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El hombre incompleto

El libro de Rebecca Goldstein Incompleteness comienza con la imagen de dos hombres paseando por los alrededores de la universidad de Princeton en los años cuarenta. Mientras caminan, conversan sobre fundamentos de física y matemática. Es tal su prestigio que muchos profesores de la universidad matarían por escuchar esos diálogos. Pero sobre todo, y a su extraña manera, los dos hombres se aprecian de un modo personal. Uno de ellos es Albert Einstein, que una vez escribió que la única razón que lo animaba a asistir a sus cursos era la posibilidad de sostener esas conversaciones en el camino. El otro es el matemático Kurt Godel que, tras la muerte del autor de la relatividad, nunca pudo encontrar un oído más comprensivo.

El trabajo de Godel es uno de los más breves de la matemática moderna. Su tesis doctoral no tenía más de once páginas, y aparte de ella apenas publicó algunos artículos sueltos. Pero bastaron para dar un mazazo a nuestro concepto de la verdad. Godel es recordado especialmente por los llamados “teoremas de incompletitud” que sostenían que en todo lenguaje matemático hay fórmulas que no pueden resolverse con los recursos de ese lenguaje. Es decir que incluso la aritmética, que todos consideramos una verdad absoluta e indiscutible, está incompleta. 

Lo mismo ocurre en realidad con todos los lenguajes complejos, incluso con nuestro lenguaje hablado. Por ejemplo, la frase: esta oración es falsa. Si es cierta, esa oración debe ser falsa. Pero si es falsa, no es cierta. No hay salida a ese contrasentido lógico. En matemática también es posible formar ese tipo de construcciones, que se reconocen como correctas sintácticamente pero no tienen sentido ni solución.   

Quizá conocer esa peculiaridad cambie muy poco en nuestra vida cotidiana, pero cambió la historia. A principios del siglo XX, en la Austria de Godel, un grupo de filósofos llamado “el círculo de Viena” y otros como el inglés Bertrand Russell buscaban un lenguaje cien por ciento fiable que pudiese dar cuenta de la realidad sin fisuras ni lugar a dudas: en un mundo en que Dios había muerto, ellos buscaban el lenguaje de la naturaleza. Despreciaban la metafísica, la filosofía y las ciencias humanas, que consideraban subjetivas y a menudo ininteligibles. Y empezaron a buscar ese lenguaje en las ciencias exactas como la física y la matemática. 

La teoría de la relatividad de Einstein demolió esa ilusión haciendo ver que nuestro lenguaje siempre dependería del lugar del observador en el universo. La mecánica cuántica le asestó un golpe mortal al postular que, en última instancia, los movimientos de las partículas dependen del azar. Y Godel descerrajó el tiro de gracia al acabar con la infalibilidad de la matemática. A pesar de nuestros esfuerzos, somos humanos. Nos está vedado lo perfecto y lo infinito.

Pero según su biógrafa Goldstein, Godel no aceptaría esa conclusión. Al contrario, él creía en una verdad absoluta, y consideraba que sus investigaciones matemáticas daban pasos en esa dirección. Esa fue la gran paradoja de su propia vida. Godel era un exiliado del Tercer Reich, pero también era un exiliado de este mundo caótico. Creía –necesitaba creer- en un mundo de las ideas que fuese ordenado y perfecto. Y sin quererlo, ayudó a acabar con él.

Y también acabó consigo mismo. Hacia el final de su vida, Godel se declaró incapaz de entender los trabajos de los lógicos modernos y fue víctima de paranoias y depresiones extremas. Asistía a la universidad con una máscara de esquí para no respirar el “ambiente contaminado” de Princeton. En la creencia de que alguien quería envenenarlo, dejó de comer. Murió en 1978, pesando 30 kg. Su certificado de defunción atribuye el deceso a la “desnutrición e inanición” producto de un “trastorno de la personalidad”. Quizá ese sea el precio de conocer el lenguaje completo y perfecto de Dios.

