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Repito el mensaje en tono mayor

Vuelvo a Barcelona después de unos meses de ausencia. El clima tornadizo de mayo me parece una bendición. A un día abierto y luminoso, como para hacer novillos mascando una brizna de hinojo, le sigue otro de borrasca precox con esos hilos de niebla enroscados al Tibidabo que acaban formando nubarrones y descargando abundante líquido a sacudidas, entre convulsiones, con prisas por terminar de cualquier manera, sin miramientos. La ciudad queda encharcada y muy nerviosa.

La ciudadanía barcelonesa, una de las más disciplinadas y dóciles de España, se entrega con pasión a los inventos municipales. Esta vez los espectáculos eran variados. Hasta un millón de barceloneses se juntó en las playas para asistir a una exhibición de aeroplanos. Los bellos fuselajes relampagueaban sobre el mar a cuatrocientos por hora en una competición que Faulkner ha descrito magistralmente en Pylon.

Otro millón se unió a la procesión religiosa y deportiva del equipo de fútbol local en una especie de Carnaval de Río donde jóvenes atletas brasileños en calzoncillos ocupaban el lugar de las sensuales bailarinas semidesnudas. Cataratas de confeti, selvas de serpentinas, cantos, bailes, mucha lágrima al paso de los adolescentes. Numerosos padres alzaban a sus criaturas en brazos, por encima del gentío, para que guardaran imborrable recuerdo, como en la liberación de París al paso de los tanques americanos.

Finalmente, otro medio millón participó en la maratón de El Corte Inglés. La foto de salida que reproducían los diarios regionales mostraba una fila de ancianas con gesto resuelto, una pierna avanzada, la otra en retroceso, inclinadas enérgicamente hacia delante, dispuestas a devorar a dentelladas el porvenir de sus ochenta años.

Durante esos días nadie pudo circular, ni trasladarse, ni emprender actividades productivas y hubo familias que no lograron alcanzar el hogar hasta la madrugada. ¿Qué importa? ¿Acaso hemos venido a este mundo para sufrir? Barcelona encarna aquello que Hegel llamaba “el domingo de la vida”.

Seguramente no hay muchas ciudades en el mundo que usen el espacio público de un modo tan desabrochado, como si la vida de sus habitantes no fuera sino una perpetua exhibición circense, con sus fieras y domadores, sus payasos saxofonistas, e incluso alguna severa ecuyère látigo en ristre. Los anhelos y deseos infantiles –volar, jugar al fútbol, correr en una maratón- se hacen realidad sin descanso gracias a unos concejales que cuidan este jardín de infancia ataviados, no con el gorro frigio, sino con el gorro rojo de Santa Claus.

La esencia misma de Barcelona, su verdadero ser, esa identidad tan pregonada por las élites nacionalistas, es un patio de colegio.

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10 de mayo de 2006
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El tren de los pobres

Desde que llego a Medellín, todo el mundo me recomienda dar un paseo por MetroCable, el último grito de la tecnología en transportes. Ya al entrar en el metro regular, tengo la impresión de encontrarme en uno de los más vistosos de América Latina. En vez de subterráneo, el sistema es aéreo, y desde sus ventanas se aprecian las estatuas de Botero, la confusión del centro, las iglesias antiguas y los verdes cerros que rodean la ciudad. Pienso que incluso en ciudades asoladas por la violencia y la pobreza, la modernidad se abre paso rauda e imponente, como este tren.

Sin embargo, en un momento dado, el vagón empieza a avanzar paralelo al río Medellín, y el espectáculo se transforma. Los edificios dejan su lugar a las casas de ladrillo pelado que pueblan las laderas. Los perros callejeros se mezclan con los niños descalzos. Las bolsas de basura se acumulan. Mi acompañante me explica que ahí estaba el basural municipal hasta que la gente llegó y se instaló a vivir. Estamos viendo la Comuna Nororiental de Medellín, una de las zonas más pobres de la ciudad.

Antes, a este barrio no se podía entrar. Las cuadrillas de los traficantes campeaban a sus anchas, y ni siquiera la policía se atrevía a enviar patrullas. Pero hoy en día, un gigantesco sistema de 90 funiculares, como burbujas de acero, recorre más de 4 kilómetros hacia lo alto de los cerros. Cada uno de ellos tiene espacio para diez personas, y sus instalaciones son cómodas y limpias. Esto es el MetroCable.

Al principio, me parece estar en una película como Blade Runner. El cubículo acristalado da la impresión de planear suavemente a cincuenta metros del suelo. Pero pasado un rato, el espectáculo me recuerda más bien a La vendedora de rosas. Bajo mis pies se extiende una zona de inmuebles sin techo y buses atestados, de bolsones de miseria con las mejores vistas de toda la ciudad. Le digo a mi acompañante:

-Así que el principal atractivo turístico de Medellín es mirar a los pobres.
-No –me responde-. Esto es para que los pobres miren a los ricos en jaulas.

