían bombas por doquier y te llenaban la cabeza de ideas extrañas. Yo le tenía miedo a otra cosa. Le temía a los uniformes. A todos. A los azules de la Policía, a los verdes del Ejército. Y a las criaturas que los llevaban puestos.

Cada vez que me aproximaba a un policía en la calle, empezaba a transpirar. El padre de uno de mis amigos estaba convencido de que yo sudaba así de manera natural, pero no. Sudaba así tan sólo cuando sentía pánico. Y yo sentía pánico en esas ocasiones porque tenía claro (no sé cómo porque nadie me lo había explicado, no conocía a nadie que afrontase el miedo de decirme la verdad) que si alguien podía hacerme daño, un daño informe e impreciso pero no por ello menos amenazador, ese alguien era cualquier  uniformado.

A veces me digo que mi alma reaccionaba de esa manera porque seguía un razonamiento muy simple: en la Argentina existía un discurso único, yo no creía en ese discurso (mi desconfianza era pura intuición), ergo, yo era un disidente, y en esa Argentina todo disidente era un criminal: me convertí en Josef K. sin saberlo, y por eso vivía con la sensación de haber cometido un crimen sin siquiera entender cuál había sido mi falta. Pero otras veces pienso que este argumento es demasiado cerebral, cuando la cosa era bastante más simple: en Buenos Aires (en la Argentina en general, pero yo vivía entonces en Buenos Aires) el miedo se respiraba, se sentía sobre la piel, se leía en los rostros de los otros, de todos y de cada uno. Yo temía no porque fuese un iluminado, sino por empatía: les temía a aquellos a quienes todos temían, en el más profundo y más degradante de los silencios.

Agradezco al cielo que mis hijas no hayan vivido nada parecido. Y agradezco la indiscutible fortuna con que atravesé ese infierno, aun cuando me quedaron marcas profundísimas porque nadie cruza el infierno sin quemarse. Yo no tuve que lamentar pérdidas personales, no sufrí la desaparición ni el exilio de parientes ni amigos. Lo único que perdí fue la inocencia.

La saqué barata. Cientos de miles de argentinos no pueden decir lo mismo.

(Continuará.)

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23 de marzo de 2006
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LOS SOLDADOS PERDIDOS

Al leer las noticias sobre el “alto al fuego” de ETA no hay manera de escapar a una relectura de The secret agent (El agente secreto) de Conrad. Creo que no ha habido otro libro que haya llegado con tanta eficiencia al fondo del problema del terrorismo; es decir, a la pregunta sobre lo que es un terrorista y lo que pasa con su vida en caso de renunciar o tener que renunciar a su combate.

Escribe Conrad “The way of even the most justifiable revolutions is prepared by personal impulses disguised into creeds”. ¿Qué quiere decir? Que más allá de la creencia (en la libertad, la justicia, la independencia, etc.) hay una dinámica de creencia que sostiene al terrorista en su acción. El profesor, que es un protagonista clave en la novela de Conrad, tiene “a final cause that absolved him from the sin of turning to destruction” (una causa final que lo absuelve del pecado de utilizar la destrucción). Aunque duele, hay que entender que la palabra precisa aquí es “fe”. Es la fe la que construye el absurdo atentado en la novela de Conrad: destrucción simbólica del reloj de Greenwich; entendamos: destrucción del tiempo que, lo sabemos todos, termina por ganar, siempre.

Un episodio como el que vive España obliga a una relectura de Conrad. Y si no lo hacemos por lo del País Vasco lo podemos hacer hoy también por Chile (donde se acaba de inculpar a soldados de la caravana de la muerte) o por Colombia (donde se recibe la noticia de la inculpación de comandantes de las FARC por narcotráfico en EE.UU.).

Como francés que conocí (era muy pequeño) la guerra de Argelia, mi encuentro con el tema fue en un discurso del General de Gaulle. Se había terminado la guerra. El acceso de Argelia a la independencia no se podía negar y seguían los atentados de militares o ex militares. Entonces De Gaulle dio un discurso frente a los oficiales del ejército francés en Estrasburgo, en el este del país. Fuera de la obediencia, explicó, solo hay “soldados perdidos”. Me acuerdo, eran “soldados perdidos” estos militares franceses que poco a poco pasaron del terrorismo político al terrorismo de la desilusión y por fin a la mera participación en la actividad de un hampa sin cambiar su discurso.