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6 de septiembre de 2006
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ANNA SUI

Ayer tarde supe por CNN internacional de Anna Sui, una diseñadora china asentada en Hong Kong que en un abrir y cerrar de ojos ha logrado convertirse en una famosa marca internacional de primera clase, con establecimientos inaugurándose sin cesar en decenas de países. ¿Qué ha hecho Anna Sui para conseguir una resonancia tan súbita y extraordinaria? Simplemente pensar en qué deseaba ponerse para salir a la calle, dice ella. ¿A las calles de Hong Kong? “A las calles de la world city”, respondía al acicalado periodista.

Nada de barrios autóctonos, ni de clase media californiana, tampoco invenciones estrambóticas ni orientalismos nostálgicos. Existe, de acuerdo a sus palabras, una moda global que se deduce mecánicamente del absoluto fenómeno globalizador. Es decir, así como existe una world music y un international art la moda cae redundantemente sobre los cuerpos de la nueva gente. Cae redundantemente o sin referencia determinada.

Aunque sí determinante: un estilo del mundo atraviesa el planeta y esta línea de confección invisible debe visualizarla el diseñador. En el territorio de la novela, en el del cine o en la web subyace una fórmula clave que pega más cuanto mayor desapego, en apariencia, demuestra.

El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio común a la vez que en una esfera transparente, pero incluso en el seno de su aparente transparencia reside un dibujo cuya precisa detección por un autor, una empresa, un marketing, estalla en éxito.

La explosión de los códigos da vinci, la pandemia de los jerseys de cremallera, la propagación de la gripe aviar, la plaga de la obesidad, las camisetas con los colores de Brasil, son efectos de la misma naturaleza. Todos ellos responden a un núcleo que alcanzado su punto crítico se transmuta en una bomba atómica.

Nunca antes se habían conocido espectáculos de esta clase porque si bien la humanidad siempre tendió a contagiarse, infectarse e influirse, no conoció en su historia un grado de velocidad comunicadora tan elevado ni un vicio parecido de mimetismo.

El Ser siempre fue producto necesario de otro. Ahora lo Otro necesita la dinámica de la expansión, la exasperación y su tendencia a la transparencia de la desaparición, para ascender hasta el supremo ser de la noticia.

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6 de septiembre de 2006
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Temple de acero

Nos gusta pensar que estamos preparados para lo peor (la mayoría de los que rondan mi edad y viven donde vivo han sorteado infinidad de episodios disruptivos: dictaduras, atentados masivos, hecatombes económicas y altas dosis de violencia entre clases sociales, por citar tan sólo algunos), pero nada nos prepara para la devastación de los cataclismos emocionales. Hablo de esos pequeños estallidos privados, que nos congelan en mitad de la vida sin proporcionarnos ni siquiera el consuelo de la socialización del dolor: estos episodios disruptivos sólo se viven en soledad, mientras uno intenta seguir adelante con las responsabilidades adquiridas. Uno está devastado, pero debe salir a trabajar. Uno está devastado, pero tampoco puede cerrarse a las necesidades de los demás. Uno está devastado, pero debe interactuar con los actores sociales (taxistas, cobradores, empleados bancarios), aunque le parezcan más irritantes que nunca. Uno está devastado, pero no puede dejar de atender a la construcción cotidiana del edificio de su existencia: debe pagar las cuentas y los servicios, debe cocinar, debe responder llamados ajenos, debe perseguir a la gente que le niega atención, debe sacar la basura.

Yo no sé cómo lidian ustedes con estos asuntos (disculpen que no sea más transparente, pero no deseo exponer a cierta persona al escrutinio público; digamos que se trata de uno de esos casos en los que uno descubre que todo el amor y toda la atención del mundo no han redundado en la felicidad que uno deseaba producir), pero yo, entre otras cosas, me dejo llevar por las pulsiones de mi profesión. Por ejemplo escribo, cosa que a ustedes les consta. O reviso los detalles de mis cuitas como quien analiza un texto, o la estructura narrativa de un guión: buscando las claves del enigma, que una vez en mis manos harán posible la solución. O acudo a libros o películas que rozan mi circunstancia, esperando que de alguna manera me iluminen. Por supuesto, también hago otras cosas que hace todo el mundo: hablo con amigos, me angustio, estallo, consulto a un psicólogo. (Qué se le va a hacer, soy argentino: el psicoanálisis forma parte de mi ADN.)

