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Sobre los neo-bárbaros

Hay veces en las que me pellizco para despertar de la anestesia que inocula la costumbre. Leo de los muertos en la playa palestina, entre los cuales hay niños veraneantes, maldigo entre dientes como siempre y doy vuelta a la página para ver qué otra cosa ocurrió en el mundo. Mi anestesia no dura demasiado porque la noticia retorna al otro día, con voceros de las fuerzas armadas israelíes pretendiendo que se trató de “un error”. Y reaparece ayer una vez más, con los mismos voceros desdiciéndose (¿no se les paga a los voceros para que presenten argumentos convincentes?) y atribuyendo el incidente a una mina de Hamás. Estos israelíes escucharon tantas veces el cuento de que los terroristas se devoran a sus niños que han empezado a creérselo. Decir que Hamás colocaría una mina para contener una posible incursión israelí, sin retirarla después o avisar a su gente, es un disparate. Tan absurdo como imaginar que los españoles podrían minar una playa del Mediterráneo tratando de evitar la llegada de pateras, y olvidarse de alertar a la población que rodea el lugar. Por supuesto, antes de que se pueda llegar a conclusión alguna sobre este asesinato la realidad se supera a sí misma: el ejército israelí vuela un autobús. Mata a dos activistas, pero también a inocentes –entre ellos dos niños. (Más niños. Y después la gente se pregunta por qué hay tantos niños en mis ficciones. Son los fantasmas que me visitan a diario). Los voceros ya dicen que fue un error. Quizás mañana arguyan que uno de los niños llevaba una bomba dentro de la vianda con que iba al colegio. Pobres soldados israelíes, tan estresados que al principio creen haber bombardeado desde su barco y disparado un misilazo y después comprenden que no, que nunca hicieron tal cosa.

La masacre de inocentes es tan vieja como la civilización –y por supuesto, más aún. Pero por lo general la asimilamos a la clase de tiempos que denominamos bárbaros. Es cosa digna de un Atila, de personajes despiadados que se expresan en un idioma gutural. En cuanto podemos, tratamos de soslayar hasta qué punto la actual civilización fue erigida sobre la sangre de inocentes: durante la conquista de América y de África, durante la guerra contra los nativos en los Estados Unidos, en la Argentina, en México, en Perú, en Bolivia… Hubo una época en la que se pensó que podían aplicarse criterios normativos a las guerras, someterlas a ciertas normas de fair play. Pobre Marqués de Queensberry. El siglo XX arrasó con sus ilusiones al bombardear Guernica, Londres y Berlín, al convertir a Auschwitz en un sitio tristemente célebre, al devastar Hiroshima y Nagasaki. Los políticos apelan a argumentos que, al calor del presente Mundial de Fútbol, no sería inadecuado denominar resultadistas: el fin justifica los medios. Las cuentas cierran. Los muertos de Hiroshima y Nagasaki son un buen negocio porque significan menos muertos –eso dicen- de los que hubiese producido la Segunda Guerra de prolongarse. Y son menos muertos todavía porque viven lejos, hablan otro idioma y no conocemos ni siquiera uno de sus nombres. Son menos que muertos: son garabatos en el diario, palabras huecas en el informativo de la radio.

Temo que nos estemos volviendo demasiado permeables a esta dialéctica del mal necesario. El lunes por la noche vi episodios de Lost y de 24, dos de las series que sigo semanalmente. En ambos había un personaje protagónico, uno de los “buenos”, que torturaba a otro para obtener una información que, de resultar cierta, ayudaría a la supervivencia de un grupo. Parecían la misma serie, no sólo porque escenificaban escenas de tortura, sino porque esgrimían los mismos argumentos. Es verdad que cualquiera de nosotros estaría dispuesto a hacer cosas terribles para proteger a los suyos. Pero en todo caso sólo lo haríamos en situaciones extremas, verdaderamente límites –si es que aceptamos hacerlo. Los poderes fácticos tratan de convencernos de que todos los días existe una situación límite que justifica el uso sistemático de semejantes medios. Si ese fuese el caso, si la preservación de nuestro modo de vida supusiese sí o sí la práctica de atrocidades, deberíamos replantearnos cómo queremos vivir. Mi experiencia como argentino me ha vacunado para que desconfíe de estos “protectores” que matan y torturan para que yo, presuntamente, pueda seguir viviendo en paz. Descreo de la violencia en general, pero abomino de la violencia ejercida desde los Estados, sobre todo ahora que ya no es tan sólo defensiva, sino, como les gusta decir, “preventiva”, y por ende se permite atacar antes de ser atacado. Esto es, cometer un crimen cierto para evitar un crimen hipotético. Y después dicen que Minority Report era una película de ciencia ficción.

Prefiero vivir simplemente –quiero decir, vivir en lo que muchos tildarían de pobreza material- antes que justificar barbaridades hechas en mi nombre. Estos son tiempos bárbaros, e incluso más bárbaros que aquellos que ya portaban el adjetivo –porque hoy somos bárbaros no por ignorancia, sino a consciencia. Y perdonen el brulote. Hoy volví a conocer la indignación.

