Marcelo Figueras
No puedo decir cuándo alenté el sueño por primera vez, pero sé que era muy, muy pequeño. La mayor parte de mis coetáneos soñaba con convertirse en el futbolista tal o cual, pero yo soñaba con escribir libros. Y no me quedaba en la fantasía: escribía mis novelitas, las ilustraba (porque en esa época de la vida las ilustraciones en los libros son condición sine qua non) y las armaba con cola, hilo y una torpeza impar; mi admiración por los encuadernadores data de aquel entonces.
Creo que a pesar del tiempo transcurrido, nada cambió demasiado. ¿Cómo explicarles lo que siento cuando suena el timbre y un amable señor del correo me entrega una caja llena de ejemplares de mi nueva novela? A esta altura del partido debería estar fogueado, sin embargo la alegría y la excitación persisten, como si mis libros, en vez de sucederse uno a otro, se reemplazasen en el papel del primero. Lo más parecido que he visto a la escena es el final de Back to the Future: después de rearmar su pasado Marty McFly regresa a un presente idílico, en el que su padre ya no es el inútil de siempre sino un popular escritor de ciencia ficción que recibe, de manos de su viejo-enemigo-convertido-en-sirviente, la caja con los ejemplares de su nueva novela. Yo quiero creer que no soy tan nerd como George McFly (no escribo ciencia ficción, ni gané lo suficiente para comprarme una casa como la suya), pero en esencia la escena es igual: abro la caja (no sé qué ocurre con los libros de los demás, pero los míos siempre tienen un perfume fascinante), mi familia se reúne, intercambiamos ohs y ahs y los objetos tan preciados circulan de mano en mano; durante un buen rato, todos somos felices al mismo tiempo.
Hace pocas horas recibí ejemplares de mi primer libro para chicos, Gus Weller rompe el molde, que sale en España en octubre y durante el 2007 en mi país. Como ven, siempre me las arreglo para que cada libro nuevo sea el primero en algún sentido. La metáfora del libro-como-hijo está tan trillada que ya no queda grano en esa espiga, pero de alguna forma sigue funcionando, porque aunque amamos a todos nuestros hijos por igual las razones por las que cada uno nos seduce son distintas en cada caso. Gus Weller, por ejemplo, es mi primer libro ilustrado. Parte de mi alegría, pues, se debe a los dibujos de Jokin Michelena, que encontró lo que yo buscaba y le agregó elementos maravillosos que ni siquiera había imaginado. (Esa es la gracia de la creación en conjunto, que hasta hoy yo sólo asociaba a mi trabajo en cine.) El mérito de haberme conectado con Jokin es de Marta Higueres Díez y del equipo de Alfaguara Infantil, que obviamente sabían lo que hacían. La imagen de Gus Weller (dicho sea de paso, Gus es un grillo) era vital para mí, porque Gus nació como personaje de una película que quiero dirigir y en consecuencia nada era más importante que poder “verlo”. Jokin lo vio por mí, y no puedo hacer otra cosa que quitarme el sombrero en su presencia.
Otra cosa que me llena de orgullo es sumarme a la colección de la que forman parte, por ejemplo, las traducciones de Roald Dahl al español. Esos eran los libros que yo leía a mis hijas de pequeñas: Las brujas, Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda… Sentirme cercano a Dahl, aunque más no sea por proximidad en el estante, es otra de las razones que explican esta sonrisa idiota de la que no logro desprenderme. Estoy reblandecido, ya se habrán percatado. Me descubro diciéndole a cada persona adulta con quien hablo que por favor lean Gus Weller aunque sea un libro para niños, garantizándoles que se van a divertir, que tiene humor y aventura, que crea un mundo totalmente nuevo… Qué vergüenza. Creo con sinceridad que es de lo mejor que escribí (ah, la libertad que se siente al desprenderse de las pretensiones de la escritura “para grandes”…), pero debería controlarme un poco más para no hacer tantos papelones.
En fin, mis disculpas. Ojalá pasen un fin de semana tan beatífico como el que a mí me espera, en compañía de mis libros fragantes y de mi grillo favorito.