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LA PORTUESPAÑA

La idea de mayor atractivo para la nación española a lo largo de los últimos años no ha llegado del corazón patriótico, sino de la nación portuguesa. En realidad ni siquiera se trata de una idea nueva e incluso tampoco de una idea. Procede menos del impulso de la mente que de la dinámica de un sondeo. Un 28% de los portugueses respondieron a una encuesta del semanario lisboeta Sol su disposición para formar un solo país con España. Un 97% respondieron que se desarrollarían más con esta unión y un 68% se manifestaron seguros de recibir un trato de igualdad en el caso de la fusión. La experiencia de la Unión Europea ha operado sin duda como escuela para deshacer el temor a las integraciones y más si se trata de pueblos tan vecinos culturalmente.

Portugal se convirtió en un reino autónomo en 1143, tres siglos antes que España, pero los continuos conflictos con Castilla, la rivalidad entre los dos Imperios, las guerras recurrentes y la decadencia de los 60 años vividos  bajo los gobiernos de Felipe II, Felipe III y Felipe IV alimentaron el sentimiento antiespañol. Efectivamente, dos principales factores desbarataron las ilusiones de la llamada Unión Ibérica a lo largo del siglo XIX. Uno fue el soterrado boicot de Inglaterra y Francia interesados en el fracaso de un proyecto que incrementaba la fuerza de un rival europeo. El otro fue, decididamente, la resistencia popular a esta coalición. El antiespañolismo discurría  paralelo a los congresos y convenciones iberistas que promovían los liberales de ambos países y veía con desconfianza la cultura popular impregnada de relatos en que los españoles representaban el papel de enemigos. Sin embargo, la experiencia nacionalista del siglo XIX con los ejemplos de la unión alemana o la unión italiana favorecían su réplica en el ejemplo peninsular. No llegó, de todos modos, a cuajar porque la caída de la monarquía portuguesa en 1910 y el auge del republicanismo dio lugar a una etapa de nacionalización muy intensa fundamentalmente a cargo de asociaciones cívicas y masónico-republicanas, según Álvarez Junco. De esa época son la bandera y el escudo actuales, el himno y la normalización ortográfica. El nacionalismo portugués encontró un buen refuerzo en la hispanofobia, puesto que la fobia viene a ser siempre para el nacionalismo alimento de primera calidad. Nutrida la nación portuguesa de estos víveres su vida ha cundido con el resquemor a lo español cuando no la desconfianza abierta y las variadas versiones del odio. En los años veinte del siglo XX los únicos que fundaban organizaciones “ibéricas” eran los anarquistas. Unos chalados.

¿Unos soñadores? Una historia larguísima sostiene el sueño de crear la unidad ibérica pero únicamente en el siglo XIX se inspiró en la idea de una gran nación. Antes se trataba de ambiciones territoriales de los reyes a uno y otro lado de la frontera que solo consiguieron conciliarse en el periodo de 1580 a 1640, desvanecido por completo después. Si la imantación ha permanecido como un romance por consumar debe atribuirse no ya a la atracción del incesto entre cuerpos tan próximos en el espacio sino también en la cultura y la lengua. Durante la Edad Media las élites se manejaban en las principales lenguas peninsulares sin notables problemas. Como cuenta José Alvarez Junco (Mater Dolorosa, Taurus,  p. 525) “Los poetas castellanos se expresaban en galaico-portugués en los siglos XIV y XV, como en los XVI y XVII los portugueses Camóens o Gil Vicente, o el catalán Boscán, escribían en castellano. El mayor distanciamiento se produjo en el XVIII, cuando las alianzas internacionales situaron a Portugal al lado de los británicos y a Castilla y Aragón en el bloque francés”.