Anoche, por ejemplo, fui a mi DVD club a alquilar The Weather Man. Mi mujer sugirió que estaba siendo masoquista, pero yo sabía lo que hacía. The Weather Man es una película de Gore Verbinski, más conocido por la saga de Los piratas del Caribe. En esencia es el retrato de una depresión, la que sufre el personaje de Nicolas Cage: un hombre de edad mediana que trabaja dando el parte meteorológico en televisión, divorciado, con un padre célebre y respetado (ganador del Pulitzer, para ser precisos) que padece un linfoma y un par de hijos adolescentes en problemas. Yo quería ver esta película desde hace tiempo, no sólo porque me parecía atractiva sino porque intuía que de alguna forma se relacionaba conmigo –aunque más no fuese por el más colorido de los detalles: el hecho de que el personaje, al igual que yo, practicase arquería.

La película está buena. Si me preguntan para qué sirvió en mi circunstancia, diría que me quedé pensando en un par de cosas que Michael Caine, el padre-Pulitzer, le dice a su hijo atribulado: que nada de lo bueno es fácil en esta vida, y que uno no deja de ser padre ni siquiera cuando sus hijos se convierten en adultos. (“Lots of tending”, repite Caine ante Cage: hay mucho cuidado por proporcionar.) También me enterneció la angustia que Cage siente ante su profesión: lo desespera su incapacidad de predecir realmente lo que ocurrirá en los próximos días, tanto como nos desespera a los demás, que no somos ni jugamos a ser meteorólogos. La verdad es que yo la paso mucho mejor. Escribir, o sea crear, o sea reflexionar mediante el acto de la creación, es mucho más iluminador que agitar los brazos como un poseso delante de una pantalla verde.

La luz me la proporcionó, como suele pasar en las buenas historias, el detalle de la arquería. Mientras veía a Cage recuperar su equilibrio mediante la práctica de esta disciplina (que tanto tiene de zen, eso es inequívoco), recordé algo que mi maestro dijo el último sábado, mientras yo protestaba por el penoso rendimiento de mis flechas sobre la diana. Recordó que cuando uno está tirando peor, la única forma de revertir esa racha es tranquilizarse, como si uno atravesase el mejor de los momentos. Dijo además que en arquería existe una palabra precisa para lo que demandan estas circunstancias: temple. Eso es lo que se precisa. Eso es lo que marca la diferencia.

Aquí estoy, pues. Templándome, como un acero al fuego.

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6 de septiembre de 2006
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LA NOVELA DEL 11-S

Acabo de leer un libro que será, dentro de unos meses, uno de los más vendidos en muchos países: The Looming Tower, de Lawrence Wright (Editorial Knopf). No sé cómo traducir el título; quizá «La torre amenazante». El resto del título es Al Qaeda y el camino hacia el 11 de septiembre. Se trata de la larga, muy larga historia del grupo que tumbó las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York.

Es un documento excelente, un ejemplo perfecto del arte de la síntesis. El texto abarca 373 páginas y solo en las últimas 15 el primer avión se acerca a las torres. La historia es otra, es la historia del antes: Wright pinta la cuna religiosa e ideológica donde maduró la idea de matar a miles de personas para promover el Islam en el mundo. El relato abarca medio siglo, empezando con un viaje a EE. UU. del egipcio Sayid Qutub. La chispa que provocó el encuentro en 1948 entre este musulmán reservado y un país deslumbrado por su crecimiento económico al vivir otra vez en paz, se transformó en una llama imposible de apagar. Durante años fue más bien una mecha, poco visible, pero siempre alumbrada, en Egipto, y que se transformó en la apuesta de una terrible pugna entre cuatro hombres: por una parte, Osama Bin Laden, a quien todos conocemos, y su ayudante Aiman al-Zawahiri; por otra, el príncipe Turki Al Faisal, jefe de los servicios de inteligencia de Arabia Saudita y actual embajador saudí en el Reino Unido, y John O’Neill, quien fuera jefe del servicio de lucha contra el terrorismo, del FBI.

