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Me leerás pero no me entenderás

Y hablando de leer, yo diría que el primero en plantearse con obstinada tenacidad escribir de manera que nadie o muy pocos lectores pudieran entenderlo fue Mallarmé. Había precedentes medievales, renacentistas y barrocos, como los poetas del Trovar Clus, o los conceptistas del barroco español, pero en Mallarmé coincide además la voluntad propiamente moderna de que la obra de arte exponga y dé crédito a una teoría de la oscuridad, a la manera del experimento científico.

El supercrítico Charles Dantzig, tantas veces citado en este blog, pone el siguiente ejemplo de oscuridad:

car un Salon, surtout, impose, avec quelques habitués, par l’absence d’autres, la pièce, alors, explique son élevation et confère, de plafonds altiers, la supériorité à la gardienne, lá, de l’espace si, comme c’etait, énigmatique de paraître cordiale et railleuse ou accueillant (...)” (“Berthe Morissot”, Divagations)

Como es intraducible, así lo dejo. No crean que la traducción lo haría más comprensible. Dantzig eligió un fragmento de la prosa editada, justamente porque en la poesía este hermetismo se da por descontado desde el romanticismo. Sin embargo, Mallarmé escribía en un francés perfectamente comprensible sus notas para el servicio doméstico. La oscuridad de la prosa “artística” es plenamente voluntaria.

Según Dantzig, este movimiento de repliegue obedecía al temor que había producido en algunos artistas e intelectuales la educación general obligatoria. Si todo el mundo podía leer, había que hacer lo necesario para escapar de la masa y no ser confundido con un pequeño empleado. El ámbito del Arte era, para ellos, el reducido espacio de un juego secreto. Recuérdese aquel célebre “con la minoría siempre” de Jiménez.

Ya en el siglo XX, esa voluntad de hermetismo se convirtió en un principio estético, compositivo. De Maurice Blanchot a José Ángel Valente, el resto, el eco, el residuo del hermetismo ochocentista mantuvo su aura. Ya no respondía a una necesidad significativa o a una teoría innovadora, como en Mallarmé, sino al gusto estético por un estilo antiguo. Como algunas manifestaciones rituales que han olvidado su origen, pero continúan con la gestualidad y los disfraces que siglos atrás tuvieron un sentido, los últimos herméticos son como las falsas ruinas que los estetas ingleses colocaban en sus parques para darles un horizonte augusto.

El caso extremo fue el de Adorno, naturalmente, y su empeño de que las manos populares no ensuciaran con su frivolidad el pensamiento elevado. Y Greenberg, el enemigo feroz del Pop Art. Y Boulez, sonorizador de Mallarmé. Y tantísimos productos artísticos del más elevado interés. ¡Qué diferencia con la severa profesión de fe en lo más ordinario, chistoso y popular que luce en el urinario de Duchamp!

En su apasionante correspondencia con Gisèle, su esposa, Paul Celan incluye esta frase admirable:

Antes de ayer escribí el poema que te adjunto. No ha salido mal, creo yo, aunque quizás no sea lo suficientemente opaco, lo suficientemente “ahí”. Sin embargo, al final se recupera”. (1965)

El “ahí” es el “da” heideggeriano, supongo. Me parece extraordinario que el poeta considere un defecto inadmisible la falta de opacidad. Como aquel catedrático de Derecho Administrativo que elogiaba la redacción de un alumno con palabras muy similares:

Estupendo, Fernández, estupendo, el artículo está escrito con la necesaria oscuridad”.

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7 de septiembre de 2006
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LA AVERSIÓN A LA TELEVISIÓN

Setenta y cinco años después del nacimiento de la televisión, el medio sigue recibiendo aquí un tratamiento intelectual tan escaso como displicente. La televisión, el consumo, la publicidad, siguen soportando la consideración de materias degradantes que un verdadero progresista deberá eludir o despreciar. 

Pero, en línea con lo que ha enseñado la Historia, el progresista no es siempre el que se erige en tal sino el que se sume a los cambios. Con pensamiento crítico, sin duda, porque no es concebible de otro modo el buen pensamiento pero no mediante un pensamiento huraño, desmitificador, finalmente reaccionario.