Una nueva aproximación llegó con la guerra napoleónica y desde ella partieron las nuevas iniciativas de unión que salpicaron el siglo XIX y llegaron hasta la dictadura de Primo de Rivera. En Franco también siguió latiendo esta afección familiar por los portugueses no en vano regidos en ese tiempo por la dictadura de Salazar y situados, como sus hermanos españoles, en el extremo geográfico, económico y político de Europa. Una posición que por encima de las prevenciones populares acercó naturalmente los lazos entre intelectuales de uno y otro lado de la frontera. Una “raya” que ha ido haciéndose cada vez más delgada con la integración en la Unión Europea, la creciente integración de las economías y el abrazo político que promueve la democracia peninsular y su marco de refuerzo común en la unidad europea. ¿Ser una sola nación? No se conoce un proyecto  más excitante para el presente político español que la copulación con los portugueses. Frente a la vieja tabarra de las secesiones, la visión de un enlace prometedor. Frente a la exclusión de los particularismos el ejercicio de fusión. En sustitución del “llamado hecho diferencial” la llamada a la comunicación aliada. No la fatua alianza de civilizaciones que en sus mismos términos evoca Las mil y una noches sino un enlace cierto y carnal, sin cuentos, donde cabe la esperanza de aumentar la prosperidad y el disfrute recíproco de los dos pueblos. O comunidades, o naciones, o gentes que aún en el olvido siempre se tuvieron presentes.

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26 de septiembre de 2006
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Que paran ellos

Es cierto: hay sobradas excepciones. Mis vecinos de la puerta de al lado, por ejemplo, gente estupenda, tienen siete hijos y mis vecinos del piso de arriba, amigos y secuaces, tienen tres, pero la objetividad contable dice que cuanto más ricas e instruidas son las sociedades, menos hijos paren. De hecho, el aumento de riqueza en España ha supuesto, en el último medio siglo, una caída escalofriante de la producción filial que llega a cifras críticas en Cataluña. Allí nacen menos ciudadanos de los que mueren. Como para tantas otras cosas, los inmigrantes han venido también a cubrir esa necesidad. Paren como conejos.

Sin embargo, no se le ve la razón a este desistimiento. Hace medio siglo, cuanto más acaudalada la familia, más hijos tenía. Eran los pobres, justamente, los que se andaban con mucho cuidado de no aumentar la prole en exceso usando los medios más toscos, desde la castidad hasta el perejil y la aguja de tejer. Y no era una cuestión propiamente religiosa, sino tan práctica como en la actualidad. El campesino necesitaba mano de obra en casa pero la justa para que no se comiera la producción, el artesano menos y al comerciante le bastaba con un heredero. Funcionaba la ley de rendimientos decrecientes.

No, no se entiende el cambio de opinión de los ricos e instruidos. Quizás podría aducirse que la transformación fundamental vino de la mano de Gregory Pincus, cuando en 1951 lanzó la píldora anticonceptiva al mercado. Fue como una bomba atómica. No porque viniera a satisfacer una necesidad perentoria, sino porque trajo una libertad nueva. Hasta ese momento había sido extremadamente difícil controlar los embarazos. A los hijos los traía Dios. Ahora, por fin, después de cientos de miles de años, a los hijos los traían sus padres. La novedad decapó la grasa genitiva a velocidad de detergente.

Ahora bien, mientras fue Dios el responsable de traer los hijos al mundo, no hubo necesidad de justificar las cargas o los traumas que caían encima de los recién nacidos. En cuanto comenzaron a venir por la voluntad de sus padres, no ha habido más remedio que empezar a explicar el porqué, a dar razones, a justificar, a remediar, ayudar, completar, asistir, pedir perdón, en fin, todo el demoníaco entramado de la asistencia personal que el estado dedica a la gente con problemas. Lo cual quiere decir, en la mayoría de los casos, gente que vive de crear problemas a los demás. Gente agraviada.