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14 de junio de 2006
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NOVELAS EXTRANJERAS

Transfuge es una revista que sale cinco veces al año. Se dedica a la literatura extranjera y lo hace con la voluntad de romper un poco, pero no tanto, la jerarquía clásica de los valores reconocidos. En las portadas de los tres últimos números hemos visto dos americanos, Bret Easton Ellis y Tom Wolfe, y un japonés, Haruki Murakami. Pero más allá de estas estrellas la revista tiene la voluntad de sorprender: Aharon Appelfeld es presentado como un gran filósofo, Richard Powers recibe el tratamiento de un clásico. Transfuge tiene ropa de burgués pero mueve la cintura como para decir “mírame, sigo siendo joven”. Y ahora, saca su primer número especial: “150 novelas extranjeras ineludibles”.

Como siempre cuando se hace una lista, la pregunta es cómo se hizo. En este caso, con un método nuevo: se preparó una muestra de 28 lectores, en la que se encuentran el director de redacción del diario Le Monde, Eric Fottorino; algunos críticos, Pierre Assouline o Jérôme Garcin; un editor/historiador de la literatura, Charles Dantzig; y escritores como Marie Ndiaye o Linda Lê. Más o menos son 28 personas ubicadas en el centro de gravedad de la opinión mayoritaria de la república francesa de las letras. Cada miembro de la muestra ha sido entrevistado para hablar de su novela favorita. No de la mejor, sino de una novela que les llegó de manera íntima en un momento de sus vidas. Como no escriben (todos han sido entrevistados) hay una cierta ligereza en lo que explican. Conectan libros y detalles de sus vidas. Se habla de literatura sin utilizar almidón. Y el resultado es una sorpresa.

De 28 novelas, no hay ni una que venga de Bélgica, de Suiza o del África francófona. A los entrevistados no les interesa el francés escrito afuera. Pero 16 libros han sido escritos en inglés. Un autor sale tres veces: Philip Roth, con dos novelas, Pastoral americana y La mancha humana. No hay ni una obra de América Latina, pero tres libros vienen del mundo ibérico: El Quijote de Cervantes, Greguerías de Ramón Gómez de la Serna (sorpresa total para mí) y Señales de fuego del portugués Jorge de Sena. Al final, dos libros en español en contra de cuatro en alemán (Herman Hesse, Stephan Zweig, Robert Musil y Bernhard Schlink).

Para decirlo de otra manera: entre personas influyentes en Francia no queda nada del boom hispanoamericano. Un resultado que se puede comprobar a un segundo nivel, pues los entrevistados tenían el derecho de nombrar otros cinco libros. Algunos se limitaron a citar dos títulos, pero hubo quien llegó a mencionar nueve obras. Al final, son 126 libros más y la misma dominación del idioma inglés, con 53 libros. No cambia la proporción de libros en español o portugués, un diez por ciento cada uno, con 12 títulos. Cervantes sale dos veces (el Quijote y las Novelas ejemplares) como Gabriel García Márquez (Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera) y Antonio Lobo Antunes (Las naves y Tratado de las pasiones del alma). Los seis últimos autores son Jorge Luis Borges (Ficciones), Roberto Bolaño (Los detectives salvajes), Juan Rulfo (Pedro Páramo), Ernesto Sábato (El Túnel), Francisco de Quevedo (La vida del buscón llamado Don Pablo) y Mauricio Electorat (Sartre y la citroneta). Para quienes no le conocen, Electorat es un chileno que sabe mucho de Francia y de las perversiones de sus intelectuales.

Al final, de 154 libros, solo 15 provienen del mundo iberoamericano. Sin voluntad de provocar el desánimo de los miembros del crack y otras corrientes que siguieron al boom, no se puede negar que Francia no se apasiona como antes por lo que se escribe en el sur o en el otro lado del Atlántico sur. Ya hablé de Philip Roth, hay además otros tres autores que son muy citados: los alemanes Arno Schmidt y Thomas Mann, y el estadounidense William Faulkner. Claro, casi no hay nadie de Asia, y ningún autor de África. Francia mira al mundo sin visión periférica.

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14 de junio de 2006
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Viajando con Claire Denis

Hasta no hace mucho no había una sola mujer entre los directores de cine que me gustan de verdad. Durante algún tiempo seguí a Kathryn Bigelow, especialmente a causa de Point Break, pero Bigelow filma a la manera de un hombre, películas de género violentas y adrenalínicas; en este sentido, es más de lo mismo. Además el ídolo se me quebró con K-19, esa de submarinos en la que Harrison Ford pretende hablar con acento ruso. Ahora hay dos cineastas que me fascinan: Claire Denis e Isabel Coixet. (Intuyo que le está faltando Lucrecia Martel a esta lista, pero debo admitir, ¡mea culpa!, que no he visto ni La ciénaga ni La niña santa.)