Cuando los soldados de una causa son despistados por los cambios de la historia y de la sociedad, van por el camino de la delincuencia y del crimen pero –porque todos son comos los héroes de Conrad– mantienen el discurso de la fe. Nadie quiere reconocer que se encuentra en la situación que describe García Márquez en Cien años de soledad: peleando “por algo que no significa nada para nadie” De ser de otra manera solo quedaría el camino del suicidio. Entonces, sobran los casos de autojustificación; el último que recuerdo como un discurso total es Mi confesión, Carlos Castaño revela sus secretos, que publicó Mauricio Aranguren Molina en la editorial Oveja Negra de Bogotá. Muerte, narcotráfico, deseo de venganza por la muerte de un hermano, se mezclaban con ideales de libertad y de procesos políticos en la fenomenal visión de un paramilitar perdido en una dinámica de violencia siempre justificada.

Lo más difícil, si sale lo de la paz en el País Vasco, será ubicar en una vida de verdad a estos soldados perdidos de ETA que todos hemos encontrado en México, Cuba o Venezuela y que hablaban de su fe en una causa para justificar el dolor de su destierro.

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23 de marzo de 2006
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¿Qué ha dicho ETA?

Por primera vez en cuarenta años –y tras casi 900 muertes-, ETA ha anunciado el fin del fuego. O quizá no. O quizá sí pero no. El día de ayer ha sido uno de los más confusos desde que vivo en España. Y sin embargo, toda la confusión surge de un solo comunicado, y muy breve: el que al mediodía de ayer ha dado a conocer la banda terrorista.

El primer punto discutible es la declaración de un “alto al fuego permanente”. No está claro qué significa eso. Los altos al fuego son temporales. Si son permanentes se llaman propuestas de paz o, en todo caso, rendiciones. “Alto al fuego permanente” es una contradicción en sus términos. Y sin embargo, en el contexto histórico en que está planteado, el término “alto al fuego” implica una diferencia con la historia anterior. La última vez que ETA ofreció dejar de matar llamó a su propuesta “tregua”. Su terminología actual quizá sea semánticamente igual pero, políticamente, implica que no es lo mismo. Y el añadido “permanente” en vez de “indefinido” supone que hay una intención declarada de perpetuidad. 

La cuestión entonces es bajo qué condiciones será perpetuo ese alto al fuego. Significativamente, el término “autodeterminación” no aparece en el comunicado, que habla más bien de “un proceso democrático” al final del cual, “los ciudadanos vascos deben tener la palabra y la decisión sobre su futuro”. El Partido Popular y la Asociación de Víctimas del Terrorismo consideran que eso es una llamada al referéndum por la independencia. Pero la definición de ETA parece ofrecer ubicarse entre dos umbrales extremos: el referéndum y la legalización de Batasuna, el brazo político de ETA. Lo más probable es que la negociación con el Estado lleve a algún punto intermedio de ese espectro.

Si bien esos son los límites políticos, los legales son más estrechos. ETA pide que las autoridades de España y Francia –que ha hecho todo lo posible por no sentirse aludida- respondan “dejando a un lado la represión”. Éste punto es el más claro. Su mínimo de negociación es el regreso a las cárceles del país vasco de todos los presos etarras –más de setecientos- repartidos por todo el territorio español. El comunicado sugiere que ése es el primer paso que esperan. Su liberación –al menos parcial- es el segundo. Lo habitual no sería indultarlos, sino promulgar legalmente nuevos beneficios penitenciarios cuyos beneficiarios serían estudiados caso por caso por una comisión.
Referéndum o legalización de Batasuna, acercamiento de los presos o liberación total, parecen ser los dos niveles y los cuatro umbrales que comenzarán a negociarse a partir de este comunicado. El camino será largo y lento. El gobierno y los periodistas han insistido en este punto.

