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Antes de entrar en clase

Ya comienza el curso. Los alumnos se amontonan ahora en los pasillos de la Universidad para matricularse o saltar los obstáculos y tropiezos que los burócratas inventan cada año para justificar su sillón y dar trabajo a los esclavos. Los alumnos, como los pasajeros de Iberia y de RENFE, como los clientes de la Telefónica, son súbditos de unos jefecillos feudales que han heredado la prepotencia de los covachuelistas de Franco. Usan el bolígrafo a modo de látigo.

Nadie se apiada de ellos, pero da pena ver a los chavales perdiendo su vida, horas y horas y más horas, ante una ventanilla en donde esforzadas secretarias tratan de aliviarles la angustia creada por un par de comisiones de funcionarios, psicólogos y pedagogos de plantilla. Como los inmigrantes a las puertas de la comisaría.

Por bendición divina, antes de que comience el curso tengo unos días libres para poner los pies en Lanzarote. Ya era hora. Me voy con la ineludible luz de Humboldt. Por allí pasó en 1799, camino de la América colonial, protegido por aquel ministro inmenso, nunca igualado, Mariano Luís de Urquijo. Como casi todo español de una cierta valía en esos años, murió en el exilio francés. Entre otras cosas había abolido la esclavitud en España. Fue la primera abolición europea, pero parece que nadie lo recuerde. Venga quitar estatuas de Franco, ¿por qué no ponen una de Urquijo?

Antes de emprender viaje, mientras esperaba hacerse a la mar, Humboldt le escribe a Friedländer:

“Dirija una mirada al continente que pienso recorrer desde California hasta Patagonia. ¡Cómo me deleitaré en esta naturaleza grandiosa y maravillosa! Coleccionaré plantas y animales; estudiaré y analizaré el calor, la electricidad, el contenido magnético y eléctrico de la atmósfera; determinaré longitudes y latitudes geográficas; mediré montañas, por más que todo esto no sea la finalidad del viaje. Mi verdadera y única finalidad es investigar la interacción conjunta de todas las fuerzas de la Naturaleza, la influencia de la naturaleza muerta sobre la creación animal y vegetal animadas…”.

¡Señor, qué envidia! ¡Y qué asombrosa energía, audacia, ambición, soberbia! ¡Así se viaja! Nada menos que para investigar la interacción de todas las fuerzas de la Naturaleza. Y para averiguar (¿averiguar, se puede “averiguar” algo sobre ese asunto?) el paso de la naturaleza muerta a la vida viviente, la misteriosa, la augusta transformación de lo vivo en muerto y lo muerto en vivo, antecedente del ingeniero de Valeri Grossman que mencioné no hace mucho, el 24 de agosto.

Humboldt, como sus hermanos de aquella generación de fuego, la generación que heredó la Revolución Francesa para bien y para mal, para amarla y para odiarla, la que recibió sobre sus cabezas la sangre del decapitado, Kant y Hölderlin, Beethoven y Novalis, Goya y Schinkel, tenía ante sí un mundo unitario, trabado, en el que las grietas y perfiles rocosos se traducían en vegetales retorcidos y severos, entre los cuales ramoneaba el cornúpeta loco, cuya carne comían los nativos para aullar a la luna durante las fiestas equinocciales, luna que estiraba hacia su seno la sangre de las parturientas y la crecida de las mareas, etcétera, y en esa cadena aún no convertida en “evolución” veían la potencia primigenia de la Gran Madre, la infatigable, la Gea teogónica. ¡Qué contraste con nuestro mundo desintegrado en millones de microelementos separados entre sí por abismos atómicos y departamentos subvencionados! La nuestra es una poesía de la separación de los entes. La suya, de la unidad del ser.

Bueno, que me voy a Lanzarote. Ahora mismo vuelvo.

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11 de septiembre de 2006
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COMPRÉ UNA BALLENA BLANCA

Lo que ocurre en las librerías francesas se escribe con un adjetivo transformado en sustantivo: «Les bienveillantes» (Los benevolentes). Les bienveillantes es el título de una novela escrita en francés por un americano, Jonathan Littell. Todo es fuera de lo común en este libro: su tamaño, 912 páginas; su autor, un hijo de Robert Littel, cuyas novelas de espionaje se venden en el mundo entero; y finalmente su tema: las memorias de un empresario de telas y encajes de hilo que vive en el norte de Francia y explica cómo sesenta años antes fue oficial del ejército alemán, encargado de tareas de «eliminación».

Estoy como los otros lectores que invirtieron 25 euros en este enorme monolito de la famosa «Colección blanca» de Gallimard. Tarde o temprano lo voy a leer, pero no he empezado todavía. No es fácil invertir tanto tiempo para entender a un verdugo. El narrador se llama Max Aue. Fue miembro del Einsatzgruppen, un grupo de soldados de la Waffen-SS encargado de limpiar la tierra de judíos, comunistas y otros gitanos cuya existencia molestaba a los nazis. Su historia es la historia de la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista de los últimos derrotados: perdieron en el enfrentamiento militar y no consiguieron eliminar varias etnias.

