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EL DRAMA SIN TEXTO

Hace un par de años, en el festival de teatro de Avignon hubo protestas tumultuosas contra la presentación de un noventa por cien de las obras sin texto o con tan poco texto que no se recibía la representación como un producto literario sino audiovisual.

Ayer me ocurrió lo mismo asistiendo a la función de Medea que por unos días se presentó en el Teatro Español de Madrid. ¿Su argumento? ¿Sus peripecias? Imposible desentrañar de qué se hablaba o a qué se refería el montaje. O, mejor dicho, el montaje era su entera referencia.

No puedo decir que lo pasara mal ni que los actores dejaran de hacerlo bien. La cuestión radica en que los actores se manifestaban de manera sustantivamente distinta al modelo convencional. Declamaban con notable impostación no por sus deficiencias sino por la voluntad de producir efectos especiales. Efectos especiales presentes tanto en su vestuario como en la escenografía, cuya plasticidad era la clave de la entrega.

El teatro de texto por el que pugnó Haro Tecglen toda su vida se ha ido desvaneciendo no sólo en las creaciones recientes sino también en las muy antiguas. La bandera es la plástica al punto que incluso el sintagma “obra de arte” está cediéndole su sitio. ¿Plástica frente a arte? ¿No serían aspectos de lo mismo? Lo fueron pero ya no lo son tanto. El arte en sí ha perdido prestancia. Lo artístico connota lo refinado mientras lo plástico sitúa en primer lugar la expresión eficiente y directa.

En el universo de la comunicación los efectos directos son la clave del éxito. A esas luces, lo artístico se hunde en un plano de segundo nivel, menos patente y de menor potencia para la rápida consumición sensorial. Quienes no supieran nada de la obra de Eurípides o incluso quienes recordaran vagamente su contenido salieron del teatro sin ninguna idea ni información suplementaria. Pero obtuvieron, por el contrario, un rico contingente de sensaciones estéticas. El teatro tiende a ser plástico en correspondencia con el inmenso plató de la sociedad del espectáculo.

Aunque, con todo ¿cómo no seguir requiriendo en la estela de Eduardo Haro el cuidado del texto, la riqueza de los diálogos, el disfrute de los versos recitados? Puede que no siendo excelente la escritura, el público se aburra antes de hora pero tanto los telefilmes como las películas bien dialogadas de ahora mismo han podido cosechar éxitos prolongados y masivos, prueba de que ante lo mejor –de acuerdo con los tiempos- el oído no ha perdido el gusto por la imaginación o la inteligencia habladas.

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18 de septiembre de 2006
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LAS CRUZADAS

No me corresponde inventar una hermenéutica de las palabras de un Papa que da gato musulmán por liebre islamista. Escoger un texto sumamente ambiguo del siglo catorce para plantear el problema de la convivencia entre las religiones monoteístas en el siglo veintiuno procede de una visión extraña de la pedagogía. Ya periódicos y revistas se llenaron de distintas interpretaciones, siempre vinculadas con un consenso generalizado: tenemos al primer Papa de la era moderna que, por falta de matices en su expresión, se dedica de manera activa a luchar contra la paz. Hacer peor, es decir hablar de manera más peligrosa, no se puede.

A pesar de todo, hay que reconocer la coherencia del Papa. Habló de buena fe (sin broma). Dijo la semana pasada en una universidad alemana lo que siempre ha dicho en todas partes. Como lo destacó Frédéric Lenoir, sociólogo y sobre todo director del mensual Le Monde des religions: “Ese Papa tiene la obsesión de recordar a Europa sus raíces cristianas”. De esto se trata. Sin interpretar las palabras del Papa se debe denunciar el error de los comentaristas que buscan en ellas una visión de las relaciones entre cristianos y musulmanes que tiene el jefe de la iglesia católica. Hablar (mal o bien) del otro bando es hablar de su propio bando. Prueba de esto dos artículos que leí sobre las cruzadas. Ambos ayudan a entender el ámbito real del discurso pronunciado en el aula magna de la universidad de Ratisbona.

El primer artículo lo firmó Felipe Fernández Armesto en el Times de Londres. Es la reseña de un libro sobre la historia de las cruzadas cristianas. Pero no habla tanto del libro como de la visión errónea que tenemos de las cruzadas. ¿Qué dice Fernández Armesto? Tres cosas:

1. Las cruzadas no provocaron un choque entre civilizaciones; “en el mundo mediterráneo, las comunidades cristianas y musulmanas siguieron en su convivencia”.

2. “El gran conflicto de esta época no fue entre los cristianos y los musulmanes, más bien entre los sunnitas y los chiítas” – con victoria de los primeros sobre los segundos.