En este contexto, sorprenden las declaraciones del líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, que se declara decepcionado por que los etarras no hayan anunciado su disolución o su rendición ni hayan pedido perdón a las víctimas. Antes, el Partido Popular exigía que se negociase sólo si ETA anunciaba que dejaba las armas. Ahora que anuncia que las deja, el PP quiere que además se humillen, se denigren, se rindan.

Moralmente, el PP quizá tenga razón. Pragmáticamente, buena parte de los españoles parecen dispuestos a aguantar que los etarras no lloren de rodillas si están dispuestos a dejar de matar. Pero políticamente, El PP podría reclamar que esta negociación es posible gracias a los golpes militares que ellos dieron a ETA, golpes irrefutables que la debilitaron al punto de permitir una negociación favorable al Estado español. Y sin embargo, el PP ha optado por mostrarse amargado, antipático, intransigente. Ha tomado la opción maximalista: todo es horrible si no lo hacemos nosotros.

La apuesta es arriesgada. Si el proceso de paz fracasa, Rajoy recogerá los frutos. Pero si se llega a la paz, el PP habrá perdido la oportunidad de formar parte de ella. De hecho, toda la política de Rajoy ha sido maximalista. Si no funciona, el PP se convertirá en el partido que anunció la disolución de la familia con la ley del matrimonio gay, la ruptura de España con el Estatut catalán y la impunidad de los asesinos en el país vasco. De momento, las familias ahí siguen y Cataluña no se ha independizado. Y en el tema vasco, el Partido Popular ha dejado su suerte en manos de ETA. Sólo por eso, y sin quererlo, ha colaborado con el proceso de paz. Nada podría complacer a ETA más que fastidiar al partido de Aznar.

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23 de marzo de 2006
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¡Por fin!

Durante años he estado persiguiendo una obra de arte. Bien es verdad que no se trata de una obra fácil, sencilla, inmediata y directa como pueda ser un paisaje de Claudio Lorena, un desnudo de Giorgione o una crucifixión de los Van der Weyden; no, no es una de esas cosas que cuelgan de las paredes. Se trata de algo más reflexivo, más teórico, algo que deja profundas cicatrices en la piel del arte.

En el año 1971 Chris Burden, arrebatado por la inspiración, produjo un conjunto considerable de obras maestras. En la exposición del Pompidou (Los Angeles 1955-1985) había algunas muy notables. La del balazo que le dispararon a cuatro metros y medio con un proyectil de cobre de 22 mm. En las fotos puede verse el brazo limpiamente perforado, el reloj de pared (eran las 19.45), el artista mostrando el orificio, en fin, todo.

También estaba la obra llamada Deadman. Una noche de Los Angeles, Burden se envolvió en un saco, se puso bajo un coche en medio de la calle y se iluminó con un foco. La policía llegó en un santiamén. Lo detuvieron por “falsa emergencia”, pero cuando se celebró el juicio salió libre porque el juez no sabía qué pena imponerle. En el Pompidou se exhibía el saco muy doblado.

Sin embargo, mi favorita es la de la consigna. Realmente uno se hace cruces al imaginar a Burden, que no era tan pequeño, metido en aquel agujero donde apenas cabe una maleta mediana. Las fotos muestran la pared de taquillas metálicas, las portezuelas de cada una de ellas, y así sucesivamente, pero lo en verdad emocionante era el candado. Allí estaba el candado, el verdadero, el único, el que cerraba la portezuela de la taquilla, protegido por una caja de metacrilato.

Valía la pena hacer la cola, pagar mil pelas, subir hasta la cúspide del Pompidou (que ya parece la del Vaticano), sortear los grupos conducidos por vociferantes cicerones y ciceronas, así como los miles de aficionados que pasean con la guía acústica pegada a la oreja y por lo tanto ensimismados en enjambre ante las mismas obras e impidiendo el paso. Nada de eso importa.

He visto el candado. Puedo morir en paz.

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23 de marzo de 2006
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LA DESCONFIANZA

Leo Adolfo Suárez y el bienio prodigioso de Manuel Ortiz (Editorial Planeta). Es un libro extraño. Por una parte, una especie de cronología comentada de los dos años en que se realiza la parte fundamental de la transición institucional del franquismo a la democracia. Y, por otra, una serie de testimonios de ex colaboradores del presidente del gobierno: Rafael Ansón, Andrés Cassinello, Eduardo Navarro, etc.

