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11 DE SEPTIEMBRE: EL SÍMBOLO Y LOS HECHOS

Como cada año, Chile conmemoró el 11 de septiembre de 1973. En este día un golpe militar derrocó al presidente Salvador Allende y puso en el poder a una Junta Militar cuya figura más visible y al final única fue el general Pinochet. Los asesinatos, las desapariciones, el enriquecimiento acelerado de ciertas personas y la supervivencia de un país durante dieciocho años de gobierno militar empezaron con el muy conocido episodio del bombardeo del Palacio de La Moneda, en Santiago de Chile, por aviones de las FF. AA. de Chile. La imagen del golpe es el humo que sale del palacio presidencial. Pero la conmemoración ya clásica del 11 de septiembre no se hace siempre ese día,  ni tampoco en La Moneda, sino el día que mejor conviene, con una marcha hasta el memorial que recuerda a las víctimas del régimen militar en el cementerio central de la capital.

Este domingo, durante la marcha, unas decenas, quizás medio centenar de manifestantes con el rostro tapado, intentaron provocar disturbios en el centro de Santiago. Tiraron pintura roja sobre los muros blancos de La Moneda donde una pequeña bomba «molotov» consiguió el principio de un incendio en una ventana. Hubo unas llamas, un poquito de humo y una declaración de la presidenta Michelle Bachelet, consternada de ver las imágenes (no estaba en el lugar) de "La Moneda en llamas, como hace 33 años". La mandataria dijo que nadie tiene derecho a atentar contra La Moneda porque «los símbolos patrios como la bandera, como La Moneda, son símbolos de democracia que pertenecen a todos los ciudadanos».

Claro que la bombita de La Moneda no se compara con los hechos terribles del golpe, documentados de manera definitiva por una Comisión Nacional de verdad y reconciliación pero en este caso la presidenta chilena se preocupó de la mala memoria traída por la presencia de un símbolo del pasado: humo en un ventanal del palacio presidencial. El símbolo, para ella, no se puede apartar de los hechos.

Por su parte, el presidente venezolano y bolivariano Hugo Chávez Frías se dedicó también a la misma problemática pero dentro de un proceso que funciona al revés: buscando desnaturalizar los hechos para eliminar el símbolo. Hablando de otro 11 de septiembre, el del 2001 con el atentado contra las torres del World Trade Center en Nueva York, el mandatario declaró el martes que "La hipótesis que cobra fuerza... es que fue el mismo poder imperial norteamericano el que planificó y condujo este atentado». Al recopilar todas las teorías conspirativas sobre el atentado, Hugo Chávez fingió ignorar que la población civil de EE. UU. fue víctima y no promotora de un ataque terrorista que provocó 2.948 víctimas.

Sumando las desapariciones, hubo en realidad 2.996 víctimas del terrorismo ese día. Lo que permite a EE. UU. disponer, en la parte sur de Manhattan, de un lugar simbólico para justificar la “guerra al terrorismo” de su presidente. Al cambiar la naturaleza y el sentido de estos hechos (para los que lean el inglés, existe una demoledora refutación de las teorías conspirativas), Hugo Chávez busca, al contrario de Michelle Bachelet, eliminar la existencia de un símbolo. Son ejercicios de memoria política que recuerden la visión de Paul Valery: “la mentira y la credulidad se acoplan para engendrar la opinión”; la bombita no era bomba y el atentado era de verdad.

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13 de septiembre de 2006
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La verdad ya no es lo que era

¿Qué vendrá después del capitalismo? ¿La riqueza del primer mundo depende de la pobreza del tercero? ¿El desarrollo de los países pobres debería basarse en micro o macrocréditos? Prepárate para responder cien preguntas como esta. Tienes tres minutos para cada respuesta y estás rodeado de genios. Y lo peor de todo, hay una cámara frente a ti.

Esa fue la dinámica de la Table of free voices que se celebró el sábado pasado en Berlín. Cien preguntas enviadas desde todas las esquinas del planeta sobre temas como la paz, la guerra, la ecología, el mercado, la tecnología y el futuro recibieron 11200 respuestas por parte de 112 invitados alrededor de una mesa: físicos, artistas plásticos, activistas, actores, empresarios, expertos en informática. Como en el aleph de Borges, todo el universo estaba ahí, incluso yo.