A la metafísica pregunta de: “Papá, ¿por qué he nacido?”, antes se contestaba con ecuánime serenidad: “Porque Dios así lo ha querido, querido”. En la actualidad se precipitan a contestar hordas de psicólogos, pedagogos, psiquiatras, asistentes sociales, ministros socialistas, diputados conservadores, el ayuntamiento en pleno, la mitad de la prensa diaria, los programas de radio-TV, la enseñanza en su totalidad, los columnistas, los blogueros, y así sucesivamente.

Explicar por qué han nacido estos niños es extremadamente difícil. Hay muchas razones para que no nacieran y no sólo el machacado hedonismo consumista, que ya hiede. Istvan Kertész lo había explicado muy bien en Kaddish por un hijo no nacido. Lo hizo tan bien que le dieron el Premio Nobel. Su argumento no tiene réplica: después de lo que hemos visto en el siglo XX, hay que esperar un poco y detener la máquina reproductiva hasta que aparezcan razones de peso para que los humanos sigan ensangrentando el universo.

Lo que no era de prever, sin embargo, es que, una vez detenida la reproducción de los ricos, iban a llegar como por milagro los inmigrantes y se iban a poner a parir sin preguntas y sin agravios y sin angustias y sin pamplinas.

Aunque, bien pensado, era lo que cabía esperar: la casi totalidad de los inmigrantes ha nacido porque Dios lo ha querido.

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26 de septiembre de 2006
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LITTELL (EL HIJO)

Ya hice un post sobre el tema pero tengo que repetirme: lo que pasa en Francia es fuera de lo común: la publicación de Les bienveillantes, de Jonathan Littell, consigue un éxito fuera de cualquier norma. El libro cuenta con 912 páginas, pesa 1,15 kilos, cuesta 25 euros y se vende como pan caliente. 170.000 ejemplares impresos en un mes. Se puede pensar que ya se vendieron más de 150.000.

Respetando el viejo principio de “Al que sube, ¡abajo!” circulan todo tipo de rumores para descalificar al autor y/o a su obra. El crítico Pierre Assouline hizo una recopilación en su blog en el sitio de Le Monde. Se denuncia un éxito que se debe más al marketing que a la calidad del libro, más al papá del autor que a su propio autor y, estupidez suprema, que niega la realidad de las matanzas cometidas por los nazis.

El libro es todo el contrario: son las memorias muy precisas, sumamente documentadas, de un profesional de aquellas matanzas. Jonathan Littell es hijo de Robert Littell, autor de novelas de espionaje, cuyos libros se venden también como pan caliente, pero no se trata de la misma panadería. Para nada. El libro del hijo es un gran libro. No se puede en un post pronunciarse de manera definitiva. Por eso, me limito a decir tres cosas:

1. Hay un dominio fenomenal de una documentación histórica muy amplia. No se siente la información pero ahí está, como los cimientos de un gran edificio.

2. Es una gran novela histórica, pero no tiene la dosis de filosofía, la visión de la condición humana que podemos encontrar en Grossman, Tolstoi o Solzhenitsyn. Un gringo afrancesado no alcanza a los grandes novelistas rusos cuando se trata de la guerra y la muerte.

3. Noté un defecto: todos los alemanes hablan de la misma manera en el libro: Himmler, Hitler, el amigo del narrador o niños indoctrinados por el nazismo. Al contrario, los personajes franceses (incluyendo los escritores Brasillach o Rebatet, son muy creíbles).

Jonathan Littell estimula los rumores al rechazar aparecer en televisión. Su ausencia en las imágenes le da un toque de misterio. Lo escuché en una entrevista por radio. Su visión de la historia de Francia es la de una guerra civil escondida que va desde el “caso Dreyfus” hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Ve dos bandos en la guerra: la derecha y la izquierda. Creo que se equivoca y que la guerra, que abarca desde la creación de la tercera República (1871) hasta la guerra de Argelia (1962), es una lucha asimétrica entre los adversarios de la democracia y la mayoría del país, favorable a la democracia. El narrador de Littell no se plantea el problema de la democracia. Es un servidor confiable de un sistema de poder totalitario. Sueña con el nazismo pero vuelve a Francia y sigue viviendo en Francia. Muy cómodo.