La novela se  basa en hechos reales, sumamente documentados; el autor no inventó nada, pero es una novela. Se siente el flujo de la vida y la locura de los hombres, por igual en todos los bandos. La pareja de Bin Laden con sus cuatro esposas (baja un momento a tres y vuelve a cuatro) y sus obsesiones, y de O’Neil, con su esposa y sus tres amantes, se parece a veces a un hombre único de pie al lado de un espejo, un hombre que limita su vida a una lucha. «El terrorista y el policía, ambos provienen de la misma bolsa» escribía Joseph Conrad en El agente secreto (página 69 del PDF). Wright lo comprueba.

La primera víctima del libro no se encuentra entre las tres mil personas que murieron en el doble colapso de las torres, no, la primera víctima es la CIA. El servicio de inteligencia de EE. UU. tenía obviamente una información suficiente como para poner a las agencias federales en la pista de los terroristas antes de su atentado, pero padecía también de «la extraña tendencia del gobierno americano de ocultar la información a los que más la necesiten». El libro establece que la agencia no hizo nada a pesar de las crecientes alarmas. «Algo espectacular va a producirse aquí, y tiene que ocurrir muy pronto» dijo el 5 de julio del 2001, Richard Clarke, coordinador del antiterrorismo en la Casa Blanca. Su profecía era acertada y no se puede entender cómo fue posible que  la administración de George Bush no pagara después por sus fallos.

Tampoco los de Al Qaeda son ángeles; Wright tiene una manera muy convincente de establecer la patología del grupo: un amor por el suicidio que es, en últimas, su gran aporte a su religión. Pero no se puede ignorar la filosofía del management del grupo terrorista, que podría resumirse en un lema: “Centralización de la decisión y descentralización de su ejecución”. Funciona. Es tan eficiente como la muerte.

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6 de septiembre de 2006
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Sobre las causas y los efectos

La última gran emigración/inmigración que sacudió a Occidente fue la de los irlandeses e ingleses a los EE. UU., desde mediados del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. Las cifras bailan en millones de diferencia según los autores, pero hay consenso por ejemplo en que de Irlanda salió más de un tercio de la población.

En esta emigración contó enormemente la convicción de que América era el futuro. No sólo se huía de algo, sino que se perseguía otra cosa. El viejo continente se había hecho viejo de golpe y Nueva York parecía la puerta de un mundo nuevo y mejor. Los emigrantes perseguían un sueño, un deseo.

Puede decirse que emigraron movidos por el hambre, es decir, por razones económicas, pero ni todos ni sólo por eso. En especial los irlandeses vivían en condiciones lamentables. No más lamentables, sin embargo, que las condiciones en las que vivían los emigrados que llegaban a América, como puede comprobarse en cualquier memoria o estudio sobre las primeras generaciones llegadas a los EE. UU. Solo al cabo de muchos años y enormes dificultades algunos y solo algunos comenzaron a salir de la miseria. Las más de las veces, en la segunda generación. Eso no impidió que el flujo en lugar de decrecer, creciera.

Fue muy relevante que el precio de los billetes de barco para un trayecto transatlántico bajara a la mitad a partir de la aparición de los buques a vapor. Este es un factor de suma importancia, pero no exclusivamente económico. El transporte en los actuales cayucos tiene unos precios elevadísimos. El cambio de precio afecta a la cantidad de pasajeros, pero no al sueño de emigrar. Porque emigrar es, por encima de todo, un sueño, un deseo, algo que escapa a la racionalización técnica.

Sin duda, la mayor parte de los emigrantes no emigra con entusiasmo, pero una gran cantidad sí, y es imposible establecer cifras. Los emigrantes armenios que describe Kazan (su abuelo y su padre) odiaban a su tierra y deseaban con toda el alma llegar a los EE. UU., no sólo por motivos económicos. Otros testimonios hablan del desgarro de los que emigraron obligados por la miseria, como los gallegos de Suiza. No todos volvieron, sin embargo. Muchos descubrieron que había otros mundos posibles, además del de su pueblecito natal. El descubrimiento real del país de acogida es igualmente relevante para explicar la elección de los emigrados.