Durante este fin de semana disfruté de un programa doble de películas de Claire Denis, que constó de su debut, Chocolat (1988) y de la hipnótica Beau Travail (2000). Chocolat es producto de la infancia que Denis pasó en África, pero está lejos de ser la postal edulcorada de la niñez a que Hollywood nos tiene acostumbrados. Ni siquiera creo que sea un film sobre el colonialismo, como se dice por ahí. Sería inapropiado decir que las películas de Denis tratan sobre un tema determinado: más bien están construidas sobre la certeza de que ninguna película puede agotar un tema ni ser definitiva al respecto, por lo que Denis se contenta con establecerlo y dejarnos en su compañía para que los espectadores hagamos el trabajo que nos toca –y al que de esta manera ya no podremos rehuir- una vez que salimos de la sala. En todo caso Chocolat es una película sobre el despertar del erotismo, visto por una mujer que recuerda su infancia en Camerún. Uno de los rasgos que valoro en Denis es la simpleza con que aborda cuestiones engorrosas. En Chocolat el fin de la infancia no es un relato romantizado y lírico sino apenas algo inevitable, como el fin del colonialismo. Me gusta el detalle de la pequeña France quemándose la mano con el caño del generador y borrando las líneas de su palma: dejar de ser niño significa, ante todo, comprender que nuestro futuro ya no es predecible.

Beau Travail es una adaptación del Billy Budd de Herman Melville, trasladada al presente, al norte de África y a los hombres de la Legión Extranjera. La década transcurrida desde Chocolat se hace evidente en la libertad con que la narración procede, a esa altura Denis ya es una cineasta segura de sí misma y de sus recursos estilísticos. Nuevamente se trata de la crónica de una obsesión, en este caso la de un oficial por un nuevo legionario: como en Billy Budd, la perfección del recién llegado inspira en el oficial la necesidad de destruirlo. Y otra vez Denis construye tensión de manera magistral, para al fin privarnos de una catarsis predigerida, tranquilizadora. El momento del estallido, en que el joven legionario golpea a su superior, está filmado de forma no naturalista: Gregoire Colin no finge golpear, tan sólo mueve su puño lentamente hasta la mandíbula de Denis Lavant, sin falsa violencia; no simula el acto, apenas lo indica.

Me gusta que las películas de Denis me obliguen a moverme, que me expulsen de ese paraíso autoindulgente que es la butaca de un cine; a veces lo hace trasladándome a sitios exóticos, como en Chocolat y Beau Travail, y en otras mostrándome lugares incómodos del alma, como en la canibalística Trouble Every Day. Me gusta que entienda tan claramente que el cine es una experiencia sensorial, del cual la narrativa convencional es apenas la punta del iceberg; la escena final de Beau Travail es inolvidable aun cuando sólo muestra a un tipo que baila delante de un espejo: ese muñeco desarticulado –inmejorable Denis Lavant- expresa todo lo que hay que expresar. Y me gusta que no haga todo el trabajo por uno. Claire Denis nos niega la catarsis, el contraplano, la satisfacción artificial, del mismo modo en que la vida se lo niega a sus personajes: France no llegará a ver la casa de la infancia en Camerún, Galoup es expulsado de la Legión para enfrentarse a un futuro tan incierto para él como para el espectador.

Cada vez que veo una película de Claire Denis, la palma de mi mano pierde todas sus líneas y el cine se convierte en un viaje que nunca es turístico. ¿Qué más se le puede pedir a un autor, en un mundo que suele conferir a las películas la predictibilidad de un videogame?

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13 de junio de 2006
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Ni te cases ni te embarques

Dada la fecha y en homenaje a épocas más dichosas durante las cuales los humanos dejamos nuestro destino al albur de los astros, me voy al Museo de Cluny. Exponen sesenta nuevas piezas. Del siglo X al XVI.

El museo de las termas de Cluny es uno de los más bellos del mundo. La mansión de Jacques D’Amboise, potentado borgoñón del siglo XV, es la única que sobrevivió a las revoluciones urbanas de esta villa cuyo cerebro se recalienta cada treinta años con desagradables derrames de sangre. Han pasado cinco siglos y la mansión del borgoñón está prácticamente intacta. Además, la visita muy poca gente. Sobre todo, niños.

Me lo descubrió, el siglo pasado, uno de los filósofos más duros que ha dado España. Un cráneo lleno de cuarzo y azufre, que trabaja con la silenciosa potencia de un Bentley. En aquella época pertenecía al partido comunista del exilio. Creo que sigue ahí. Le ha dado por la física quántica. ¡En España...!

Cuando la torturada lógica de Hegel le dejaba un instante de recreo, descansaba en el museo de Cluny. Vagar por aquellas salas donde duermen los espíritus que vivieron cuando Europa aún era civilizada, sosegaba el maelstrom de sus neuronas. Pasaba horas absorto delante del tapiz de la Dame a la Licorne, extasiado por el refinamiento del repertorio: la enseña (A mon seul désir), la elegancia indescriptible de la muchacha, la pureza viril del unicornio, la lealtad del león, los pájaros, el simio, las flores, el halcón... toda la simbología de aquel mundo mágico le era mil veces más comprensible que la vertiginosa caída de la filosofía en el nihil, después de que Kant, inesperado David, la lanzara al vacío cósmico con su onda crítica.

Me habría gustado compartir con él un par de nuevas piezas que el museo ha comprado en estos últimos años. La talla en madera de una Santa Clara de ropajes tempestuosos que parece arrebatada por una nube de lana que la levanta hacia el éxtasis. Una Teresa de Bernini nacida a riberas del Rhin.