La casa editorial Gallimard  sabe que entre sus productos de otoño tiene un candidato posible para el premio Goncourt. El libro de Littell ya se ha colocado en la primera posición de la lista de los libros de ficción más vendidos en Francia y fue el más comentado en la primera reunión del jurado del premio. Hay un sentimiento eterno en este entusiasmo que corresponde a la reacción de los críticos en la prensa: otra vez, volvemos a hablar de lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial, de lo que hicieron los franceses. Ya sé lo que alimenta la carga de escándalo que viene con el libro: ignora el remordimiento. Son las memorias de un hombre que tenía la muerte como oficio. Y la muerte es un oficio como cualquier otro.

Jonathan Littell vive en Barcelona. Creció en Francia y en EE. UU. Entonces es una persona que está tanto dentro como fuera de Francia, ubicación insuperable en el momento de recordar el pasado malo de un país que le negó la nacionalidad francesa. Como autor, no duda en ofrecer (en el sitio web de su editor) una doble referencia de maestros: los que se dedicaron al lenguaje, todos franceses, (Blanchot, Bataille,  Beckett) y los que entregaron epopeyas (Tolstoi, Grossman, Melville).  Me gusta la  presencia de Melville. La novela de la «Colección blanca» es como una ballena blanca entre los libros que acabo de comprar.

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11 de septiembre de 2006
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La vida de un cerdo

Aunque no sea especialmente grande, una granja de crianza de cerdos en Cataluña puede ver pasar a 10.000 animales al año. La inmensa mayoría de ellos no dura ni la mitad de ese tiempo. De hecho, si les permiten nacer, es sólo para morir rápido.

La concepción de un cerdo es de por sí un trabajo sórdido: una granja de las dimensiones descritas dedica unas seiscientas cerdas al único objetivo de reproducirse, pero ninguna de ellas se aparea de manera natural. Las mantienen enjauladas en fila, en celdas individuales, en hileras de cincuenta, y todos los días les sueltan a un macho llamado “el señor” para que se pasee frente a ellas, las huela y las provoque. Según las reacciones de las puercas, los empleados de la granja detectan a las que están en celo. Y las inseminan artificialmente. Si no quedan preñadas, se vuelve a intentar. Las cerdas entran en celo cada 21 días.

Por supuesto, esto significa que los machos tampoco tienen contacto carnal. Los sementales son mantenidos en corrales, y hay un empleado dedicado exclusivamente a masturbarlos. Los cerdos están tan acostumbrados a su masturbador que se excitan de sólo verlo, y corren al caballete en que el empleado los acaricia un poco y hace su trabajo. Con sólo unos quince o veinte minutos, consigue líquido suficiente para varias inseminaciones, lo cual hace que los machos sean mucho más caros que las hembras (1.500 euros contra 250).

La gestación dura casi cuatro meses, y en cada camada nacen 10 u 11 lechones. El día de su nacimiento, a los lechones les arrancan los dientes. Después de tres semanas, los separan de sus madres y comienzan a alimentarlos sin parar. Para que no se les ocurra hacer ejercicio, viven en corrales de 2x2. En sus días bajos, engordan 60 gramos diarios. Ese es su único trabajo. A los seis meses, cuando alcanzan el tamaño de un perro grande, los llevan al matadero.

Algunos cerdos viven más: los sementales y las reproductoras pueden alcanzar el tamaño de una ternera. Pero ni los espermatozoides ni la capacidad de parir se mantienen más de tres años. Las hembras suelen parir unas diez camadas y extinguir su utilidad. Los machos terminan estériles. A esa edad, su cuerpo ya está demasiado viejo para venderse como carne fresca, pero aún sirve para mortadela, salchichas o embutidos. Entonces comienza lo más cruel.

En el matadero, los cerdos reciben una descarga eléctrica que los aturde. Así se evita que chillen como condenados cuando les cortan la yugular. Luego de eso, los parten por la mitad. Cada uno de sus lados es colgado de un gancho –uno de ellos aún con la cabeza puesta- y pasa por una limpieza con agua caliente y vapor que afloja la piel.

Después de ser despellejados, se enfrentan a sus destazadores. Del cerdo se aprovecha todo: con las costillas se hacen chuletas, con las patas, jamón; con los interiores, embutidos; con la cara, forros. Conforme el cerdo avanza en la cadena de producción, cada una de sus partes encuentra una utilidad, y así hasta llegar a nuestra mesa.