Está claro que un lugar así no es normal. El día del evento, bajé a desayunar al comedor del hotel y me encontré con Willem Dafoe comiendo tofu y antojitos japoneses. Y como me distraje mirándolo, Bianca Jagger me robó el asiento. Yo me resigné en silencio -porque no es cosa de andarse peleando con Bianca Jagger, que ya ha sacudido a varios dictadores y algún Rolling Stone- y sobre todo, porque Terry Gilliam estaba contando chistes en la mesa de al lado.

Creo que hasta entonces nadie tenía muy claro que hacíamos ahí todos. Pero la organización germánica es a prueba de incompetentes como yo, y minutos después, estábamos los invitados reunidos en el significativo lugar del evento: la Bebelplatz, donde los nazis organizaron su famosa quema de libros. Ahí, en torno a una mesa gigantesca, cada uno tomaría su lugar y daría sus respuestas a una cámara.

Imagino que, como instalación plástica, no dejaba de tener interés: 112 personas de los más variados orígenes y con las más variopintas vestiduras hablando con sendas cámaras. El escritor norteamericano Eliot Weinberger estaba sentado entre un economista inglés y una payasa rusa que jugaba con su nariz. El cineasta argentino Fernando Solanas tenía al lado a una japonesa con una sombrilla azul. Había gente con saris y con túnicas y con barbas y con kimonos.

Yo me senté entre una ecologista sueca y un artista plástico alemán. De vez en cuando, escuchaba lo que ellos decían, especialmente en las preguntas ecológicas, tema del que no sé absolutamente nada. La sueca hablaba en inglés, así que podía entender con claridad que todas sus respuestas eran exactamente contrarias a las mías. Básicamente, ella consideraba que si continuábamos este ritmo de industrialización acabaríamos con el planeta. Yo, por mi parte, creo que si escuchamos a los ecologistas nos quedaremos todos sin trabajo excepto los agricultores artesanales de tomates. Por su parte, el alemán hablaba en alemán. Pero de vez en cuando, en las preguntas sobre calentamiento global, yo oía entresacados entre sus respuestas los nombres de Orson Wells, Macbeth y Doctor No.

-¿Se puede saber qué cuernos estás diciendo? –le pregunté en una pausa.
-Es que no entiendo las preguntas –me dijo.   

Un evento como éste te hace comprender que no tienes idea de nada. En una pausa, Eliot Weinberger me confesó que las respuestas ecológicas se las sopló su economista inglés, y yo comprendí que ni siquiera los más brillantes invitados tienen todas las respuestas. Sobre todo, creo que la Table of free voices nos puso en contacto con la naturaleza de la verdad en el mundo globalizado. En un siglo en que los grandes discursos se han venido abajo, la verdad es así de difusa y contradictoria. Dos enunciados pueden ser contradictorios sin dejar de ser verdaderos, y lo único cierto es que tendrán que convivir en paz. Como una mesa con Willem Dafoe y una payasa rusa y una cantante tibetana y un cineasta australiano: miles de millones de monólogos haciendo un esfuerzo por convertirse en un diálogo.

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13 de septiembre de 2006
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Blanco y sin ojos

No estaba del todo cierto, pero cuando Paco me dijo que lo más importante de la isla era un cangrejo totalmente blanco y totalmente invidente, único en el mundo, supuse que me estaba llevando al huerto, como suele. En consecuencia, cuál no sería mi sorpresa al notar que una mano me agarraba por el tobillo y no me dejaba caminar. Al volverme, vi a una extraña muchacha que me miraba desde el suelo con una mueca de súplica y espanto. Miré a donde señalaba su otra mano con una uña pintada de marrón, y, en efecto, estaba yo a punto de pisar el cangrejo albino ciego, único en el mundo.

A la sazón me encontraba yo en los Jameos del Agua, una burbuja (chaboco) que contiene un lago a lo largo del tubo volcánico. Los chabocos son auténticas burbujas de lava a las que se les ha derrumbado la bóveda, de modo que por el agujero celeste entraba un foco de luz cegadora que daba sobre el lago subterráneo y se refractaba en verdes veroneses, óxidos de hierro, azules de Prusia y demás arpas cromáticas, una locura que rebotaba contra el techo verdegrís, azafrán y betún, si quieren sigo.