Y sin duda el enigmático tapiz de la Pirouette, es decir, de la peonza. Tres peonzas yacen ya en el suelo, derribadas, aunque una gire todavía sus últimas vueltas empeñada en perdurar, mísera criatura. En lo alto, sobre la piedra del altar, una mano celeste está poniendo en movimiento la cuarta. Nace una nueva vida. Nace una nueva servidumbre.

Le habría gustado verla, él que ha luchado toda su vida contra la servidumbre en un mundo de esclavos.

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13 de junio de 2006
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Donde todo es posible

El camarero nos trae unas bolitas blandas salteadas con cebolla y guacamole. Son escamoles: huevos de hormiga roja. Están ricos, pero no puedo evitar la sensación de que me corren bebés insecto por la boca. En cambio, el inglés que está sentado frente a mí come con avidez. Tiene unos setenta años y fue corresponsal por todo el mundo. Asegura haber comido serpientes, monos y perros. Pero prefiere los escamoles.

-Me fui de México a fines de los años sesenta –me dice-. Por entonces, había sido la matanza de Tlatelolco, y el gobierno estaba bien abusado con los estudiantes rebeldes. Aunque después de la matanza, habían quedado muy pocos con ganas de fastidiar.

Me cae bien este tipo. Su español es una mezcla de gringo con mexicano, y su mirada está llena de pasado y aventuras. Es una mirada que ha dado un largo paseo por la humanidad. Y por la inhumanidad también. Ahora, nos traen gusanos de maguey fritos en un plato, que mi compañero de mesa casi vacía de un manotazo. Según me explican, hay gusanos blancos (meocuil) y colorados (chilocuil). Los mejores son los primeros. Pero esta tasca está oscura, y no distingo el color de los gusanos. Me parecen más bien marrones.

-Hubo un dirigente estudiantil que tuvo una historia muy curiosa –continúa diciendo-: era muy revoltoso, muy contestatario. El gobierno le ofreció una beca para estudiar lo que quiera en la universidad que él escoja, en cualquier país. Pero el chico se negó y siguió molestando, organizando manifestaciones, dirigiendo protestas… Después de un tiempo, el gobierno le ofreció nombrarlo agregado cultural en la embajada mexicana que él escoja, donde quiera. Pero él rechazó la oferta y siguió molestando. Un día, salió de una fiesta y le dieron una paliza que casi lo mata. Se pasó dos semanas en el hospital recuperándose. Al salir, siguió chingando la madre. Un día sí y otro también azuzaba a sus compañeros. Era muy exaltado. Al final, una mañana, cuando se iba a la universidad, el coche explotó. Ahí quedó.

Ahora han llegado a la mesa los chapulines: saltamontes fritos. Son como pop corn, crocantes, salteaditos en aceite. Sólo que a veces se te queda algo atracado entre los dientes, y cuando lo sacas, es una patita de insecto. Consigo sobreponerme, pero trato al menos de no mirar a los ojos a los bichos que me estoy comiendo. El inglés se los zampa como si fueran papas fritas, y sigue hablando:

-Yo me hice amigo del ministro del Interior, fíjate. Pero nunca le hablé de estas cosas. Sólo cuando ya iba a irme, fuimos a tomar unas sangritas. Y entonces le narré la historia del estudiante tal y como me la habían contado a mí, enterita. Y, ya en confianza, le pregunté: “¿Cómo es posible, güey? ¿Cómo puede ocurrir algo así en este país? ¿Cómo el estado puede primero tratar de sobornarte y luego directamente matarte? ¿Ése es el trato? ¿Eso es la ley?”. Él me respondió: “Pues no le veo lo raro. Mira, el gobierno mexicano tiene ante todo un gran respeto por el derecho a la vida. Pero también valoramos enormemente el derecho a la libre opción. Así que, si una persona quiere suicidarse, hacemos todo lo posible por evitarlo. Pero si a pesar de todo insiste, pues ya lo ayudamos”.

Ahora nos traen brochetas de cocodrilo. La carne de los reptiles está puesta como por capas. Vas sacando un trozo tras otro, y se deslizan suavemente fuera del cuerpo, como si no estuviesen trenzados sino encajados ahí. Le pregunto al inglés por qué, con recuerdos como ese, regresó a México tras su jubilación. Me dice:

-En este país, cambiaron la fecha de la independencia para hacerla coincidir con el cumpleaños de un dictador. Y se inventaron la fecha del día de la madre. En esta ciudad, cuando la contaminación mató a una bandada de palomas que aparecieron tiesas en el Zócalo, el ayuntamiento dijo que eran aves migratorias que habían muerto por agotamiento del viaje. Y se comen calaveras de azúcar, insectos y reptiles. Este es el país donde cualquier cosa puede ocurrir. Todo es posible. Eso me gusta. Aquí te puedes morir de cualquier cosa menos de aburrimiento.

Entonces se calla y seguimos comiendo. Yo hago lo mismo. El camarero ya trae otro plato, y tengo curiosidad por saber qué es.