Claro que se trata de una lectura en que uno va pensando en la historia política de lo que ocurrió hace treinta años en España. Cuando leí Historia de Carmen de Ana Romero, de la misma editorial Planeta, leía algo que se parecía más a un mito griego. Carmen Ruiz Moragas era Jefa de Gabinete de Adolfo Suárez (del Gabinete Técnico del Presidente, dice Ortiz) pero para mí leer su biografía era comprobar la historia trágica tal como se contaba en Madrid. Hija ilegítima de Ramón Serrano Súñer con la marquesa de Llanzol, había iniciado una relación amorosa con su medio hermano Ramón Serrano Súñer y Polo cuando se enteró de que se trataba, tal como lo cuentan la canciones baratas, de un “amor imposible”. Nadie puede leer esta historia sin sentir un cariño obvio hacia Carmen.

Ella aparece en el libro de Ortiz, asumiendo el papel clave de intermediaria entre el Presidente y el líder comunista Santiago Carrillo. No sé si los jóvenes pueden entender matices de esta época: por ejemplo, Suárez está de acuerdo en que los comunistas participen en las elecciones si no utilizan sus símbolos tradicionales, la hoz y el martillo; otro ejemplo: se reúne una cumbre eurocomunista en Madrid aunque el partido comunista español no tiene existencia legal.

La historia de la transición es trastornada, imposible, pero, al final, demuestra la confianza mutua entre sus protagonistas. Lo insoportable cuando se trata de los protagonistas de hoy es que han perdido aquella base común, compartida, que da vida a una democracia. Hasta tal punto que parece imposible entender lo que ocurrió entre ex adversarios para alinear las instituciones sobre una sociedad ya renovada. Es lo que me molesta del libro de Ortiz. Que sea una historia escrita de la derecha no importa: la transición honra a la derecha democrática que la hizo. Pero no puedo entender cómo se sospecha un misterio detrás del atentado contra Carrero Blanco, otro misterio detrás de las entradas y salidas de Suárez de la vida política, un misterio más detrás de la muerte de Fernando Herrero Tejedor en un accidente de tráfico.

La palabra que utiliza Manuel Ortiz es “extraño”. Pero no hay nada extraño en la necesaria concordia de adversarios al reconocer unos hechos básicos para que funcione una democracia. Es romper de manera irresponsable el hilo de la historia el concluir con unas frases como “La guerra civil que quedó pendiente con el asesinato de Carrero es la guerra que evitó la Transición. Ahora ya no podemos estar seguros de nada…”. Reacciono así en un blog que se dedica a la literatura porque me parece que la crispación en la vida política española empieza con una voluntad de reescribir la historia, de considerar como “extraña” la que fue una ambición, compartida por todos, de cambiar las cosas.

Dos apartes: uno para decir, a pesar de lo anterior, que vale la pena leer a Manuel Ortiz; dos, nunca había notado que la palabra “bienio” no tiene traducción al francés (“espacio de dos años” dice el diccionario).

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22 de marzo de 2006
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Toros

Nunca he sido un gran fanático de las corridas de toros, y siempre las consideré un evento cruel e innecesariamente sangriento, y un combate injusto contra un animal indefenso. Pero el domingo fui a una, sobre todo para verlo con mis propios ojos y así criticarlo a mis anchas. Además, era una corrida de rejoneo, a caballo. Y me gustan los caballos.

El primer torero que salió me hizo arrepentirme de haber ido. Se pasó un largo rato dándole al toro estocadas que le dejaron la espalda bañada de sangre. Y ni siquiera lo mató. Acabó bajando del caballo con una espada y, flanqueado por dos tipos con capas que mareaban al animal, procuró darle el golpe de gracia. Pero ni aún así, de cerca, consiguió matarlo. Cuando por fin logró tumbarlo, los otros dos se arrojaron sobre el toro con puñales a ver si se moría de una vez. Más que un arte, parecía un linchamiento de borrachos. Yo quería irme y ahorrarme ese espectáculo repulsivo, inhumano.