Que en España y en otros muchos países europeos sigan faltando especialistas que se encarguen de una crítica profesional del medio, denota la reluctancia a aceptarlo como digno, en contraste con el cine, el teatro o los libros.

De hecho,  la casi totalidad de las publicaciones españolas encargan los comentarios sobre televisión no a expertos, no a conocedores de los factores técnicos y creativos de esa forma de comunicación. Los comentaristas son casi siempre escritores, gentes con su gracejo e ironía, puesto que la generalidad se orienta a segregar desdén. 

Ciertamente que muchos programas de televisión son mediocres, populacheros y de mal gusto pero no son todos y cada vez, a través de los cientos de canales disponibles, relativamente menos. Relativamente casi lo mismo que en la novela actual o en el cine.

De uno u otro modo, además, la televisión representa al modo de comunicación más poderoso por el momento. Por el momento, puesto que adolescentes y nuevos adultos emigran ya hacia otras pantallas que, de nuevo, los críticos “progresistas” y envejecidos no procuran ver y entender.

Con todo ello se ha generado una acusada división en el territorio de la cultura: la cultura culta (o de culto, al modo de la devoción religiosa antigua. En regresión) y la cultura sin culto (la de entretenimiento o la del “pecado de la evasión” en términos rancios. En expansión).

¿Crítica cualificada  de la publicidad? ¿Crítica competente de televisión? Decenas de años después de convivir con realidades culturales tan importantes y omnipresentes, los periódicos –supuestamente dedicados a transmitir la actualidad y sus impactos-  no han abierto las correspondientes secciones de análisis. ¿No habría que cerrar los periódicos? Internet está encargándose de ello.

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7 de septiembre de 2006
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Vivir, soñar, no más

En un comentario al texto de días atrás sobre “La Liga de los Cineastas Extraordinarios”, Nicolás decía: “Más importante que soñar es vivir. Soñar es un sucedáneo. El cine es un sucedáneo”. Y después juraba que a partir de ahora, ya no viviría de sucedáneos. “Si llega un momento en que te das cuenta de que sólo tienes el cine, el sueño, nada más,” decía, “¿no es cuestión de empezar a plantearse si hay algo que no funciona?” No conozco a Nicolás ni a su circunstancia, pero creo que su planteo trata de hacerse cargo de uno de los problemas más originales, y más acuciantes, de este tiempo: el del adelgazamiento de la experiencia vital. Formamos parte de una sociedad que hace lo imposible para que ya no suframos dolor, ni experimentemos el cansancio. Formamos parte de un sistema que nos presenta una serie de opciones predigeridas de vida, de las cuales no tenemos escapatoria. (Dios se apiade de aquel que decida dedicarse a la contemplación, o no subirse a la ronda del consumo.) Formamos parte de un orden que tiende cada vez más a aislarnos unos de otros: ¿para qué arriesgarse al albur de la calle, cuando contamos con un sistema de comunicaciones –televisión, ordenador, múltiples teléfonos- que puede traer el Universo a nuestra puerta?

Creo que una de las intuiciones más brillantes de Fight Club (perdón, Nicolás, por referirme otra vez a un sucedáneo) era la que se refería al beneficio del dolor físico. Intuyo que aquellos que resultaban golpeados en el Club de la Pelea extraían mayor beneficio que los que salían intactos; porque hay algo en el dolor, en la piel amoratada, en el diente roto, en el ojo hinchado, que nos recuerda que estamos vivos; y esa sensación, que debería sernos natural pero que ya no lo es en este mundo que nos rodea de algodones, no puede menos que cotizarse como una perla negra.

Hoy sentimos un respeto casi religioso por aquellas personas que viven una experiencia intensa. En estos días que suceden a la muerte por accidente del naturalista Steve Irwin, creo que todos lo envidiamos un poco: el tipo vivía con la adrenalina a tope. Lo cual me recuerda la premisa de una película (perdón again, Nicolás) llamada Crank, que se estrenó en los Estados Unidos el viernes pasado. (La película debe ser una pavada, pero su premisa viene a cuento.) Se trata de un hombre que ha sido envenenado por no sé qué extraña sustancia, y que descubre que para sobrevivir –condición sine qua non para tener la chance de encontrar a su envenenador- debe conservar su adrenalina en un nivel altísimo, o su corazón se detendrá. Lo cual lo obliga a hacer una serie de cosas a cual más disparatadas, para que su cuerpo produzca adrenalina en cantidades industriales, y de forma constante. Sería una excusa perfecta, ¿no les parece? ¿Qué haríamos nosotros si no nos quedase otra que producir experiencias intensas en nuestras vidas? Hoy en día son muchos los que no viven nada más intenso que el tránsito, o que la conversación con un superior en busca de un aumento. Cuando queremos que el corazón bata como tambor, solemos acudir a otras experiencias libres de (casi) todo riesgo: pagamos para hacer bungee jumping, o paracaidismo, o para bucear.