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13 de junio de 2006
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EL MUNDIAL DOMÉSTICO

¿Se puede todavía ser un fanático de corazón? ¿O un irremisible ateo? El segundo Mundial de Fútbol del siglo XXI tiene la respuesta. Nunca una edición del campeonato mundial de fútbol ha resultado tan ilustrativa sobre la ridícula vanidad de las creencias y las sagradas pertenencias.

La dialéctica entre lo global y lo local, lo extraño y lo  familiar, se resuelve estos días en la sucesión de partidos y el texto de sus alineaciones. ¿Alemania? ?Francia? ¿Brasil? ¿Italia? El nombre y el juego de sus principales jugadores son tan familiares para el aficionado de cualquier nación que, finalmente, se revelan como nuestros rivales pero también como nuestros ídolos y, por momentos, viendo los encuentros entre ese tipo de selecciones deseamos ver el buen hacer de sus figuras sin notar demasiado su adscripción nacional. La nación da nombre al equipo pero, a diferencia de lo que sucedía antes, no lo graba a fuego. Los futbolistas importantes que componen prácticamente cada selección vienen de clubes sobresalientes y de los que tanto aficionados africanos como coreanos o almerienses desearían poseer su camiseta. La camiseta auténtica o la que por cientos de miles se expende en todo el mundo al modo de un único bazar donde se cruzan mitos y estampas, colores y denominaciones sin importar demasiado su pertenencia oficial. Ser de una nación es tan anacrónico como las oposiciones vitalicias. Ahora se es de esto o aquello para desarrollar un juego de rol, no para morir por la causa. Este Mundial de Fútbol, donde además abundan los "nacionalizados" o los "naturalizados" al lado de los autóctonos, lo pone repetidamente de manifiesto. A España  la vencerá Brasil en noventa minutos con jugadores a los que se ha vitoreado durante años en España y en cuya selección juega, además, un  brasileño españolizado de conveniencia. De este modo y tras este tutti-frutti de alineaciones, ¿como seguir con el antiguo encono al extranjero o el amor loco a la selección local? Efectivamente todavía hay locos pero ahora advertimos mejor el atavismo de su mal.

O todavía mejor: efectivamente es aún posible pasar de ser un hincha del Real Madrid a ser un hincha de la selección nacional, pasar de un fanatismo a otro, pero ¿cómo no darse cuenta de que ese mismo travestismo es posible gracias al  juego con su naturaleza? Pero ¿un juego de identidad? Un juego de identidad o de disfraces, un juego en fin. Y, tratándose de un juego evidente ¿cómo será posible mantener el fanatismo o su ofuscación?

Efectivamente es posible tropezarse con  gentes que se declaran fanáticas de esto o aquello pero ¿quién no siente por ellos conmiseración o ajenidad? Ni se puede ser hoy hombre/hombre ni mujer/mujer, ni católico a machamartillo, ni ateo irredento.  Tampoco es posible manifestarse nacionalista/nacionalista sin mover a la irrisión o la compasión intelectual.

Por primera vez, en suma, este Mundial abre un nuevo mundo a la vista de todos. Las selecciones nacionales de fútbol son de este o aquel país coloreadas por la bandera pero cada vez menos transfundidas de ellas. De esta manera el mundial pasa de ser una representación de la liza entre pueblos para convertirse en espectáculo popular total. De lo sagrado a lo escénico, de lo simbólico a lo pop. ¿Morir por la patria? ¿En cuántos países se sigue creyendo en ello? Lo decisivo va dejando de ser la cuna, la fidelidad ciega, la unión eterna. En su lugar se extiende un universo diverso y cambiante, lleno de combinaciones y de nuevas criaturas mezcladas. Asistimos por fin a un Mundial donde crece el mundo, donde todos vamos conociéndonos y apreciándonos según valores no afincados en los históricos males de la pertenencia. Los tópicos siguen jugando. Pero ahora ya, progresivamente, como elementos para animar el juego.

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13 de junio de 2006
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El MUNDIAL

Hablé una vez, una sola vez con el escritor Álvaro Mutis. Era en su casa de México donde, supongo, vive todavía. Me acuerdo muy bien de la pared cubierta de «Editions de la Pléiade» en su biblioteca. Mutis había leído toda la obra de Balzac en francés. Así me lo dijo y su conversación, tanto como el desgaste de los libros, confirmaban aquella lectura que han hecho pocos franceses (por supuesto, no me incluyo entre ellos). El escritor Paul Morand cuenta en una entrevista que para escribir una introducción tuvo que leer o releer con lápiz en la mano, no a todo Balzac pero sí las novelas de la Comedia Humana: leyendo ocho horas diarias, le costó tres meses de trabajo. Pero no es Balzac quien vuelve a mi mente al hablar de Mutis sino lo que me dijo el novelista colombiano hace veinte años.

Sé que aquella conversación tuvo lugar hace veinte años pues en esos días empezaba el Mundial de Fútbol en México. Era el año 1986 y Mutis había hecho unas declaraciones estupendas al diario La Jornada. Acababa de enterarse con una enorme sorpresa que se prescindía de la utilización de una raqueta para jugar al fútbol. Y para asombro de todo el país frente a su desconocimiento de este deporte acababa de proponer una medida para mejorar el espectáculo: castigar al capitán del equipo vencido, con la pena de muerte, implementada en la misma cancha de su derrota. De dos cosas una, parecía decir Mutis: o el fútbol es una cosa seria que tiene derecho a invadir nuestras vidas tal como lo hace y vamos hasta las últimas consecuencias, o no hay que aburrirnos con detalles sobre el estado físico de unas personas cuya única ocupación es correr detrás de una pelota, una actividad casual para niños.