Aturdido por la despampanante exhibición de la madre de todos los colores, no había advertido yo que en aquel laguillo, justamente, es donde vive el albino ciego, que uno de ellos había trepado por la roca y emergido al aire para cambiar de ambiente, que como buen ciego no se percataba de que por allí caminábamos los turistas sobradamente pirados por el espectáculo, y que lo más probable es que lo dejáramos como una calcomanía en el bellísimo suelo de carbón vitrificado.

Pero allí estaba la turista, atenta al cangrejo y a mi pie, de modo que la buena mujer se había lanzado al suelo al tiempo que me sujetaba por el tobillo antes de que mi pie aplastara al ejemplar único. Atlética, la moza. Debíamos de formar una figura inquietante porque Eva me sugirió con su bella sonrisa que abandonara de una vez la conexión turística: “¿Quieres hacer el favor de sacar tu tobillo de la mano de esa interesante muchacha?”, me preguntó.

En ese preciso instante intervino Fernando Parra, que además de ecólogo tiene una vista de lince, y en veloz pirueta atrapó al albino con delicadeza de orfebre al grito de “¡Cielos, el albino ciego!”, con lo que logró que la mujer de la mano de hierro me soltara de una vez. Todos vimos entonces a Fernando, como un dios antiguo, lanzar el cangrejo al agua dibujando una parábola casi perfecta y al cangrejo volar a velocidad de vértigo primero por el aire y luego por el fondo esmeraldino sin que nadie pudiera decir en qué momento había cambiado de elemento.

“¡Gracias, Fernando! ¡Has salvado al cangrejo albino ciego!”, le dije emocionado y moviendo el pie como un pato.

“Es un langostino albino ciego, Azúa, por Dios. Se advierte que tú de crustáceos...”, añadió displicente. Ir con científicos, es lo que tiene.

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13 de septiembre de 2006
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LA VOZ (2)

La voz no posee tanta densidad carnal como un pecho pero ¿quién puede dudar de su composición carnal? Se trata de una materia más próxima al tegumento que a la musculatura, más afín a la médula invisible que al hueco, más cerca de los gases que de los sólidos pero, con todo, de una entidad sólida o total.

En la voz se llevan inscritas partes explícitas y secretas de sí, con la particularidad de que se hace difícil corregirlas. ¿Enmendar la voz? ¿Qué consecuencias no provocaría? Porque si la personalidad se trasunta en el sonido que emitimos, el nuevo sonido segregado necesitará un nuevo continente donde guardarse.

La voz como las más complejas cristalizaciones sólo parece simple si es observada con simpleza. De otro modo, la voz constituye un racimo de múltiples sugestiones y puede cambiar su función de proyectil a activo a la pura recepción de una copa.

La voz es un objeto. Tal como todo ruido nacido súbitamente desde el silencio o como surgido por ensalmo de un depósito donde los productos nacen sin proceso y despojados de manipulación. Ajenos al uso de las manos.

Los sonidos se escapan de las manos y van más allá puesto que dicen aún no articulando palabra ni gesto alguno. Dicen de igual manera que la poesía pura cuyo efecto no procede de los significados como de los retumbos. La poesía habla directamente a la carne y sus diferentes espacios.

La voz se inmiscuye en sus entresijos y condiciona los ritmos, matiza los funcionamientos, se introduce como un sólido más o menos liviano y se hace propiamente un objeto vivo que daña o sana, apacigua o empuja a la desesperación.

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13 de septiembre de 2006
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ESPAÑA-IRAK

La guerra de Irak se parece a lo que fue la guerra civil en España. Varias veces leí esta analogía extraña en la prensa norteamericana sin darme cuenta. Pero, por fin, ayer, me llegó el e-mail de un amigo invitándome a descubrir un artículo  titulado 1936 and All That (1936 y todo esto), con un subtítulo explícito: Why the Spanish Civil War is like Irak, and viceversa (Por qué la guerra civil española se parece a Irak, y viceversa). El artículo fue publicado por The Weekly Standard que es de hecho la revista oficial del pensamiento neo-conservador en Washington.