Así que celebro la decisión de Nicolás de salir al camino. Creo que no debe haber nada peor que aproximarse al fin de la vida con la convicción de que no se la ha vivido. Pero tampoco es bueno confundirse. Y cuando Nicolás dice “más importante que soñar es vivir”, yo veo el germen de una confusión, porque vivir y soñar son acciones complementarias, y por ende inseparables: ninguna puede ser valorada por encima de la otra. Hay un viejo cuento de J. G. Ballard, cuyo título no recuerdo ahora, que imagina un experimento científico que garantiza a sus sujetos humanos la posibilidad de vivir de allí en más sin necesidad de dormir. (El wet dream de nuestro sistema: ¡obligarnos a trabajar y a consumir durante las veinticuatro horas!) Por supuesto, con el correr de los días, la imposibilidad de soñar hace que los hombres se vuelvan locos. Experimento o no, estoy convencido de que eso nos ocurriría si dejásemos de soñar, tanto dormidos como despiertos: enloqueceríamos. Porque soñar nos proporciona lógicas nuevas para interpretar nuestra experiencia, para imaginar lo que podría ser: es el borrador de nuestras vidas, y el ensayo que les busca sentido, y la espada del héroe. (Sin la cual no habría conquista ni victoria).

No te cierres a las ventajas de soñar, Nicolás. Se puede soñar intensamente sin que eso implique que se vive dormido.

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7 de septiembre de 2006
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Leer o no leer, that is the question

He vivido esta escena diez o doce veces. Es un clásico. Si alguna vez me decido a escribir esa tragedia en tres actos que llevo en mi cabeza, la primera escena será precisamente ésta.

El brasileño, elástico, felino, se me aproxima y con exquisita cortesía me pregunta en un cruce de portugués, gallego y español si he leído todos los libros de la biblioteca, “pero tudos, tudos”, a lo que, como siempre, respondo que no, que sólo una parte. Se vuelve triunfante hacia sus colegas: “¿Lu ven? ¡Essera impossssssibel! Jo lesh dessía, ¡non ha el tempo nin que hacha nurenta anios, nin docientos!”. Mucho énfasis, mucho braceo. Han debido discutirlo a fondo durante horas.

El que está escayolando los pilares deja la llana, baja majestuosamente la escalera y se me aproxima limpiándose las manos con un trapo a cuadros. “¿Cuántos?”, pregunta secamente. “¿Que cuántos libros hay?”, digo, y miro la estantería de la sala sumando cuerpos, pero el escayolista se me adelanta. “Yo he calculado, así a ojo, que tiene usted aquí unos cincuenta mil voluminosos”. Apenas hay diez mil voluminosos, pero no puedo ponerle en evidencia. “No tantos, no tantos, serán unos cuarenta mil”. Ahora es él quien mira desafiante al brasileño y se me encara de nuevo. “¿Y cuántos ha leído usted? Dígalo, no se corte. ¿La mitad?”. “Más o menos la mitad, sí, una cosa así”, le miento paternalmente. Se pone de puntillas: “¡Veinticinco mil! ¡La leche! ¡Veinte y cinco y mil! ¿Qué te decía yo? ¡Que esto no es el Brasil, amigo, que esto es Europa! ¡Aquí el señor se ha leído vein-te-cin-co-mil-tochazos-del-copón!”.

El brasileño, más despierto que el escayolista, sabe que eso es imposible, pero se doblega educadamente. El escayolista es bajito y compacto, moreno, hirsuto, prehistórico. El escayolista, a su lado, un Nijinsky. “E sí, son moitos, moitos moitos moitos libros para una sola cabecinha”. El asunto no eran los libros. El asunto era el prestigio nacional. Brasil cero, España uno. De cabeza, por el escayolista, a pase mío.

