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Un rincón de Lima en el corazón de Barcelona

Odio el fútbol. O por lo menos, no consigo conmoverme con él. Frente a un partido, no veo a dos equipos decidiendo su destino, sino a 22 tipos en pantalón corto persiguiendo una pelota como si tuviesen cinco años. Por eso, soy el típico televidente que no quieres tener a tu lado durante el juego: el que dice cosas como “qué aburrido”, “¿y si ponemos la telenovela?” o “¿Qué? ¿Esperaban ganar? Háganme el favor”.

Soy conciente de esa debilidad, y de que supone molestias para los demás y un riesgo para mi propia integridad física. Por eso, evito ver fútbol con los implicados. Si juega Perú, trato de verlo con españoles. Si juega el Barça, procuro estar acompañado de latinoamericanos. Y por supuesto, fiel a mí mismo, decidí ver el partido España-Francia rodeado de peruanos, en el barrio barcelonés de Gracia.

Al principio, todo parecía normal. Nadie se mostraba excepcionalmente fan de ninguno de los dos equipos, de modo que se ahorraban tensiones innecesarias. Súbitamente, cuando Francia hizo el primer gol, el edificio se sacudió con el grito de emoción. Era muy extraño, porque el gol de España no había sonado tan alto.

-¿Por qué gritan el gol de Francia? –pregunté inocentemente.
-El bar de enfrente es francés –me respondió mi anfitrión- y el resto del edificio son estudiantes extranjeros. Pero los vecinos de arriba, los que han gritado más fuerte, son unos catalanes bien nacionalistas. Están a favor de todos los que se enfrenten con España. Hasta a Ucrania la festejaban.

Conforme transcurría el partido fui totalmente incapaz de comprender nada que tuviese que ver con estrategia futbolística, pero me conmovió la cara de Raúl cuando lo cambiaron, y luego, desde el banquillo. Era el rostro de un hombre que sabía que jugaba por última vez en un mundial, y que ni siquiera conseguía terminar el partido. Había en sus ojos suficiente derrota para los octavos y los cuartos de final.

Pronto descubrí que el más eufórico defensor de Francia era precisamente el único español del salón: un tal Álex, que no era catalán. De hecho, no sé de dónde era: se definió como militante ecologista.

-¿Y tú por qué no estás con tu equipo?
-No tengo nada contra España en sí. Pero este equipo francés es de izquierdas: Makelele, Zidane, Vieira, ahí no hay ni dios que tenga un apellido francés. Todos son inmigrantes. En cambio, la selección española está llena de Luis Garcías, Joaquines y Raúles. Me parece un equipo nacional-catolicista.
-¡Pero esto es fútbol!       
-A mí me da igual el fútbol. Lo mío es el antifascismo, tío.
-Ya.

El gol de Vieira, a diez minutos del final, volvió a sonar fuerte, pero sobre todo, le dio al partido una intensidad dramática que no había tenido. Y luego, con toda España volcada en el ataque, vino Zidane y disparó el tiro de gracia. Entonces, un chico dijo:

-Ha sido una bella venganza: Zidane, que todos decían que estaba acabado, que ya estaba demasiado viejo, viene en el último minuto, deja atrás a Pujol, el capitán del Barcelona, y mete un golazo como en sus mejores tiempos. Esos son los momentos que definen la vida de un hombre.

El chico estaba al borde de las lágrimas.

El partido no duró mucho más, ni hubo celebración en las calles, claro. En la pantalla, Zidane trataba de consolar a Raúl, su compañero en el Real Madrid. Mientras tanto, los peruanos comentaban que a España le pasa lo que a Perú: siempre parece que ahora sí lo logrará, y cuando al fin consigue convencernos a todos, pierde. 

A mí me habría gustado ver ganar a España. Pero más allá del resultado, creo que empiezo a entender de qué se trata esto del fútbol.

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28 de junio de 2006
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CUERPOS Y CUERPOS

Hemos conocido gente fea que cargó con las malas consecuencias de su aspecto. Pero también he tratado yo con una mujer guapísima cuya belleza le infligió padecimientos múltiples y la cubrió como una pantalla que la  impedía darse verdaderamente a conocer. Al cabo de los años, la edad vino en su ayuda para liberarla de esa cárcel de oro y cuya luz deslumbraba tanto a los demás como venía a ocultarla.  La ocultaba o la oscurecía doblemente: de un lado porque se hallaba permanentemente confundida respecto  a la manera de comportarse y porque parecería que el rotundo aprecio físico de los demás no le dejaba otra opción que obedecer las convenciones de esa etiqueta.

