Skip to main content
Blogs de autor

Recuerdos de la muerte (III)

Por 23 de marzo de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Siempre se me hace difícil explicar a mis hijas lo que significó tener catorce, quince, dieciséis años durante la dictadura. Ahora que un par de ellas rondan esa edad, la idea de un país donde los adolescentes se esconden en el interior de sus hogares para no exponerse a los riesgos de la calle les resulta virtualmente inconcebible. Ellas están habituadas a la vida prototípica de los jóvenes: salir hasta cualquier hora, andar por cualquier lugar, vestir de cualquier forma… No temen reír en público ni ponerse en ridículo, expresan su alegría con las ínfulas (¡y con el descaro!) propio de la edad. La Argentina de 1976-1983, en la que me crié mamando a diario la leche del pánico, les resultaría tan ajena como el paisaje marciano.

Yo crecí en el miedo. El terror era mi aire. Mis padres jamás pasaron por el trance de luchar con su hijo adolescente para ponerle límites: yo tenía tanto miedo de andar por las calles, que regresaba por propia voluntad antes de que dieran las diez, ¡incluso los sábados! Me quedaba en casa de mis amigos, o de mi novia, y cuando se hacía la hora de volver cubría las distancias en tiempos que un maratonista envidiaría.

Quizás lo más singular sea la forma de mi miedo. Tal como dije, yo carecía por entonces de formación política, y era de los que escapaba de los diarios y de los noticieros: sabía lo mínimo indispensable, que estábamos bajo un gobierno militar que gustaba de llamarse a sí mismo “Proceso” (los militares nunca han sido muy afectos a la lectura de Kafka, puesto que de serlo habrían elegido otra denominación) y que ese gobierno combatía a los terroristas, que según el discurso oficial eran retoños de Satán sobre la Tierra. Lo singular, digo, es que a pesar de la omnipresencia y de la gravedad de semejante discurso yo jamás tuve miedo de los terroristas, esos muchachos de barba que, según el relato admonitorio, ponían bombas por doquier y te llenaban la cabeza de ideas extrañas. Yo le tenía miedo a otra cosa. Le temía a los uniformes. A todos. A los azules de la Policía, a los verdes del Ejército. Y a las criaturas que los llevaban puestos.

Cada vez que me aproximaba a un policía en la calle, empezaba a transpirar. El padre de uno de mis amigos estaba convencido de que yo sudaba así de manera natural, pero no. Sudaba así tan sólo cuando sentía pánico. Y yo sentía pánico en esas ocasiones porque tenía claro (no sé cómo porque nadie me lo había explicado, no conocía a nadie que afrontase el miedo de decirme la verdad) que si alguien podía hacerme daño, un daño informe e impreciso pero no por ello menos amenazador, ese alguien era cualquier  uniformado.

A veces me digo que mi alma reaccionaba de esa manera porque seguía un razonamiento muy simple: en la Argentina existía un discurso único, yo no creía en ese discurso (mi desconfianza era pura intuición), ergo, yo era un disidente, y en esa Argentina todo disidente era un criminal: me convertí en Josef K. sin saberlo, y por eso vivía con la sensación de haber cometido un crimen sin siquiera entender cuál había sido mi falta. Pero otras veces pienso que este argumento es demasiado cerebral, cuando la cosa era bastante más simple: en Buenos Aires (en la Argentina en general, pero yo vivía entonces en Buenos Aires) el miedo se respiraba, se sentía sobre la piel, se leía en los rostros de los otros, de todos y de cada uno. Yo temía no porque fuese un iluminado, sino por empatía: les temía a aquellos a quienes todos temían, en el más profundo y más degradante de los silencios.

Agradezco al cielo que mis hijas no hayan vivido nada parecido. Y agradezco la indiscutible fortuna con que atravesé ese infierno, aun cuando me quedaron marcas profundísimas porque nadie cruza el infierno sin quemarse. Yo no tuve que lamentar pérdidas personales, no sufrí la desaparición ni el exilio de parientes ni amigos. Lo único que perdí fue la inocencia.

La saqué barata. Cientos de miles de argentinos no pueden decir lo mismo.

(Continuará.)

profile avatar

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Obras asociadas
Close Menu