La periodista Aura López dice que la instalación del MetroCable implicó una recalificación del terreno y, por lo tanto, un importante aumento de los tributos municipales que pagan los vecinos. Según ella, además, no es verdad que la seguridad ha aumentado, sino que los traficantes han sido reemplazados por los paramilitares. Aura dice que ese es el trato del gobierno con ellos: a cambio de su desmovilización del campo, los movilizan a la Comuna, los uniforman y los premian. 

Hasta donde llego a ver, es verdad que la presencia militar es notable en este barrio, como en todo el país. En el MetroCable, efectivos uniformados ayudan a la gente a subir a las cápsulas. En las estaciones, patrullan armados con garrotes y armas de fuego. En el vagón en que regreso al centro, uno de ellos me obliga a levantarme y cederle el asiento a una señora. Lleva en los hombros estrellas con laureles. Y debajo de ellas, la inscripción “Dios y Patria”. En sus solapas aparecen pistolas cruzadas, y su corte de pelo es un rapado militar. Pero cuando lo veo de cerca, me doy cuenta de que su uniforme dice Policía Nacional.

-Qué bonitos sus galones –le digo-. Pero pensé que era militar. ¿Es usted policía? 
-Soy policía –asiente-. Pero ahora llevamos todo igual que los militares. Hacemos el mismo entrenamiento, usamos las mismas armas…
-Hasta el mismo uniforme.
-No exactamente. El nuestro es verde. El de ellos es de camuflaje. Es que nosotros actuamos en las ciudades y ellos en el campo. Pero por lo demás, somos iguales.

Lo felicito por su noble labor y me bajo. Al salir de la estación, veo una foto publicitaria del presidente Álvaro Uribe con un bebé en brazos. Fue tomada precisamente durante la inauguración del MetroCable. El eslogan de campaña es sencillo: “Adelante Presidente”. Me pregunto qué tan lejos está adelante.

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9 de mayo de 2006
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Cazador cazado

Me quedé pensando que a partir del texto de ayer alguien podía colegir que desprecio a los críticos. Eso sería un error, puesto que no es verdad. Tengo el más profundo de los respetos por la función del crítico. Durante toda mi etapa de formación, fueron los artículos de un sinnúmero de críticos los que me abrieron camino hacia los más grandes artistas. La semana pasada, sin ir más lejos, escribía un artículo sobre Wim Wenders para una revista argentina y comprendí que aún recordaba una crítica de El amigo americano que Ángel Faretta había escrito a comienzos de los 80 para un medio hoy desaparecido. ¡Pasaron más de veinte años y todavía recuerdo sus razonamientos!

Yo mismo he oficiado de crítico durante largo tiempo, y todavía lo hago ocasionalmente. Cuando escribo un texto crítico trato de seguir siempre los mismos, sencillos lineamientos. Para empezar, prefiero hablar de lo que me gustó antes de hablar de algo que odié. Sé que aquí me diferencio de la mayoría de mis colegas, que sienten un placer casi sexual al destrozar a alguien. Quizás como consecuencia de las luces que tantos críticos encendieron en mi adolescencia (y que me condujeron hacia artistas que hoy forman parte de mi vida como Wenders, REM, el primer Ridley Scott, Patricia Highsmith, Bob Dylan y tantos otros), siento que no existe nada más gratificante que encontrarme con un artista o con una obra que valen la pena y poder transmitirle al público mi entusiasmo. ¡Siempre es mejor colaborar con la creación o multiplicación de una nueva tribu que ejecutar a alguien!

También creo que una crítica que no ofrece ideas no vale la pena. Los textos que se limitan a glosar un argumento y decir que la obra es buena o mala no merecen el calificativo de críticas. Como parte del público, espero que una crítica haga algo más que contarme de qué va el libro o la película y subir o bajar un pulgar: le exijo que me ilumine, que me haga pensar en algo distinto de la obra que se está juzgando, ya sea porque me hable del contexto, porque relacione con otras obras artísticas u otro tipo de fenómenos o porque establezca ligazones hasta entonces secretas con el mundo en que vivimos. No me importa que las asociaciones que el crítico haga sean extremas, y hasta insólitas. Uno de los motivos por los que venero a Greil Marcus es por su capacidad de asociar ideas. Puede empezar hablando del punk y terminar hablando del situacionismo, como hace en Lipstick Traces (Trazos de carmín, creo que se llamó la traducción al español); o empezar hablando de Dylan para saltar a El séptimo sello y terminar hablando del Eclesiastés, como hace en uno de los artículos reunidos en el libro The Dustbin of History. Marcus nunca olvida que, en primer lugar, un texto crítico debería estimular el pensamiento; y en segundo lugar, que siendo la crítica un subgénero literario, no puede dejar nunca de ser creativa.