Joseph Lieberman, el senador demócrata que se subió al coche de la candidatura de John Kerry con la ilusión de ser vicepresidente de EE. UU., es la primera persona citada en el texto. Su presencia me parece lógica: fue un sostén firme del presidente Bush al principio de la guerra, y ahora paga duro por eso. Con una mezcla de frustración y de mala fe, él dice ahora lo que ciertos republicanos gritan en el congreso: no ayudar a EE. UU. en su guerra al terrorismo en Irak es olvidar lo que ocurrió a los países que se negaron a ayudar al gobierno legal en España en 1936; en lugar de combatir a Franco tuvieron que luchar en contra de Hitler.

Esta visión se apoya en cuatro argumentos principales:

1. En ambos casos, la no participación se explica por el temor de las grandes potencias de involucrarse en una guerra amplia (una equivocación resumida en la famosa frase de Churchill después del acuerdo de Munich: “aceptaron el deshonor para conseguir la paz. Tendrán el deshonor y la guerra”.

2. Con su aristocracia, una Iglesia tan inalcanzable como su ejército y la potencia de nacionalidades centrifugadas -el País vasco o Cataluña- España era en 1936 algo como Irak hoy: un país dividido, sin identidad nacional, listo para ser el escenario de un enfrentamiento internacional.

3. Irak hoy en la guerra, tal como España en su época, es una mezcla de masacres y milicias, secuestros, asesinatos y venganzas. Hay una competencia interna (política, religiosa, ideológica) más allá de la guerra.

4. Tal como la izquierda republicana barcelonesa tenía un amigo totalitario en el estalinismo, hoy, en Irak, el movimiento chiíta tiene el apoyo de Irán, un régimen totalitario.

Claro que la comparación provoca un cierto malestar. Un novelista como Javier Cercas demostró de manera contundente que no existe un vencedor en una guerra civil. José Luis Rodríguez Zapatero dice lo mismo cada vez que toca el tema del pasado de España, pero los neo-conservadores no miran para atrás sino hacia el futuro y lo hacen de la misma manera que Hemingway preguntaba “¿Por quién doblan las campanas?”.

No me imaginaba la tragedia española reciclada para justificar una guerra en las orillas del Tigris o del Eufrates.

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12 de septiembre de 2006
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La belleza del infierno

Seguramente me han salvado mis colegas de congreso. Nos habíamos reunido en Lanzarote un grupo de ecólogos, urbanistas, biólogos y sinvergüenzas (yo) para dar un curso sobre las peculiares características de la vida insular en la reputada Fundación César Manrique, gente encantadora. A mí me tocaba explicar la transformación de los centros urbanos en ínsulas de historia prefabricada. O sea, en simulacros ideológicos.

Lanzarote invita a gritar “¡esto está que arde!” incluso sin llegar a los 32º con una humedad del 60%, como alcanzamos desde el primero hasta el último día, porque lo cierto es que la vida natural de la isla es volcánica. Todo es volcánico, todo es erupción y lava y solfatara y azufre. Hasta los grifos del hotel tienen explosiones inesperadas. El suelo es negro con tachuelas metálicas y los campos de color ligeramente zaino se extienden entre lenguas de carbón. Uno cree encontrarse en las puertas del infierno.

Sin embargo (ya me lo habían contado los que se internan en el desierto), poco a poco la sinfonía carbonizada comienza a matizarse, aparecen manchas coloreadas aquí y allá, crecen vegetales minúsculos en los rincones más inverosímiles, en ocasiones tan sólo líquenes de pálido amarillo, y de pronto te das cuenta de que nunca has visitado un lugar tan lleno de vida, de plantas, de animales, de maravillosos colores cuya existencia jamás habías sospechado. La potencia de los supervivientes, por microscópicos que sean, hace gemir la tierra.

Así, por ejemplo, bordeamos un campo de cactus, a la altura de Guatiza, cuyas pencas me parecen enfermas y así lo digo. Frenazo. Todo el mundo a mirar los cactus. “Son Opuntias”, dice Rocío, la encantadora sevillana, y al ver que me pongo bizco, aclara: “¡Sí, hombre, que es la ficus índica, no la ficus carica!”. Respiro aliviado, “¡Ah, bueno, en ese caso...!”. “Hay que ver lo tonto que eres”, dice, toma en su mano una muestra del hongo blanco que mancha las pencas, lo aprieta, y su mano se tiñe de un color rojo vivísimo. Por la noche aún lo llevaba. No hay quien lo borre. Es el carmín más preciado del mundo, y no es un hongo, es una cochinilla, y no es una enfermedad, es un cultivo. Este espléndido carmín escondido en una chinche no se me olvidará en la vida.