¿Resignarse a ser guapa? ¿Resignarse a su extraordinaria atracción? Efectivamente el cuerpo, más allá de lo que los hombres comunes suelen considerar para sí,   determina una parte importante de nuestra peripecia biográfica. Un amigo notoriamente inteligente y culto no logró la consideración intelectual que muy tarde fue recibiendo porque en torno a la década de los cincuenta se le configuró un lamentable rostro de perro pachón, demasiado fláccido para inspirar afecto y tan asimétrico como para evocar algún desajuste interno. De hecho, el juicio de gentes diversas coincidía en atribuirle  uno u otro desequilibrio personal que, sin duda, venía inspirado por el dibujo de su rostro.

Una vez, almorzando, vino a decirme él mismo que si no obtenía la cátedra por la que luchaba durante años era debido al pobre respeto que incomprensiblemente despertaba entre sus colegas. La razón estaba en su cara. Sus colegas habrían sido  incapaces de reconocerlo pero los frecuentes comentarios jocosos que hacían a sus espaldas les delataban. Finalmente necesitó exiliarse y engordar más de quince quilos para que la figura alcanzara una redondez coherente con la esfericidad de su cráneo y de este modo pudiera  presentarse ante los medios académicos consistentemente. La nueva configuración corporal le llevó a ganar la oposición y, posteriormente, a disfrutar de exégesis.

En cuanto a la amiga tan deslumbradora como una divinidad, sólo dejó de comportarse con dolorosa timidez y exagerado sentido de culpa, en los entornos de la menopausia. Si fue guapa a los veinte años todavía lo fue más a los treinta y tantos y ya parecía que para siempre tendría que cargar con esta cruz.  Cada escalón que ascendía en el trabajo daba pie a un surtido de maledicencias, cada vestido que estrenaba relucía de un modo tan especial que era difícil creer que no lo había escogido para turbarnos. De este modo fue víctima de su cuerpo intenso tanto como el profesor de su figura  macilenta.

Mientras las mujeres, según su largo destino de objetos de deseo, fueron siempre  sensibles a los efectos y vicisitudes de la apariencia, los hombres muy hombres se han creído históricamente ajenos. El poderoso movimiento de hoy en la cosmética masculina introduce en la cultura no sólo un vastísimo  muestrario de  cremas y lociones sino también una nueva noción. Una nueva consideración del mundo de las relaciones, los designios, la interpretación. 

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28 de junio de 2006
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El latido de mi corazón

Ayer recibí un comentario de Sebastián Ciego (no sé si el nombre es real, o tan sólo autoinfligido) que me llegó como un guantazo en el rostro. Me consta que Sebastián no buscaba ofenderme, de hecho suscribía las palabras elogiosas que yo había dedicado a la película francesa El latido de mi corazón. Sebastián se decía impresionado, encontraba en el film “algunas de las cualidades que más aprecio en el cine: ritmo, dureza, vitalidad”; su texto proseguía con calidad y emoción. Pero una frase soltada al pasar me aguijoneó. Uno de los motivos por los que Sebastián ensalzaba la película de Jacques Audiard era porque, según él, carece de “esa sensiblería bienpensante y solidaria que aniquila de raíz todo proyecto del cine español e hispanoamericano”.

Fue como oír un racimo de uñas rayando el pizarrón.

Por supuesto, existen gustos y gustos. Yo también disfruto con las películas que tienen ritmo, dureza y vitalidad (por algo hablé bien de El latido de mi corazón), pero también me gustan algunas otras que son lentas, y sentimentales, y lánguidas, porque en esencia me gusta el cine: todo el (buen) cine, sin excepción de género ni de tono narrativo. Lo que no puedo compartir es el diagnóstico de que si hay algo que está mal en el cine español e hispanoamericano es su “sensiblería bienpensante y solidaria”. ¡Por el contrario, creo que es una de las pocas cosas que está bien en nuestra cinematografía!

Déjenme separar la paja del trigo. No defiendo las películas que abordan un tema serio y conmovedor con torpeza narrativa; existen demasiados films menores que abordan temas mayores, yo también estoy harto de sufrir chantajes emocionales, de que me fuercen a aplaudir un relato por su tema en vez de por su arte. Por eso mismo celebro cuando nuestro cine da el doble salto mortal de estimular la percepción estética y a la vez poner en movimiento corazones y cabezas: porque como cinéfilo tengo apetito de buenas películas, pero como latinoamericano siento además la necesidad de que desarrollemos nuestra sensibilidad y nuestro costado solidario. De otro modo, estaría abriendo los ojos en el cine y cerrándolos al salir a la calle.