En estos días, en Francia, me siento muy próximo a Mutis: me interesan más las aventuras de Maqroll el Gaviero que lo que pueda hacer Zinedine Zidane en un césped alemán. La verdad es que sobran Zidanes en Francia. Escribo su apellido con una «s» pues está en todas partes. Hace promoción para un sin fin de productos y su rostro (sumamente hermoso con su mirada de paz indestructible) aparece en todas las revistas de deporte, lo que me parece lógico, pero también en todos los canales de televisión y en las revistas más extrañas como las de coches, pesca, cultura, las femeninas y hasta en la revista Psychologies.

«Exclusivo: Zidane en el sofá» promete la portada. Claro que para mí un cóctel de Freud con Zidane en un tratamiento periodístico barato es el colmo de la confusión moderna, que pretende entregar la intimidad de figuras que existen solamente a través de su dimensión mediática. Voy a esperar al último partido del mundial para acercarme a un kiosco (ya compré la revista Transfuge, que se dedica a la literatura extranjera). Lo escribo como advertencia: hypocrite lecteur, -mon semblable-, mon frère, este blog es el peor lugar para saber cómo los franceses reaccionan a los altos y bajos de una selección de jugadores multimillonarios. En su gran mayoría son negros cuyos ingresos ayudan a negar la existencia del racismo en Francia. Al llevar una camiseta azul con un gallo en el pecho confunden un poco más a un pueblo ya confundido por los motines que ocurrieron en los suburbios franceses donde viven los inmigrantes. No se debe confundir el fútbol con la vida. Y tampoco con la literatura: la contribución del fútbol a la literatura sigue siendo muy limitada. Rastreando mi memoria de lector encuentro dos cosas: unos cuentos de un ex futbolista argentino, Jorge Valdano, y una preciosa novela de Peter Handke: La angustia del portero ante el penalti. Al principio del libro el portero se va de la cancha y nunca vuelve. Quizás, es lo mejor del libro: ver un jugador renunciar al fútbol.

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12 de junio de 2006
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Punto de vista

Estaba, por razones ajenas a mi voluntad, buscando fotos viejas de mí mismo. Pronto comprendí que la búsqueda no iba a ser fácil. Las escasas fotografías en que aparezco están dispersas por media ciudad. Algunas se encuentran prensadas dentro de un álbum desvencijado que mi padre dejó, creo, al cuidado de mi hermana: son las primeras fotos de mi vida. Estas fotos en blanco y negro están impresas en papel. Hablan de un mundo en el que todavía había tranvías, discos de vinilo y televisores sin control remoto. Hablan de un mundo en que los teléfonos se discaban y eran tan portátiles como el largo de su cable. Un mundo, coincidirán conmigo, que ya no existe.

Otra tanda de fotos tiene la forma de diapositivas, esos fotogramas apresados en el interior de marquitos de cartón o de plástico que sólo podían apreciarse mediante el uso de un proyector. Creo que esas fotos también quedaron en lo de mi hermana. No hace tanto las volvimos a ver en sesión familiar. (¡El viejo proyector todavía funciona!) Estas diapositivas mostraban un mundo que ya había adquirido color: eso sí, con tonalidades Kodak, chillonas y precarias. Las fotos hablan de un universo de flequillos y pulóveres con guardas, en el que mi familia todavía estaba entera y yo fruncía el ceño de manera constante. A mi madre le encantaba ponerme a posar frente al sol. Se tomaba todo el tiempo del mundo antes de disparar y siempre terminaba haciéndolo cuando yo, enceguecido, cerraba un ojo o los dos a la vez.

Mi adolescencia coincide con la popularización de las fotos a color impresas en papel. Desde entonces, y hasta la invención de las fotos digitales, mis retratos se convierten en una realidad tan caótica y esquiva como la de mi vida durante el mismo período. No conservo casi ninguna de esas fotos. Algunas deben haber quedado en manos de mi ex mujer, que seguramente las convirtió en humo. Las muestras con que cuento son la prueba perfecta de la búsqueda de identidad (si hubiese que adjetivar esta búsqueda, la palabra desesperada no constituiría una exageración) en la que estaba embarcado. Fotos con pelo largo y con pelo corto, fotos con anteojos y sin ellos, fotos con barba y bigote y fotos de un yo lampiño, fotos en las que tengo un look de joven educado, y de clon de Jim Morrison, y de detective sacado de División Miami. (Uno de los motivos por los que me alegra que mi primera novela sea hoy inhallable es que con ella se ha ido la foto en la que parecía una premonición de Harry Potter. Todavía conservo aquellos anteojos, que a mis hijas les encanta probarme para poder reírse de mí a sus anchas. Sólo que mi cara ha perdido los cachetes de aquella juventud. Hoy me parezco más a Elvis Costello, lo cual me alegra: me gusta más Costello que Harry Potter).

