Vicente Verdú
Entre otros elementos funestos, hay dos especialmente enervantes que agravan el actual síndrome postvacional. Uno corresponde a ING Direct y su ya insoportable anuncio del banco naranja. El otro se centra en la melena de Trinidad Jiménez.
El caso de ING Direct se origina por la necesidad de hacer ver a los presuntos clientes que sus depósitos no caerán en el vacío sino que existen ya recipientes físicos o arquitectónicos concretos para guarecer su dinero. Aunque todo pertenece, de acuerdo a la naturaleza financiera, al mundo de la ficción.
Cualquier banco nace, crece y muere mediante apuntes contables y el dinero personal aportado desaparece en el momento mismo de la entrega. De esta secuencia se sirve la organización para reproducir sus rendimientos con infinidad de ceros, puesto que en ningún ámbito se mueven con mayor desenvoltura los espíritus de la especulación.
La paradoja consiste en que llamándose ING Direct no hay modo humano de comprobar donde va directa o indirectamente el dinero. Hasta hace poco ING Direct no le concedía importancia a esta deficiencia fundamental. Pensaban que el cliente se sentía atraído por la alta rentabilidad mensual y la inquietud psicológica podría saldarse por la codiciosa fe del depositario.
Ahora, sin embargo, registrando acaso ciertas suspicacias, ING Direct difunde una publicidad en la que Matías Prats se sienta delante de algunas sedes –no muchas- de Londres, de Nueva York y de Ámsterdam, mostrando la existencia real de un edificio. Este recurso sería de por sí tan tosco como exasperante, pero aún más llega a serlo si se tiene en cuenta el tono naranja –usado en general hasta el empacho- y la musiquilla para tontos que envuelve al mensaje.
Pero no es todo. La vista del edificio emblemático de la compañía, radicado en Ámsterdam, refuta el propósito central del spot. Tras el banco donde se ve obligado a posarse interminablemente Matías Prats se distingue una construcción (¿de Rem Koolhaas?) de aspecto tan renqueante o amenazado de derrumbe que aniquila la idea de solidez. ¿Con esto quiere conquistar ING Direct nuevas imposiciones? La desazón que inculca este tremendo error de marketing lleva a un malestar sensorial que nos perjudica el sentido de la vida.
La melena de Trinidad Jiménez no es tampoco un caso desdeñable. Su efecto puede considerarse relativamente atenuado por la mayor capacidad del público para sortearla pero, aún así, la fastuosa voluptuosidad de su mata de pelo, retorcida como una boa de miel y oro y enroscándose desde el occipital hasta el omóplato y desmoronándose en colofón sobre el seno izquierdo, constituye un auténtico fenómeno de malestar en la cultura. Una estampa entre lo bello y lo siniestro, entre la naturalidad y el peluquero, entre la política y la pasión.
Trinidad Jiménez es, en concepto, mezcla de vigor y melodrama, de supina ignorancia y un cum laude juvenil. Se dice que fue el brazo derecho de Zapatero pero pensar en su firmeza hace evocar su llantina tras perder las elecciones a la alcaldía de Madrid.
Personaje tonante, “coent” dicen en Valencia. Tan vistoso en ocasiones que aturde por su coloración, tan fogoso en su discurso que induce a apagar el receptor. No sería Trinidad Jiménez de lo peor en este cuadro postvacional sin la notoriedad recibida con la creación de la Secretaría de Estado para Hispanomérica -que todo el mundo daba además por preexistente- y a través de la repetida exposición de su crecida melena, pero fatalmente las cosas han venido así con la rentrée.