La semana pasada recorrí una granja y un matadero, y conocí la vida y muerte de estos animales. En la granja me explicaron que la normativa europea ha mejorado sus condiciones de vida: ya no los mantienen amarrados del cuello a las jaulas. Y tampoco los alimentan piensos animales elaborados con los restos de sus propios congéneres. La verdad, no he dejado de comer jamón ni lomo en particular. Supongo que es una ley natural. No sé si los ganaderos puedan realmente atender la demanda cárnica y la sensibilidad ecológica al mismo tiempo. Pero se me han quedado grabadas las palabras de uno de los que hizo el recorrido conmigo: “ya sé de dónde sacaba sus ideas Adolfo Hitler”.

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11 de septiembre de 2006
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EL BANCO NARANJA Y LA MELENA DE TRINIDAD

Entre otros elementos funestos, hay dos especialmente enervantes que agravan el actual síndrome postvacional. Uno corresponde a ING Direct y su ya insoportable anuncio del banco naranja. El otro se centra en la melena de Trinidad Jiménez.

El caso de ING Direct se origina por la necesidad de hacer ver a los presuntos clientes que sus depósitos no caerán en el vacío sino que existen ya recipientes físicos o arquitectónicos concretos para guarecer su dinero. Aunque todo pertenece, de acuerdo a la naturaleza financiera, al mundo de la ficción.

Cualquier banco nace, crece y muere mediante apuntes contables y el dinero personal aportado desaparece en el momento mismo de la entrega. De esta secuencia  se sirve la organización para reproducir sus rendimientos con infinidad de ceros, puesto que en ningún ámbito se mueven con mayor desenvoltura los espíritus de la especulación.

La paradoja consiste en que llamándose ING Direct no hay modo humano de comprobar donde va directa o indirectamente el dinero. Hasta hace poco ING Direct no le concedía importancia a esta deficiencia fundamental. Pensaban que el cliente se sentía atraído por la alta rentabilidad mensual y la inquietud psicológica podría saldarse por la codiciosa fe del depositario.

Ahora, sin embargo, registrando acaso ciertas suspicacias, ING Direct difunde una publicidad en la que Matías Prats se sienta delante de algunas sedes –no muchas- de Londres, de Nueva York y de Ámsterdam, mostrando la existencia real de un edificio. Este recurso sería de por sí tan tosco como exasperante, pero aún más llega a serlo si se tiene en cuenta el tono naranja –usado en general hasta el empacho- y la musiquilla para tontos que envuelve al mensaje.

Pero no es todo. La vista del edificio emblemático de la compañía, radicado en Ámsterdam, refuta el propósito central del spot. Tras el banco donde se ve obligado a posarse interminablemente Matías Prats se distingue una construcción (¿de Rem Koolhaas?) de aspecto tan renqueante o amenazado de derrumbe que aniquila la idea de solidez. ¿Con esto quiere conquistar ING Direct nuevas imposiciones?  La desazón que inculca este tremendo error de marketing lleva a un malestar sensorial que nos perjudica el sentido de la vida.

La melena de Trinidad Jiménez no es tampoco un caso desdeñable. Su efecto puede considerarse relativamente atenuado por la mayor capacidad del público para sortearla pero, aún así, la fastuosa voluptuosidad de su mata de pelo, retorcida como una boa de miel y oro y enroscándose desde el occipital hasta el omóplato y desmoronándose en colofón sobre el seno izquierdo, constituye un auténtico fenómeno de malestar en la cultura. Una estampa entre lo bello y lo siniestro, entre la naturalidad y el peluquero, entre la política y la pasión. 

Trinidad Jiménez es, en concepto, mezcla de vigor y melodrama, de supina ignorancia y un cum laude juvenil. Se dice que fue el brazo derecho de Zapatero pero pensar en su firmeza hace evocar su llantina tras perder las elecciones a la alcaldía de Madrid.

Personaje tonante, “coent” dicen en Valencia. Tan vistoso en ocasiones que aturde por su coloración, tan fogoso en su discurso que induce a apagar el receptor. No sería Trinidad Jiménez de lo peor en este cuadro postvacional sin la notoriedad recibida con la creación de la Secretaría de Estado para Hispanomérica -que todo el mundo daba además por preexistente- y a través de la repetida exposición de su crecida melena, pero fatalmente las cosas han venido así con la rentrée.

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8 de septiembre de 2006
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La bañera de Ian McEwan

El intruso es el título en España de la película basada en la novela de Ian McEwan Enduring Love, que se estrenó la semana pasada y que yo, como fanático del novelista y de la extraña belleza de Samantha Morton, asistí a ver el día del estreno.