Repasar estas imágenes significó mucho más que un ejercicio en la nostalgia. Me hizo pensar en todos aquellos mundos que ya no existen, y en todas aquellas personas que se fueron con ellos. (Por ejemplo mi madre; ya no hay nadie que me obligue a dar la cara al sol, es algo que en todo caso debo hacer por propia decisión). También me hizo pensar que mi fotogenia acabó en el instante en que obtuve consciencia de mí mismo: de pequeño salía bien en las fotos, pero apenas entendí que yo era yo, y que un día dejaría de serlo, mi actitud empezó a trasuntar rebelión ante la idea del fin; la anti-fotogenia como modo de protesta. Me hizo pensar en cuántos fui, antes de encontrarme a mí mismo; y en cuán precaria es mi seguridad actual, ahora que mi imagen no es más duradera que el banco de datos que la almacena, ni más definida que una suma precisa de pixeles.

Ya casi no aparezco en las fotos, salvo por error o en los retratos grupales propios de las fiestas. Esto también significa algo que me gusta pensar: que tengo hijos y amores que son más importantes que yo, y por los que vale la pena desplazarse al otro lado de la cámara. Imagino que esto es algo que nos ocurre a muchos, pero no puedo dejar de decirme que esta elección tiene mucho que ver con otra que la antecede, la de mi forma de vida. Escribir ficciones, tanto literarias como cinematográficas, se parece mucho a sacar fotografías. Y cuando se trata de pegar el ojo al visor, yo prefiero ver a otros antes que a mí mismo. El del autorretrato me parece un género pobre. Soy de los que cree que uno es lo que mira. Y el mundo está lleno de cosas más interesantes que mi triste figura.

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12 de junio de 2006
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El arte de perder

Soy un peruano nacionalista y patriota. Y como tal, parte de la cultura que reivindico rabiosamente es perder en el fútbol.

En efecto, ganar es vulgar. La estadística obliga incluso a los peores equipos a vencer en algún partido: así, Bolivia derrotó a Brasil hace un par de eliminatorias, Colombia goleó a Argentina en la mismísima Buenos Aires en un vergonzoso partido que aún nadie comprende, y hasta Túnez le ganó un partido a México, su única victoria en un mundial. Ganar siempre es una posibilidad. Lo difícil, el verdadero reto, es perder constantemente y sin distraerse, mostrar una convicción indestructible, inconmovible y fanática por la derrota. Eso es mi Perú.

Indiscutiblemente, a veces cometemos un desliz y empatamos o incluso ganamos a equipos como Trinidad y Tobago o Panamá. Pero hay que ver las líneas generales: lo importante es que tenemos una tendencia hacia el fracaso clara e insobornable. Porque hace muy pocos años, solíamos decir lo mismo de Ecuador y Bolivia. En ellos se cimentaba nuestro mezquino y ordinario orgullo de ganar partidos. Y sin embargo, desde que yo tengo memoria, esos equipos han asistido a más mundiales que nosotros. Ecuador y Bolivia, pobres, no saben lo que quieren. Ilusionados por las batallitas ganadas, pierden la oportunidad de convertirse, como Perú, en un baluarte, un símbolo, un ícono de la catástrofe deportiva. Pero allá ellos. La historia los juzgará. 
 
Yo, por mi parte, como buen peruano, disfruto las distintas etapas de cada torneo futbolístico. Me encanta ese primer momento en que, para animar al televidente, la televisión transmite los triunfos históricos del Perú. Ah, nada como el blanco y negro para disfrutar de la blanquirroja. Me estremezco de placer cuando escucho a mis amigos frente al televisor con sus cervezas y sus escarapelas diciendo “¡esta vez sí la hacemos!”. Henchido de gozo, trémulo de deseo, veo venir el siguiente paso, ese momento de la segunda o tercera jornada del torneo, cuando empiezan a mascullar “hemos tenido un traspié”.

Pero la frase que realmente espero, como una liturgia, como un mantra, es la siguiente: “aún es matemáticamente posible”, ese melodioso preludio al momento final del ritual, que se clausura siempre con las mismas palabras: “es el momento de trabajar con las divisiones inferiores”. Cuando llega esa sentencia con su cadenciosa sonoridad, uno sabe que todo ha terminado, y que mi país ha sido fiel una vez más a sus más arraigadas tradiciones.

Para un peruano hecho y derecho como yo, vivir en España se hace muy difícil. Al menor descuido, te haces hincha de un equipo ganador como el Real Madrid o el Barcelona, olvidando tus orígenes y traicionando lo que te define en última instancia. Por suerte, yo he encontrado un lugar en el Atlético de Madrid, un equipo hecho a mi medida, virilmente orgulloso de su tradición de perdedor.

No quiero decir con eso que no hayan tratado de quebrar mis convicciones. Como Cristo en el desierto, he sufrido tentaciones, algunas de ellas difíciles de resistir. Coincidiendo con el mundial del 2002, tuve una pareja brasileña. Veía los partidos con una camiseta verdeamarela y, lo peor de todo, ganaba constante, imparablemente. Cada día era una nueva celebración, cada triunfo un abandono de mi ser. Me sentí mal. Algo dentro de mí sabía que ése no era yo. Mi relación de pareja no sobrevivió mucho tiempo a ese mundial devastador.