3. “El gran efecto de las cruzadas en el reino cristiano fue una aceleración de la piedad religiosa”.

Siempre, una cruzada produce más efectos adentro que afuera. Es lo que explica el autor del segundo artículo, Tony Judt, al denunciar en la London Review of Books la debilidad de los intelectuales liberales que apoyan sin reserva la supuesta cruzada del presidente americano George W. Bush en contra del “islamismo-fascismo” como se dice en la Casa Blanca. Bush no es el Papa pero tiene un discurso muy parecido en el fondo: dice que la violencia, la falta de razón se encuentra en el otro bando. Y el discurso tiene una eficiencia potente al leer la lista, establecida por Judt, de los intelectuales, tanto en Europa como en EE. UU. que no se atrevían a criticar al promotor de la cruzada (Thomas Friedman, Adam Michnik, Vaclav Havel, André Glucksmann, etc.).

Una cruzada es la confirmación de una identidad común, incluyendo la paranoia, las mentiras y el voluntarismo que se esconde en el alma íntima de cualquier pueblo. Al leer al Papa, pensé enseguida en estos artículos. Felipe Fernández Armesto consiguió escribir una historia total del mundo; Tony Judt publicó una historia de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Son dos hombres que tienen un talento excepcional para la síntesis. Y ambos, escribiendo antes de las palabras del Papa, nos dan la clave de su interpretación: el jefe de la Iglesia Católica hablaba a los cristianos. Cuando de guerra se trata, solo se puede hablar a sus propias tropas. Aun más cuando es la guerra de Dios.

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18 de septiembre de 2006
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Elogio del subversivo

Cuando yo era niño, mi papá y sus amigos –unos señores latinoamericanos mayoritariamente barbudos y con lentes de carey- solían comentar las noticias del periódico como quién lee un calendario. Todo eran señales que anunciaban la llegada inminente de la revolución. Nunca se preguntaban si llegaría realmente, o si sería necesaria. Sólo sabían que llegaría. La revolución era como un huracán del Caribe, un fenómeno natural incontenible: y ante su emergencia uno sólo podía sumarse o ser abandonado por la historia. 

Un año antes de mi nacimiento, Salvador Puig Antich fue ejecutado en España con el cruel sistema del garrote vil, acusado de asesinar a un policía durante un enfrentamiento. Fue la última ejecución ordenada por Franco antes de su muerte, y tuvo un sentido político: El presidente de gobierno Luis Carrero Blanco acababa de morir víctima de un atentado de ETA. Su automóvil había saltado por los aires con él dentro. El régimen necesitaba enviar una señal de fuerza contra los subversivos. Le tocó a Puig Antich.

La película Salvador, estrenada esta semana en España, narra los últimos meses de la vida de este anarquista. Las reacciones de quienes lo conocieron han sido diversas: sus hermanas ven al joven idealista fielmente retratado. Sus compañeros de militancia en el Movimiento Ibérico de Liberación consideran que se vacía de contenido político al personaje, y que la bella historia de amistad con un carcelero franquista es sencillamente inverosímil. Supongo que cada persona alberga a muchas personas distintas, y que cada uno de nuestros amigos o parientes ve sólo uno de nuestros numerosos rostros.

No obstante, hay un punto de unión entre la historia política y la familiar: el padre de Puig Antich. Joaquim Puig había sido militante de Acció Catalana durante la República. Tras la guerra civil fue encerrado en un campo de concentración en Francia, y a su regreso a España fue condenado a muerte. El indulto le llegó en el último minuto. En la película, el personaje del padre es un hombre derrotado, que apenas habla. El protagonista lo describe como un hombre “acostumbrado a vivir con miedo”. En contraste, el film describe a Salvador como un hombre “que se atrevió a vivir sin miedo”. De alguna manera, su rebelión es también una rebelión contra lo que ve en su padre, y a la vez, una rebelión para liberarlo a él.

Ahora bien, desde un punto de vista táctico y desde el siglo XXI, la rebelión del Movimiento Ibérico de Liberación sorprende por su ingenuidad. Asaltaban bancos a cara descubierta, se saltaban las normas de seguridad de la clandestinidad, dedicaban el botín a la publicación de revistas y pretendían financiar a obreros huelguistas que ni siquiera aceptaban su dinero porque sospechaban el origen. Para colmo, eran anarquistas, la versión más utópica de la liberación. El objetivo final de sus escaramuzas era un mundo sin clases, sin jefes, sin líderes, en el que todo el mundo fuese igual y libre. Nada menos.