Ahora que tengo un pie en la otra orilla del río y que me he vuelto objeto de crítica, padezco más que nunca la pereza intelectual de tantos periodistas. Estoy cansado de descubrir al instante que los razonamientos de ciertas críticas ya los he leído antes en otro lado. (Buena parte de los críticos de cine compran acríticamente cualquier moda que venga de afuera: pasaron por su momento de veneración al cine iraní, después adoraron al cine de género chino-coreano-japonés, ¡cualquier cosa que ya venga con el imprimatur de cierta crítica europea!) O de verlos moverse como manada, produciendo operaciones políticas en vez de pensamiento y tratando de reinventar la nouvelle vague sin Godard, Resnais ni Truffaut.

En aquella vieja crítica de El amigo americano, Faretta subrayaba que la profesión del protagonista Jonathan era la de enmarcar cuadros, lo que en inglés se llama framer; y que Jonathan caía en la trampa de Ripley, cuando caer en la trampa se dice to be framed. Así Jonathan se convertía en un framed framer, lo que en español solemos denominar un cazador cazado. Así me siento ahora que en buena medida he dejado de criticar para ser criticado.

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9 de mayo de 2006
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Comisarios en busca de empleo

Paso unos días en Barcelona tras varios meses de ausencia. Encuentro la ciudad cubierta por una fina película de barro rojo. La última vez que llovió, hace semanas, trajo el sutil polvo del desierto africano encelado entre las nubes. Nadie lo ha limpiado, ni siquiera los particulares cuyos coches están rebozados de limo y cubiertos de graffiti tipo: “So guarro”. Aspecto fantasmal, de ciudad abandonada.

El calor ya es veraniego y los árboles pierden la hoja. Hay una alfombra de hojas muertas, como si fuera otoño. Un segundo eco africano: el ruido, el caos circulatorio, el amasijo de personas en el centro comercial, las masas de turistas apenas vestidos, los inmigrantes que venden latas de cerveza por las Ramblas, los trileros, los ladronzuelos, las gitanas rumanas cargadas de niños sospechosamente atontados. También hay un recuerdo para el Nápoles de los años sesenta, aquella ciudad que, según Graham Greene era la primera ciudad de Oriente.

Por desgracia, nada hay en Barcelona que mantenga en pie, aunque sea con grietas, el augusto pasado del Reino de Nápoles, sus palacios, sus iglesias, sus museos, su sociedad burguesa, una de las más ilustradas de Italia, su pueblo llano tan vivaracho y más listo que el hambre. Esta es una ciudad levítica y sin gloria.

Los amigos están desolados por las chapuzas del gobierno nacionalista catalán. Como en tiempos de Franco, se divierten comentando los disparates de los ministros más chiflados. La última majadería, la del responsable de Turismo, un tal Huguet, ha sido proponer una ley que prohíbe a los comercios para turistas vender muñecos de bailarina flamenca o de torero porque “no son de tradición catalana”. También quiere prohibir la venta de sombreros mexicanos, que tienen mucho predicamento entre los ingleses y americanos. Espero que haya sido una ocurrencia pasajera. No lo es la prohibición de los toros. Se escudan en los grupos animalistas para suprimir lo que ellos consideran “una señal de identidad española”.

Es asombroso que los represores no se percaten de que en cada prohibición no sólo muestran su talante opresor, sino también la escuálida inteligencia que han recibido por herencia.

La prohibición de la pieza de Handke en el Odeon de París, un capricho del director de la Comédie-Française, Marcel Bozonnet, puede parecer más seria, pero es tan miserable como la de su imitador catalán. La libertad de expresión no es unidireccional y por mal que nos parezca la simpatía de Handke hacia Milosevic, no es peor que la de García Márquez por Castro.

Como dicen Kusturica, Jelinek, Modiano, y los firmantes de la carta de protesta contra el censor, ahora los dramaturgos deberán pedir permiso a Bozonnet cada vez que quieran ir a un entierro.

Uno imagina a Bozonnet, tan ufano como un funcionario del Reich de película cómica, estampando permisos sobre las instancias petitorias y decidiendo cuáles son los muertos buenos y cuáles los muertos malos.

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9 de mayo de 2006
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La insoportable levedad de los críticos

En 1970, en ocasión del estreno de Ryan’s Daughter, David Lean fue invitado a una reunión de la National Society of Film Critics en el célebre hotel Algonquin. Lo que el director de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago suponía un homenaje reveló enseguida ser una emboscada. Los críticos norteamericanos, con Pauline Kael a la cabeza, se lanzaron a descuartizar la película que Lean estaba presentando, una historia de amor inspirada vagamente en Madame Bovary pero trasladada a la Irlanda de 1916. Según cuenta el crítico Richard Schickel, que por entonces dirigía la National Society, Lean no contraatacó. Sobrepasado por la agresión, se encerró en su caparazón. Para colmo Schickel, en un intento de sintetizar el sentido de las críticas, no tuvo mejor idea de expresarlo de esta forma: “¿Puede explicar cómo el hombre que dirigió Brief Encounter puede haber dirigido esta pila de mierda que usted llama Ryan’s Daughter?” En un momento de la ordalía, Lean se dirigió a Schickel por lo bajo y le dijo: “No entiendo lo que está pasando. ¿Por qué me hacen esto?” Aun cuando nadie puede cometer la ingenuidad de atribuir la totalidad de la culpa a Kael, Schickel y sus secuaces, lo cierto es que David Lean tardó quince años en volver a dirigir.