Seguimos viajando por tierras de malpaís, es decir, zonas negrísimas en donde los escombros de lava no permiten cultivo ninguno, y de repente se abren unas lenguas de arena como brochazos amarillos que llenan el paisaje de luz. Son los jables, las tierras cubiertas de arena de playa que el viento arrastra desde el otro lado de la isla por pasillos naturales cuando soplan desatados los alisios.

Cerca de los jables, allí en donde la ceniza volcánica (el picón) tiene la hondura adecuada, en el valle de la Gería, se cultiva la viña en preciosos embudos protegidos por muretes diminutos en media luna llamados socos. Las hojillas y las uvas de malvasía se ven casi translúcidas contra el suelo oscuro de picón. El conjunto de las parras, cada una con su soco particular, forma un campo de semicírculos verdes cristalinos en admirables arreglos geométricos sobre fondo lacado en negro, un Kandinsky de los años cuarenta.

Camino del Mirador del Río, hacia el norte, el malpaís está ya alfombrado de tabaibas, sólo han pasado quinientos años y ya la tierra carbonizada y cubierta de escoria va verdeando con una vida pujante. Las manchas delicadas de las euforbiáceas nos van conduciendo hacia el único palmeral de Lanzarote, el de Haría, pero cuando lo avistamos, está muy estropeado. Fernando Parra, que lo había visto hace quince años, se lamenta. Imagino que para él debe de ser como haber conocido a Brigitte Bardot en los años sesenta y verla ahora. Están construyendo mucho en Haría, este pueblo de belleza escalofriante, el único cubierto de buganvillas de toda la isla y que parece salido del Antiguo Testamento. Sólo le falta un borrico y la Sagrada Familia para que venga Giotto y lo pinte.

De repente Fernando Roch, que es urbanista y está muy enfadado, señala una casita blanca y radiante como una novia abrazada a una palmera y exclama: “¡Pero a quién se le ocurre construir una casa al lado de una monocotiledónea!”.

Me parece una de las frases más poéticas de la jornada.

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12 de septiembre de 2006
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LA SELECCIÓN ESPAÑOLA

Luis Aragonés se otorgaba al mediodía de ayer otras cuarenta y ocho horas para decidir si dimitía o no como seleccionador. ¿Qué estaría pensando? ¿Estaría pensando? Cuando en Alemania  le recibieron en el aeropuerto con un ramo de flores lo rechazó diciendo: “A mí, en el culo, no me entra ni un pelo de gamba”. Tiene el culo de un macho hispánico, homófobo y español a machamartillo, español, español y español. De ahí se entiende que la selección española de fútbol (la “absoluta”) vaya de mal en peor.

La esencia histórica española se funda en el pesimismo y la degradación, el funesto destino de España que aparece tras el fin de los Reyes Católicos y la consumación del siglo XVI. Desde entonces todo ha sido una suculenta cadena de desgracias, una gradual sucesión de España invertebrada que si ha mantenido algo de su corpus ha sido gracias a fuertes esqueletos individuales tan correosos como el de Luis Aragonés. No en vano su apellido y sus patillas trabucaire evocan el Aragón de Agustina de Aragón y la Guerra de la Independencia gracias a cuya gesta la maltrecha España reencontró su identidad contra Napoleón. En la oposición a lo afrancesado o afeminado, a lo volteriano frente al unívoco pensamiento de la inquisición. Luis hizo alarde de su condición fundamental espetándole a Reyes  que era mucho mejor que “ese negro de mierda”, Tierry Henry, con quien jugaba en el Arsenal. Los negros son una mierda, los franceses son maricones, los españoles son etnia elegida por Dios y su testosterona no admite rival en esta tierra. ¿Que nos eliminan en octavos de final? Así es el auténtico destino de nuestra España. España, España y España.

Curiosamente se viene dando el caso de otras selecciones nacionales (de baloncesto, de fútbol sala, de waterpolo o de balonmano) que han logrado ser campeonas del mundo y los periódicos hablan elogiosamente de ellas. Pero ¿son españolas? En primer lugar no son naturales. Todas ellas juegan bajo techado, sobre pisos artificiales y con permanente luz artificial. Y ocioso será añadir que los cuatro ejemplos hacen referencia a especialidades deportivas con un incuestionable bisel femenino.
Los futbolistas son, por antonomasia, hombres, mientras en las piscinas o en las pistas cubiertas, nunca desentonan del todo las mujeres. El fútbol se desarrolla sobre un campo (de batalla) mientras los otros se practican en recintos, palacios de deportes, canchas barnizadas.

