Vicente Verdú
Estoy preparando un texto, a petición de El País Semanal, sobre aquellos atractivos que no tengan que ver con la belleza física pero que resulten tanto o más seductores. En una primera exploración, me digo: ¿dónde incluir la voz?
Alguien al modo de Schopenhauer decía que “la voz viene a ser como la flor de la belleza”. Demasiado cursi para aceptarla sin más.
Todo es florido y perfumado, floreado y rosáceo en el sobado repertorio de lo amoroso o lo encantador. La voz, limpia o ahumada, dulce o áspera, significa muchísimo y aunque sólo sea por la fuente oculta de la que proviene y puesto que su timbre se compone tanto de un soplo recóndito como de un amplio retumbo en diversos tonos mediatizados por el organismo en general. Sucintamente la voz es como un órgano por sí misma.
En ella se concentra una constelación de infinitos accidentes y parece tan inextricable como un secreto de acceso imposible. Se cambia de piel, de nariz y hasta de cara. ¿No se ha incorporado a la oferta de la cosmética el cambio de voz? Como un lábaro de la identidad la voz puede ser decisiva en el teléfono. Pero incluso en la relación cara a cara posee la influencia suficiente para rectificar, aberrar o confundir la impresión.
Más allá de la coherente información que se reciba de la personalidad del otro una voz inconsecuente perjudica el balance final.
Ciertamente existe un somero catálogo de voces según clases sociales, profesiones, sexos y edades. En el buen casting no basta atinar con la estampa del personaje sino acertar también con su sonido. Las personas caen bien o mal, parecen esto o aquello no tan sólo por su peso o por su porte sino también por la cualidad de su son. Y no acabaríamos nunca…