Interviene el jefe de la cuadrilla. “Dejar en paz al señor, hombre que ya está bien. Mire usted, no sé cuántos será los que ha leído en su vida, pero yo, pues le juro que ninguno, ni un libro, cero. Vaya, que en cierta ocasión empecé uno, pequeñín, de cien páginas, por mi mujer, que me lo regaló por navidad, y no lo pude terminar, se me olvidaba, se me iba el santo al cielo, de una página a la otra ya no sabía lo que me habían contado, como si se había muerto el héroe, se lo juro”. Mira al suelo cariacontecido y marchito. “A mi no se me quedan las palabras. Los números sí, me pone usted una suma y no se me borra ya de la cabeza nunca, pero un libro, nada oiga, nada de nada. Soy de los burros, siempre lo he sido, burro en casa, burro en el colegio, burro toda la vida. ¡Así me veo en la vida, aquí, en donde estoy, con estos brutos y haciendo de manobra!”.

Es la vieja creencia romántica de que la lectura conduce al éxito. Una fe de anarquista, de nudista, de vegetariano, de tipógrafo, de principios del siglo XX. La vieja fe en la instrucción que hacía de los maestros unos santos, pero los mataba de hambre. Un fraude.

Sin embargo, el jefe de la cuadrilla, el burro por decisión propia, un hombre de unos treinta años, tiene, porque lo he visto en la calle, un Saab rojo y se gana la vida mucho mejor que yo. El prestigio, sin embargo, sigue como en el Ochocientos, cuando los libros parecían propiciar el ascenso social y daban un aura a quien sabía leer. Mentira. El ascenso social se habría producido sin los libros exactamente igual. O mejor. Como está sucediendo actualmente en la India y en China.

A mí los libros, en todo caso, me han hecho menguar.

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6 de septiembre de 2006
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El hombre incompleto

El libro de Rebecca Goldstein Incompleteness comienza con la imagen de dos hombres paseando por los alrededores de la universidad de Princeton en los años cuarenta. Mientras caminan, conversan sobre fundamentos de física y matemática. Es tal su prestigio que muchos profesores de la universidad matarían por escuchar esos diálogos. Pero sobre todo, y a su extraña manera, los dos hombres se aprecian de un modo personal. Uno de ellos es Albert Einstein, que una vez escribió que la única razón que lo animaba a asistir a sus cursos era la posibilidad de sostener esas conversaciones en el camino. El otro es el matemático Kurt Godel que, tras la muerte del autor de la relatividad, nunca pudo encontrar un oído más comprensivo.

El trabajo de Godel es uno de los más breves de la matemática moderna. Su tesis doctoral no tenía más de once páginas, y aparte de ella apenas publicó algunos artículos sueltos. Pero bastaron para dar un mazazo a nuestro concepto de la verdad. Godel es recordado especialmente por los llamados “teoremas de incompletitud” que sostenían que en todo lenguaje matemático hay fórmulas que no pueden resolverse con los recursos de ese lenguaje. Es decir que incluso la aritmética, que todos consideramos una verdad absoluta e indiscutible, está incompleta. 

Lo mismo ocurre en realidad con todos los lenguajes complejos, incluso con nuestro lenguaje hablado. Por ejemplo, la frase: esta oración es falsa. Si es cierta, esa oración debe ser falsa. Pero si es falsa, no es cierta. No hay salida a ese contrasentido lógico. En matemática también es posible formar ese tipo de construcciones, que se reconocen como correctas sintácticamente pero no tienen sentido ni solución.   

Quizá conocer esa peculiaridad cambie muy poco en nuestra vida cotidiana, pero cambió la historia. A principios del siglo XX, en la Austria de Godel, un grupo de filósofos llamado “el círculo de Viena” y otros como el inglés Bertrand Russell buscaban un lenguaje cien por ciento fiable que pudiese dar cuenta de la realidad sin fisuras ni lugar a dudas: en un mundo en que Dios había muerto, ellos buscaban el lenguaje de la naturaleza. Despreciaban la metafísica, la filosofía y las ciencias humanas, que consideraban subjetivas y a menudo ininteligibles. Y empezaron a buscar ese lenguaje en las ciencias exactas como la física y la matemática. 