Yo creo, Sebastián, que este cine bienpensante y solidario del que abominas nos resulta necesario, porque vivimos en un continente castigadísimo donde se ha instigado a la gente a salvarse como pueda, aunque esto signifique devorarse al otro. La solidaridad es un músculo atrofiado al cabo de treinta años en desuso; una de las cosas que evitó que yo perdiese su uso definitivamente fueron las películas bienpensantes y solidarias que me llegaban desde el exterior, desde Matar a un ruiseñor a La lista de Schindler.

Pero además estoy convencido de que ese cine es lo que mejor hacemos. Pienso en La historia oficial, pienso en Estación central, pienso en Diarios de motocicleta, pienso en Kamchatka. (¿Queda claro por qué me siento implicado?) Yo creo que esas son las películas que perdurarán, porque narran con arte y tienen el corazón en su lugar: son sensibles, lo cual me resulta imprescindible en este lugar y en este tiempo, sin ser sensibleras. Y si las hacemos tan bien, ¿por qué deberíamos de dejar de hacerlas para imitar otras sensibilidades? Yo no encuentro sensibilidades demasiado imitables en el cine de hoy. ¿Por qué creen que Jacques Audiard necesitó escapar de la sensibilidad francesa y buscar inspiración en una película americana de los 70 para El latido de mi corazón? Es obvio que no se siente interpelado por la mayor parte del cine norteamericano de hoy, pero tampoco por el europeo, que se pasa de rosca por cerebral, individualista y angustiante. ¿Existe algo más sensiblero, bienpensante y solidario que el protagonista de El latido, que abandona la violencia que es su modo de vida para convertirse en mánager de una pianista clásica, y para más datos asiática? Todo lo que le falta al film es un cartel final que diga: ¡viva la corrección política!

También podría ponerme historicista y citar buena parte del mejor cine italiano, español y mexicano de siempre, y apelar a los fantasmas de De Sica y de Fellini y de Visconti para que certifiquen por mí que este corazón “bienpensante y solidario” ha sido parte sustancial del aporte latino al cine mundial. ¿Por qué deberíamos dejar de mirar a nuestros maestros para imitar a otros, cuando nuestra realidad ha cambiado poco y nada desde la Segunda Guerra hasta aquí –en todo caso, ha empeorado?

Es verdad, de tanto en tanto sufro la tentación de escribir algo con un protagonista que es como un lobo, un muchacho cool que sufre y hace sufrir en la jungla de la ciudad. Pero después me digo que eso sería una falta de imaginación de mi parte, porque el mundo ya es oscuro de por sí y la gente que sufre y hace sufrir abunda, y entonces me lanzo a buscar historias que van a contrapelo de los tiempos, que apuestan a encontrar un corazón palpitante debajo de tanta armadura: yo quiero encontrar protagonistas que puestos en la situación adecuada opten por tender la mano en vez de retirarla. ¡Esto sí requiere de mi imaginación!

Dame la oportunidad de no ser cool, Sebastián. Dame la oportunidad de hacer un cine y una literatura que aunque más no sea enciendan una llamita en el paisaje frío y oscuro del mundo que nos tocó vivir. Porque para iniciar una reacción en cadena no hace falta más que un fósforo. O una buena película. O un gran libro.

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28 de junio de 2006
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Animalia

La gata parió seis crías. Una sucumbió de inmediato bajo las ruedas de un todoterreno, pero las otras cinco viven. Dos son negras, dos de color champagne, y de las dos blancas queda una. Parece imposible que semejante amasijo de vida haya salido del cuerpecillo esquelético de esta gata a cuyo lado un Giacometti parece un Gordillo. Estaba en los huesos, descarnada, exhausta, demacrada, toda ojos y en esos ojos sólo había muerte.

En anteriores ocasiones, los labriegos en cuya casa suele parir la libraban de tres o cuatro crías, pero esta vez hay obras en la casona, van a construir un turismo rural, y la gata se ha venido a parir a mi choza, que está medio abandonada desde hace bastantes meses y nadie puede molestarla.

Tiene a las crías escondidas en un amasijo de tallos espinosos, el laberinto de una buganvilla salvaje que ha crecido sin cuidados ni podas hasta sobrar por encima del recinto. En cuanto entré en el patio con mis bolsas, saltó del murete y se abalanzó sobre mí maullando con desesperación, como diciendo: “¡Mira lo que me está haciendo la naturaleza! ¡Haz el favor de tomar cartas en el asunto!”. Me conoce de años anteriores y siempre que ha tenido problemas le he echado una mano, así que me fui con el coche a todo trapo hasta la gasolinera en busca de latas para felinos.

