Cuánto más rápidamente se desprestigiaban los obispos, mayor era la velocidad con la que se frotaban las manos los dueños del Estado, tanto los de una portería como los de la portería contraria.
“Espera a que digan algo sobre el aborto y ya será nuestro”. Los obispos hablaron del aborto. “Ahora que hablen de las células madre”. Hablaron. “¡Oh, no lo puedo creer, están hablando del condón!” Así fue. Por fin, un radiante día de junio, el subsecretario entró feliz en su despacho y llamó al ministro para decirle: “¡Hoy hablarán del matrimonio guay!”. “¿Del matrimonio guay?, preguntó alarmado el ministro, ¿está usted seguro, Covachuelas?”. “Perdón, perdón, estoy muy nervioso: gay, del matrimonio gay”. “¿Se han vuelto locos?”. “Totalmente, excelencia. Podemos decir que el sexo ya es nuestro en casi todas sus manifestaciones”. “¡Magnífico, Covachuelas, mañana mismo empezaremos a legislar sobre la coprofilia!”.
La historia del estado moderno es la historia de cómo se ha ido apropiando de los objetos litúrgicos y espacios de poder del funcionariado eclesiástico, comenzando por la educación y acabando por la sexualidad. Neutralizadas las decadentes resistencias episcopales, en la actualidad es el Estado quien ordena lo que podemos y debemos hacer con nuestras partes pudendas y adláteres, qué complementos podemos usar, bajo qué régimen de seguridad, qué condiciones debemos cumplir para darle estabilidad administrativa a nuestra coyunda, en qué circunstancias podemos cambiar nuestros genitales, arreglarlos, añadirles o quitarles materias grasas o minerales, y un sinnúmero de actos, detalles, matices, precisiones, que si se ven juntos dejan al Kama Sutra como lo que es, un libro de rezos para los miembros más decaídos del Opus Dei.
La preciosa historia de cómo se nacionalizó la actividad sexual, historia no escrita porque aún queda medio centenar de intelectuales que creen que es la historia de una liberación, se verá pronto minimizada por la próxima nacionalización de la Historia.
Como la actividad sexual, la narración histórica parecía algo propiamente privado, como la literatura o la filosofía, un ámbito en el que sólo los estados totalitarios entraban a saco para retocar fotografías comprometedoras y descabezar textos demasiado honestos. Justamente por haber nacionalizado la historia, los estados fascistas y estalinistas habían logrado sumir la llamada “historia oficial”, es decir, la aprobada por el Estado, en la miseria.
Asombrosamente, algunos gobiernos de apariencia democrática están elaborando “leyes históricas”, no en el sentido de que vayan a pasar a la historia, sino en el de que van a convertir la Historia en materia administrativa. Habrá una historia oficial como hay himnos regionales en cada autonomía. Los historiadores tendrán categoría similar al cuerpo de bomberos.
La aparente ingenuidad con la que unos hombres y mujeres con título universitario (no todos) están hablando en serio de una “Ley de la Memoria Histórica” asombra y admira. No creo yo que vaya a servir para que el Banco de España, como hizo el Deutsche Bank respecto del periodo hitleriano, publique la historia de su colaboración con las fuerzas franquistas y los grupos y familias que se beneficiaron, más bien supongo que será, como la legislación sexual, una herramienta para la estatalización de la memoria, o sea, para el ejercicio del poder funcionarial.
No vaya a creerse que este delirio es tan sólo otra españolada de pandereta y alpargata. En Francia, país que ya ha nacionalizado la memoria histórica un par de veces (la última, muy graciosa, para convencerse a ellos mismos de que fueron unos rabiosos enemigos de Hitler), nos llevan delantera. Lo cuenta en un excelente artículo Ana Nuño en el último número de Letras Libres, el de septiembre.
Y si alguien está pensando que siempre hago publicidad de la revista Letras Libres, se equivoca. Sólo hago publicidad del contenido de la revista Letras Libres.