En estos días me encontré dos veces con esta anécdota, entre los documentales que vienen en la flamante edición norteamericana de Ryan’s Daughter (primera en DVD) y al releer la biografía de Lean escrita por Kevin Brownlow. (Que compré en la librería Ocho y Medio de Madrid, dicho sea de paso. Todavía me arrepiento de no haber comprado el guión de Lawrence que conservaban en algún estante.) Desde entonces no puedo dejar de pensar en ella.

Las razones puntuales del ataque son comprensibles. Ryan’s Daughter no es Lawrence, ni Zhivago, ni El puente sobre el río Kwai; ni siquiera es Brief Encounter. Pero es una bella película, que ha envejecido bien y que incluye la mejor tormenta marítima que se haya filmado, sin contar los engendros digitales como The Perfect Storm; mientras la veía, pensé que Lean había tratado de recrear la tormenta apocalíptica que Dickens describió con maestría en el capítulo LV de David Copperfield. Lo que ocurría en 1970 era que se estaba poniendo de moda otro cine. Ya se veía venir la revolución de los Coppola, los Scorsese, los Altman, los Bogdanovich, los Friedkin: películas más crudas, más realistas, con un feel documental, que estaban en las antípodas del romanticismo de Lean y de su sentido del gran espectáculo. Es verdad que tanto Lawrence como Zhivago habían recibido algunas críticas adversas (debe dar pena releer hoy esos textos, tan a contrapelo de la historia), pero el público las había consagrado. En cambio Ryan fracasó en la taquilla. Ese fracaso debe haber sido interpretado como una carta blanca para los críticos liderados por Kael, que sin duda sentían que no podía apoyarse al nuevo cine sin crucificar a todos los consagrados.

Por lo general los críticos se mueven en manadas y operan políticamente aun cuando son conscientes de estar cometiendo injusticias. Recuerdo que, en ocasión del estreno de Plata quemada, un crítico por entonces muy influyente nos dijo al director Marcelo Piñeyro y a mí que la película le había gustado, “pero que no lo podía decir”. En aquel entonces, la manada de críticos a la que comandaba presionaba a diario a favor de lo que se denominaba Nuevo Cine Argentino. Seis años después siguen esperando que el Nuevo Cine alumbre algún Coppola o algún Scorsese.

¿Qué derecho asistía a aquellos críticos para decirle a un hombre que había dirigido algunos de los mejores films de la historia que su nueva película era “una pila de mierda”? Aun en el caso de que la película fuese mala –que no lo es, lo juro-, debería existir un módico respeto hacia un artista de la talla de Lean. No puedo quitarme de la cabeza la imagen del hombre de sesenta y dos años, poniéndole el pecho a la violencia sin perder la dignidad y preguntándose por qué le hacían eso. Es verdad que el tiempo coloca todo en su lugar, pero no puedo dejar de pensar cuántas películas de Lean existirían hoy si Kael, Schickel y su manada se hubiesen comportado con decencia –esto es, sin crueldad. Lean tardó quince años en ponerse de pie y filmar Un pasaje a la India, su película final. En el medio quedó el proyecto de hacer Nostromo, sobre la novela de Conrad, y unas cuantas ideas más que para pesar de muchos nunca llegó a plasmar.

Ah, la insoportable levedad de los críticos…

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8 de mayo de 2006
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SCIASCIA/STENDHAL

Me acuerdo del día de mi descubrimiento de “Stendhal” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Era una traducción al español. Un librito del editor Trieste que me provocó una irresponsable crisis de celos. La sensación de ser testigo del robo de un tesoro francés por un príncipe siciliano. ¿Cómo podía ser? El autor del Gatopardo no había escrito un libro a propósito de Stendhal o un estudio literario sino un libro que se ubicaba con su seductor desorden, su obsesión por los detalles dentro del círculo mágico que el propio Stendhal había nombrado al dedicar La cartuja de Parma como el de los “happy few”.

Lo que más me molestó fue descubrir el uso del francés, muy acertado, para el título de un capitulo: “L’heure des cuirassiers”. Escribir así no era poner la pata en el terreno más íntimo de la literatura francesa, era establecerse en su centro. Algo como decir Stendhal es mío y lo demuestro con un libro que corresponde plenamente a los escritos íntimos del maestro.