Tres días más tarde tengo a los seis gatos en el patio, los pequeños destrozando con furiosa energía cuanto se mueve, en especial unas alegrías que no les gustan nada; la madre se los mira con filosófica superioridad, meditando sobre la inconsciencia de la infancia. De momento se han salvado, pero en cuanto me vaya sólo podrá sobrevivir uno de ellos, quizás dos. Y yo sé cuáles son. Este siniestro privilegio, me incomoda.

Desde que les puse el primer pocillo de barro lleno de carne desmenuzada, la madre comió vorazmente, pero los niños se mantuvieron en su refugio, aterrados por mi presencia. Sólo uno de los de color champagne se lanzó sobre su madre gruñendo como una fiera y la apartó del pocillo amenazándola con sus garras diminutas, parecían dibujos animados. La madre obedeció dócilmente y desde cierta distancia, con ojos adormilados, observó cómo daba cuenta de toda la comida hasta salir dando tumbos como un borracho.

Aunque es ella la que necesita urgentemente la comida porque está dando de mamar a la camada, ni aún poniendo en juego toda su fuerza podría apartar a este gatuco de la comida. Una mano invisible sacrifica su vida y la de los cinco hermanos para que sobreviva el más valiente, el más decidido, el más audaz, el mejor preparado, el ejemplo.

Cuando Nietzsche se refiere a los derechos de los fuertes contra la tiranía de los débiles, hay que entender “fuerte” en este sentido. El gato que se impone a su madre y a sus hermanos no es más fuerte físicamente. La madre podría matarlo de una dentellada. Sus cuatro hermanos lo liquidarían en segundos. Su fortaleza no es simple e inmediata, sino compleja y formal. El gato que sobrevivirá es fuerte porque demuestra ser fuerte aunque carezca de fuerza física. En la guerra a eso se le llama valor o coraje. Es la representación de la fuerza lo que hace al fuerte. El fuerte es el representante de la fuerza. Su apoderado.

Por eso la versión fascista de Nietzsche es un error colosal que sólo podía cometer su hermana, aquella insensata casada con un majadero. Nadie como él sabía hasta qué punto los derechos de los fuertes son por completo ajenos al ejercicio de la fuerza fáctica. Si encarnan la fuerza es por delegación de los demás, de aquellos que les dejan libre el lugar de la fortaleza por admiración ante su juego.

Las gentes se apiñan para ver al equilibrista atravesar un abismo caminando sobre un cable. Para Rilke, esa es la representación misma de la fuerza. El más fuerte es sencillamente el mejor bailarín. Aquel en quien es imposible distinguir al danzarín de la danza. El ejemplo viviente.

De hecho, uno de los dos negros ya ha entendido la lección y ahora que les pongo dos pocillos se ha quedado con el segundo y aparta a todo el mundo con gruñidos y zarpazos muy bien imitados.

Voy a probar con tres pocillos. A la madre le pongo aparte.

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28 de junio de 2006
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La magia de la burocracia

Soy propietario. De un cuchitril de 18 metros cuadrados ilegal como vivienda humana, pero mío. Es la primera vez que soy dueño de algo. Y es horrible. Bueno, ser dueño está bien. El problema son los papeles, trámites, certificados, derramas, contratos… Habitualmente, no entiendo nada, y me frustra descubrirme tan inútil en mi obligatoria adultez. Mi abnegada novia suele negociar lo que haya que negociar con vendedores y similares. Mientras ellos discuten, yo me quedo al lado pensando: “mamá, me aburro. ¿puedo irme a jugar afuera?”

Pero, por supuesto, llega un momento en el que no te puedes esconder más tras las faldas de una mujer. Tienes que asumir tu responsabilidad viril y llamar tú mismo a la compañía eléctrica. Y entonces, cuando escuchas esa voz suavemente femenina y vagamente sudamericana que te contesta el teléfono, sabes que comienzan los problemas.

-Buenas tardes. Me he comprado un apartamento y quiero que emitan los recibos de luz a mi nombre.
-Tiene que enviarnos la cédula de habitabilidad del apartamento.
-No tiene. Es inhabitable. Es decir, es un estudio.
-Entonces tiene que enviarnos un fax con toda la información, copia de su DNI, número de cuenta, dirección actual y... etc.,  etc.

Con mi mejor ilusión, envío el fax solicitando que pongan la luz a mi nombre. Días después, llamo para confirmar que lo hayan recibido. Esta vez, me contesta una voz masculina y peninsular, un macho ibérico. Pero no es mejor.

-Quiero saber si recibieron el fax que envié la semana pasada.
-¿El fax? Un momento, por favor.