La teoría de la relatividad de Einstein demolió esa ilusión haciendo ver que nuestro lenguaje siempre dependería del lugar del observador en el universo. La mecánica cuántica le asestó un golpe mortal al postular que, en última instancia, los movimientos de las partículas dependen del azar. Y Godel descerrajó el tiro de gracia al acabar con la infalibilidad de la matemática. A pesar de nuestros esfuerzos, somos humanos. Nos está vedado lo perfecto y lo infinito.

Pero según su biógrafa Goldstein, Godel no aceptaría esa conclusión. Al contrario, él creía en una verdad absoluta, y consideraba que sus investigaciones matemáticas daban pasos en esa dirección. Esa fue la gran paradoja de su propia vida. Godel era un exiliado del Tercer Reich, pero también era un exiliado de este mundo caótico. Creía –necesitaba creer- en un mundo de las ideas que fuese ordenado y perfecto. Y sin quererlo, ayudó a acabar con él.

Y también acabó consigo mismo. Hacia el final de su vida, Godel se declaró incapaz de entender los trabajos de los lógicos modernos y fue víctima de paranoias y depresiones extremas. Asistía a la universidad con una máscara de esquí para no respirar el “ambiente contaminado” de Princeton. En la creencia de que alguien quería envenenarlo, dejó de comer. Murió en 1978, pesando 30 kg. Su certificado de defunción atribuye el deceso a la “desnutrición e inanición” producto de un “trastorno de la personalidad”. Quizá ese sea el precio de conocer el lenguaje completo y perfecto de Dios.

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6 de septiembre de 2006
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ANNA SUI

Ayer tarde supe por CNN internacional de Anna Sui, una diseñadora china asentada en Hong Kong que en un abrir y cerrar de ojos ha logrado convertirse en una famosa marca internacional de primera clase, con establecimientos inaugurándose sin cesar en decenas de países. ¿Qué ha hecho Anna Sui para conseguir una resonancia tan súbita y extraordinaria? Simplemente pensar en qué deseaba ponerse para salir a la calle, dice ella. ¿A las calles de Hong Kong? “A las calles de la world city”, respondía al acicalado periodista.

Nada de barrios autóctonos, ni de clase media californiana, tampoco invenciones estrambóticas ni orientalismos nostálgicos. Existe, de acuerdo a sus palabras, una moda global que se deduce mecánicamente del absoluto fenómeno globalizador. Es decir, así como existe una world music y un international art la moda cae redundantemente sobre los cuerpos de la nueva gente. Cae redundantemente o sin referencia determinada.

Aunque sí determinante: un estilo del mundo atraviesa el planeta y esta línea de confección invisible debe visualizarla el diseñador. En el territorio de la novela, en el del cine o en la web subyace una fórmula clave que pega más cuanto mayor desapego, en apariencia, demuestra.

El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio común a la vez que en una esfera transparente, pero incluso en el seno de su aparente transparencia reside un dibujo cuya precisa detección por un autor, una empresa, un marketing, estalla en éxito.

La explosión de los códigos da vinci, la pandemia de los jerseys de cremallera, la propagación de la gripe aviar, la plaga de la obesidad, las camisetas con los colores de Brasil, son efectos de la misma naturaleza. Todos ellos responden a un núcleo que alcanzado su punto crítico se transmuta en una bomba atómica.

Nunca antes se habían conocido espectáculos de esta clase porque si bien la humanidad siempre tendió a contagiarse, infectarse e influirse, no conoció en su historia un grado de velocidad comunicadora tan elevado ni un vicio parecido de mimetismo.

El Ser siempre fue producto necesario de otro. Ahora lo Otro necesita la dinámica de la expansión, la exasperación y su tendencia a la transparencia de la desaparición, para ascender hasta el supremo ser de la noticia.