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26 de septiembre de 2006
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HAY / SEGOVIA

En Segovia hay muchas más carnicerías que librerías. Se consumen más cochinillos que libros. No hay tradición de encuentros literarios y, mucho menos, existían antecedentes de pagar para poder escuchar a los escritores hablando de sus obras, sus gustos literarios o sus opiniones sobre literatura o política. Segovia no es Hay on Wye, ese pueblo galés lleno de librerías y acostumbrado a celebrar encuentros de escritores desde hace décadas. Y, sin embargo, en Segovia el Festival Hay, ha constituido un éxito y una sorpresa. Los encuentros de los días -y las noches- segovianas literarias han demostrado que sí hay deseos de escuchar, leer, debatir y participar en las discusiones culturales y literarias. Los escenarios donde se producían los encuentros estaban llenos, la gente pagaba por el espectáculo de escuchar a los intelectuales, historiadores o escritores de muy distinta condición, cultura o fama que hasta allí llegaron. Había debates, preguntas y celebraciones desde la mañana hasta la noche en la monumental, civilizada, divertida, y de excelente gastronomía, ciudad castellana. Había colas (¡¡) para poder ver a un escritor. La organización ha sido perfectible, son lógicos los desajustes, los despistes e improvisaciones de  unos encuentros que no tenían antecedentes. Algo que, estoy seguro, se corregirá para los próximos encuentros. Fue un acierto la elección de Segovia, ciudad espectacular de tamaño  humano, con excelentes servicios, con buena comunicación y volcada, desde las autoridades hasta los ciudadanos, con estos encuentros literarios.

El paisaje segoviano durante estos días era todo un lujo para las revistas literarias, para las páginas culturales o los programas televisivos culturales- si los hubiera, excepciones aparte- o para unos hipotéticos paparazis que se dedicaran a robar la foto casual de las gentes del mundo cultural en vez de perseguir a folklóricos o famosos surgidos de la basura mediática de esos programas de tomates, insultos o bailes. Ver haciendo cola en el restaurante José María -el emperador del cochinillo- a una paciente Laura Restrepo que apenas pudo comprobar sus bondades porque le llegó la hora de su charla a la mitad de su rito con el dorado manjar, a Ian McEwan en las terrazas de la Plaza Mayor, cercano pero no revuelto con su compatriota Martin Amis, no lejos de Enrique Vila-Matas, reconvertido en bebedor de zumos de naranjas, que compartía mesa con Jorge Edwards, que sigue fiel a los whiskies. O comprobar que también en Segovia algunos escritores y editores quisieron celebrar sus particulares noches blancas. De noches segovianas saben Malcon Barral, Miguel Aguilar, Benjamín Prado, Santiago Roncagliolo o Eduardo Lago. O los que se repartieron sus horas entre la gastronomía, la cultura y las visitas a la histórica ciudad. Laura Restrepo, enamorada de la ciudad, no se quiso perder ni la misa mayor que en la catedral se cantaba en honor de la patrona, la Virgen de la Fuencisla, nada que ver con la virgen de los sicarios. Tampoco quiso perderse el convento donde vivió uno de nuestros mayores poetas, San Juan de la Cruz. Sobrio refugio que está en las antípodas de la grandilocuencia barroca de la misa catedralicia.