Los factores que determinan el enfrentamiento al aire libre, sometidos a la inclemencia de los fenómenos naturales (los vientos, las nevadas, los aguaceros) más las escabrosidades del terreno, son borrados del  acontecimiento en los escenarios donde se desarrollaron las competiciones en las que las otras selecciones ganaron un campeonato. ¿Eran propiamente competiciones entre hombres? ¿Luchas fieras? La fiereza, el orgullo y la proeza,  desde Sagunto o Numancia hasta Bailén o la Guerra de África, tuvo su prolongación en la final futbolística de Amberes, Brasil de 1950 y el gol de Marcelino en la Eurocopa. ¿Sucesivos fracasos antes y después? El fracaso de lo español coincide con  nuestra abnegada manera de ser. Y de servir a Dios y a la Patria.

Una superficial observación hace saber que solo en la selección nacional de fútbol (Absoluta) quedan jugadores que se persignan al saltar al campo y besan entre los compases del himno una medalla de la Virgen. En los deportes de interior se ha perdido casi por entero la fe y, como es patente, en las alineaciones se hallan infiltrados de vascos y catalanes. No significa esto que vascos y catalanes sean ateos o no católicos pero no puede aspirarse a ser creyente o católico de verdad sin ser, a la vez, españoles. Dios, Patria y Rey. Reyes abdicó de su estancia en Inglaterra debido a su irrenunciable y firme naturaleza española. Cesc, en cambio, se encuentra dentro del conjunto como un virus a erradicar, como un hongo.

De incorporar gentes no españolas al equipo es preferible optar por tipos como Pernía que reproduce fielmente el modelo sarmentoso del cacereño, campesino y conquistador. De ningún modo debe reforzarse la selección española (“la absoluta”) con productos espurios. La selección no está llamada para triunfar a toda costa sino, ante todo, para reproducir en cuanto directo representante de España lo más auténtico de lo español, por doloroso que sea.

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12 de septiembre de 2006
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Un día perfecto para releer “Bananafish”

El artículo de Sandra Russo salió el domingo, en la contratapa de Página 12. Lo leí esa misma mañana, pero Sandra hablaba allí del cuento de Salinger A Perfect Day for Bananafish y me dejó con las ganas de volver a Nine Stories, donde lo descubrí hace años, por culpa –si no recuerdo mal- de Rodrigo Fresán. El deseo se volvió realidad ayer, 11 de septiembre. Agarré Nine Stories y volví a leer el cuento. Me produjo las mismas sensaciones de siempre: el asombro por la maestría de Salinger, pero ante todo por su humanidad; la envidia por su habilidad para crear personajes infantiles (¡esa Sybil Carpenter se escapa de las páginas, salpicando agua de mar!) y el escalofrío que siento cada vez que llego al final, a esa frase que describe la forma en que Seymour Glass pone un final perfecto a su perfecto día. Pero esta vez llevaba además la carga del artículo de Sandra, lo cual me permitió releer el cuento desde otro ángulo. Me asombró, por ejemplo, que Sandra describiese el temblor que le produce esa frase según la cual Seymour, que juega con la pequeña Sybil en el agua, “empujó el flotador y a su pasajera un pie más cerca del horizonte”. Hasta entonces yo ni siquiera había reparado en esa frase, tuve que buscarla con deliberación en el original, está puesta de forma que pasa casi desapercibida –a no ser que se tenga el instinto maternal de Sandra, y que en consecuencia se sienta temor cuando el “desequilibrado” Seymour Glass mete en el agua a una niña que no es suya y sin que la madre verdadera se dé cuenta. Cuán distintos somos, cuán distinto leemos. Desde la primera vez que leí Bananafish yo sentí que Seymour estaba desequilibrado, pero de una forma que lo incapacita para hacer daño a nadie que no sea él mismo; y creí cada vez que el final del cuento me daba la razón.

Pero el artículo de Sandra hablaba de otra cosa en realidad. En las vísperas de un nuevo aniversario del atentado contra las Torres Gemelas, insinuaba que todos los norteamericanos tienen hoy un poco de Seymour Glass, y que para ellos el mundo entero es un pozo lleno de bananas.