Yo estaba en primera fila en los años noventa, cuando todo ese mundo de Robin Hoods se vino abajo: los amigos de papá mayoritariamente se afeitaron y se volvieron empresarios, y cambiaron las banderas rojas por cheques al portador. Creo que eso me hizo muy escéptico, y frecuentemente bastante cínico. Supongo que a Salvador este mundo tampoco le habría terminado de gustar. Pero paradójicamente, la película me hizo pensar que él consiguió lo que quería: defendiendo lo imposible murió víctima de lo real. Así redimió a su padre, y a la vez, se convirtió en el fantasma de una ilusión. La gran ventaja es que a los fantasmas nadie los puede matar.

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18 de septiembre de 2006
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Tú más

Benedicto XVI, un Papa que ama los nombres largos, signo inequívoco de intelectual, cita a un olvidado emperador bizantino, el cual hace quinientos años se quejaba de que habían hecho aparición unos individuos brutales los cuales extendían la religión de Mahoma a golpe de cimitarra (como si los cristianos hubieran actuado de modo distinto, por cierto), y de inmediato se alzan en armas unos seres barbudos, aullantes y desesperados de dolor que queman iglesias, matan monjas italianas, amenazan de muerte a todo bicho viviente y se quejan amargamente de haber sido insultados.

La primera vez que asistí a uno de estos asombrosos espectáculos de inocentes enfurecidos fue en San Sebastián, en cuya universidad daba yo clases allá por el año 1982. La noche anterior había saltado por los aires un sujeto a quien le había estallado en plena cara la bomba que estaba a punto de activar. Algunos alumnos comenzaron de buena mañana a llamar a la huelga y a manifestarse por la ciudad “contra la violencia y por la paz”. Como no podía creer que aquellos pájaros estuvieran del lado gubernamental, les pregunté la razón de su protesta.

“¡Anda pues! ¡Que no hay derecho a que la gente tenga que ir por ahí poniendo bombas y corriendo peligro y jugándose la vida!”. La que así chillaba era una muchacha de unos veinte años, gordita, simpática, buena mujer, lo que por allí suele llamarse “gente maja”, la estoy viendo rediviva, si es que vive. Para aquella descerebrada, los que se jugaban la vida eran los terroristas.
Muchísima gente de las provincias vascas sigue pensando (¿pensando?) del mismo modo. Para estos fanáticos, los “otros” no existen, sólo existen los “nosotros”. En realidad los otros no son asesinados, simplemente se esfuman en el aire y dejan de molestar.

Exactamente igual que aquellos energúmenos que pillé un día en Gerona lanzando ladrillos, testeros y hasta una farola a unos pobres policías que estaban a la puerta del ayuntamiento, protegiéndose con sus escudos de las malas bestias nacionales. Los atacantes gritaban: “¡Fachas! ¡Nazis! ¡Asesinos!”, cada vez que les lanzaban un pedrusco con intención evidente de partirles el cráneo. Las autoridades habían dado orden a la policía de que no respondiera al ataque. Vieja tradición española, el poder protege a la banda de la porra.

Así ahora, cada vez que alguien se queja de la violencia, la irracionalidad y la vesania de los islamistas, recibe una amenaza de muerte “por manchar el honor del Islam”, o lo que todavía es más gracioso “por calumniar a la religión”. Da un poco de miedo, tanta gente religiosa y pacífica.

No es muy distinto de lo que le ha sucedido al mentecato de Rubianes que suelta las más atroces barbaridades sobre la puta España y reza para que les exploten los cojones a los españoles (su estilo es el hombre) buscando el aplauso de unos empleados de la Generalitat, y luego se empeña en estrenar… en el Teatro Español de Madrid. Hay que ser idiota. De inmediato salen los inenarrables opinadores de sacristía en defensa de la libertad de expresión. ¿Es una opinión decir que te ciscas en la puta Francia? ¿O que los franceses son unos maricones? Altísimo nivel intelectual, el de los defensores de esta opinión.

Ya sólo falta que Farruquito demande por atentar contra su honor a los familiares del señor al que aplastó con su cochazo. ¡Como si fuera fácil manejar uno de esos tanques sin tener ni zorra idea de conducir! ¡Anda que no corrió peligro ni nada el fino artista!

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18 de septiembre de 2006
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UN DATO

Es solo un artículo del diario El Nuevo Herald de Miami. No cuenta una historia, se limita a entregar un hecho: en lo que va del primer semestre del año 2006, las compras de Venezuela a EE. UU. ascendieron a más del 140%. El régimen de Hugo Chávez ya es el sexto socio comercial del Estado que se denuncia diariamente desde el Palacio de Miraflores. La república bolivariana se ubica por delante de países como Francia, Brasil o Rusia.