Luego llegó un torero que era una especie de David Beckham de la plaza. Joven, guapo y vistoso, hacía cabriolas en el caballo, jugueteaba con el toro, describía acrobacias sobre la arena y realmente daba un espectáculo. Además, no era tan brutal. Al contrario, sus estocadas eran precisas, sin escandalosas hemorragias, y practicaba algunas de ellas con pequeños punzones que lo obligaban prácticamente a poner la mano sobre el lomo del toro. Eso le ofrecía al animal oportunidad de matarlo al primer error. Me pareció más equitativo.

Más adelante, llegó un torero igualmente joven, impulsivo y brioso. También jugueteaba pícaramente con el toro entre banderilla y banderilla, y arriesgaba. Hasta que el toro se le fue encima.

La cosa fue muy rápida, pero cortó la respiración del público. El toro le dio al caballo en un costado, y el jinete rodó por el suelo. Se quedó inmóvil boca abajo, pero la bestia esa de casi 600 kilos corrió a darle de cornadas. Si hubiese estado boca arriba, o alguna cornada le hubiese acertado en el riñón, no se habría levantado nunca.

Pero se levantó, y continuó con la corrida. Minutos después, el toro se cayó y no consiguió levantarse. Entonces el público empezó a pedir que llevasen otro toro, uno sano. Yo quería gritar: “¿pero no han visto que a este hombre casi lo matan hace cinco minutos? ¿por qué no dejamos las cosas como están? ¿van a mandarle a un toro fresco para que lo asesine de verdad?”

El torero continuó la corrida contra el toro nuevo. Lo más increíble es que lo hizo muy bien, arrancó aplausos del respetable. Pero una vez más, la muerte del toro fue una sangría. El hombre tuvo que apearse del caballo, y se pasó un rato buscando el punto por dónde clavarle la espada a un animal arrinconado que echaba sangre por la boca y al que la lengua le colgaba. Entonces, el público empezó a abuchearlo. El torero pasó de estar a punto de morir a ser un héroe y a ser pifiado en menos de veinte minutos. Luego, al fin, consiguió matar al toro.

Después de todo eso, aún pienso que la corrida es un evento cruel e innecesariamente sangriento. Pero ya no creo que sea un combate tan injusto. Es verdad que, si un imbécil me tuviese arrinconado y con la lengua afuera y no fuese capaz de darme la estocada final, con gusto le perforaría los riñones. Pero también es cierto que, si yo hubiese estado tirado boca abajo, con un toro de más de media tonelada corneándome el costado, me preguntaría por qué tenía que enfrentarme a semejante monstruo.

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22 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (II)

Yo no soy de los que creen que se puede narrar el horror de una vez y para siempre. Ya sé que no estoy descubriendo la pólvora, vaya como muestra la persistencia de los relatos sobre el fenómeno nazi y el genocidio por aquellos perpetrado. A veces me digo que esta recurrencia debe tener algo que ver con la perplejidad; creo que los abismos de maldad en los que algunos especímenes humanos se precipitan, sin necesidad de mayores excusas, siguen siendo una fuente de asombro para muchos de nosotros. Creo, pues, que debemos seguir narrando el horror hasta que ya no nos asombre, porque sólo entonces podremos salir del marasmo y hacer algo al respecto. El asombro es una de las formas de la contemplación, y la simple lectura de los diarios alcanza para colegir que ya hemos sido contemplativos durante demasiado tiempo.

Tampoco creo que haya que tomarse literalmente aquello de que, después de Auschwitz, narrar perdió sentido. Pienso que Auschwitz y las múltiples emulaciones que produjo hacen más necesaria que nunca la narración. Convengamos que el grueso de la narrativa clásica fue concebido en tiempos durante los cuales los genocidios eran tan cotidianos como la peste, las hambrunas y los tifones; en ese contexto, un exterminio disfrazado de guerra era algo tan natural, que en la mayor parte de los clásicos funciona como telón de fondo, y por ende casi nunca es tematizado, desmenuzado, analizado. Supongo que la narrativa del último siglo se debe a sí misma esa tarea, la de interrogarse sobre la raíz más irracional y violenta del hombre, y responderse si queda alguna posibilidad de revalidar nuestro módico, y por lo general inconsecuente, elemento racional. Por supuesto, existen numerosos autores que lo han intentado, no olviden que estoy generalizando: ¿pero no creen ustedes que nos vendría bien un poema, una novela o una película que hiciese por el aspecto más sublime del hombre (sea éste cual fuere: su espíritu gregario, su capacidad de generar concordia, su invención de la piedad) lo que La Ilíada hizo por la guerra?

