Nunca he sido un gran fanático de las corridas de toros, y siempre las consideré un evento cruel e innecesariamente sangriento, y un combate injusto contra un animal indefenso. Pero el domingo fui a una, sobre todo para verlo con mis propios ojos y así criticarlo a mis anchas. Además, era una corrida de rejoneo, a caballo. Y me gustan los caballos.
El primer torero que salió me hizo arrepentirme de haber ido. Se pasó un largo rato dándole al toro estocadas que le dejaron la espalda bañada de sangre. Y ni siquiera lo mató. Acabó bajando del caballo con una espada y, flanqueado por dos tipos con capas que mareaban al animal, procuró darle el golpe de gracia. Pero ni aún así, de cerca, consiguió matarlo. Cuando por fin logró tumbarlo, los otros dos se arrojaron sobre el toro con puñales a ver si se moría de una vez. Más que un arte, parecía un linchamiento de borrachos. Yo quería irme y ahorrarme ese espectáculo repulsivo, inhumano.
Luego llegó un torero que era una especie de David Beckham de la plaza. Joven, guapo y vistoso, hacía cabriolas en el caballo, jugueteaba con el toro, describía acrobacias sobre la arena y realmente daba un espectáculo. Además, no era tan brutal. Al contrario, sus estocadas eran precisas, sin escandalosas hemorragias, y practicaba algunas de ellas con pequeños punzones que lo obligaban prácticamente a poner la mano sobre el lomo del toro. Eso le ofrecía al animal oportunidad de matarlo al primer error. Me pareció más equitativo.
Más adelante, llegó un torero igualmente joven, impulsivo y brioso. También jugueteaba pícaramente con el toro entre banderilla y banderilla, y arriesgaba. Hasta que el toro se le fue encima.
La cosa fue muy rápida, pero cortó la respiración del público. El toro le dio al caballo en un costado, y el jinete rodó por el suelo. Se quedó inmóvil boca abajo, pero la bestia esa de casi 600 kilos corrió a darle de cornadas. Si hubiese estado boca arriba, o alguna cornada le hubiese acertado en el riñón, no se habría levantado nunca.
Pero se levantó, y continuó con la corrida. Minutos después, el toro se cayó y no consiguió levantarse. Entonces el público empezó a pedir que llevasen otro toro, uno sano. Yo quería gritar: “¿pero no han visto que a este hombre casi lo matan hace cinco minutos? ¿por qué no dejamos las cosas como están? ¿van a mandarle a un toro fresco para que lo asesine de verdad?”
El torero continuó la corrida contra el toro nuevo. Lo más increíble es que lo hizo muy bien, arrancó aplausos del respetable. Pero una vez más, la muerte del toro fue una sangría. El hombre tuvo que apearse del caballo, y se pasó un rato buscando el punto por dónde clavarle la espada a un animal arrinconado que echaba sangre por la boca y al que la lengua le colgaba. Entonces, el público empezó a abuchearlo. El torero pasó de estar a punto de morir a ser un héroe y a ser pifiado en menos de veinte minutos. Luego, al fin, consiguió matar al toro.
Después de todo eso, aún pienso que la corrida es un evento cruel e innecesariamente sangriento. Pero ya no creo que sea un combate tan injusto. Es verdad que, si un imbécil me tuviese arrinconado y con la lengua afuera y no fuese capaz de darme la estocada final, con gusto le perforaría los riñones. Pero también es cierto que, si yo hubiese estado tirado boca abajo, con un toro de más de media tonelada corneándome el costado, me preguntaría por qué tenía que enfrentarme a semejante monstruo.