Basta ir de vez en cuando a Venezuela y mirar a la calle para saber de qué se trata. Las importaciones de coches de lujo sobrepasaron el 30% este año; parece que cada día se abre un nuevo supermercado; y los restaurantes descubren que se puede pedir precios de sinvergüenza a los nuevos ricos bolivarianos.

Caracas es una ciudad donde faltan medicamentos y que tiene o no azúcar según el flujo incierto de las importaciones, pues los campesinos no entregan la caña al considerar demasiado bajo el precio definido por el gobierno que construye el socialismo del siglo XXI. Pero Caracas es también la ciudad que provoca tanto entusiasmo en las páginas de la sección de finanzas del Financial Times: un lugar que se hunde en el efectivo que llega gracias a la subida del precio del petróleo.

Luis Ignacio Lula da Silva, presidente de Brasil, y que algo sabe del presidente de un país vecino, dijo a propósito de Chávez: “Sé que los discursos a veces molestan a la gente. Pero un discurso no es más que un discurso”. Y por el momento, Chávez denuncia a EE. UU. y compra allá más que nunca. Por supuesto, entendemos cómo, poco a poco, Chávez se vincula con Irán, para hacer empresas mixtas, o con China, para vender petróleo. En su intento de cambiar la geografía de la economía mundial, se le ve el plumero. Sus palabras buscan dividir en lugar de agrupar, y oponer en lugar de armonizar. Pero, por el momento, Hugo, el “boss” de su revolución, sigue siendo un líder venezolano típico, no “siembra petróleo” en la época de precios altos y no hace nada para detener una corrupción desenfrenada.

Claro que en los próximos días, vamos a oír palabras fuertes en la cumbre de los países no alineados de La Habana, pero habrá que recordar siempre quién habla. Cuando el presidente boliviano Evo Morales pida un estatuto histórico para el cultivo de la coca, proclame el derecho de Bolivia a disfrutar los beneficios de la venta de sus materias primas y, finalmente, pida una salida al mar, escucharemos a un hombre sincero que intenta hacer lo que dice. Cuando Hugo Chávez denuncie a la superpotencia del Norte, escucharemos a un cliente que habla mal de su suministrador de bienes de consumo.

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15 de septiembre de 2006
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Transnacionales

En mi último blog hablé del espectacular evento cultural Table of free voices de Berlín. Hoy debo añadir que el trato a los invitados fue suntuoso. Además de viajar sin pagar, los 112 fuimos alojados en el hotel Intercontinental. Disponíamos de piscina temperada y jacuzzi. Había minibuses a nuestra disposición, incluso para transporte particular. Cerca de la plaza, por si acaso, estaban preparadas dos ambulancias. Doscientos voluntarios se nos acercaban constantemente para verificar nuestra comodidad. Nos ofrecían comida, bebidas, café, incluso gotas para los ojos.

La pregunta que todos nos hacíamos es: ¿quién está pagando esto y por qué?

En la noche del evento, asistimos a una cena de despedida en una especie de hangar berlinés iluminado con velas y reflectores. En el centro había un escenario. Sucesivamente, se presentaron una cantante tibetana, un saxo soprano de jazz y un espectáculo circense con veinte músicos. Y frente a mí precisamente, se sentó el jefe de marketing de una de las transnacionales que auspiciaba el evento. 

Su apariencia era un cruce entre la mandíbula de Val Kilmer y el aire sano y bien talqueado de Hugh Grant: el ejecutivo joven, seguro de sí y forrado de pasta. No pude resistirme a hacerle LA pregunta. Él respondió con una sonrisa luminosa:

-Marketing. Este tipo de eventos asocia el nombre de la firma a mensajes más positivos y forma parte de la estrategia de responsabilidad social de la empresa.

-¿Y vale la pena? Es mucho dinero sólo para quedar bien.

-Para una corporación no es mucho dinero. La empresa produce mucho dinero. Hay que hacer algo con él. Y es posible que, en los próximos años, el rango de acción de los operadores privados desplace al sector público de algunas de sus funciones. Esa es nuestra apuesta.

-Ya, pero al menos la mitad de los invitados se ha manifestado precisamente en contra de eso. Detestan profundamente a las corporaciones y han hablado en el evento contra ustedes.

-Sabíamos que sería así. No queríamos censura. Queremos saber lo que realmente piensan los líderes de opinión e intelectuales de todo el mundo. Esa información nos sirve para reorientar nuestras estrategias de marketing hacia los sectores que consideramos más sensibles a nivel global. El evento es una especie de sondeo planetario. Visto así, ni siquiera es caro. Más bien, al contrario.