Ian Gibson, revisitando su conocida ruta segoviana de Antonio Machado. Doris Lessing, un poco olvidadiza con su  propia historia, menos mal que a su lado estaba la culta y paciente Marianne Ponsford, dispuesta a ser la memoria precisa de algunas in concreciones de la escritora inglesa. La Lessing, que también conoció de cerca el placer del cochinillo, estaba admirada del profundo cambio que nuestro país ha conocido desde sus visitas en años del franquismo puro y duro. Muchas personalidades del mundo de la cultura, del libro, conocen bien Segovia, pero ninguno había conocido una ciudad entregada al diálogo abierto y plural de tantos escritores por metro cuadrado. Mañana contaré mi encuentro con dos de los escritores hispanos de mayor interés de los últimos años, con el compañero de estas páginas, el peruano Santiago Roncagliolo, y con el colombiano Jorge Franco. Hay Segovia para rato.

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26 de septiembre de 2006
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Ángel en guerra

En el aeropuerto de Barajas debo esperar un par de horas a que lleguen otros invitados al Hay Festival de Segovia, para partir todos juntos en un transporte común. No me importa porque tengo un iPod para encerrarme en mí mismo, y ahí me quedo hasta que el conductor me toca el hombro y me presenta a la siguiente invitada. De mala gana, me levanto a saludar.

Frente a mí se eleva una noruega rubia y alta que me saluda con dos ojos azules y angelicales. Pienso en el festival al que vamos. Como todos los encuentros literarios, estará lleno de señores gordos y mayores de edad a menudo calvos a los que yo admiraré con pasión. De inmediato malicio que esta mujer es demasiado guapa para escribir bien. 

Pero es inteligente y simpática. Me cuenta que es periodista, y que ha escrito sobre Afganistán, Irak y Serbia. Me cuesta imaginarla como corresponsal de guerra, a menos que sea en una película de Hollywood, de esas en que la gente rueda por el suelo y atraviesa los nidos de ametralladoras sin despeinarse. Pero estoy a punto de descubrir que todas esas ideas mías sobre esta mujer no son sólo machistas, sino plenamente características del perfecto imbécil que habita en mí.

Las primeras señales llegan en el festival, cuando procuro presentársela a la gente con la inocente intención de que no se sienta sola. El primer editor amigo que encuentro se nos acerca con una sonrisa. Ya estoy a punto de recibirlo con un abrazo, pero pasa de largo de mí y va donde ella:

-Tú eres Asne Seirstad ¿verdad? ¡Me encanta tu trabajo!

Circula por ahí también el director de una feria del libro europea. Me lo han presentado unas cuarenta veces y nunca recuerda mi nombre. Pero al ver a Asne corre, se arrastra, babea y gorgotea. Cuando no le queda más remedio que volverse a saludarme a mí también, le nombro a las decenas de personas que nos han presentado antes. Es inútil. Para él soy el amigo de Asne. Y con eso le basta. Al final del festival, aún no recuerda mi nombre, pero me invita a su feria el próximo año. Rato después, Asne me presenta a Ian McEwan.

Procuro informarme. Resulta que el libro de Asne, El librero de Kabul, vendió 300.000 ejemplares en Noruega, un país de cuatro millones de habitantes. Hay casi un ejemplar en cada familia. En la lista de los cien libros más vendidos en Reino Unido, hay sólo dos traducidos de otras lenguas: uno de ellos es el suyo. Ha sido traducida a casi cuarenta idiomas, ha estado en cuatro guerras, habla otros tantos idiomas, ha recibido premios por periodista, por escritora y por corresponsal de guerra. Ha cenado con Tony Blair. Es amiga de la familia real noruega.  Y solo tiene 35 años ¿A qué hora hizo todo eso?

Y lo peor de todo es que es muy buena. El librero de Kabul es la crónica de una familia afgana después del 11 de setiembre y la invasión de ese país. Para escribirla, Asne convivió con ellos durante meses. Para salir de compras con la familia y pasar desapercibida, Asne usaba una burka. Mimetizada así, penetró hasta donde es posible para un extraño en una cultura ajena, y especialmente, en el trato que reciben las mujeres en esa cultura. Pero su texto no es sólo una denuncia social, sino el retrato humano de una familia con luces y sombras, y de la vida en un rincón del mundo del que hablamos mucho y sabemos muy poco. 

