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Recuerdos de la muerte (I)

Por 21 de marzo de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Hace treinta años era sábado, por lo que presumo que debo haber sido feliz. El sábado es el día más promisorio de la semana para cualquier ser humano en general, pero en particular para un adolescente, y mucho más a tan pocos días de haber retomado el rito fatigante de las clases. Eso era yo en aquel entonces: un chico de catorce recién cumplidos, que acababa de comenzar el tercer año de su secundaria y estaba a punto de ponerse de novio con la que se convertiría en madre de su primera hija. Mi memoria es caprichosa, así que los particulares del día se me escapan. Me habré levantado tarde, eso es seguro. Almorzado en familia. Debo haber contado con la esperanza de satisfacer algunos de mis placeres consuetudinarios: leído alguna novela u alguna historieta o visto alguna película en el cine o en TV. (Sábados de Super Acción siempre programaba películas ideales, era el paraíso de las clase B: westerns, épicas, de espionaje…) Pero también es probable que haya contado con la perspectiva de satisfacer algunos de los placeres más nuevos: reunirme con mis amigos por la noche, y en el mejor de los casos asistir a un baile en la casa de alguno, lo cual hubiese garantizado la siempre anhelada compañía femenina. Porque en aquel entonces no íbamos a salones ni a discos, no sólo porque todavía éramos muy tiernos, sino porque la Historia ya había empezado a meterse con nuestra historia. Ninguno de nuestros padres nos hubiese dejado vagar por ahí, o permanecer en la madrugada en algún sitio público. Las cosas están bravas, decían cuando amagábamos protestar. Y aún cuando perseverásemos en la protesta, lo hacíamos a sabiendas de que, ¡aunque más no fuese en este único y excepcional caso!, nuestros padres tenían razón.

¿Cuánto sabía yo de política, y de la historia argentina del siglo XX, aquel 20 de marzo de 1976? Poco o nada. La familia de mi madre era antiperonista, o gorila, como se decía, lo cual no era de extrañar, ya que por lo general la clase media entera padecía la enfermedad del gorilismo. Mi padre tenía sus opiniones como cualquier vecino, pero ante todo era prescindente: la cuestión no le interesaba lo suficiente como para tomar partido militante. Lo más parecido al germen de un pensamiento político que pude haber tenido por entonces deriva, creo, de dos circunstancias azarosas. Una, mi formación cristiana: yo ya llevaba marcado a fuego aquello del Dios que acompaña a todos pero en especial al marginado, al pequeño, al oprimido, y eso no podía sino determinar mis futuras elecciones políticas. El segundo hecho fue un comentario que oí de labios de mi madre en junio del 73, en ocasión del regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina. Imagino que el Viejo debe haber conmovido a mi madre con aquel discurso donde dijo que regresaba “casi descarnado, sin rencores ni pasiones”; y que por eso mi madre, alimentada desde su más tierna infancia con leche de gorila, decidió contra natura otorgarle su confianza. “Si este hombre tan grande y con la vida resuelta, vuelve a meterse en el quilombo que es hoy la Argentina, debe ser porque tiene buenas intenciones,” razonó ella por aquel entonces. Y yo, que oí el comentario al pasar (porque la política me tenía sin cuidado, a los once años suponía que podía vivir sin que esa señora se metiese conmigo), lo registré asombrado y me lo guardé. Seguro que por aquel entonces no conocía aún aquel refrán que dice el camino hacia el infierno está hecho de buenas intenciones.

A menudo me digo que aquellos que sí sabían de política, y que además habían vivido ya varios golpes militares a lo largo del siglo XX, tampoco vieron la negra noche que se avecinaba. Sé que mis padres no la anticiparon, y que a partir del 24 de marzo de 1976 ya no quisieron verla; cada vez estoy más convencido de que la culpa por no haber sabido ver, y por no haber hecho algo en consecuencia, no es inocente del cáncer que fulminó a mi madre, aquella que me había formado en la fe, aquella que había querido creer en las buenas intenciones del Patriarca que regresaba del exilio. Ya no puedo hablar con ella para cerciorarme, pero creo que entiendo su calvario. Si yo, que era un mocoso desinformado y demasiado infantil para mis años, pude intuir en silencio quiénes eran mis enemigos en la Argentina orwelliana que se instauró el 24 de marzo de 1976 (nunca le temí a los terroristas, pero todos los uniformados me producían pavor), ¿cómo pueden no haberlo entendido, o cuanto menos haberlo intuído, mi madre y todos mis mayores? ¿Con qué cara se miró mi madre al espejo desde 1976 hasta su muerte, y dijo, o trató de decir: yo no sabía nada?

Hace exactamente treinta años, el sábado 20 de marzo de 1976, mi inocencia tenía los días contados; no le quedaban ni cien horas de vida.

(Continuará.)

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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