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6 de septiembre de 2006
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Temple de acero

Nos gusta pensar que estamos preparados para lo peor (la mayoría de los que rondan mi edad y viven donde vivo han sorteado infinidad de episodios disruptivos: dictaduras, atentados masivos, hecatombes económicas y altas dosis de violencia entre clases sociales, por citar tan sólo algunos), pero nada nos prepara para la devastación de los cataclismos emocionales. Hablo de esos pequeños estallidos privados, que nos congelan en mitad de la vida sin proporcionarnos ni siquiera el consuelo de la socialización del dolor: estos episodios disruptivos sólo se viven en soledad, mientras uno intenta seguir adelante con las responsabilidades adquiridas. Uno está devastado, pero debe salir a trabajar. Uno está devastado, pero tampoco puede cerrarse a las necesidades de los demás. Uno está devastado, pero debe interactuar con los actores sociales (taxistas, cobradores, empleados bancarios), aunque le parezcan más irritantes que nunca. Uno está devastado, pero no puede dejar de atender a la construcción cotidiana del edificio de su existencia: debe pagar las cuentas y los servicios, debe cocinar, debe responder llamados ajenos, debe perseguir a la gente que le niega atención, debe sacar la basura.

Yo no sé cómo lidian ustedes con estos asuntos (disculpen que no sea más transparente, pero no deseo exponer a cierta persona al escrutinio público; digamos que se trata de uno de esos casos en los que uno descubre que todo el amor y toda la atención del mundo no han redundado en la felicidad que uno deseaba producir), pero yo, entre otras cosas, me dejo llevar por las pulsiones de mi profesión. Por ejemplo escribo, cosa que a ustedes les consta. O reviso los detalles de mis cuitas como quien analiza un texto, o la estructura narrativa de un guión: buscando las claves del enigma, que una vez en mis manos harán posible la solución. O acudo a libros o películas que rozan mi circunstancia, esperando que de alguna manera me iluminen. Por supuesto, también hago otras cosas que hace todo el mundo: hablo con amigos, me angustio, estallo, consulto a un psicólogo. (Qué se le va a hacer, soy argentino: el psicoanálisis forma parte de mi ADN.)

Anoche, por ejemplo, fui a mi DVD club a alquilar The Weather Man. Mi mujer sugirió que estaba siendo masoquista, pero yo sabía lo que hacía. The Weather Man es una película de Gore Verbinski, más conocido por la saga de Los piratas del Caribe. En esencia es el retrato de una depresión, la que sufre el personaje de Nicolas Cage: un hombre de edad mediana que trabaja dando el parte meteorológico en televisión, divorciado, con un padre célebre y respetado (ganador del Pulitzer, para ser precisos) que padece un linfoma y un par de hijos adolescentes en problemas. Yo quería ver esta película desde hace tiempo, no sólo porque me parecía atractiva sino porque intuía que de alguna forma se relacionaba conmigo –aunque más no fuese por el más colorido de los detalles: el hecho de que el personaje, al igual que yo, practicase arquería.

La película está buena. Si me preguntan para qué sirvió en mi circunstancia, diría que me quedé pensando en un par de cosas que Michael Caine, el padre-Pulitzer, le dice a su hijo atribulado: que nada de lo bueno es fácil en esta vida, y que uno no deja de ser padre ni siquiera cuando sus hijos se convierten en adultos. (“Lots of tending”, repite Caine ante Cage: hay mucho cuidado por proporcionar.) También me enterneció la angustia que Cage siente ante su profesión: lo desespera su incapacidad de predecir realmente lo que ocurrirá en los próximos días, tanto como nos desespera a los demás, que no somos ni jugamos a ser meteorólogos. La verdad es que yo la paso mucho mejor. Escribir, o sea crear, o sea reflexionar mediante el acto de la creación, es mucho más iluminador que agitar los brazos como un poseso delante de una pantalla verde.

La luz me la proporcionó, como suele pasar en las buenas historias, el detalle de la arquería. Mientras veía a Cage recuperar su equilibrio mediante la práctica de esta disciplina (que tanto tiene de zen, eso es inequívoco), recordé algo que mi maestro dijo el último sábado, mientras yo protestaba por el penoso rendimiento de mis flechas sobre la diana. Recordó que cuando uno está tirando peor, la única forma de revertir esa racha es tranquilizarse, como si uno atravesase el mejor de los momentos. Dijo además que en arquería existe una palabra precisa para lo que demandan estas circunstancias: temple. Eso es lo que se precisa. Eso es lo que marca la diferencia.

Aquí estoy, pues. Templándome, como un acero al fuego.