Las actuales catástrofes migratorias son diversas y muy contradictorias. No hay relación alguna entre los inmigrantes latinoamericanos, generalmente más cultos y educados que los españoles, los centroeuropeos de organizaciones delictivas, los subsaharianos o los árabes. Un tratamiento equivalente, como si todos fueran lo mismo, conducirá a un desastre.

Los que emigran de países islámicos no sólo huyen del hambre, sino también de las insoportables condiciones impuestas por los regímenes feudales y los eclesiásticos terroristas. Sin embargo, muchos de ellos redescubren los beneficios de la religión precisamente cuando ya han emigrado.

Una novela como Brick Lane, de Monica Ali, describe el barrio bengalí de Londres con suma inteligencia. Aquellos (sobre todo, aquellas) que logran liberarse de los maridos, no vuelven jamás a Bangladesh. Los maridos, en cambio, se convierten en fervientes islamistas para retener a sus esposas e hijas.

El problema, por lo tanto, no es “¿qué hacemos con los inmigrantes?”, sino “¿qué debemos hacer para que se libren de las opresiones económicas, ideológicas, familiares, religiosas y de todo tipo que les han obligado a emigrar?”. Yo diría que algo bastante sencillo: aplicándoles la misma ley que a los naturales del país y concediéndoles el derecho de voto, sin condiciones, en cuanto coticen a hacienda. Luego, el que quiera integrarse que lo haga y el que no quiera que se segregue, siempre que no obligue a los demás a segregarse con él.

Las imposiciones simbólicas, como que sepan hablar catalán o que entiendan la Diada Nacional (de nuevo una opinión de Duran Lleida, el nacionalista más sincero de todos), son delirios totalitarios. ¿No se les exige saber catalán para trabajar como esclavos, pero sí para defender sus derechos? Qué profundo asco producen a veces los señoritos de mi país…

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5 de septiembre de 2006
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ESPAÑA Y ESPAÑA Y ESPAÑA

Desde que leí el extraordinario libro de José Alvarez Junco, Mater Dolorosa, exponiendo la formación de la identidad española, he pasado del acaloramiento frente a los nacionalismos a la confortable benevolencia que procura el saber. La ignorancia es bárbara y violenta mientras el conocimiento favorece la condescendencia o la elegancia.

En realidad, en dos libros se ha apoyado mi nueva visión de lo español este verano: España invertebrada y Mater dolorosa. Podría haber reaccionado antes a estas vistosas lecturas pero como  la digestión de las ideas requiere la coincidencia con un estado particular del organismo, es probable que en otro momento y situación no habría recibido los efectos de esta nutrición del pensamiento.

Con estos títulos y otros más me vengo preparando para introducirme en la nueva realidad española amasada en los últimos treinta años. Una realidad de la que va desvaneciéndose la supuesta identidad de la proclamada España y cuya evaporación genera menos un sentimiento pesimista que una liberación. La liberación de España -puesto que España  fue "un dolor"- resuena a suspiro de salud. Oxigenados "suspiros de España".

El tremendo esfuerzo en pro de la identidad española y la insoportable tabarra sobre "qué es España" se sustituye por un clamor en torno a la selección nacional de baloncesto. Y después a disfrutar de otra cosa. ¿Qué es actualmente España? Mil y una cosas, mil y una nacionalidad. La ausencia de una recia y única identidad es clave para gozar hoy el tutti-frutti de la existencia. Así lo aceptamos para cualquier vida individual. ¿Podría ser, por tanto, de otro modo para el oscilar colectivo?

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5 de septiembre de 2006
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La Liga de los Cineastas Extraordinarios

Reviso como de costumbre los medios internacionales que me mantienen informado en materia de cine, y descubro que hay tres nombres citados cada vez con más frecuencia –y con mayor admiración. Cuarón. Iñárritu. Del Toro. Todo el mundo anticipa que de aquí a fin de año, el mundo se verá sacudido por las últimas obras del trío mexicano. Cuarón estrenará Children of Men, protagonizada por Clive Owen y Julianne Moore, que acaba de exhibirse en Venecia. Iñárritu estrenará Babel, con un elenco internacional cuyas figuras más conocidas son Brad Pitt y Cate Blanchett. Y Guillermo Del Toro estrenará Pan’s Labyrinth, un film que mezcla realidad y fantasía del modo en que ya lo hizo en El espinazo del diablo. Todos los medios coinciden en señalar que estas tres películas estarán entre lo mejor del cine mundial que se verá de aquí a diciembre. Qué quieren que les diga, yo me siento orgulloso de estos tres. Se trata de directores de un enorme calibre a los que considero nuestros. (Claro que lamento que no haya un argentino jugando en esta liga, pero al menos la liga existe. Lo justo sería agregar a otro mexicano, el magnífico guionista Guillermo Arriaga, socio de Iñárritu en sus tres películas. Ayer descubrí que acaba de editarse aquí en video su debut como director, Los tres entierros de Melquíades Estrada, que prometo ver en los próximos días.)