Escritos que tocan así el gran secreto de la obra de Henri Beyle hay pocos. Está el famoso artículo de Balzac sobre la “Cartuja” que afirma que no existen más de mil quinientos lectores en toda Europa que puedan entender los méritos de la novela (“El señor Beyle, escribe Balzac, ha hecho un libro donde lo sublime estalla de capítulo en capítulo”). Está también el todavía debatido artículo de Prosper Mérimée, H.B., por uno de los cuarenta, una caricia que deja un arañazo en la figura de Stendhal. Al revés, hay un sinfín de cegueras, la más famosa la del propio Sainte-Beuve, primus inter pares de los críticos que confirmaron el pronóstico de un autor anunciando a mitad del siglo XIX que tendría sus lectores en 1880 y, aún más, en 1935.

Hasta ayer podía añadir a aquella lista los libros que un lector guarda por razones imposibles. En mi caso, eran tres: Stendhal de Albert Thibaudet,  Stendhaliana (nombre de una enfermedad incurable) de Emile Henriot y CLX petits faits vrais, un censo por Jean-Louis Vaudoyer de ciento sesenta historietas que gustaron a Stendhal sembradas a lo largo de su obra. Desde hoy, no son tres sino cuatro. Acabo de leer Adorable Stendhal de Leonardo Sciascia, que viene como un eco de lo que me provocó la lectura del libro de Lampedusa. Otro siciliano, igual capacidad de establecerse frente al gran amante de Italia y conversar sobre él de manera intensa, con hambre de hechos y dominio total de los escritos. El libro de Lampedusa no era un libro sino la transcripción de las lecciones que daba sobre literatura al final de su vida. Igualmente, el libro de Sciascia es una mera recopilación hecha por su viuda de los textos que el autor de Todo modo dedicó a Stendhal.

Es una obra incompleta, caótica y, por tanto, digna de Stendhal que dejó tantos libros inacabados. No sé por qué milagro llegó a mis manos la traducción al español. Fue publicada por Adriana Hidalgo Editora, en Argentina, en diciembre pasado. Todo lo que he leído es un encanto: las páginas sobre Pedro Napoleón que fue el modelo de Fabricio del Dongo; la maneja de recordar que Stendhal ha “lidiado con la nada”; la manera de definir la vida de Stendhal como “un amor hacia la vida no correspondido”; la descripción de la afición por Italia “de un escritor sumamente francés y muy poco italiano”; la evocación del bandolero Gasparoni encerrado en su fortaleza; la emoción al comprobar que sí fue posible, el conde Greppi almorzó con Stendhal  cerca de 1840 y jugó al billar con Hemingway en 1917. No faltan los pedacitos de nada sobre Gramsci, Paul Valery, André Gide, que son rasgos fundamentales en una pasión por Stendhal cercana a la alucinación. No falta, por supuesto, la comparación entre Stendhal, que se prometía lectores a largo plazo, y Lampedusa, actuando como un autor que no podría tener lectores.

El título del libro viene de una confidencia de Sciascia sobre Pasolini. (Me parece reconocer el texto, extracto de El caso Moro). Sciascia dice que lo que le aparta de Pasolini es el sobre-uso que hace este de la palabra adorable. Los pequeños amantes que por fin lo mataron en una playa eran para Pasolini sus “adorables”. Sciascia dice que para él aquella palabra solo mereció dos utilizaciones: “… para una sola mujer, y para un solo escritor. Y este escritor, tal vez esté de más decirlo, es Stendhal”.

Hay que hablar bien claro: es un libro tan imprescindible sobre Stendhal que nadie lo necesita a menos que sea víctima de aquella incurable enfermedad cuyo síntoma Sciascia describe: “el stendhalismo, dice, es seguramente la pasión más duradera, la más vasta, la más fervorosa que la historia, la vida y las costumbres literarias registran”.

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8 de mayo de 2006
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El negro literario de Alan García

Además de un excelente escritor, Óscar Collazos es un hombre con un admirable par de cojones, una de esas personas que parecen no comprender los límites de lo posible y que avanzan hacia las catástrofes con la ciega determinación de los ingenuos. Y luego, para colmo, lo hacen bien. Decidió ser escritor viniendo de una familia pobre y de una infancia sin libros. Y ahora es una voz literaria imprescindible de su generación. En 1989 se atrevió, tras veinte años de exilio europeo, a regresar a una Colombia criminalizada en la que prácticamente gobernaba Pablo Escobar. Y se niega a irse. Sus artículos de prensa le han valido amenazas de muerte. Y no deja de escribirlos ni de estar vivo, y para colmo, de tener sentido del humor. Pero eso lo sabe todo el mundo. A mí lo que me interesa de su pasado es el lado oscuro: Óscar Collazos era el negro literario de Alan García.