La película viene con garantía de haberle gustado al autor, ya que McEwan aparece en los créditos como productor asociado, lo cual por cierto es toda una lección de negocios. Houellebecq quiere dirigir su novela La posibilidad de una isla, y amenazó al grupo editorial Hachette con abandonarlos si no financiaban al menos la mitad. La amenaza del novelista implica que al grupo no le debe haber hecho ninguna gracia el guión del propio Houellebecq y no confía en su capacidad como director. En cambio, como los británicos son casi americanos –léase pragmáticos-, McEwan se aseguró desde su puesto de controlar el guión sin verse creativamente comprometido en él. Y, según sugiere el cargo de productor en el mundo anglosajón, puso su propio dinero.

Y sin embargo, o quizá por eso, el resultado es notablemente fiel a la novela, excepto que recompone astutamente su aspecto más criticado: el final. Entre otras cosas, evita la absurda escena en que el protagonista viaja a los bajos fondos ingleses a hacerse con un revólver y, cinematográficamente, añade tensión al añadir a la historia su progresiva crisis nerviosa. Además, se ahorra las escenas mil veces vistas en que la policía dice “no podemos hacer nada contra un hombre que no le ha hecho nada. Espere que lo maten y llámenos”. Nada mal para un thriller. Es verdad que Daniel Craig tiene un abdomen con cuadraditos inverosímil en un profesor universitario de biología, pero bueno, no se puede pedir todo.

Además, con sus gafas de niño pedante y su suficiencia de sabelotodo, Craig rescata el aspecto más crítico de Joe: su inexpugnable racionalismo. Porque aparte de una historia de suspenso con psicópata, Enduring Love es una fábula sobre los límites de la razón. Joe, un hombre con su vida perfectamente controlada, considera muy lógicamente que el amor es sólo un constructo teórico que el hombre inventa para justificar su necesidad de reproducirse. Pero en esta historia se enfrenta de porrazo al amor, el arte, la fe y todas esas cosas que él se creía capaz de explicar cuando trataba a las personas como ratas de laboratorio y olvidaba que él mismo era una de esas ratas. 

Porque ¿qué haces ante un enajenado que cree que estás enamorado de él, y que todos tus movimientos son señales de pasión, y que, cuando le dices que lo odias, interpreta que le das señales equívocas? ¿qué te hace superior a él, o siquiera más racional? ¿cómo lidias con una razón tan individual como la tuya? ¿quién respalda tu autoridad para sentirte biológicamente mejor dotado? Y sin ir tan lejos ¿cómo le cuentas a tu novia que sus sentimientos son una necesidad reproductiva de la especie?

El filósofo Putnam tiene una imaginativa parábola al respecto: imaginemos que no somos personas, sino cerebros en una bañera, conservados en los líquidos nutrientes y con nuestras terminaciones nerviosas conectadas a estímulos de un ordenador. Por las mañanas creemos que nos despertamos, y que desayunamos y besamos a nuestra señora, y creemos que vamos a una oficina donde creemos que muchos otros trabajadores nos reconocen y saludan, pero es sólo lo que el ordenador proyecta, como en Matrix. Creemos tener problemas cotidianos, y análisis políticos, pero nada está ocurriendo más allá de nuestra bañera ¿Todo sería falso? Según Putnam, no. Nuestra realidad sería aquella a la que tenemos acceso. Aún si repentinamente dijésemos “sólo soy un cerebro en una bañera” mentiríamos. Hasta donde llega nuestra percepción –y nuestras palabras- somos personas. Alguien podría mostrarnos un balde y un cerebro y decirnos: “¿ya ves, idiota? Esto no eres tú.”

Joe, el protagonista de Enduring Love, es precisamente eso: un hombre que cree haber visto más allá de su bañera, arrojado repentinamente al mundo real, donde todas sus teorías, aunque sean ciertas, son falsas, donde el mundo perfectamente racional que ha construido no sirve para nada.

Y ustedes ¿Están ahí o son sólo productos de mi bañera?

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8 de septiembre de 2006
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Mi epifanía en el McDonald’s

Me encanta que “Epifanía” sea una de esas raras palabras que mi diccionario incluye con mayúsculas: yo me digo que esas mayúsculas subrayan la importancia del término. Respecto de la definición el diccionario es parco, sólo se refiere a la fiesta del 6 de enero. Necesito consultar la Wikipedia para aproximarme al significado verdadero: epifanía viene del griego y significa “la apariencia, un fenómeno milagroso”. La tradición habla de epifanía para referirse a las ocasiones en que Jesús manifestó su naturaleza divina, el “milagro” al que se refiere la etimología griega: el día de la visita de los Reyes Magos, la ocasión en que se mostró delante de San Juan Bautista (cuando se abrió el cielo y bajó una paloma) y aquella otra en que hizo su milagro en Caná (pobre Caná, tan necesitada hoy de nuevos milagros), señalando el comienzo de su vida pública. Pero aquellos que somos gnósticos, o creyentes de una fe sui generis, o simplemente ateos, empleamos el término para otra cosa: lo usamos para definir esos raros momentos de la vida en que una verdad se nos aparece de la nada, con la elegancia de lo revelado; esos instantes mágicos en que encontramos la respuesta a una pregunta que ni siquiera éramos conscientes de habernos formulado.