Media hora después:

-Sí, aquí está. Su solicitud ha sido denegada.
-¿Perdón?
-Necesita una revisión técnica para certificar el uso del apartamento, que no es originalmente el que usted declaró.
-¿Cuál es el uso original?
-No le puedo proporcionar esa información por teléfono.
-¿Y cuál uso declaré yo? Sólo pedí un cambio de…
-Debe contratar a un electricista privado para que certifique las instalaciones y pedir que le emita una boleta blanca.
-Blanca.
-Así es.
-¿Y luego?
-Luego llama para que le tomemos los datos.

Así que, con el corazón en la mano, llamo al electricista y le explico la situación.

-¿Cree que podría venir mañana mismo? –le pregunto.
-Claro, pero le advierto una cosa: una boleta blanca significa que quizá haya que cambiar toda la instalación eléctrica.
-¿Qué?
-Sí, lo bueno habría sido que le pidiesen una azul. Pero blanca… chungo, chungo.

Desesperado, llamo a la inmobiliaria que me vendió el apartamento, donde una secretaria que no me pone con su jefe me dice:

-Usted compró el apartamento admitiendo que las instalaciones estaban en buenas condiciones.
-Si están bien, parece un problema nominal. Si me dicen a qué dedicaban la instalación diré que sigo usándola para lo mismo.
-No sabemos.
-¡Pero si ustedes hicieron la instalación!
-Pero sólo para vender el apartamento. Ahí no vivía nadie ni nadie hacía nada.
-Ya.

Desesperado, me veo a mí mismo arrancando todos los cables eléctricos y los enchufes, y luego colocándolos de nuevo. Imagino que eso debe costar lo que el piso entero. Sufro, pataleo, lloro. De repente, ese pequeño realista mágico que todos llevamos dentro me hace pensar que quizá sólo es una pesadilla, que nada de esto es real. Animado por esa ridícula posibilidad, levanto el teléfono y vuelvo a llamar a la empresa eléctrica.

-Buenas tardes. Me he comprado un apartamento y quiero que emitan los recibos de luz a mi nombre.
-Claro que sí ¿Me da sus datos, teléfono y dirección?

Así lo hago, y para mi sorpresa, después de unos minutos, escucho.

-Ya está, señor Roncagliolo. Los recibos se emitirán a su nombre. Gracias y hasta luego.

Eso es todo.

Tan inesperadamente como empezó, la pesadilla ha terminado. Como cuando se borran todos tus archivos y meses después reaparecen. Como cuando no consigues terminar una novela y, súbitamente, surge la idea salvadora. Es algo más allá de lo racional y lo evidente. Es magia. Y existe.

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27 de junio de 2006
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EL AGUA QUE HABLA

Uno de los aportes civilizatorios que mejor amparan la fe en el progreso se encuentra en el milagro cotidiano del agua corriente y caliente. La instalación de agua corriente provocó ya enorme sensación y el primer edificio  que la ofreció en todas sus habitaciones, un hotel de Boston en la década de 1879, alcanzó fama tanto en Estados Unidos como en Europa.

El agua corriente llegó primero a la planta baja, después a las plantas altas y finalmente a cada apartamento. Pero ¿a cada habitación?

Este nuevo prodigio transformó el concepto de higiene porque desde entonces, sin tropiezos, la bañera y la ducha lograban para sí un cuarto especializado inaugurando en la ciudad la popular connotación con el ocio, la naturaleza o la opulencia.

El agua caliente en los grifos introdujo, en medio de la segunda revolución industrial, una amable benevolencia en casa. Quien no se asombre diariamente de este obsequio pertenecerá sin duda a una generación postindustrial que también observa con naturalidad la transmisión de imágenes (y en directo o “en caliente”).

Ahora, sin embargo, hay algo más. Una empresa de grifería llamada Equa ha lanzado nuevos elementos para baños con la particularidad de que una luz interior indica mediante cambios cromáticos la temperatura del chorro.  El agua muy caliente aparece de color rojo, de azul el agua fría y de violeta la templada.

De este modo el agua habla visualmente además de expresar su talante sobre la piel. Recibe, con ello, una suerte de plus animista y aparecerá por las vidas domésticas con un don más cercano a los animales de compañía. Sin agua no hay vida. Pero ahora con este plus es ella misma quien enaltece su carácter vivo.  ¿Despilfarrar el agua? ¿Menospreciarla? ¿Olvidarse de ella? El desdén debe volverse incomparablemente más arduo.