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6 de septiembre de 2006
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LA NOVELA DEL 11-S

Acabo de leer un libro que será, dentro de unos meses, uno de los más vendidos en muchos países: The Looming Tower, de Lawrence Wright (Editorial Knopf). No sé cómo traducir el título; quizá «La torre amenazante». El resto del título es Al Qaeda y el camino hacia el 11 de septiembre. Se trata de la larga, muy larga historia del grupo que tumbó las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York.

Es un documento excelente, un ejemplo perfecto del arte de la síntesis. El texto abarca 373 páginas y solo en las últimas 15 el primer avión se acerca a las torres. La historia es otra, es la historia del antes: Wright pinta la cuna religiosa e ideológica donde maduró la idea de matar a miles de personas para promover el Islam en el mundo. El relato abarca medio siglo, empezando con un viaje a EE. UU. del egipcio Sayid Qutub. La chispa que provocó el encuentro en 1948 entre este musulmán reservado y un país deslumbrado por su crecimiento económico al vivir otra vez en paz, se transformó en una llama imposible de apagar. Durante años fue más bien una mecha, poco visible, pero siempre alumbrada, en Egipto, y que se transformó en la apuesta de una terrible pugna entre cuatro hombres: por una parte, Osama Bin Laden, a quien todos conocemos, y su ayudante Aiman al-Zawahiri; por otra, el príncipe Turki Al Faisal, jefe de los servicios de inteligencia de Arabia Saudita y actual embajador saudí en el Reino Unido, y John O’Neill, quien fuera jefe del servicio de lucha contra el terrorismo, del FBI.

La novela se  basa en hechos reales, sumamente documentados; el autor no inventó nada, pero es una novela. Se siente el flujo de la vida y la locura de los hombres, por igual en todos los bandos. La pareja de Bin Laden con sus cuatro esposas (baja un momento a tres y vuelve a cuatro) y sus obsesiones, y de O’Neil, con su esposa y sus tres amantes, se parece a veces a un hombre único de pie al lado de un espejo, un hombre que limita su vida a una lucha. «El terrorista y el policía, ambos provienen de la misma bolsa» escribía Joseph Conrad en El agente secreto (página 69 del PDF). Wright lo comprueba.

La primera víctima del libro no se encuentra entre las tres mil personas que murieron en el doble colapso de las torres, no, la primera víctima es la CIA. El servicio de inteligencia de EE. UU. tenía obviamente una información suficiente como para poner a las agencias federales en la pista de los terroristas antes de su atentado, pero padecía también de «la extraña tendencia del gobierno americano de ocultar la información a los que más la necesiten». El libro establece que la agencia no hizo nada a pesar de las crecientes alarmas. «Algo espectacular va a producirse aquí, y tiene que ocurrir muy pronto» dijo el 5 de julio del 2001, Richard Clarke, coordinador del antiterrorismo en la Casa Blanca. Su profecía era acertada y no se puede entender cómo fue posible que  la administración de George Bush no pagara después por sus fallos.

Tampoco los de Al Qaeda son ángeles; Wright tiene una manera muy convincente de establecer la patología del grupo: un amor por el suicidio que es, en últimas, su gran aporte a su religión. Pero no se puede ignorar la filosofía del management del grupo terrorista, que podría resumirse en un lema: “Centralización de la decisión y descentralización de su ejecución”. Funciona. Es tan eficiente como la muerte.

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6 de septiembre de 2006
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ESPAÑA Y ESPAÑA Y ESPAÑA

Desde que leí el extraordinario libro de José Alvarez Junco, Mater Dolorosa, exponiendo la formación de la identidad española, he pasado del acaloramiento frente a los nacionalismos a la confortable benevolencia que procura el saber. La ignorancia es bárbara y violenta mientras el conocimiento favorece la condescendencia o la elegancia.

En realidad, en dos libros se ha apoyado mi nueva visión de lo español este verano: España invertebrada y Mater dolorosa. Podría haber reaccionado antes a estas vistosas lecturas pero como  la digestión de las ideas requiere la coincidencia con un estado particular del organismo, es probable que en otro momento y situación no habría recibido los efectos de esta nutrición del pensamiento.

Con estos títulos y otros más me vengo preparando para introducirme en la nueva realidad española amasada en los últimos treinta años. Una realidad de la que va desvaneciéndose la supuesta identidad de la proclamada España y cuya evaporación genera menos un sentimiento pesimista que una liberación. La liberación de España -puesto que España  fue "un dolor"- resuena a suspiro de salud. Oxigenados "suspiros de España".

