Vicente Verdú
La voz no posee tanta densidad carnal como un pecho pero ¿quién puede dudar de su composición carnal? Se trata de una materia más próxima al tegumento que a la musculatura, más afín a la médula invisible que al hueco, más cerca de los gases que de los sólidos pero, con todo, de una entidad sólida o total.
En la voz se llevan inscritas partes explícitas y secretas de sí, con la particularidad de que se hace difícil corregirlas. ¿Enmendar la voz? ¿Qué consecuencias no provocaría? Porque si la personalidad se trasunta en el sonido que emitimos, el nuevo sonido segregado necesitará un nuevo continente donde guardarse.
La voz como las más complejas cristalizaciones sólo parece simple si es observada con simpleza. De otro modo, la voz constituye un racimo de múltiples sugestiones y puede cambiar su función de proyectil a activo a la pura recepción de una copa.
La voz es un objeto. Tal como todo ruido nacido súbitamente desde el silencio o como surgido por ensalmo de un depósito donde los productos nacen sin proceso y despojados de manipulación. Ajenos al uso de las manos.
Los sonidos se escapan de las manos y van más allá puesto que dicen aún no articulando palabra ni gesto alguno. Dicen de igual manera que la poesía pura cuyo efecto no procede de los significados como de los retumbos. La poesía habla directamente a la carne y sus diferentes espacios.
La voz se inmiscuye en sus entresijos y condiciona los ritmos, matiza los funcionamientos, se introduce como un sólido más o menos liviano y se hace propiamente un objeto vivo que daña o sana, apacigua o empuja a la desesperación.