¿Qué es un pez banana? Un animal fantástico que Seymour inventa para delicia de la pequeña Sybil; su derrotero vital es, como Sandra subraya, a la vez divertido y siniestro. Según Seymour, un pez banana parece un pez común y corriente hasta que se topa con algo tan delirante como el pez en sí mismo: un “agujero de bananas”. Al descubrir este agujero, el pez banana se mete adentro y come bananas de manera desaforada, Seymour dice saber de un pez que se comió setenta y ocho. Entonces el tono de fábula se vuelve siniestro, cuando Seymour sugiere a la niña que los peces banana no pueden salir del agujero después de comer. Muy a su pesar Sybil presiona, quiere y no quiere saber qué les ocurre una vez presos en el agujero. Seymour le confiesa que mueren, y entonces Sybil cambia de tema. El destino de los peces banana la pone nerviosa.

Hay algo propio de la esencia humana en la voracidad de estos animales, que no pueden parar de atiborrarse hasta que producen su propia muerte. Pero además (coincido con Sandra) hay algo en ellos muy propio de la política norteamericana de las últimas décadas. Como estos animales, los moradores ocasionales de la Casa Blanca viven buscando agujeros de banana en los que meterse. Como estos animales, se meten de cabeza en ellos sin pensar y ya no logran salir. Vietnam es un agujero de banana. Irak es un agujero de banana. Cualquiera que lea los diarios comprenderá que los actuales peces banana siguen en la busca desesperada de otro agujero, que tal vez se llame Irán. Lo que preocupa más, en todo caso, es el hecho de que los habitantes de la Casa Blanca no podrían hacer lo que hacen si no contasen con la aprobación, explícita o tácita, de millones de peces banana que poseen el mismo pasaporte. La utilización que Bush y Rice hicieron de este nuevo aniversario del 9/11, para reavivar los sentimientos de inseguridad del pueblo norteamericano y venderles, de paso, la importancia de las cárceles secretas en la defensa del american way, me deja sin adjetivos que estén a la altura de mi asco.

La de ayer fue una ocasión ideal, pues, para releer A Perfect Day for Bananafish. Cuando lo hice con los ojos que Sandra me prestó, comprendí que el temblor del que hablaba era la reacción adecuada, y que el final del cuento no me daba la razón a mí, sino a ella. Los peces banana de este mundo terminan muriendo, pero no antes de acabar con todas las bananas que tienen a su alcance. (Algo que a todas luces va en contra del orden natural, los peces no se alimentan con bananas, no deberían devorárselas.) Y además no es cierto que Seymour se daña sólo a sí mismo, aunque no lo quiera Seymour daña a otros al mismo tiempo. Cuando uno acompaña a Seymour sin cuestionar su locura le ocurre lo que a su esposa, Muriel Glass: despierta de su sueño por el estallido de un disparo, para descubrirse manchada de sangre.

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12 de septiembre de 2006
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El encuentro de James Brown con Mr. Rolling Stone

En un gesto que despeja cualquier sospecha sobre sus aspiraciones a la excelencia, la edición argentina de la Rolling Stone reprodujo el largo artículo que el escritor Jonathan Lethem dedicó al Padrino del Soul, James Brown. La idea de convocar a Lethem fue un mérito de la Rolling original, que vio una oportunidad y no la dejó pasar. Lethem es uno de los escritores norteamericanos más interesantes del momento. Me impresionó en su momento con Motherless Brooklyn (sé que existe edición en español, no me pregunten su título) y volvió a hacerlo con The Fortress of Solitude. Cualquiera que haya leido The Fortress of Solitude entenderá por qué Lethem era un candidato ideal para escribir sobre James Brown: su exquisita descripción de la pasión que Dylan Ebdus, un chico blanco de Brooklyn, siente por el soul de los 70 y 80, no puede ser otra cosa que una traslación literal del amor del mismo Lethem por esa música inolvidable.

La humildad que Lethem siente en presencia de Brown, a quien visita en un estudio de grabación de Augusta, Georgia, es palpable: casi puedo imaginarme su sonrisa cada vez que Brown, por completo ignorante de los laureles del escritor, insistía en llamarlo “Mr. Rolling Stone”.