En buena medida me estoy justificando, porque no pude dejar de narrar el horror de la dictadura argentina en ninguna de mis novelas, con excepción de la primera, El muchacho peronista, que aludía a la cuestión de una forma más radical: simplemente trataba de cambiar el curso de la historia argentina, en la esperanza de que entonces no tuviese que suceder lo que había sucedido. El espía del tiempo utilizaba los recursos del policial para argumentar por qué no correspondía responder con violencia a los dictadores que habían abusado de ella; tuve que recorrer ese camino para comprender a fondo la búsqueda no violenta de verdad y de justicia que aquí encarnaron, desde el primer momento, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Kamchatka era una historia íntima, de padres e hijos, que se preguntaba si uno podía revisar la experiencia del terror y encontrar algo bueno en medio de la oscuridad. Y la novela nueva, La batalla del calentamiento, se plantea el tema de la responsabilidad de una sociedad que hizo posible el genocidio con su silencio, y la forma en que el horror comprometió el andar de las generaciones futuras.

Si tuviese que elegir una sola historia para sintetizar aquella experiencia, no dudaría. Es una que figura en el libro Nunca más, y que incluí casi sin disfraces en un breve capítulo de El espía del tiempo. Cuando la leí por primera vez me impresionó que su protagonista, un niño de pocos años, se llamase igual que yo: Marcelo. La coincidencia me forzó a ponerme en el lugar del niño, aunque más no sea de forma aproximada, porque es obvio que carezco de la imaginación, y de la fortaleza de alma, para padecer algo similar a lo que padeció Marcelito –y sobrevivir.

Marcelito tiene cuatro años cuando los militares entran en su casa y se llevan a sus padres y a su hermana mayor. Por algún motivo que escapa a la crónica, dejan al niño en manos de su abuela materna. El testimonio de esta abuela nos sirve para afirmar que a partir de entonces se convirtió en un niño taciturno, que pasaba largas horas mirando por la ventana y que no toleraba dormir solo: necesitaba abrazarse a otro cuerpo humano.

¿Por qué montaba a diario guardia en la ventana? ¿Porque quería estar preparado en caso de que los militares regresasen por él? ¿Porque esperaba la vuelta de su padre, de su madre y de su hermana? Una mañana la abuela lo sacude y ya no logra despertarlo. El veredicto médico será inapelable: a Marcelito le falló el corazón.

No encuentro síntesis más perfecta, ¡y más terrible!, de lo que significa para mí la dictadura argentina. Se trata de la clase de horror que parte el corazón de un niño, aun cuando sabemos que los niños no mueren de ataques cardíacos.

(Continuará.)

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22 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (I)

Hace treinta años era sábado, por lo que presumo que debo haber sido feliz. El sábado es el día más promisorio de la semana para cualquier ser humano en general, pero en particular para un adolescente, y mucho más a tan pocos días de haber retomado el rito fatigante de las clases. Eso era yo en aquel entonces: un chico de catorce recién cumplidos, que acababa de comenzar el tercer año de su secundaria y estaba a punto de ponerse de novio con la que se convertiría en madre de su primera hija. Mi memoria es caprichosa, así que los particulares del día se me escapan. Me habré levantado tarde, eso es seguro. Almorzado en familia. Debo haber contado con la esperanza de satisfacer algunos de mis placeres consuetudinarios: leído alguna novela u alguna historieta o visto alguna película en el cine o en TV. (Sábados de Super Acción siempre programaba películas ideales, era el paraíso de las clase B: westerns, épicas, de espionaje…) Pero también es probable que haya contado con la perspectiva de satisfacer algunos de los placeres más nuevos: reunirme con mis amigos por la noche, y en el mejor de los casos asistir a un baile en la casa de alguno, lo cual hubiese garantizado la siempre anhelada compañía femenina. Porque en aquel entonces no íbamos a salones ni a discos, no sólo porque todavía éramos muy tiernos, sino porque la Historia ya había empezado a meterse con nuestra historia. Ninguno de nuestros padres nos hubiese dejado vagar por ahí, o permanecer en la madrugada en algún sitio público. Las cosas están bravas, decían cuando amagábamos protestar. Y aún cuando perseverásemos en la protesta, lo hacíamos a sabiendas de que, ¡aunque más no fuese en este único y excepcional caso!, nuestros padres tenían razón.