Se hicieron conocer con obras personalísimas, como lo fueron Cronos, Amores perros e Y tu mamá también, que a la vez escapaban de los preconceptos que el mundo tiene respecto de lo que debería ser un cine concebido en Latinoamérica. Esto es algo que para mí, como narrador, tiene una enorme importancia: sin dejar dejar de ser profunda y evidentemente latinoamericanos (nadie podría decir que Amores e Y tu mamá no son mexicanas hasta la médula), se trata de relatos que evitan la trampa del miserabilismo, del naturalismo y del realismo ramplón que parecen ser condiciones sine qua non para que los comités de preselección de los festivales nos presten atención.

Me gusta además que hayan sido capaces de jugar el juego de las grandes ligas internacionales (Cuarón dirigió una de las Harry Potter, Del Toro ha hecho Hellboy y una de las Blade), con la inteligencia de retornar a las fuentes de manera constante: una de las historias de Babel tiene que ver con una inmigrante mexicana, Pan’s Labyrinth transcurre en España. Y celebro que, en líneas generales, no dejen de ser quienes son ni siquiera cuando filman en inglés con estrellas internacionales: 21 grams, por citar tan sólo un ejemplo, es Iñárritu / Arriaga en estado puro, dando pie a grandes actuaciones de Sean Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro. (Otros cineastas latinos, como Alejandro Agresti y Walter Salles, se volvieron más impersonales al probar suerte en inglés con La casa del lago y Dark Water: su trabajo se tornó indistinguible del de cualquier profesional del medio). Esta es la razón por la que agregaría una quinta pata a esta liga, que no mencioné al comienzo porque no tiene ningún film a punto de estrenarse pero que ha hecho sobrados méritos para integrarla: el brasileño Fernando Meirelles, codirector de Ciudad de Dios, demostró con The Constant Gardener que era capaz de preservar su visión del mundo y su pulsión narrativa aun trabajando en otro idioma, con actores como Ralph Fiennes y Rachel Weisz.

Son latinoamericanos, y están produciendo parte del mejor cine del mundo de hoy. ¿Hace cuánto tiempo que no podíamos decir algo semejante?

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5 de septiembre de 2006
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LA VISIÓN DE VOLPI

Luminosa crónica del novelista Jorge Volpi en el semanal Proceso del 27 de agosto. Analiza la situación de su país. «No es exagerado, escribe, decir que la tragedia mexicana del 2006 solo tiene dos protagonistas (…): Andrés Manuel López Obrador y la profesora Elba Esther Gordillo». Y sigue con una descripción: «El caudillo y la sibila. El defensor de los desprotegidos y la mujer despechada. Robespierre y Lady MacBeth. El hombre que habría de salvar a México y la mujer decidida a probar que es dueña del país».

A nivel político es fácil de entender: López Obrador es la persona que intenta anular en las calles el resultado de las elecciones que proclamó el tribunal electoral. Gordillo Morales, apodada la «maestra mutante», es miembro del PRI y mantiene una influencia fuerte en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) después de dirigirle. Para Volpi, en su obsesión por destrozar a Roberto Madrazo, candidato del PRI, la maestra aportó al vencedor, Felipe Calderón, los votos que faltaron a López Obrador.

