Marcelo Figueras
Me encanta que “Epifanía” sea una de esas raras palabras que mi diccionario incluye con mayúsculas: yo me digo que esas mayúsculas subrayan la importancia del término. Respecto de la definición el diccionario es parco, sólo se refiere a la fiesta del 6 de enero. Necesito consultar la Wikipedia para aproximarme al significado verdadero: epifanía viene del griego y significa “la apariencia, un fenómeno milagroso”. La tradición habla de epifanía para referirse a las ocasiones en que Jesús manifestó su naturaleza divina, el “milagro” al que se refiere la etimología griega: el día de la visita de los Reyes Magos, la ocasión en que se mostró delante de San Juan Bautista (cuando se abrió el cielo y bajó una paloma) y aquella otra en que hizo su milagro en Caná (pobre Caná, tan necesitada hoy de nuevos milagros), señalando el comienzo de su vida pública. Pero aquellos que somos gnósticos, o creyentes de una fe sui generis, o simplemente ateos, empleamos el término para otra cosa: lo usamos para definir esos raros momentos de la vida en que una verdad se nos aparece de la nada, con la elegancia de lo revelado; esos instantes mágicos en que encontramos la respuesta a una pregunta que ni siquiera éramos conscientes de habernos formulado.
Los hijos son grandes productores de epifanías. Recuerdo la primera noche que pasé con mi hija Agustina, que no por nada fue su primera noche respirando sobre esta Tierra. En la madrugada, mientras luchaba para que calmase su llantito (la madre había sucumbido al cansancio propio de la jornada histórica, estábamos solos por primera vez), entendí con claridad celestial que mi vida ya no volvería a ser lo que había sido. Mi existencia acababa de ser redefinida: me había convertido en apéndice de algo más importante que yo, en un prolongador del fenómeno de la vida, en garantizador de otras existencias. Me resigné entonces al descubrimiento de que ya no sería el único dueño de mis días, de que debería bailar con otros ritmos y hacerlo con gusto. Terminé cantándole, nos tumbamos sobre un sofá, se durmió sobre mi pecho y yo debajo.
El amor produce epifanías. Y también el sexo, aunque con menos frecuencia. (Los orgasmos no siempre son epifánicos.) No es extraño sentirse iluminado por una película, o por un texto, o por una música. Mi última epifanía ocurrió hace poco y la música jugó su parte en el asunto. Acababa de salir de ver a un director, que había manifestado su deseo de llevar al cine mi nueva novela, La batalla del calentamiento: leyó el original y le encantó, me dijo que podía dar pie a una maravillosa película. Entusiasmado como estaba, crucé la calle y me metí en una librería. Me puse a buscar un libro que el director había comentado que quería leer: Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Esa novela no estaba, pero mirando aquí y allá di con un libro sobre Hildegard von Bingen. La monja Hildegard (1098-1179) no era una extraña para mí, de hecho juega un rol clave en mi novela: supe de ella por primera vez a través de un libro de Oliver Sacks, donde el neurólogo trataba de encontrar una explicación científica a las visiones celestiales que Hildegard tuvo en vida y que quedaron plasmadas en infinidad de preciosas miniaturas. Mi protagonista, una niña llamada Miranda, también sufre visiones que tiene la compulsión de dibujar. Al enterarse de la existencia de Hildegard, el padrastro de Miranda, Teo, encuentra un modo de explicarse el fenómeno. (¿O debería decir, para ser más preciso, que Teo recibe una epifanía al encontrar un libro que habla de Hildegard?)
El libro era el único que había, estaba encima de una pila de ejemplares de otro título. Vi que estaba lleno de ilustraciones (por primera vez podía apreciar las visiones de Hildegard en todo su esplendor) y me lo llevé sin dudar. Cuando lo mostré en caja me dijeron un precio disparatado –era una edición de la Biblioteca Medieval de Siruela, son libros tan cuidados que resultan artesanales-, pero no protesté. Una vez en mi auto, seguí revisando mi ejemplar en cada semáforo rojo y descubrí que el libro incluia algo que yo no había visto, y que sin duda incidía sobre su precio final: un CD. Porque Hildegard no sólo era esa paupercula forma feminea, esa pobre forma femenina a quien Dios había elegido para mostrarle sus visiones: también componía música, en un tiempo en que las mujeres no se atrevían a hacer semejantes cosas –ni desafiaban al clero masculino, ni acometían las artes excelsas que eran patrimonio exclusivo de los hombres.
Me puse a escuchar su música allí en el auto. Créanme, suena como si Dios en persona se la hubiese dictado a esta mujer que no sabía notación ni tocaba instrumento alguno. Tuve que detenerme en el primer sitio que encontré disponible: fue en (por favor no se rían) el estacionamiento de un McDonald’s. Por primera vez podía “ver” la película de la que el director me había hablado: esa música era la música de La batalla del calentamiento. Y mientras los sonidos inundaban la cabina de mi auto, reviví la sensación que ya me habían sugerido epifanías pasadas: la convicción de que aun cuando somos una paupercula forma, podemos dar testimonio de algo más grande que nosotros mismos, ser transmisores de algo mejor que nuestra simple vida, ya sea como padres, como amantes… o como artistas. ¿A qué otra cosa podemos aspirar que no sea producir algo de luz, aun cuando se trate de un destello, en este mundo adicto a las tinieblas?
Había entrado en la librería buscando el Apocalipsis, pero encontré al Cielo. Eso es una epifanía, a fin de cuentas: un instante maravilloso, una visión que aunque insólita puede presentársenos en el más convencional de los lugares –hasta en el estacionamiento de un McDonald’s.