Los hijos son grandes productores de epifanías. Recuerdo la primera noche que pasé con mi hija Agustina, que no por nada fue su primera noche respirando sobre esta Tierra. En la madrugada, mientras luchaba para que calmase su llantito (la madre había sucumbido al cansancio propio de la jornada histórica, estábamos solos por primera vez), entendí con claridad celestial que mi vida ya no volvería a ser lo que había sido. Mi existencia acababa de ser redefinida: me había convertido en apéndice de algo más importante que yo, en un prolongador del fenómeno de la vida, en garantizador de otras existencias. Me resigné entonces al descubrimiento de que ya no sería el único dueño de mis días, de que debería bailar con otros ritmos y hacerlo con gusto. Terminé cantándole, nos tumbamos sobre un sofá, se durmió sobre mi pecho y yo debajo.

El amor produce epifanías. Y también el sexo, aunque con menos frecuencia. (Los orgasmos no siempre son epifánicos.) No es extraño sentirse iluminado por una película, o por un texto, o por una música. Mi última epifanía ocurrió hace poco y la música jugó su parte en el asunto. Acababa de salir de ver a un director, que había manifestado su deseo de llevar al cine mi nueva novela, La batalla del calentamiento: leyó el original y le encantó, me dijo que podía dar pie a una maravillosa película. Entusiasmado como estaba, crucé la calle y me metí en una librería. Me puse a buscar un libro que el director había comentado que quería leer: Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Esa novela no estaba, pero mirando aquí y allá di con un libro sobre Hildegard von Bingen. La monja Hildegard (1098-1179) no era una extraña para mí, de hecho juega un rol clave en mi novela: supe de ella por primera vez a través de un libro de Oliver Sacks, donde el neurólogo trataba de encontrar una explicación científica a las visiones celestiales que Hildegard tuvo en vida y que quedaron plasmadas en infinidad de preciosas miniaturas. Mi protagonista, una niña llamada Miranda, también sufre visiones que tiene la compulsión de dibujar. Al enterarse de la existencia de Hildegard, el padrastro de Miranda, Teo, encuentra un modo de explicarse el fenómeno. (¿O debería decir, para ser más preciso, que Teo recibe una epifanía al encontrar un libro que habla de Hildegard?)

El libro era el único que había, estaba encima de una pila de ejemplares de otro título. Vi que estaba lleno de ilustraciones (por primera vez podía apreciar las visiones de Hildegard en todo su esplendor) y me lo llevé sin dudar. Cuando lo mostré en caja me dijeron un precio disparatado –era una edición de la Biblioteca Medieval de Siruela, son libros tan cuidados que resultan artesanales-, pero no protesté. Una vez en mi auto, seguí revisando mi ejemplar en cada semáforo rojo y descubrí que el libro incluia algo que yo no había visto, y que sin duda incidía sobre su precio final: un CD. Porque Hildegard no sólo era esa paupercula forma feminea, esa pobre forma femenina a quien Dios había elegido para mostrarle sus visiones: también componía música, en un tiempo en que las mujeres no se atrevían a hacer semejantes cosas –ni desafiaban al clero masculino, ni acometían las artes excelsas que eran patrimonio exclusivo de los hombres.

Me puse a escuchar su música allí en el auto. Créanme, suena como si Dios en persona se la hubiese dictado a esta mujer que no sabía notación ni tocaba instrumento alguno. Tuve que detenerme en el primer sitio que encontré disponible: fue en (por favor no se rían) el estacionamiento de un McDonald’s. Por primera vez podía “ver” la película de la que el director me había hablado: esa música era la música de La batalla del calentamiento. Y mientras los sonidos inundaban la cabina de mi auto, reviví la sensación que ya me habían sugerido epifanías pasadas: la convicción de que aun cuando somos una paupercula forma, podemos dar testimonio de algo más grande que nosotros mismos, ser transmisores de algo mejor que nuestra simple vida, ya sea como padres, como amantes… o como artistas. ¿A qué otra cosa podemos aspirar que no sea producir algo de luz, aun cuando se trate de un destello, en este mundo adicto a las tinieblas?

Había entrado en la librería buscando el Apocalipsis, pero encontré al Cielo. Eso es una epifanía, a fin de cuentas: un instante maravilloso, una visión que aunque insólita puede presentársenos en el más convencional de los lugares –hasta en el estacionamiento de un McDonald’s.

