Aunque no sea especialmente grande, una granja de crianza de cerdos en Cataluña puede ver pasar a 10.000 animales al año. La inmensa mayoría de ellos no dura ni la mitad de ese tiempo. De hecho, si les permiten nacer, es sólo para morir rápido.
La concepción de un cerdo es de por sí un trabajo sórdido: una granja de las dimensiones descritas dedica unas seiscientas cerdas al único objetivo de reproducirse, pero ninguna de ellas se aparea de manera natural. Las mantienen enjauladas en fila, en celdas individuales, en hileras de cincuenta, y todos los días les sueltan a un macho llamado “el señor” para que se pasee frente a ellas, las huela y las provoque. Según las reacciones de las puercas, los empleados de la granja detectan a las que están en celo. Y las inseminan artificialmente. Si no quedan preñadas, se vuelve a intentar. Las cerdas entran en celo cada 21 días.
Por supuesto, esto significa que los machos tampoco tienen contacto carnal. Los sementales son mantenidos en corrales, y hay un empleado dedicado exclusivamente a masturbarlos. Los cerdos están tan acostumbrados a su masturbador que se excitan de sólo verlo, y corren al caballete en que el empleado los acaricia un poco y hace su trabajo. Con sólo unos quince o veinte minutos, consigue líquido suficiente para varias inseminaciones, lo cual hace que los machos sean mucho más caros que las hembras (1.500 euros contra 250).
La gestación dura casi cuatro meses, y en cada camada nacen 10 u 11 lechones. El día de su nacimiento, a los lechones les arrancan los dientes. Después de tres semanas, los separan de sus madres y comienzan a alimentarlos sin parar. Para que no se les ocurra hacer ejercicio, viven en corrales de 2×2. En sus días bajos, engordan 60 gramos diarios. Ese es su único trabajo. A los seis meses, cuando alcanzan el tamaño de un perro grande, los llevan al matadero.
Algunos cerdos viven más: los sementales y las reproductoras pueden alcanzar el tamaño de una ternera. Pero ni los espermatozoides ni la capacidad de parir se mantienen más de tres años. Las hembras suelen parir unas diez camadas y extinguir su utilidad. Los machos terminan estériles. A esa edad, su cuerpo ya está demasiado viejo para venderse como carne fresca, pero aún sirve para mortadela, salchichas o embutidos. Entonces comienza lo más cruel.
En el matadero, los cerdos reciben una descarga eléctrica que los aturde. Así se evita que chillen como condenados cuando les cortan la yugular. Luego de eso, los parten por la mitad. Cada uno de sus lados es colgado de un gancho –uno de ellos aún con la cabeza puesta- y pasa por una limpieza con agua caliente y vapor que afloja la piel.
Después de ser despellejados, se enfrentan a sus destazadores. Del cerdo se aprovecha todo: con las costillas se hacen chuletas, con las patas, jamón; con los interiores, embutidos; con la cara, forros. Conforme el cerdo avanza en la cadena de producción, cada una de sus partes encuentra una utilidad, y así hasta llegar a nuestra mesa.
La semana pasada recorrí una granja y un matadero, y conocí la vida y muerte de estos animales. En la granja me explicaron que la normativa europea ha mejorado sus condiciones de vida: ya no los mantienen amarrados del cuello a las jaulas. Y tampoco los alimentan piensos animales elaborados con los restos de sus propios congéneres. La verdad, no he dejado de comer jamón ni lomo en particular. Supongo que es una ley natural. No sé si los ganaderos puedan realmente atender la demanda cárnica y la sensibilidad ecológica al mismo tiempo. Pero se me han quedado grabadas las palabras de uno de los que hizo el recorrido conmigo: “ya sé de dónde sacaba sus ideas Adolfo Hitler”.