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27 de junio de 2006
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El imprescindible arte de la imitación

El otro día fui a ver El latido de mi corazón, una buena película del francés Jacques Audiard. El hombre es una suerte de secreto bien guardado del cine francés, aunque más no sea porque cultiva el perfil bajo y pasa de todas las modas. Me sorprendió hace pocos años con una peli llamada Lee mis labios. Este Latido también vale la pena, préstenle atención al protagonista Romain Duris: el chico va a dar que hablar. Quizás ya hayan oído hablar de la película, es esa de la que los medios hablan porque es una remake de un film americano de los 70 llamado Fingers, de James Toback. El asunto les ha encantado a los periodistas, porque por una vez se trata de un europeo versionando un film americano cuando la tendencia es siempre la inversa: Hollywood tomando una idea ajena (europea, asiática, sudamericana) y fabricando su propia versión. De cualquier forma, no entiendo el escándalo en torno del tema de las remakes. Versionar nuevamente una obra es uno de los recursos más habituales del arte, tan viejo como el teatro. Si producir la enésima puesta de La tempestad es lo más normal del mundo, ¿por qué deberíamos extrañarnos de que a algún italiano se le ocurriese versionar Citizen Kane utilizando el modelo berlusconiano en lugar del original William Randolph Hearst?

Todo impulso creativo se origina en la imitación. Podríamos sostener esta afirmación revisando la historia, ninguno de los grandes nació original, siempre se vieron obligados a producir primeras obras en las que la angustia de la influencia es evidente (en Shakespeare, el fantasma de Marlowe es inescapable), hasta que consiguen romper el molde, ¡matar a sus padres!, y suscribir sus primeras obras verdaderamente originales. Pero también podríamos defender este principio apelando a la ciencia. En el dominical de El País se hablaba del descubrimiento de las “neuronas espejo”, que se encienden cuando vemos que alguien que no somos nosotros ejecuta cierta acción comprensible: nuestras neuronas no sólo comprenden el acto, sino que generan en nuestro cerebro una suerte de simulación virtual. Vivimos ese movimiento dentro de la cabeza, aunque no lo reproduzcamos con los músculos; nos ponemos en el lugar del otro, lo cual es la base de la empatía. El descubridor de estas neuronas, Giacomo Rizzolatti, de la Universidad de Parma, lo expresa en negro sobre blanco cuando dice: “En Occidente la imitación está muy mal vista, pero es un error. Para ser original, primero tienes que imitar”.

Así que a desprenderse de los prejuicios, y a imitar con ganas. Llegará el momento en que ya no habrá sólo relecturas de Shakespeare y de Beckett, también las habrá de Welles, de Coppola, de Bertolucci y de Visconti. (Cuán poco me costaría encarar una versión argentina o española de Rocco y sus hermanos…) Será cuestión de tiempo, imagino, hasta que alguien pueda usar esas historias sin pagar derechos, lo cual habilita a cualquiera a montar un Ben Jonson sin oblarle royalties a nadie; ¡maravillas del dominio público!

La cuestión es amar el original y tener algo nuevo para decir. El único pecado que no hay que cometer es el que ya cometió Gus van Sant con su versión de la Psicosis hitchcockiana, calcada plano por plano del original. Si alguien necesita pruebas de que una imitación puede perder el alma del original aun cuando su mímesis sea perfecta, allí la tiene: la Psicosis de van Sant nunca es otra cosa que una larga tira de celuloide inerte.

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27 de junio de 2006
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Un ojo que todo lo ve

Leo en la prensa que los servicios de espionaje españoles pillaron a un alto cargo del PNV recibiendo recados de ETA. Ya sabíamos que las diferencias entre ambas formaciones sólo son comprensibles de La Rioja para abajo, pero ello no impide que la conversación fuera una belleza:

“Que si te pasé las mariconadas esas de la hostia, pues”, “Que sí, Pachi, que sí”. En este tono. Hablaban como vizcaínos de chiste. Qué gentecita. Y los recados eran órdenes de ETA sobre la extorsión a empresarios. Y los llevaba un alto cargo del PNV en un bolsillo. Y no pasa nada. Es como para morirse de risa.

Si la policía española tiene ya la capacidad técnica como para poner en evidencia a un jerifalte del PNV, eso quiere decir que las cosas han cambiado y comprendo que los de ETA se palpen el bolsillo.

La capacidad de control se ha desarrollado a tal velocidad que apenas si nos hemos dado cuenta. Todavía en el siglo XVII, un soldado como Martin Guerre tenía que demostrar ser quien decía ser ante el tribunal de Toulouse mediante el juramento público de su propia mujer, porque su tío le acusaba de ser un impostor. Nadie tenía la identidad garantizada más que por el testimonio de los vecinos. Uno era lo que decían sus vecinos.