Recordé a la ecologista que se había sentado a mi lado, advirtiendo sobre el peligro de las transnacionales. Me pregunté qué pensaría si supiese que estaba trabajando precisamente para una multinacional, ofreciéndole información barata. Y por otro lado, me pregunté si podía ignorarlo. No era un secreto. Nadie pretendía engañarla. La transnacional pagó su viaje, su hotel, su dieta vegetariana, vegana o sensible, su yogur de aloe vera, su fin de semana berlinés, su almuerzo y cena con productos de comercio justo, incluso su espacio de denuncia. Si eventualmente ella quisiese atacarlos, ellos responderían: “nosotros solo hacemos nuestro trabajo, y al menos somos claros. En cambio ella, que ahora nos denuncia, se veía muy contenta cuando la invitamos. Nunca rechazó la invitación”. Me pregunto si son ellos cínicos o somos nosotros hipócritas.

Al fin, llegó el momento estelar del jefe de marketing. El presentador –un artista alemán- pidió un aplauso para los que habían financiado el evento, y él subió al escenario su sonrisa Kilmer. Entonces, el presentador advirtió en público que esa empresa había despedido a cinco mil personas el mes anterior. Al regresar a nuestra mesa, el jefe de marketing estaba furioso. Minutos después, él y sus lugartenientes abandonaron el local.

No sé bien por qué se enojó tanto. Él tiene lo que quería, el presentador fue contestatario como le correspondía, mi ecologista comió sus alimentos ecológicos, y yo me bebí dos botellas de vino blanco. Todos hicimos un buen negocio. Mientras tanto, el mundo sigue igual.

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15 de septiembre de 2006
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ANGELISMO O REVOLUCIÓN

A pesar de verme implicado en la blogosfera, los podcast, las wikis y toda esta pesca –acaso por la misma pesca- no veo un luminoso porvenir democrático en el micropoder que pueda derivarse de estos medios. Más bien me parecen ingenuos los entusiasmos que la red y su interactividad despierta en muchos analistas. O peor que esto: siento la impresión de que de nuevo se descarga sobre la tecnología lo que la revolución política no consiguió o ha abdicado, para siempre, de conseguirlo. ¿Pesimismo? ¿Simplismo? ¿Ganas de fastidiar?

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15 de septiembre de 2006
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El sueño del libro propio

No puedo decir cuándo alenté el sueño por primera vez, pero sé que era muy, muy pequeño. La mayor parte de mis coetáneos soñaba con convertirse en el futbolista tal o cual, pero yo soñaba con escribir libros. Y no me quedaba en la fantasía: escribía mis novelitas, las ilustraba (porque en esa época de la vida las ilustraciones en los libros son condición sine qua non) y las armaba con cola, hilo y una torpeza impar; mi admiración por los encuadernadores data de aquel entonces.

Creo que a pesar del tiempo transcurrido, nada cambió demasiado. ¿Cómo explicarles lo que siento cuando suena el timbre y un amable señor del correo me entrega una caja llena de ejemplares de mi nueva novela? A esta altura del partido debería estar fogueado, sin embargo la alegría y la excitación persisten, como si mis libros, en vez de sucederse uno a otro, se reemplazasen en el papel del primero. Lo más parecido que he visto a la escena es el final de Back to the Future: después de rearmar su pasado Marty McFly regresa a un presente idílico, en el que su padre ya no es el inútil de siempre sino un popular escritor de ciencia ficción que recibe, de manos de su viejo-enemigo-convertido-en-sirviente, la caja con los ejemplares de su nueva novela. Yo quiero creer que no soy tan nerd como George McFly (no escribo ciencia ficción, ni gané lo suficiente para comprarme una casa como la suya), pero en esencia la escena es igual: abro la caja (no sé qué ocurre con los libros de los demás, pero los míos siempre tienen un perfume fascinante), mi familia se reúne, intercambiamos ohs y ahs y los objetos tan preciados circulan de mano en mano; durante un buen rato, todos somos felices al mismo tiempo.