¿Cuánto sabía yo de política, y de la historia argentina del siglo XX, aquel 20 de marzo de 1976? Poco o nada. La familia de mi madre era antiperonista, o gorila, como se decía, lo cual no era de extrañar, ya que por lo general la clase media entera padecía la enfermedad del gorilismo. Mi padre tenía sus opiniones como cualquier vecino, pero ante todo era prescindente: la cuestión no le interesaba lo suficiente como para tomar partido militante. Lo más parecido al germen de un pensamiento político que pude haber tenido por entonces deriva, creo, de dos circunstancias azarosas. Una, mi formación cristiana: yo ya llevaba marcado a fuego aquello del Dios que acompaña a todos pero en especial al marginado, al pequeño, al oprimido, y eso no podía sino determinar mis futuras elecciones políticas. El segundo hecho fue un comentario que oí de labios de mi madre en junio del 73, en ocasión del regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina. Imagino que el Viejo debe haber conmovido a mi madre con aquel discurso donde dijo que regresaba “casi descarnado, sin rencores ni pasiones”; y que por eso mi madre, alimentada desde su más tierna infancia con leche de gorila, decidió contra natura otorgarle su confianza. “Si este hombre tan grande y con la vida resuelta, vuelve a meterse en el quilombo que es hoy la Argentina, debe ser porque tiene buenas intenciones,” razonó ella por aquel entonces. Y yo, que oí el comentario al pasar (porque la política me tenía sin cuidado, a los once años suponía que podía vivir sin que esa señora se metiese conmigo), lo registré asombrado y me lo guardé. Seguro que por aquel entonces no conocía aún aquel refrán que dice el camino hacia el infierno está hecho de buenas intenciones.

A menudo me digo que aquellos que sí sabían de política, y que además habían vivido ya varios golpes militares a lo largo del siglo XX, tampoco vieron la negra noche que se avecinaba. Sé que mis padres no la anticiparon, y que a partir del 24 de marzo de 1976 ya no quisieron verla; cada vez estoy más convencido de que la culpa por no haber sabido ver, y por no haber hecho algo en consecuencia, no es inocente del cáncer que fulminó a mi madre, aquella que me había formado en la fe, aquella que había querido creer en las buenas intenciones del Patriarca que regresaba del exilio. Ya no puedo hablar con ella para cerciorarme, pero creo que entiendo su calvario. Si yo, que era un mocoso desinformado y demasiado infantil para mis años, pude intuir en silencio quiénes eran mis enemigos en la Argentina orwelliana que se instauró el 24 de marzo de 1976 (nunca le temí a los terroristas, pero todos los uniformados me producían pavor), ¿cómo pueden no haberlo entendido, o cuanto menos haberlo intuído, mi madre y todos mis mayores? ¿Con qué cara se miró mi madre al espejo desde 1976 hasta su muerte, y dijo, o trató de decir: yo no sabía nada?

Hace exactamente treinta años, el sábado 20 de marzo de 1976, mi inocencia tenía los días contados; no le quedaban ni cien horas de vida.

(Continuará.)

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21 de marzo de 2006
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El país de las fiestas

Nunca he visto un país tan fanático de las fiestas como España. Para empezar, las duplican todas: celebran santo y cumpleaños, Navidad y Reyes, incluso prolongan los festivos hasta convertirlos en puentes. Y luego, por si aún te quedan ganas de celebrar, están las fiestas regionales, que son de tres tipos: las religiosas como la Semana Santa de Sevilla, las paganas como el carnaval de Cádiz y las fiestas en que la gente se mata o hiere, como los sanfermines de Pamplona.