Todavía durante el Tercer Reich algunos judíos pudieron escapar a la muy eficaz policía alemana. Los esbirros iban casa por casa con una lista de nombres y comprobando que cada nombre se correspondiera con el inquilino buscado. También la colaboración de los vecinos fue esencial: con los actuales sistemas de control no se libraría ni un sólo judío y no serían necesarios los vecinos.

Tengo delante de los ojos el control numérico correspondiente a un día cualquiera de un ciudadano normal en cualquier ciudad civilizada. Todos, absolutamente todos, estamos siendo controlados constantemente, sin que por eso nos sintamos aplastados por un régimen totalitario.

Las principales fuentes de control son: el teléfono móvil, los peajes de las autopistas, las tarjetas de transporte público, las facturas del supermercado, el paso por aeropuertos y estaciones ferroviarias, el uso de cajeros automáticos, los registros de entrada y salida del lugar de trabajo, las cámaras de seguridad callejeras, las de los bancos y comercios, por supuesto todos nuestros pasos por Internet (éste mismo, por ejemplo), y los sistemas secretos que desconocemos, como el que aplicaron al tipo del PNV.

Un comisario de los de antes, colilla al labio y quiniela en el bolsillo, es ahora capaz de decirnos con toda exactitud y en diez minutos lo que hemos hecho en los últimos doce meses, día a día, hora tras hora.

Sin embargo, ¿verdad?, vivimos en una democracia, defendemos las libertades individuales, nuestra prensa es libre porque defiende el equilibrio entre seguridad y libertad, y las ballenas suelen anidar en los abetos cuando llega la época de celo porque se alimentan de cerezas y pastel de queso.

Hay un ojo que lo ve todo, pero nadie nos ha explicado a qué cabeza pertenece. O sea que a nadie le importa.

Obsérvese, sin embargo, que los realmente poderosos (mafias de la droga, de las armas, de la química, de lo nuclear, terroristas auténticos, blanqueadores de dinero, gángsteres, señoritos de la guerra y otros de semejante pelaje), escapan a todos los controles porque pueden pagarse los mecanismos técnicos necesarios para neutralizar a los mecanismos técnicos enfrentados.

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27 de junio de 2006
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Philip Dick perdió la cabeza

Ocurrió en diciembre de 2005, en un vuelo de America West. El experto en robótica David Hanson despertó cuando el avión en que viajaba tocó tierra en Las Vegas, rescató su laptop y bajó. Cuando se dio cuenta de que había olvidado algo a bordo, ya era demasiado tarde. La cabeza de Philip K. Dick había desaparecido del compartimiento de equipajes que estaba encima de su asiento.

Hanson admira a Philip K. Dick, el escritor de ciencia ficción cuyos relatos han sido la inspiración de películas como Blade Runner y Minority Report. Esa admiración redundó en la construcción de un robot tamaño natural que tenía las facciones de Dick, muerto en 1982. El robot, capaz de adoptar expresiones faciales convincentes, podía además sostener rudimentarias conversaciones sobre las ideas y la obra del escritor. De hecho su software incluía información sobre textos inéditos, que fueron proporcionados a Hanson por las dos hijas de Dick. Quien sea que tenga ahora en su poder la cabeza del robot, podrá obtener de sus “labios” –hechos de una sustancia gomosa parecida a la piel a la que Hanson llama frubber- textos que nadie conocía, ni siquiera entre sus fans. Paradójicamente, el resto del cuerpo del androide arribó a destino sin problemas.

Warner Independent Pictures pensaba utilizar el robot en la promoción de la película de Richard Linklater A Scanner Darkly, basada en la novela homónima de Dick, que se estrena en los Estados Unidos el 7 de julio. ¡Hasta tenían la intención de sentarlo junto a David Letterman en su programa de TV!

Parte de la gracia del misterio radica en que Dick –el autor, no el robot- previó que en el futuro los androides y demás formas de inteligencia artificial reclamarían su libertad, al igual que sus antecesores humanos lo hicieron en su momento. Aunque la adaptación de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? que se convertiría en Blade Runner fue libérrima, la mirada compasiva con que se contemplaba a los Nexus 6 era una traslación fiel del pensamiento de su autor.

¿Fue una mano piadosa la que se apoderó de la cabeza del androide, con la intención de concederle la libertad de su propio creador y de sus empleadores de la Warner? ¿Fue un fan de Dick, ilusionado por la posibilidad de conversar a diario con la cabeza de su ídolo, como en un episodio de Futurama? ¿O simplemente alguien que se sentía demasiado solo y lo arriesgó todo para tener la posibilidad de conversar con alguien –aunque más no fuese con el clon de un autor de ciencia ficción?