-En esa época –me dice-, Alan acababa de huir de Perú, perseguido por Fujimori, y se vino a Bogotá. Yo creo que sobre todo residía en París, pero tenía un apartamentito por acá. Y era muy amigo del ex presidente Belisario Betancur. Así que, cuando escribió sus memorias, le preguntó a él quién podía ayudarlo con el estilo. Y Betancur le dio mi nombre.

Collazos me mira con unos ojos pequeños y fijos que oscilan entre el escepticismo y la ironía. Es el tipo de persona que puede contar un chiste desternillante y quedarse serio, como si estuviese probándote, a ver si lo escuchas.

-Recuerdo el libro de Alan–le contesto-: El mundo de Maquiavelo. Pero no eran unas memorias, era como una novela más bien.
-Sí, pero contaba su historia. La mejor parte era su huida por los techos de Lima, descalzo y desesperado. Eso estaba bien narrado.

Esa fue la parte que yo leí. La revista Caretas publicó un extracto en que narraba la fuga nocturna y el abandono de sus amigos. Algo así como Scarlet O’Hara, justo antes de jurar que nunca más pasaría hambre. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue una cuestión de estilo. Se lo digo a Óscar:

-La prosa tenía juegos del lenguaje, y saltos de tiempo y perspectiva… ¿Por qué no simplemente contó sus recuerdos?
-Con un libro de memorias, cada dato puede ser contrastado y puede meterte en problemas. En cambio, con la ficción se puede jugar más.
-O sea, para poder mentir.
-Yo creo que era un poco mitómano, la verdad.
-¿Le descubriste mentiras?
-No, me refiero a que creía firmemente en una ficción épica sobre su propio personaje. Se veía a sí mismo como una especie de enviado para salvar al Perú. Literariamente, lo más difícil del trabajo fue depurar los excesos retóricos en los que ensalzaba las cualidades del protagonista.

El héroe de la novela se llamaba Alan García, pero la historia estaba contada en tercera persona, aunque a veces pasaba al monólogo interior. Era el tipo de recurso literario que caracterizaba a Vargas Llosa. En versión Alan, claro.

-¿Y te hiciste muy amigo de Alan?
-No, no intimamos. De hecho, sólo nos vimos tres veces. Yo le pedí que me diese el manuscrito y no me llamase en un mes, hasta que tuviese el trabajo terminado. Luego se lo di, y lo aprobó. Fue una relación correcta y de trabajo.
-¿Qué es lo que más recuerdas de él personalmente?
-Decía que era pobre. Me regateaba la tarifa cada vez que nos veíamos, quería pagarme menos. Pero creo que al libro luego le fue bien. Lo publicó Planeta y se tradujo a varios idiomas. Mejor, para ayudarlo en su pobreza.
-¿Sabes que ahora podría ser presidente?
-Claro, si lo eligiesen, me habría gustado pasar por allá a saludarlo. Pero supongo que, si publicas esto, me van a negar la visa al Perú. 

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8 de mayo de 2006
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Grandeur

Todavía hoy muchos franceses, sobre todo los agraviados, repiten incansablemente la palabra “Francia” en cuanto abren la boca y se refieren a ella como los catalanes cuando hablan de Cataluña, como un ser humano con sus hábitos, manías, amores, cóleras, deberes y demás adornos de los mortales, aunque con el paradójico sobreentendido de que la Patria es inmortal.

En Radio France hablaba esta mañana un ensayista cuyo nombre no he retenido y que utilizaba ese tonillo insoportable: “La France debe hacer esto y aquello por sus inmigrantes. La France tiene que pedir perdón por sus crímenes coloniales. La grandeza de la France la obliga a comprender a sus hijos árabes”. Y así sucesivamente.

Para distraer el asco, me fui a pasear por el soberbio hospital de los Inválidos, ese Escorial que Luis XIV ordenó edificar para dar asilo a sus soldados tullidos, una construcción severa, adornada tan sólo con cañones y bombardas, en cuya iglesia se encuentra la tumba de Napoleón como un escarabajo de pórfido finlandés en la celda fúnebre del faraón.

Si hay algo que queda lejos de la Francia actual es esa grandeza que utilizaba arteramente el quejica de la radio. Los cañones de Luis el Grande están magníficamente esculpidos, cubiertos de tritones, delfines, soles borbónicos, guirnaldas floreadas, parecen llevar borceguíes con hebilla de plata. Los cañones revolucionarios (quedan muy pocos) tienen el ascético aspecto de lo producido a toda prisa y con cuatro duros, son cañones sans culotte. Los cañones napoleónicos, los románticos cañones de la Grand Armée, de un verde aguamarina, ya han asumido la sobriedad burguesa y sólo las iniciales del Emperador decoran sus fustes. Los últimos cañones, los de la guerra moderna, son tan desnudos, eficaces, exactos e insípidos como un edificio de Gropius.