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8 de septiembre de 2006
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Me leerás pero no me entenderás

Y hablando de leer, yo diría que el primero en plantearse con obstinada tenacidad escribir de manera que nadie o muy pocos lectores pudieran entenderlo fue Mallarmé. Había precedentes medievales, renacentistas y barrocos, como los poetas del Trovar Clus, o los conceptistas del barroco español, pero en Mallarmé coincide además la voluntad propiamente moderna de que la obra de arte exponga y dé crédito a una teoría de la oscuridad, a la manera del experimento científico.

El supercrítico Charles Dantzig, tantas veces citado en este blog, pone el siguiente ejemplo de oscuridad:

car un Salon, surtout, impose, avec quelques habitués, par l’absence d’autres, la pièce, alors, explique son élevation et confère, de plafonds altiers, la supériorité à la gardienne, lá, de l’espace si, comme c’etait, énigmatique de paraître cordiale et railleuse ou accueillant (...)” (“Berthe Morissot”, Divagations)

Como es intraducible, así lo dejo. No crean que la traducción lo haría más comprensible. Dantzig eligió un fragmento de la prosa editada, justamente porque en la poesía este hermetismo se da por descontado desde el romanticismo. Sin embargo, Mallarmé escribía en un francés perfectamente comprensible sus notas para el servicio doméstico. La oscuridad de la prosa “artística” es plenamente voluntaria.

Según Dantzig, este movimiento de repliegue obedecía al temor que había producido en algunos artistas e intelectuales la educación general obligatoria. Si todo el mundo podía leer, había que hacer lo necesario para escapar de la masa y no ser confundido con un pequeño empleado. El ámbito del Arte era, para ellos, el reducido espacio de un juego secreto. Recuérdese aquel célebre “con la minoría siempre” de Jiménez.

Ya en el siglo XX, esa voluntad de hermetismo se convirtió en un principio estético, compositivo. De Maurice Blanchot a José Ángel Valente, el resto, el eco, el residuo del hermetismo ochocentista mantuvo su aura. Ya no respondía a una necesidad significativa o a una teoría innovadora, como en Mallarmé, sino al gusto estético por un estilo antiguo. Como algunas manifestaciones rituales que han olvidado su origen, pero continúan con la gestualidad y los disfraces que siglos atrás tuvieron un sentido, los últimos herméticos son como las falsas ruinas que los estetas ingleses colocaban en sus parques para darles un horizonte augusto.

El caso extremo fue el de Adorno, naturalmente, y su empeño de que las manos populares no ensuciaran con su frivolidad el pensamiento elevado. Y Greenberg, el enemigo feroz del Pop Art. Y Boulez, sonorizador de Mallarmé. Y tantísimos productos artísticos del más elevado interés. ¡Qué diferencia con la severa profesión de fe en lo más ordinario, chistoso y popular que luce en el urinario de Duchamp!

En su apasionante correspondencia con Gisèle, su esposa, Paul Celan incluye esta frase admirable:

Antes de ayer escribí el poema que te adjunto. No ha salido mal, creo yo, aunque quizás no sea lo suficientemente opaco, lo suficientemente “ahí”. Sin embargo, al final se recupera”. (1965)

El “ahí” es el “da” heideggeriano, supongo. Me parece extraordinario que el poeta considere un defecto inadmisible la falta de opacidad. Como aquel catedrático de Derecho Administrativo que elogiaba la redacción de un alumno con palabras muy similares:

Estupendo, Fernández, estupendo, el artículo está escrito con la necesaria oscuridad”.

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7 de septiembre de 2006
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LA AVERSIÓN A LA TELEVISIÓN

Setenta y cinco años después del nacimiento de la televisión, el medio sigue recibiendo aquí un tratamiento intelectual tan escaso como displicente. La televisión, el consumo, la publicidad, siguen soportando la consideración de materias degradantes que un verdadero progresista deberá eludir o despreciar. 

Pero, en línea con lo que ha enseñado la Historia, el progresista no es siempre el que se erige en tal sino el que se sume a los cambios. Con pensamiento crítico, sin duda, porque no es concebible de otro modo el buen pensamiento pero no mediante un pensamiento huraño, desmitificador, finalmente reaccionario.

Que en España y en otros muchos países europeos sigan faltando especialistas que se encarguen de una crítica profesional del medio, denota la reluctancia a aceptarlo como digno, en contraste con el cine, el teatro o los libros.

De hecho,  la casi totalidad de las publicaciones españolas encargan los comentarios sobre televisión no a expertos, no a conocedores de los factores técnicos y creativos de esa forma de comunicación. Los comentaristas son casi siempre escritores, gentes con su gracejo e ironía, puesto que la generalidad se orienta a segregar desdén. 

Ciertamente que muchos programas de televisión son mediocres, populacheros y de mal gusto pero no son todos y cada vez, a través de los cientos de canales disponibles, relativamente menos. Relativamente casi lo mismo que en la novela actual o en el cine.