El análisis me parece acertado pero lo que más provoca es la mezcla de las metáforas. Combinar Shakespeare y la Revolución francesa es poco común. Es una prueba tanto del cosmopolitismo cultural de Volpi, como de lo extraño de la situación mexicana. Esta vez ni hablar de Cuauhtémoc o de otro emperador azteca. México vive una locura nueva que abarca todo, desde la sociología de una sociedad en desarrollo hasta los trastornos de figuras políticas. Volpi tiene toda la razón en buscar una referencia para ayudarnos a entender la pelea que polariza a los mexicanos, pero como francés, no le doy a  Robespierre y tampoco acepto el alquiler de Lady MacBeth.

¿Es AMLO Robespierre? No lo creo. Robespierre es un extremista, por supuesto, pero lleva una carga desmesurada de egocentrismo. Habla en nombre de la razón, no le importan las masas sino un orden lógico en la organización política de los hombres. Al contrario, el hombre que gobierna Reforma y el Zócalo busca la conquista del resto de su país. López Obrador «no persigue, como lo escribe Volpi, la senda del martirio ni tampoco la santidad, sino el poder en su expresión diáfana». AMLO no es Robespierre. Más bien es un Bonaparte tan confuso que busca una corona de emperador sin ser ya Napoleón.

Con relación a Gordillo Morales, no hay duda: sí, se parece a Lady McBeth. Acaba de matar a Duncan/Madrazo pero por desgracia suya lo sabemos todos y además ella no tiene sangre en las manos ni remordimiento. Lo que me hace pensar que tampoco la mujer que tuvo el papel decisivo en las elecciones es Lady MacBeth. Ni Revolución francesa, ni teatro shakespeariano. México 2006 es un estreno, o una publicación anticipada de lo que Volpi titula como «La Novela del 2006».

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5 de septiembre de 2006
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LECTURA ATRASADA

Todo lector tiene su prejuicio. Conozco el mío: creo lo que se publica en The New York Review of Books. Esta revista me lleva a leer los libros más extraños: historia del desciframiento de los cables diplomáticos en el siglo XX, recopilación de cartas entre oscuros poetas, ensayo sobre el papel de los pigmentos importados de Asia en la pintura del cuatrocento italiano. La lista es amplia, como lo es mi reconocimiento hacia una revista que me es imprescindible desde hace ya más de veinte años.

La larga reseña de Sefarad, de Antonio Muñoz Molina (no hay lectura en línea, casi todo es de suscripción) en el número fechado 25 de mayo de 2006, no podía provocar otro efecto que mi culpabilidad. Nunca había leído a Muñoz Molina. Otro prejuicio, supongo, pero superado este fin de semana con una lectura atrasa de Sefarad, “una novela de novelas” como dice su autor. La semblanza con W. G. Sebald, el autor alemán que tiene mucho de inglés, es obvia. Igual lentitud. Igual recorrido de un relato que no se construye con relación a una cronología definida pero que camina y ofrece, a veces, aceleraciones insospechadas. Igual voluntad de acercar elementos sin vincularlos por completo, dejando al lector la oportunidad de hacerlo. Igual manera de utilizar un “acabo de acordarme de que…”, “no necesité irme muy lejos para que…”. El novelista es más un escultor del tiempo y del espacio que un hablador, aunque se dedica a entregar historias.

Daniel Mendelsohn, que firma la reseña, es una figura establecida de la revista neoyorkina. Concluye con una observación sobre el autor que se parece a un coronamiento: “…hizo lo necesario para que la palabra “exilio” sea la última y demoledora palabra de una obra que, creo, es de un maestro”. Puse “exilio” pues es la palabra “exile” que figura en la traducción al inglés. Pero en el libro de Muñoz Molina que acabo de leer, la última palabra es “destierro”, para nada igual. Muchos personajes van para el exilio, por culpa del nazismo y del estalinismo, pero casi todos, incluyendo los inmigrantes que van a Madrid por falta de trabajo y el propio narrador, pierden su ser íntimo al apartarse de su tierra. Son desterrados.

El largo y lento movimiento del libro que va de España a Nueva York, construyendo una arquitectura dedicada a abarcar toda la historia de los destierros desde la salida de los judíos del reino en 1492 hasta las persecuciones del siglo XX, es una hazaña. El libro no me gustó tanto al apoyarse de manera repetida en los momentos claves en un recurso clásico: tutear al lector para involucrarle. Pero no puedo negar la amplitud de una obra que mezcla los recuerdos de viajes de promoción de un autor contemporáneo con episodios de la Historia sin salir nunca de un camino único, recorrido con gran dominio del oficio. Es una novela sofisticada, indirecta (tiene más recuerdos que vida contada. Su análisis supone un trabajo hondo, largo y de nunca acabar.