Nada queda de la Francia revolucionaria, nada queda de la Francia imperial, nada queda de la Grandeur, sólo la retórica barata del nacionalismo; unos tópicos que ya ni siquiera se atreve a utilizar la ultraderecha, pero que usan con todo desparpajo las almas bellas contra los franceses. Para que suelten la pasta, naturalmente.

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8 de mayo de 2006
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Pequeño Manifiesto de Odio al Hoy

Siempre detesté a Shirley McLaine. No me pregunten por qué: admito que la mujer actúa bien y que en su época dorada cantaba y bailaba con decoro, pero aún así la aborrezco desde que tengo uso de memoria. Me parecía una mujer amarga y resentida, lo que aquí solemos denominar un mal bicho; un juicio por completo infundado, lo asumo, pero no por ello menos real en el interior de mi cabeza. Lo sorprendente fue que hace algunos años me asignaron la responsabilidad de entrevistarla, y cuando me senté delante suyo no pasé de la segunda pregunta. Lo que ocurrió fue instantáneo, una reacción química en estado puro: nos detestamos tanto de manera recíproca (les juro que esto era evidente en ella, también), que me levanté y me fui. Nunca he hecho nada menos profesional en mi vida, y eso que he entrevistado a alguna gente memorable durante mi carrera periodística: Paul McCartney, Martin Scorsese, Julia Roberts, Madonna, Mick Jagger, Liza Minnelli, Sean Connery, Daniel Day Lewis, Arthur Miller… De ahí el asombro que siento cada vez que admito que existe algo que comparto con McLaine, aun cuando se trata del rasgo más insólito –quizás el único insólito- de su personalidad: la creencia en vidas pasadas.

No se asusten, no lo digo del todo en serio. Ella sí defiende esta creencia a capa y espada, ha llegado a editar varios libros al respecto que por supuesto no he leído: sostiene que todos hemos sido otros en siglos pretéritos, otras gentes, otras vidas. Por lo general yo me río de la superchería, y muy especialmente de la tendencia de esta gente a sostener que han sido personalidades célebres en tiempos remotos; nadie reivindica haber sido un campesino ruso o un esclavo etíope, por lo general afirman haber sido Cleopatra o Cromwell o Arquímedes. Pero a veces me descubro pensando que ciertas características mías (no me hagan decir cuáles) habrían sido más útiles en otros tiempos. Y en días como hoy me convenzo de que debo haber vivido en otros tiempos con mayor felicidad, porque detesto al mundo contemporáneo.

  Me encantaría haber vivido en tiempos más simples. Hacerme cargo de mi parcela de terreno, procurándole a mi familia el techo y el alimento, aun sabiendo que es posible que deba defenderla con las armas. Cambiaría todas las presuntas ventajas del mundo contemporáneo (en materia de medicamentos y de tecnología, por ejemplo) por la posibilidad de controlar mi vida un poco más de cerca, a pesar de que esto signifique vivir menos. El tiempo que la tecnología nos regala se pierde en millones de pequeños actos que, engarzados, suponen tan sólo un nuevo tipo de esclavitud. Vas a pagar una cuenta y te dicen que el billete es falso. Pagás con tarjeta y te dicen que la banda se desmagnetizó. Cargás el servicio a tu cuenta bancaria para que te lo debiten y descubrís que te debitan cosas que no esperabas. Querés renunciar a un servicio (de internet, o un gimnasio) y te encontrás con un montón de pegas sobre las que nadie te había informado cuando te inscribiste. ¿Qué la tecnología te ahorra tiempo? No me hagan reír…

El ordenador permite corregir de manera menos engorrosa que el papel, es verdad. Pero arrancar una página del cuaderno o de la Remington Rand no era tan grave; de hecho, la infinita mayoría de las obras fundamentales de la literatura y del teatro no han sido escritas con ordenadores. Lo cual me lleva a otro de los motivos por los que odio al mundo de hoy: vivo en un tiempo que da por sentado que las mejores novelas y los mejores dramas ya han sido escritos. No creo que Cervantes haya padecido este prejuicio. Ni Melville. Ni Dickens. Todos los grandes artistas tenían predecesores a los que querían superar, pero no se topaban a diario con gente que les decía que ni se molestasen. Buena parte de los escritores de hoy asumen el rol de comentadores, se contentan con trabajar en textos que funcionarían como un pie de página a los grandes de verdad. ¿Qué demonios pasó con la ambición creadora?

Ni siquiera puedo contentarme diciendo que la gente es más sofisticada. ¿Qué clase de sofisticación tiene una opinión pública que se traga con anzuelo y todo eso de que el terrorismo, con el islamismo como ideología, es el cuco de este tiempo? Es verdad que parte del planeta está en manos de regímenes más piadosos que las monarquías de antaño, o que las simples dictaduras. Pero tampoco podemos dar por sentado que se trata de conquistas inamovibles: estamos a tan sólo una conflagración nuclear, o una sequía, o una peste de distancia de regresar a los métodos de la Edad de Piedra.