El tremendo esfuerzo en pro de la identidad española y la insoportable tabarra sobre "qué es España" se sustituye por un clamor en torno a la selección nacional de baloncesto. Y después a disfrutar de otra cosa. ¿Qué es actualmente España? Mil y una cosas, mil y una nacionalidad. La ausencia de una recia y única identidad es clave para gozar hoy el tutti-frutti de la existencia. Así lo aceptamos para cualquier vida individual. ¿Podría ser, por tanto, de otro modo para el oscilar colectivo?

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5 de septiembre de 2006
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La Liga de los Cineastas Extraordinarios

Reviso como de costumbre los medios internacionales que me mantienen informado en materia de cine, y descubro que hay tres nombres citados cada vez con más frecuencia –y con mayor admiración. Cuarón. Iñárritu. Del Toro. Todo el mundo anticipa que de aquí a fin de año, el mundo se verá sacudido por las últimas obras del trío mexicano. Cuarón estrenará Children of Men, protagonizada por Clive Owen y Julianne Moore, que acaba de exhibirse en Venecia. Iñárritu estrenará Babel, con un elenco internacional cuyas figuras más conocidas son Brad Pitt y Cate Blanchett. Y Guillermo Del Toro estrenará Pan’s Labyrinth, un film que mezcla realidad y fantasía del modo en que ya lo hizo en El espinazo del diablo. Todos los medios coinciden en señalar que estas tres películas estarán entre lo mejor del cine mundial que se verá de aquí a diciembre. Qué quieren que les diga, yo me siento orgulloso de estos tres. Se trata de directores de un enorme calibre a los que considero nuestros. (Claro que lamento que no haya un argentino jugando en esta liga, pero al menos la liga existe. Lo justo sería agregar a otro mexicano, el magnífico guionista Guillermo Arriaga, socio de Iñárritu en sus tres películas. Ayer descubrí que acaba de editarse aquí en video su debut como director, Los tres entierros de Melquíades Estrada, que prometo ver en los próximos días.)

Se hicieron conocer con obras personalísimas, como lo fueron Cronos, Amores perros e Y tu mamá también, que a la vez escapaban de los preconceptos que el mundo tiene respecto de lo que debería ser un cine concebido en Latinoamérica. Esto es algo que para mí, como narrador, tiene una enorme importancia: sin dejar dejar de ser profunda y evidentemente latinoamericanos (nadie podría decir que Amores e Y tu mamá no son mexicanas hasta la médula), se trata de relatos que evitan la trampa del miserabilismo, del naturalismo y del realismo ramplón que parecen ser condiciones sine qua non para que los comités de preselección de los festivales nos presten atención.

Me gusta además que hayan sido capaces de jugar el juego de las grandes ligas internacionales (Cuarón dirigió una de las Harry Potter, Del Toro ha hecho Hellboy y una de las Blade), con la inteligencia de retornar a las fuentes de manera constante: una de las historias de Babel tiene que ver con una inmigrante mexicana, Pan’s Labyrinth transcurre en España. Y celebro que, en líneas generales, no dejen de ser quienes son ni siquiera cuando filman en inglés con estrellas internacionales: 21 grams, por citar tan sólo un ejemplo, es Iñárritu / Arriaga en estado puro, dando pie a grandes actuaciones de Sean Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro. (Otros cineastas latinos, como Alejandro Agresti y Walter Salles, se volvieron más impersonales al probar suerte en inglés con La casa del lago y Dark Water: su trabajo se tornó indistinguible del de cualquier profesional del medio). Esta es la razón por la que agregaría una quinta pata a esta liga, que no mencioné al comienzo porque no tiene ningún film a punto de estrenarse pero que ha hecho sobrados méritos para integrarla: el brasileño Fernando Meirelles, codirector de Ciudad de Dios, demostró con The Constant Gardener que era capaz de preservar su visión del mundo y su pulsión narrativa aun trabajando en otro idioma, con actores como Ralph Fiennes y Rachel Weisz.

Son latinoamericanos, y están produciendo parte del mejor cine del mundo de hoy. ¿Hace cuánto tiempo que no podíamos decir algo semejante?

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5 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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