Hace pocas horas recibí ejemplares de mi primer libro para chicos, Gus Weller rompe el molde, que sale en España en octubre y durante el 2007 en mi país. Como ven, siempre me las arreglo para que cada libro nuevo sea el primero en algún sentido. La metáfora del libro-como-hijo está tan trillada que ya no queda grano en esa espiga, pero de alguna forma sigue funcionando, porque aunque amamos a todos nuestros hijos por igual las razones por las que cada uno nos seduce son distintas en cada caso. Gus Weller, por ejemplo, es mi primer libro ilustrado. Parte de mi alegría, pues, se debe a los dibujos de Jokin Michelena, que encontró lo que yo buscaba y le agregó elementos maravillosos que ni siquiera había imaginado. (Esa es la gracia de la creación en conjunto, que hasta hoy yo sólo asociaba a mi trabajo en cine.) El mérito de haberme conectado con Jokin es de Marta Higueres Díez y del equipo de Alfaguara Infantil, que obviamente sabían lo que hacían. La imagen de Gus Weller (dicho sea de paso, Gus es un grillo) era vital para mí, porque Gus nació como personaje de una película que quiero dirigir y en consecuencia nada era más importante que poder “verlo”. Jokin lo vio por mí, y no puedo hacer otra cosa que quitarme el sombrero en su presencia.

Otra cosa que me llena de orgullo es sumarme a la colección de la que forman parte, por ejemplo, las traducciones de Roald Dahl al español. Esos eran los libros que yo leía a mis hijas de pequeñas: Las brujas, Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda… Sentirme cercano a Dahl, aunque más no sea por proximidad en el estante, es otra de las razones que explican esta sonrisa idiota de la que no logro desprenderme. Estoy reblandecido, ya se habrán percatado. Me descubro diciéndole a cada persona adulta con quien hablo que por favor lean Gus Weller aunque sea un libro para niños, garantizándoles que se van a divertir, que tiene humor y aventura, que crea un mundo totalmente nuevo… Qué vergüenza. Creo con sinceridad que es de lo mejor que escribí (ah, la libertad que se siente al desprenderse de las pretensiones de la escritura “para grandes”…), pero debería controlarme un poco más para no hacer tantos papelones.

En fin, mis disculpas. Ojalá pasen un fin de semana tan beatífico como el que a mí me espera, en compañía de mis libros fragantes y de mi grillo favorito.

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15 de septiembre de 2006
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Pero volver, volver, volver…

Llego a mi ciudad cuando, como cada año, cae el diluvio universal. Estas repeticiones tienen mucho misterio, embelesan, parecen dar sentido a lo que no lo tiene. Vieja ley: una mentira suficientemente repetida se convierte en una verdad. Que el sol haya salido hasta hoy todos los días, parece garantizar la verdad del enunciado: “El sol sale todos los días”. Y sin embargo, es falso.

Una de las hermosas moreras que bordean la entrada del parque, en la plaza Boston, aparece tumbada, sus amplias hojas oscuras son como los faldones de una reina súbitamente muerta. A media mañana ya la han aserrado. Le pregunto al portero de la finca adyacente y suelta una risita sarcástica. No la tumbó la lluvia, sino un camión que maniobraba sobre la acera conducido por un chapuzas. “¿Y qué hacía encima de la acera ese animal? ¿Y por qué no lo denuncian?”, le pregunto a punto de amostazarme. “Es que era del ayuntamiento. De Parques y Jardines”. A la morera la ha matado su jardinero. Violencia de género.

Cada año es lo mismo. El verano rabioso alarga su mano de fuego hasta septiembre. Antes, durante o después del Once de Septiembre, día de la orgía nacionalista catalana, se juntan las bajas presiones del atlántico y la borrasca de levante en una espiral casi perfecta. Cada año caen entre cien y doscientos litros en un solo día sobre una Barcelona amojamada, agria, leprosa, envenenada, mugrienta, en la que no ha asomado una gota de agua durante seis meses. La repetición le da un carácter de verdad incontrovertible, de necesidad fatídica al desastre. Es un momento magnífico, de limpieza general. La ciudad sale del trance rejuvenecida y enérgica. Aunque, eso sí, maltrecha.

Ayer cayeron 178 litros por metro cuadrado. El Euromed, el tren que enlaza con Valencia, quedó muerto en la provincia de Tarragona. Doscientos pasajeros tardaron catorce horas en llegar a Barcelona; hicieron noche en medio de la nada. El aeropuerto, cerrado. El polígono químico de Tarragona arrojó al mar una mancha de hidrocarburo de 2 km. Las líneas de Renfe C-3, C-4 y C-7 quedaron sin servicio, lo que equivale a paralizar el tráfico de cercanías. La Nacional II también estuvo cortada. Se averiaron 70 semáforos. Era muy estimulante ver el cruce Balmes/General Mitre colapsado y con todo el personal dándole al claxon como en Estambul. Ni un guardia urbano. Dos líneas de metro se paralizaron durante horas: estaciones inundadas. Y así sucesivamente.