En medio de este panorama, me queda el consuelo de saber que hay algo que me permitiría entenderme con Shirley McLaine. (¡A pesar de que hayamos sido enemigos acérrimos en otras vidas!) Es así: las posibilidades de sembrar concordia aparecen en las circunstancias más inesperadas.

Ya se los dije. Hoy tengo uno de esos días.

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5 de mayo de 2006
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SIMON LEYS

Cada mes la revista francesa Le magazine littéraire lleva dos columnas. Una, excelente, es firmada por Enrique Vila-Matas que demuestra que supera el conocimiento de la literatura francesa que tienen los propios franceses. La otra columna viene del otro lado del mundo. La firma Simon Leys, un profesor belga de literatura que vive en Australia. Su verdadero nombre es Pierre Ryckmans. Ha robado su pseudónimo a un héroe del novelista Victor Segalen. Es un autor extraño, un hombre mítico en muchos aspectos. Profesor de estudios y de idioma chinos escribe tanto en francés como en inglés y tiene una ironía, y también una transparencia en la escritura que lo establecen como una figura aparte entre los lectores que siguen sus pasiones.

Leys fue traducido al español en los años setenta cuando se dedicaba a escribir el contrario de lo que decían los maoístas en Francia. Por temor a ellos y a perder su visa para ir a China tuvo que esconderse detrás de su seudónimo para publicar ensayos que se llamaban Los trajes nuevos del presidente Mao y Sombras chinas. En estos libros se leía la verdad sobre China en aquella época: la “banda de los cuatro” era un hampa en el poder y la revolución cultural, una catástrofe con un sin número de muertos y de poblaciones desplazadas.

Desde entonces, he seguido a Ryckmans/Leys muy de cerca. Ha escrito sobre China, pero también sobre literatura y sobre el mar. Es difícil explicar por dónde va este autor. En 2003, por ejemplo, publicó un librito Les naufragés du Batavia (Los náufragos del Batavia) en la editorial Arlea. Es la historia de un milagro: trescientas personas que tenían que hundirse con el barco Batavia, en 1629, cerca de una isla de la costa australiana, llegan a salvo a tierra. Enseguida los sobrevivientes se dedican a hacer lo que la serie de televisión Lost muestra en el mundo entero: compartir la vida que les regaló la suerte. A pesar de hacerlo en un pequeño paraíso, se matan entre ellos a una velocidad tremenda. Es una historia real, basada en hechos, y, bajo la pluma de Leys, un relato encantador y realista.

Lo que más sorprende en Leys son los temas que le movilizan. Ha escrito una novela para imaginar qué habría pasado si Napoleón no hubiera muerto en Santa Helena; ha producido muchos ensayos literarios (Balzac, Simenon, Evelyn Waugh…); ha traducido al inglés Confucius y  al francés Two years before the mast de Richard Henry Dana, que es el mejor libro nunca publicado sobre el mar (existe en español bajo el título Dos años al pie del mástil). Entonces no me sorprende que la última columna de Leys trate de Joseph Conrad, que combina gran literatura y mar. Pero, al leerla, descubro lo que quizá había olvidado: Vladimir Nabokov odiaba a Conrad.

“Conrad es un escritor para escautismo” dijo Nabokov citado por Leys. La razón del odio: Dimitri, el abuelo de Nabokov, había reprimido en 1862 un levantamiento polaco que tenía entre sus responsables al propio padre de Conrad.  Casi toda la familia cercana a Conrad fue asesinada por las tropas de Dimitri Nabokov. Su nieto no soportaba la denuncia hecha por el escritor polaco de la barbarie rusa personalizada por un antepasado de su familia. Al leer esto he vuelto en seguida a los famosos cursos de literatura de Vladimir Nabokov. Capítulo sobre Dostoievski. Cito: “Dostoievski no es un gran escritor, más bien un autor mediocre…”. Y esta vez, tenemos que recordar que no fue el abuelo sino el tío bisabuelo de Vladimir Nabokov, quien fue encargado de la investigación sobre Dostoievski cuando este tramaba un complot contra el zar. Después, fue el jefe de la fortaleza Pedro y Pabo donde Dostoievski quedó detenido. Otra vez, Vladimir Nabokov no sabía cómo asumir un antepasado carcelario.

A pesar de huir a Rusia, el padre de Lolita tuvo que asumir, y no sabía cómo, la carga de una familia que participó en el absolutismo del poder del zar. Lo hizo, cuando se trataba de literatura, con unos odios que llegan al ridículo. Basta recordar las cuatro categorías que utilizó para clasificar a los personajes de Dostoievski: epilepsia, demencia senil, histeria, psicópatas. No voy a seguir así, contando lo que me provocó la lectura de la columna de Simon Leys: es un autor maravilloso, de los que abren las puertas escondidas en nuestras bibliotecas.

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5 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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