De uno u otro modo, además, la televisión representa al modo de comunicación más poderoso por el momento. Por el momento, puesto que adolescentes y nuevos adultos emigran ya hacia otras pantallas que, de nuevo, los críticos “progresistas” y envejecidos no procuran ver y entender.

Con todo ello se ha generado una acusada división en el territorio de la cultura: la cultura culta (o de culto, al modo de la devoción religiosa antigua. En regresión) y la cultura sin culto (la de entretenimiento o la del “pecado de la evasión” en términos rancios. En expansión).

¿Crítica cualificada  de la publicidad? ¿Crítica competente de televisión? Decenas de años después de convivir con realidades culturales tan importantes y omnipresentes, los periódicos –supuestamente dedicados a transmitir la actualidad y sus impactos-  no han abierto las correspondientes secciones de análisis. ¿No habría que cerrar los periódicos? Internet está encargándose de ello.

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7 de septiembre de 2006
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Vivir, soñar, no más

En un comentario al texto de días atrás sobre “La Liga de los Cineastas Extraordinarios”, Nicolás decía: “Más importante que soñar es vivir. Soñar es un sucedáneo. El cine es un sucedáneo”. Y después juraba que a partir de ahora, ya no viviría de sucedáneos. “Si llega un momento en que te das cuenta de que sólo tienes el cine, el sueño, nada más,” decía, “¿no es cuestión de empezar a plantearse si hay algo que no funciona?” No conozco a Nicolás ni a su circunstancia, pero creo que su planteo trata de hacerse cargo de uno de los problemas más originales, y más acuciantes, de este tiempo: el del adelgazamiento de la experiencia vital. Formamos parte de una sociedad que hace lo imposible para que ya no suframos dolor, ni experimentemos el cansancio. Formamos parte de un sistema que nos presenta una serie de opciones predigeridas de vida, de las cuales no tenemos escapatoria. (Dios se apiade de aquel que decida dedicarse a la contemplación, o no subirse a la ronda del consumo.) Formamos parte de un orden que tiende cada vez más a aislarnos unos de otros: ¿para qué arriesgarse al albur de la calle, cuando contamos con un sistema de comunicaciones –televisión, ordenador, múltiples teléfonos- que puede traer el Universo a nuestra puerta?

Creo que una de las intuiciones más brillantes de Fight Club (perdón, Nicolás, por referirme otra vez a un sucedáneo) era la que se refería al beneficio del dolor físico. Intuyo que aquellos que resultaban golpeados en el Club de la Pelea extraían mayor beneficio que los que salían intactos; porque hay algo en el dolor, en la piel amoratada, en el diente roto, en el ojo hinchado, que nos recuerda que estamos vivos; y esa sensación, que debería sernos natural pero que ya no lo es en este mundo que nos rodea de algodones, no puede menos que cotizarse como una perla negra.

Hoy sentimos un respeto casi religioso por aquellas personas que viven una experiencia intensa. En estos días que suceden a la muerte por accidente del naturalista Steve Irwin, creo que todos lo envidiamos un poco: el tipo vivía con la adrenalina a tope. Lo cual me recuerda la premisa de una película (perdón again, Nicolás) llamada Crank, que se estrenó en los Estados Unidos el viernes pasado. (La película debe ser una pavada, pero su premisa viene a cuento.) Se trata de un hombre que ha sido envenenado por no sé qué extraña sustancia, y que descubre que para sobrevivir –condición sine qua non para tener la chance de encontrar a su envenenador- debe conservar su adrenalina en un nivel altísimo, o su corazón se detendrá. Lo cual lo obliga a hacer una serie de cosas a cual más disparatadas, para que su cuerpo produzca adrenalina en cantidades industriales, y de forma constante. Sería una excusa perfecta, ¿no les parece? ¿Qué haríamos nosotros si no nos quedase otra que producir experiencias intensas en nuestras vidas? Hoy en día son muchos los que no viven nada más intenso que el tránsito, o que la conversación con un superior en busca de un aumento. Cuando queremos que el corazón bata como tambor, solemos acudir a otras experiencias libres de (casi) todo riesgo: pagamos para hacer bungee jumping, o paracaidismo, o para bucear.

Así que celebro la decisión de Nicolás de salir al camino. Creo que no debe haber nada peor que aproximarse al fin de la vida con la convicción de que no se la ha vivido. Pero tampoco es bueno confundirse. Y cuando Nicolás dice “más importante que soñar es vivir”, yo veo el germen de una confusión, porque vivir y soñar son acciones complementarias, y por ende inseparables: ninguna puede ser valorada por encima de la otra. Hay un viejo cuento de J. G. Ballard, cuyo título no recuerdo ahora, que imagina un experimento científico que garantiza a sus sujetos humanos la posibilidad de vivir de allí en más sin necesidad de dormir. (El wet dream de nuestro sistema: ¡obligarnos a trabajar y a consumir durante las veinticuatro horas!) Por supuesto, con el correr de los días, la imposibilidad de soñar hace que los hombres se vuelvan locos. Experimento o no, estoy convencido de que eso nos ocurriría si dejásemos de soñar, tanto dormidos como despiertos: enloqueceríamos. Porque soñar nos proporciona lógicas nuevas para interpretar nuestra experiencia, para imaginar lo que podría ser: es el borrador de nuestras vidas, y el ensayo que les busca sentido, y la espada del héroe. (Sin la cual no habría conquista ni victoria).