Todo lo cual puede dar la sensación de una catástrofe colosal, y lo sería en cualquier lugar del mundo, pero no en Barcelona. Como dice el ayuntamiento, Barcelona es “la millor botiga del mon” y se queda tan ancho, estas minucias carecen de importancia. Sobre todo si tenemos en cuenta que se repiten cada año con marcada puntualidad y que por lo tanto son algo inevitable. Por eso el alcalde de Barcelona va a encargarse del Ministerio más estratégico del gobierno. Su eficacia, su capacitación, han quedado demostradas a lo largo de un montón de años. De repetición en repetición sin que jamás pasara nada.

Pensando en estas cosas, en el regreso de lo idéntico, en la irresponsabilidad de los jefes, en la arrogancia de los majaderos, en el maravilloso final del verano (esa estación inútil), y releyendo los poemas de Larkin elegidos por el distinguido público (no hubo ni una coincidencia: son doce poemas distintos), pensé si el más indicado no sería Church Going, incluido en el libro de 1955 The Less Deceived, un poema sobre visitas culturales, sobre iglesias, sobre la trivialidad de las visitas culturales a las iglesias, sobre la trivialidad de las iglesias, y sin embargo también sobre la necesidad ineludible de visitar iglesias para seguir creyéndonos gente seria, visitas repetidas una y otra vez con iguales resultados. Versos otoñales sobre la repetición.

Es un poema de una lucidez considerable sobre los hábitos de la gente ilustrada, sobre las excusas para matar el tiempo que nos damos incansablemente. Aunque la música es de Shakespeare, quizás sea una locura producida por la lluvia, pero me da a mí la impresión de que el poema podría haberlo escrito Antonio Machado en su última etapa, cuando narraba jornadas lluviosas y reguladas por el suave tic-tac de la extinción. Si sus padres hubieran regentado un negocio de corbatas en Birmingham, naturalmente.

Había una bonita edición de este libro, traducido por Álvaro García, en La Veleta (Granada), pero data de hace quince años y no sé si se encuentra en librería. De modo que ahí va el original.

Once I am sure there's nothing going on
I step inside, letting the door thud shut.
Another church: matting, seats, and stone,
And little books; sprawlings of flowers, cut
For Sunday, brownish now; some brass and stuff
Up at the holy end; the small neat organ;
And a tense, musty, unignorable silence,
Brewed God knows how long. Hatless, I take off
My cycle-clips in awkward reverence.

Move forward, run my hand around the font.
From where I stand, the roof looks almost new -
Cleaned, or restored? Someone would know: I don't.
Mounting the lectern, I peruse a few
Hectoring large-scale verses, and pronounce
'Here endeth' much more loudly than I'd meant.
The echoes snigger briefly. Back at the door
I sign the book, donate an Irish sixpence,
Reflect the place was not worth stopping for.

Yet stop I did: in fact I often do,
And always end much at a loss like this,
Wondering what to look for; wondering, too,
When churches will fall completely out of use
What we shall turn them into, if we shall keep
A few cathedrals chronically on show,
Their parchment, plate and pyx in locked cases,
And let the rest rent-free to rain and sheep.
Shall we avoid them as unlucky places?

Or, after dark, will dubious women come
To make their children touch a particular stone;
Pick simples for a cancer; or on some
Advised night see walking a dead one?
Power of some sort will go on
In games, in riddles, seemingly at random;
But superstition, like belief, must die,
And what remains when disbelief has gone?
Grass, weedy pavement, brambles, buttress, sky,

A shape less recognisable each week,
A purpose more obscure. I wonder who
Will be the last, the very last, to seek
This place for what it was; one of the crew
That tap and jot and know what rood-lofts were?
Some ruin-bibber, randy for antique,
Or Christmas-addict, counting on a whiff
Of gown-and-bands and organ-pipes and myrrh?
Or will he be my representative,

Bored, uninformed, knowing the ghostly silt
Dispersed, yet tending to this cross of ground
Through suburb scrub because it held unspilt
So long and equably what since is found
Only in separation - marriage, and birth,
And death, and thoughts of these - for which was built
This special shell? For, though I've no idea
What this accoutred frowsty barn is worth,
It pleases me to stand in silence here;

A serious house on serious earth it is,
In whose blent air all our compulsions meet,
Are recognized, and robed as destinies.
And that much never can be obsolete,
Since someone will forever be surprising
A hunger in himself to be more serious,
And gravitating with it to this ground,
Which, he once heard, was proper to grow wise in,
If only that so many dead lie round.