En uno de los pasajes más interesantes Lethem compara a Brown con Billy Pilgrim, el protagonista de Matadero 5, de Kurt Vonnegut: tanto Billy como Brown son hombres despegados de su tiempo. Pero Lethem sostiene que a diferencia de lo que ocurre en la clásica novela de H. G. Wells, James Brown no puede controlar sus desplazamientos. (Un tanto como lo que ocurre en otra novela reciente: The Time Traveller’s Wife, de Audrey Niffenegger.) La teoría de Lethem es más o menos así: que en algún momento de 1958 James Brown comenzó a visitar el futuro, y por ende a oír su música. De allí en más, al regresar a su tiempo físico Brown “parecía tratar de impartir una epifanía a la cual sólo él tenía acceso, una epifanía que tenía que ver con el ritmo y con sus posibilidades cinéticas inherentes pero que hasta ese momento nadie había descubierto en el R&B y la música soul que lo rodeaba”. Imagino que Lethem no conoce a Julio Cortázar, pero su teoría coincide con la expuesta por el argentino en su cuento El perseguidor, una biografía apócrifa de Charlie Parker cuyo protagonista insiste en mezclar tiempos al decir: “Esto ya lo estoy tocando mañana”.

Lethem cita al crítico Robert Palmer, que advirtió en su momento que Brown y su banda había convertido a los elementos rítmicos en la canción propiamente dicha. “Brown era como un director de cine –insiste Lethem- que se interesa en el escenario de fondo y prende fuego al guionista y a los actores, salvo que en vez de llegar a filmes experimentales que nadie desea mirar, forjó un estilo de música tan futurista que hizo que todo lo demás sonara antiguo”.
Reproducir el extenso artículo en toda su extensión es un mérito de la Rolling local. Leerlo fue un placer, que además constituyó la excusa perfecta para volver a escuchar temas como Cold Sweat, Sex Machine y I Got You durante una maravillosa mañana de domingo en Buenos Aires.

Mientras leía la biografía de Truman Capote escrita por Gerald Clarke, descubrí una cita de Thoreau que me pareció preclara: “No vivimos en armonía, sino más bien en melodía”. (De haberla encontrado antes la habría incluido en mi novela La batalla del calentamiento, que habla sobre el mismo asunto: la forma en que nos desencontramos, por nuestra insistencia en producir melodías individuales sin atender a las melodías del resto.) Pero la de James Brown es una de esas músicas que desmiente a Thoreau, porque al borrar del mapa al guionista y a los actores no hace sonar aquello que nos separa, sino tan sólo aquello que nos une.

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11 de septiembre de 2006
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LA VOZ

Estoy preparando un texto, a petición de El País Semanal, sobre aquellos atractivos  que no tengan que ver con la belleza física pero que resulten tanto o más seductores.  En una primera exploración, me digo:  ¿dónde incluir la voz?

Alguien al modo de Schopenhauer decía que “la voz viene a ser como la flor de la belleza”. Demasiado cursi para aceptarla sin más.

Todo es florido y perfumado, floreado y rosáceo en el sobado repertorio de lo amoroso o lo encantador. La voz, limpia o ahumada, dulce o áspera,  significa muchísimo y  aunque sólo sea por la fuente oculta de la que proviene y puesto que su timbre se compone tanto de un soplo recóndito como de un amplio retumbo en diversos tonos mediatizados por el organismo en general. Sucintamente la voz es como un órgano por sí misma.

En ella se  concentra una constelación de infinitos accidentes y parece tan inextricable como un secreto de acceso imposible. Se cambia de piel, de nariz y hasta de cara. ¿No se ha incorporado a la oferta de la cosmética el cambio de voz? Como un lábaro de la identidad la voz puede ser decisiva en el teléfono. Pero incluso en la relación cara a cara posee la influencia suficiente para rectificar, aberrar o confundir la impresión.

Más allá de la coherente información que se reciba de la personalidad del otro una voz inconsecuente perjudica el balance final.

Ciertamente existe un somero catálogo de voces según clases sociales, profesiones, sexos y edades. En el buen casting no basta atinar con la estampa del personaje sino acertar  también con su sonido. Las personas caen bien o mal, parecen esto o aquello no tan sólo por su peso o por su porte sino también por la cualidad de su son. Y no acabaríamos nunca...    

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11 de septiembre de 2006
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