No te cierres a las ventajas de soñar, Nicolás. Se puede soñar intensamente sin que eso implique que se vive dormido.

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7 de septiembre de 2006
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Leer o no leer, that is the question

He vivido esta escena diez o doce veces. Es un clásico. Si alguna vez me decido a escribir esa tragedia en tres actos que llevo en mi cabeza, la primera escena será precisamente ésta.

El brasileño, elástico, felino, se me aproxima y con exquisita cortesía me pregunta en un cruce de portugués, gallego y español si he leído todos los libros de la biblioteca, “pero tudos, tudos”, a lo que, como siempre, respondo que no, que sólo una parte. Se vuelve triunfante hacia sus colegas: “¿Lu ven? ¡Essera impossssssibel! Jo lesh dessía, ¡non ha el tempo nin que hacha nurenta anios, nin docientos!”. Mucho énfasis, mucho braceo. Han debido discutirlo a fondo durante horas.

El que está escayolando los pilares deja la llana, baja majestuosamente la escalera y se me aproxima limpiándose las manos con un trapo a cuadros. “¿Cuántos?”, pregunta secamente. “¿Que cuántos libros hay?”, digo, y miro la estantería de la sala sumando cuerpos, pero el escayolista se me adelanta. “Yo he calculado, así a ojo, que tiene usted aquí unos cincuenta mil voluminosos”. Apenas hay diez mil voluminosos, pero no puedo ponerle en evidencia. “No tantos, no tantos, serán unos cuarenta mil”. Ahora es él quien mira desafiante al brasileño y se me encara de nuevo. “¿Y cuántos ha leído usted? Dígalo, no se corte. ¿La mitad?”. “Más o menos la mitad, sí, una cosa así”, le miento paternalmente. Se pone de puntillas: “¡Veinticinco mil! ¡La leche! ¡Veinte y cinco y mil! ¿Qué te decía yo? ¡Que esto no es el Brasil, amigo, que esto es Europa! ¡Aquí el señor se ha leído vein-te-cin-co-mil-tochazos-del-copón!”.

El brasileño, más despierto que el escayolista, sabe que eso es imposible, pero se doblega educadamente. El escayolista es bajito y compacto, moreno, hirsuto, prehistórico. El escayolista, a su lado, un Nijinsky. “E sí, son moitos, moitos moitos moitos libros para una sola cabecinha”. El asunto no eran los libros. El asunto era el prestigio nacional. Brasil cero, España uno. De cabeza, por el escayolista, a pase mío.

Interviene el jefe de la cuadrilla. “Dejar en paz al señor, hombre que ya está bien. Mire usted, no sé cuántos será los que ha leído en su vida, pero yo, pues le juro que ninguno, ni un libro, cero. Vaya, que en cierta ocasión empecé uno, pequeñín, de cien páginas, por mi mujer, que me lo regaló por navidad, y no lo pude terminar, se me olvidaba, se me iba el santo al cielo, de una página a la otra ya no sabía lo que me habían contado, como si se había muerto el héroe, se lo juro”. Mira al suelo cariacontecido y marchito. “A mi no se me quedan las palabras. Los números sí, me pone usted una suma y no se me borra ya de la cabeza nunca, pero un libro, nada oiga, nada de nada. Soy de los burros, siempre lo he sido, burro en casa, burro en el colegio, burro toda la vida. ¡Así me veo en la vida, aquí, en donde estoy, con estos brutos y haciendo de manobra!”.

Es la vieja creencia romántica de que la lectura conduce al éxito. Una fe de anarquista, de nudista, de vegetariano, de tipógrafo, de principios del siglo XX. La vieja fe en la instrucción que hacía de los maestros unos santos, pero los mataba de hambre. Un fraude.

Sin embargo, el jefe de la cuadrilla, el burro por decisión propia, un hombre de unos treinta años, tiene, porque lo he visto en la calle, un Saab rojo y se gana la vida mucho mejor que yo. El prestigio, sin embargo, sigue como en el Ochocientos, cuando los libros parecían propiciar el ascenso social y daban un aura a quien sabía leer. Mentira. El ascenso social se habría producido sin los libros exactamente igual. O mejor. Como está sucediendo actualmente en la India y en China.

A mí los libros, en todo caso, me han hecho menguar.

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6 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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