Nota y reparación:
En el blog anterior escribí apresuradamente que Fuerteventura carece de interés biológico o natural. Es una bobada que se me escapó llevado por la prisa que impone el género diario. Alfredo me escribe con muchas informaciones, de entre las que destaco la siguiente:

Fuerteventura, pese a ser la isla de mayor superficie de Canarias (a marea baja…) es una de las de menor territorio protegido, con tan sólo el 28,8 % de su superficie. En cualquier caso, en ese casi 28% de su territorio protegido encontramos tres Parques Naturales y seis Monumentos Naturales. Atesora el título de ser la cuarta región natural a nivel mundial en cuanto a endemismos florísticos se refiere, donde perviven plantas de la Era Terciaria que han desaparecido de la mayor parte del planeta. Y, por lo que respecta a su fauna, en la isla viven o transitan aves marinas y rapaces de alto valor biológico donde destaca la majestuosa hubara como emblema de sus no menos espectaculares llanuras y complejos dunares. Por no hablar de la importante colonia de cetáceos que habita en sus costas.

Pido perdón por mi impertinencia. Lo que trataba de explicar, a toda prisa y mal, es que la isla más extensa puede ayudar a mantener el equilibrio de la más pequeña y también más intensa Lanzarote.

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15 de septiembre de 2006
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LA LARGA COLA

La Revista de Libros del diario El Mercurio de Santiago de Chile publica las notas de una conferencia de Carlos Monsiváis sobre "La vida del libro en México". El autor mexicano hablaba en la Universidad de Brown (ubicada en el estado de Rhode Island). Hace ya tiempo, no lo dice el artículo, que tuvo lugar la conferencia; fue en el mes de abril, pero más vale tarde que nunca y El Mercurio no se equivoca en sacar unos apuntes de un asistente a la conferencia, pues ya circulan en blogs literarios como este.

Hay algo que me provoca en lo que dijo Monsiváis al responder a una auto-pregunta: ¿Cómo afecta la globalización a los procesos de lectura?

Su repuesta, según El Mercurio, incluyó lo siguiente: «Se perfeccionan, o si se quiere se vuelven casi inapelables, procesos que ya se advertían desde hace décadas. El primero: el avasallamiento de las industrias culturales de Norteamérica, que en materia de lectura imponen -proponer sería un verbo de enorme modestia- dos grandes zonas del consumo: los best sellers (a tal punto identificados con los viajes, que si uno está en su casa, de cualquier modo se abrocha el cinturón de seguridad) y la literatura de autoayuda o de expresión personal».

Con todo respeto para el (merecido) premio Juan Rulfo 2006, Monsiváis se equivoca. La globalización y su herramienta electrónica, Internet, provoca todo lo contrario al auge de los best sellers en la maquinaria literaria de EE. UU. Detrás de la venta de unos libros de tremendo éxito, que tapan el paisaje literario, se produce una fragmentación amplia del consumo cultural. Globalización quiere decir: ahora, cada uno lo hace a su gusto.

Monsiváis, supongo, no lee libros de economía, cosa que hago a veces, como lo demuestra The Long tail (La cola larga) de Chris Anderson, que está en mi mesa. Anderson es el editor en jefe de la revista Wired  y aquella cola larga es un libro dedicado a «la nueva economía de la cultura y del comercio». ¿Qué dice Anderson? Que la venta en línea permite salir de la doble tiranía del lugar donde está el consumidor y de la fama de los libros más vendidos. Una gran parte del negocio de Amazon (cinco mil millones de dólares por año) viene de muy pequeñas casas editoriales que nadie conoce. «No hay que despreciar la potencia de un millón de aficionados que tienen la llave para entrar en la fábrica» escribe Anderson.

Su libro (en inglés, casa editorial Hyperion) utiliza muchos casos de venta de música, pero también de prensa y de libros. No voy a aburrir a nadie con solo dos datos que explican el fenómeno de la larga cola (que no es otra cosa que la interminable lista de los productos vendidos).

1. Cuando Nielsen BookScan hace un estudio de los circuitos comerciales sobre una muestra de 1,2 millones de libros vendidos en línea en 2004, descubre que 950.000 libros corresponden a obras que no superaron vender más de 99 ejemplares.

2. Si eliminamos los cien mil libros que más venden en Amazon, todavía queda el 25% del negocio. Es decir: la cuarta parte de los libros vendidos por Amazon no pertenecen a la lista de los cien mil libros más vendidos.

La cola existe detrás de los libros más vendidos y es muy, pero muy larga.

Por otra parte, quiero decir que me gusta enormemente la retórica de Monsiváis sobre la necesidad de abrocharse el cinturón en el viaje para eludir tanto las turbulencias como los best sellers.

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14 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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