No voy a participar en el concurso de hermenéutica que permite esta obra. Pero tampoco voy a negar mi desconcierto: Sefarad tiene algo de exógeno, importado a  la cultura española. Lo que escribo no es crítica, mera observación; me acuerdo de mi primera lectura de Juan Carlos Onetti: era obvio que su escritura producía con el castellano algo directo, despojado de retórica e inédito en esta época.

Ahora bien: acabo de descubrir que Muñoz Molina publica Viento de la Luna, una novela que evoca el desembarco del hombre sobre la luna. Quedo nuevamente atrasado en mi lectura de un autor que ya está en la luna. Un atraso de 384.402 kilómetros para ser exacto.

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4 de septiembre de 2006
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Bellezas verdaderas

Disfruto como cualquier hijo de vecino ante la contemplación de la belleza femenina (o quizás más, con la excusa de que mi trabajo me conmina a la delectación estética), pero lo que me seduce es lo que va más allá de las superficies. Soy de los que comulgan con aquello que alguien dijo a propósito de la Garbo: más que las mujeres que resultan bellas por fuera, me gustan aquellas que se revelan bellas por obra de la porfía de su espíritu.

Ayer mismo me asombraba por la ubicuidad de Helen Mirren, de quien hablé maravillas hace poco. Ahora el mundo entero parece haber descubierto su enorme talento: días atrás obtuvo el Emmy por la miniserie Elizabeth I (estaba bellísima, ¡cómo envidio a su marido Taylor Hackford!), y ahora asombra al público del festival de Venecia con su interpretación de la otra Elizabeth, la actual reina británica, en la película de Stephen Frears The Queen. Enric González, que cubre el festival de cine para el diario El País, dijo ayer mismo con la clase de fervor de la que hablo: “Si el universo tiene algún sentido, Helen Mirren recogerá el sábado el premio a la mejor actriz”.

También ayer, haciendo zapping, me quedé enganchado con una película porque vi que la protagonizaba Romain Duris (el actor joven de El latido de mi corazón, con quien me gustaría trabajar alguna vez; dicho sea de paso, ¡qué buen Corto Maltés sería este Romain!) y salté de gozo al descubrir que su coprotagonista era Eva Green. ¿La ubican? Eva es la chica de The Dreamers, la última película de Bertolucci; es además el interés romántico del insulso Orlando Bloom en Crusade, la peli medieval de Ridley Scott. Para ella vale la misma descripción: podría decirse que es tan sólo bonita, pero la mirada de esos ojos insondables y el talento con que proyecta su espíritu la vuelven bella, o mejor: irresistible. Cuánto más disfruté, todavía, cuando descubrí que la película que estaba viendo (Arsene Lupin, una adaptación moderna del viejo folletín que al menos aquí no se vio nunca en cines) tenía como villana a Kristin Scott Thomas. Me enamoré de esa mujer viendo El paciente inglés, tan completa y desesperadamente como el protagonista de la película. Y eso que Kristin es flaquita, ojuda y dueña de una nariz tan idiosincrática como la Venexiana Stevenson dibujada por Hugo Pratt.

Cada una de ellas –Eva, Kristin, Helen- son bellas a su manera, contrariando la dictadura de los cánones actuales. Porque se sienten cómodas en la piel que les ha tocado, negándose a la uniformidad que se deriva del bisturí y del colágeno. Y porque se han dedicado a ser, antes que a parecer. A diferencia de aquellas actrices que trabajan de bellas, estas trascienden las dos dimensiones de la pantalla cada vez que irrumpen. Yo trabajo en el cine y en consecuencia padezco los vicios del profesional, pero al verlas olvido que estoy lidiando con un personaje y al menos por un rato me convenzo, ¡víctima de su talento!, que estoy teniendo el privilegio de conocer a una mujer.

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4 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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