“Mucha gente dice que el incidente se parece mucho a las ficciones de Dick,” declaró el pobre Hanson al New York Times, “uno de los giros absurdos que son tan comunes en su narrativa”. Yo creo que el asunto se parece más bien a la realidad, que como suele decirse con tanto fundamento, siempre es más extraña que la ficción.

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26 de junio de 2006
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La condena del Gran Hermano

Bienvenido a Lelystad. Su dormitorio aquí cuenta con una litera personal y una pantalla táctil, en la cual podrá usted revisar su agenda de cada día. Notará que al entrar le han colocado una muñequera telemática. Ella le permitirá hacer compras, ver televisión, pagar cuentas, escuchar la radio o, si lo prefiere, seguir algún programa educativo a distancia. Por supuesto, aquí todo está dispuesto para su confort. Con el tiempo, de no mediar ningún contratiempo, se incrementará la cantidad de canales audiovisuales a los que tiene acceso, así como las llamadas telefónicas y el tiempo para realizarlas.  Mientras tanto, en cualquier caso, puede usted inscribirse en cualquiera de nuestros equipos deportivos o en los grupos de discusión.

Si tiene cualquier inconveniente, por favor, pulse la pantalla irrompible. Un miembro de nuestro personal se pondrá en contacto con usted de inmediato. Las pantallas también perciben las alteraciones en el flujo sonoro regular, de modo que su seguridad está garantizada: incluso si, por ejemplo, fuese asaltado y reducido antes de alcanzarla, nuestro personal recibirá la alerta correspondiente. Pero no se asuste, su intimidad también está asegurada. Los sensores de movimiento no grabarán sus conversaciones.

No, no está usted en un hotel del siglo XXIII ni en una estación espacial. Lelystad es una cárcel, para ser precisos, la nueva cárcel modelo de Holanda equipada con la última tecnología. Sus instalaciones han sido probadas primero por un equipo voluntario de estudiantes universitarios que actuaban como reclusos y luego, por un grupo de presos reales seleccionados por su buena conducta entre los centros penitenciarios de todo el país. 

El principio inspirador de Lelystad es la reeducación para la libertad. Los presos lavan su ropa y cocinan su comida, como si viviesen en un apartamento, y conviven en celdas de seis individuos, lo que les permite entrenarse para la socialización cotidiana. Además, según su comportamiento, van ganando puntos que les reditúan en forma de privilegios de esparcimiento o comunicación con el exterior. La tecnología, además, mitiga la necesidad de guardias de uniforme, que sólo se materializan cuando es necesario. En esa atmósfera de libertad, los reclusos se sienten más como en un kibutz que como en un establecimiento penitenciario.

Lo más increíble: la cárcel electrónica es más barata que la normal. Lelystad se basta con seis guardias para una población de 150 reclusos, que en cualquier prisión requerirían el triple de personal. El ahorro en sueldos y precios de construcción reducen el costo por prisionero y noche de 140 euros a 105. Siguiendo el ejemplo holandés, Japón ha empezado a construir una cárcel electrónica sin barrotes, en que los presos estarán separados del exterior por vidrios templados. 

Hasta el siglo XV, las leyes castigaban físicamente el cuerpo de los delincuentes: así, los hechiceros eran quemados. Los falsificadores, hervidos en aceite. A los blasfemos se les colgaba de la lengua con un gancho. A quien cortaba un árbol sin permiso se le arrancaban las tripas, se le ataba con ellas y se le obligaba a correr alrededor del árbol hasta que quedase enroscado. Pero a partir del XVI, el castigo procuró lesionar un objeto jurídico más abstracto y más preciado: la libertad. Las cárceles se convirtieron en alojamientos forzosos que apartarían al reo de la sociedad que había dañado.

La cárcel de Lelystad ya ni siquiera castiga eso. La libertad de movimiento y comunicación reduce la sensación de aislamiento del interno sin incrementar la amenaza social. Casi uno se sentiría tentado de pasar una temporadita en ese lugar higiénico en que se ocupan de sus necesidades las 24 horas. Pero el castigo de Lelystad no deja de ser refinadamente terrible: es la vigilancia absoluta, la sensación de que no puedes ir al baño, mentir, masturbarte ni maldecir a tus carceleros sin la certeza de que te estarán viendo, de que nada se les escapa, ni un segundo del día. Lelystad quizá sea un modelo de prisión civilizada, pero entre los ingenios del hombre, es el más cercano a la pesadilla que previó Orwell en 1984.

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26 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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