Las fallas de Valencia tienen de las tres.

Llego a la ciudad en viernes, y miles de personas desfilan por el centro de la ciudad. Los trajes de las mujeres son especialmente vistosos. Algunos llegan a costar 6000 euros contando mantillas, peinetas, pendientes, collares, y todo tipo de recamados de oro y piedras preciosas.

-¿Y quién paga esos trajes? –le pregunto a mi suegra, que es de ahí-. ¿Los empresarios turísticos o el ayuntamiento?
-Los papás de las chicas.
-Ya, pero ¿Cuál es el negocio? ¿Por qué gastan tanto dinero en el traje?
-Porque les hace ilusión.

Literalmente relucientes, las mujeres le llevan ramos de flores a una virgen de veinte metros de altura. La virgen sólo tiene puesta la cabeza sobre una estructura de madera, y se va vistiendo con los ramos de distintos colores. Al culminar su desfile frente a la gigantesca imagen, las mujeres lloran de emoción. Llevan también a sus hijos e hijas, algunos de dos meses de edad, otros en carrito de bebé, pero todos rigurosamente vestidos con los costosos trajes típicos.

No muy lejos de ahí, una estatua de cartón piedra más o menos del mismo tamaño representa a una monumental mulata carnavalera bailando al ritmo de un grupo tropical. Es la otra cara de la fiesta: la representación del pecado. Cada barrio construye estatuas de cartón piedra llamadas precisamente fallas que satirizan a las personas, sus manías, sus mentiras, sus problemas. Como colosales dibujos animados que brotan por las calles.

La mulata preside la falla llamada “el baile de las máscaras” que ocupa toda una plaza y representa las falsedades de la sociedad española. Hay un gigantesco lobo con máscara de cordero, y alrededor, caricaturas de políticos y estrellas de la televisión. El mensaje es que los ricos y los poderosos siempre muestran un rostro y amable y gracioso en la prensa mientras maquillan sus presupuestos y engañan por doquier. En otro barrio hay una falla dedicada a las bodas, que compara los matrimonios de los pobres y de los ricos (y por cierto, de los gays), y llega a la conclusión de que al final todo es un negocio. Esos mensajes tan poco constructivos son el corazón de la fiesta y, la última noche, se les prende fuego. Como los carnavales, las fallas abren la puerta de lo profano y lo políticamente incorrecto, antes de volver a la normalidad: tres días para decir la verdad, y un último para reducirla a cenizas.

-Enfrente mi ventana, siempre ponen una falla –dice riendo una amiga de mi suegra-, pero yo prefiero no estar en casa cuando la queman porque las llamas casi me llegan a las cortinas. Eso sí, es muy bonito.

Esta fiesta es pura pólvora. Aparte de los incendios controlados de las estatuas, revientan cohetes y fuegos artificiales durante todo el día. Uno de los eventos centrales, la mascletà, es una batería de estallidos que ocupa toda la plaza del ayuntamiento haciendo retumbar el suelo y los edificios en diez calles a la redonda. Esta semana, la mascletá dejó once heridos. Eso está muy bien, porque hace unos años eran más. De hecho, según me explica la familia de mi novia, cada año toman nuevas previsiones y se muere menos gente, afortunadamente, porque antes era un horror.

Esto es España: la gente muere por las fiestas.

El mismo fin de semana, quince ciudades de este país convocan a un botellón masivo. Mientras los estudiantes franceses toman las calles para exigir sus derechos laborales, los españoles exigen que se respete su derecho a beber en la calle. En Granada llegan a reunirse 25000. En Barcelona se despliegan 350 policías sólo para evitar las vomitonas generalizadas. En Valencia, sin embargo, la convocatoria pasa desapercibida. De los cientos de miles de personas que llenan las calles, es de asumir que algunos comparecen en defensa de su libertad de alcoholizarse. Pero para mi suegra, todos son falleros.

-Yo fui fallera –me explica-, y mi hija lo fue, y vuestro hijo o hija, cuando lo tengáis, será fallero y le traerá ramos de flores a la virgen.

Me encanta este país.

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21 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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