Por eso, en este mundial, mis favoritos son Angola, Arabia Saudí, Costa Rica, Togo y Túnez. No sólo porque son los equipos con que me identifico plenamente, sino sobre todo, porque con ellos estoy seguro de que me ahorraré el aburrimiento de seguir el mundial entero, viendo a esos equipos sin sentido estético ganando y ganando todo el tiempo, ofreciendo el lamentable espectáculo de lo predecible. 

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12 de junio de 2006
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CENA CON LOS NOBEL

Estuve cenando, en Estocolmo, en el mismo salón donde se ofrece la cena de gala a los premios Nobel. Una pasada. Por allí, efectivamente, había marcado su paso Albert Einstein y Thomas Mann, la madre Teresa, Madame Curie, Fleming o Hemingway. Trataba de hacerme cargo de la importancia del espacio y me resultaba tan infantilmente fácil o fácilmente infantil que terminé por agotarme.

Los lugares sagrados son naturalmente estomagantes a pesar de que algo sagrado, aunque no espectacular, debamos elegir para que el corazón posea un gemelo dorado y una bruñida orientación de amor.

Los comensales de aquel acto no contábamos con posibilidad alguna de ser elegidos alguna vez para el premio Nobel y esto, incuestionablemente, nos violentaba. Nos  otorgaba un carácter de gentes demasiado comunes o también, como era el caso, de dóciles corifeos. Las personalidades se harían sagradas y continuarían siéndolo merced a nuestra adoración. Pero ¿eran merecedoras del premio a causa de nuestra merced? El glorificado no alcanzará nunca a saber si son sus admiradores quienes le deben el honor o debe su honor a los admiradores. En el intercambio, efectivamente, todos salen ganando. El elegido se alza como figura excepcional y quienes lo izan se sienten dignificados por la condición extraordinaria que han proclamado en aquel y que desde su altura les baña.

No nos hallábamos sin embargo satisfechos. Puesto que nos habían dejado penetrar en el recinto debíamos sentirnos agradecidos. Más que eso: puesto que se nos dejaba compartir una atmósfera reservada para el personaje histórico ¿qué podríamos ofrecer de valor a cambio si no fuera nuestra propia muerte? Lo aproximadamente más histórico que poseemos, el único remedo del paso a la posteridad en su primera fase.   

No resultaba por tanto tan sencillo acoplarse a la grandeza de esa sala en el Ayuntamiento de Estocolmo y pasmarse sin más, sin desasosiego, ante sus cuatro y altísimas paredes de ladrillo labrado. Por si faltaba poco, un escenario de pacotilla camuflado en un ángulo bajo la gran escalera, fue ocupado, a golpe de dos grandes bafles y focos, con la intervención de una popular cantante española de pelos rizados y tizones, más un pálido grupo sueco que imitaba a Abba. ¿Se trataba en efecto de un lugar sagrado aquel salón? Lo sagrado no se puede tocar; sin embargo, el grupo tocó sin reparo las músicas más destructivas del gusto y no digamos de la inteligencia. ¿De esa manera profanaban el espacio? Parecía que fuera así pero con el paso de los minutos nada podía creerse con firmeza. Apenas quedan, dentro de este mundo, espacios sagrados fijos. Prácticamente la totalidad de los elementos de que vivimos, gozamos o provenimos en el mundo occidental han ido volviéndose portátiles, circunstanciales, removibles.

Los sagrados campos de fútbol sirven para polvorientos mítines electorales y las delicadas iglesias para discotecas. Lo sagrado, siempre presente, ha cambiado su capacidad de sedimentación por la de circulación. Los Nobeles podrían contemplar el templo en donde habrían recibido su consagración destinado a recaudar unas miles de coronas en una fiesta de paso. ¿Seguirán creyendo en su magnificencia fundamental? ¿Creerán en su misma excelencia tan compartida y escarbada?

Los años han creado tal número de Nobeles que se hacen largos de enumerar, tediosos para ser exaltados sucesivamente, acumulativos como géneros a granel hasta el extremo de que su salón ha ido convirtiéndose en un contenedor donde puede caber de todo. Desde la boda hasta el discurso del concejal, desde la orgía a la sentencia de muerte. A pesar de ello, si el espacio funcional se presta al  soborno, su naturaleza estructural se resiste con cinismo superior. Pasear la mirada por sus muros, desfilar por sus escalinatas, tratar de entender la historia de su mixtura y apreciar la mimosa enseñanza de sus luces, empujaba a concluir que la arquitectura es mucho más que sus moradores  y sus arquitectos. La arquitectura nace, se yergue y palpita con una existencia que al lograr persistir respira por sí sola, no importa la mascarada  a que se la someta. La misma fama de los Nobel pregonada sin cesar por los promotores del acto trataba de ahogar su identidad mientras su identidad más unívoca renacía en paralelo, liberada de la estabulación. Liberada también olímpicamente de todos nosotros que entramos, cenamos y salimos de allí de madrugada, somnolientos, más tristes que alegres, más decepcionados de nosotros y de los Nobel que cuando todo lo veíamos en la televisión.

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12 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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