Félix de Azúa
Ya comienza el curso. Los alumnos se amontonan ahora en los pasillos de la Universidad para matricularse o saltar los obstáculos y tropiezos que los burócratas inventan cada año para justificar su sillón y dar trabajo a los esclavos. Los alumnos, como los pasajeros de Iberia y de RENFE, como los clientes de la Telefónica, son súbditos de unos jefecillos feudales que han heredado la prepotencia de los covachuelistas de Franco. Usan el bolígrafo a modo de látigo.
Nadie se apiada de ellos, pero da pena ver a los chavales perdiendo su vida, horas y horas y más horas, ante una ventanilla en donde esforzadas secretarias tratan de aliviarles la angustia creada por un par de comisiones de funcionarios, psicólogos y pedagogos de plantilla. Como los inmigrantes a las puertas de la comisaría.
Por bendición divina, antes de que comience el curso tengo unos días libres para poner los pies en Lanzarote. Ya era hora. Me voy con la ineludible luz de Humboldt. Por allí pasó en 1799, camino de la América colonial, protegido por aquel ministro inmenso, nunca igualado, Mariano Luís de Urquijo. Como casi todo español de una cierta valía en esos años, murió en el exilio francés. Entre otras cosas había abolido la esclavitud en España. Fue la primera abolición europea, pero parece que nadie lo recuerde. Venga quitar estatuas de Franco, ¿por qué no ponen una de Urquijo?
Antes de emprender viaje, mientras esperaba hacerse a la mar, Humboldt le escribe a Friedländer:
“Dirija una mirada al continente que pienso recorrer desde California hasta Patagonia. ¡Cómo me deleitaré en esta naturaleza grandiosa y maravillosa! Coleccionaré plantas y animales; estudiaré y analizaré el calor, la electricidad, el contenido magnético y eléctrico de la atmósfera; determinaré longitudes y latitudes geográficas; mediré montañas, por más que todo esto no sea la finalidad del viaje. Mi verdadera y única finalidad es investigar la interacción conjunta de todas las fuerzas de la Naturaleza, la influencia de la naturaleza muerta sobre la creación animal y vegetal animadas…”.
¡Señor, qué envidia! ¡Y qué asombrosa energía, audacia, ambición, soberbia! ¡Así se viaja! Nada menos que para investigar la interacción de todas las fuerzas de la Naturaleza. Y para averiguar (¿averiguar, se puede “averiguar” algo sobre ese asunto?) el paso de la naturaleza muerta a la vida viviente, la misteriosa, la augusta transformación de lo vivo en muerto y lo muerto en vivo, antecedente del ingeniero de Valeri Grossman que mencioné no hace mucho, el 24 de agosto.
Humboldt, como sus hermanos de aquella generación de fuego, la generación que heredó la Revolución Francesa para bien y para mal, para amarla y para odiarla, la que recibió sobre sus cabezas la sangre del decapitado, Kant y Hölderlin, Beethoven y Novalis, Goya y Schinkel, tenía ante sí un mundo unitario, trabado, en el que las grietas y perfiles rocosos se traducían en vegetales retorcidos y severos, entre los cuales ramoneaba el cornúpeta loco, cuya carne comían los nativos para aullar a la luna durante las fiestas equinocciales, luna que estiraba hacia su seno la sangre de las parturientas y la crecida de las mareas, etcétera, y en esa cadena aún no convertida en “evolución” veían la potencia primigenia de la Gran Madre, la infatigable, la Gea teogónica. ¡Qué contraste con nuestro mundo desintegrado en millones de microelementos separados entre sí por abismos atómicos y departamentos subvencionados! La nuestra es una poesía de la separación de los entes. La suya, de la unidad del ser.
Bueno, que me voy a Lanzarote. Ahora mismo vuelvo.