La tendencia entre los escritores es creer que sabemos mucho de algo, y que ese conocimiento es tan valioso que nos hace importantes. La actitud de Asne en Segovia es precisamente la contraria: sabe precisamente que el mundo es demasiado grande, y que aún le queda mucho por mirar. Es simple, pero supongo que es lo más importante que aprendí de ella, y quizá, en un mundo en colisión, lo más importante que cualquier debería aprender.

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25 de septiembre de 2006
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PREGÓN PARA UNA “PETITA PÁTRIA”

El texto se encuentra en el blog de Arcadi Espada. Tengo que explicar para los internautas de América Latina: Arcadi Espada es un catalán que ama tanto a su Cataluña que la quiere universal. Ama tanto a Cataluña que no escribe Catalunya sin pensar en una traición. Un rumor vincula mucho a Espada con un partido antinacionalista catalán. En su blog ofrece el excelente pregón de las fiestas de la Mercè de Barcelona. Es un texto de la escritora Elvira Lindo que provocó un escándalo, pues Elvira Lindo habla en castellano.

Su texto es un homenaje a Barcelona, algo que mejora la mirada sobre la ciudad condal. Y como Arcadi Espada siempre trae sorpresa, vale la pena leer el texto tal como lo ofrece.

Por mi parte quiero recordar a los catalanes que buscan vivir en una tribu, en lugar de pertenecer a una vieja cultura europea, abierta y rica, que mi mejor recuerdo de la Mercè fue en el año 1980. El puerto, abajo del barrio gótico, era todavía una cosa triste y sucia, un muelle post zona industrial, post almacén de madera. Me acuerdo del momento, en una noche muy negra. Los organizadores de la fiesta tenían todo apagado cuando de pronto, única luz en la oscuridad, vimos un buque tendido de tela blanca en el puerto. Parecía un barco fantasma. Pero era un escenario, indudablemente un escenario de donde salía la voz melancólica de The Platters diciendo a la ciudad Only You. Se acercó el barco y los cantantes dedicaron Twilight Time a una muchedumbre hundida en el placer de encontrarse en Barcelona, en las fiestas de la Mercè, escuchando visitantes con tanto talento.

Puede ser que me equivoque, puede ser que fuera en 1981, pero sé que la música me pareció perfecta para pensar en el poeta Joan Salvat-Pappaseit, que tanto tiempo pasó en este mismo muelle y lo contaba muy bien: Jo he guardat fusta al moll. Vosaltres no sabeu què és guardar fusta al moll… En un pregón para Barcelona caben los Platters como Salvat-Pappaseit.
(Una pregunta para seguir con el mismo tema: ¿Qué hacemos después de descubrir que los ingleses son todos vascos? ¿Movemos el Guggenheim de Bilbao a Londres?).

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25 de septiembre de 2006
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La batalla por la identidad

Me quedé enganchado con una frase que el músico Ben Harper atribuía ayer, en el dominical de El País, nada menos que a Kurt Cobain: “Prefiero que la gente me odie por ser quien soy a que me ame por lo que no soy”. No puedo estar más de acuerdo, pero tampoco se me escapa la tremenda dificultad que entraña atenerse a este código: para que la gente pueda llegar a odiarnos o a amarnos por ser quienes somos, lo primero que debemos hacer es tenerlo claro. Y la definición de la propia identidad, que solemos dar por sentada, es por el contrario una tarea prolongada, ardua y seguramente interminable; quizás nunca lo haya sido más que en estos tiempos, tan generosos a la hora de vendernos máscaras con que disimular nuestros rostros desprovistos de rasgos.

A la hora de definirnos solemos recurrir a las señas heredadas: familiares por una parte, nacionales por otra (no es lo mismo ser estadounidense que sudanés, en este mundo), y también sociales. A medida que empezamos a andar solos, cuestiones como la elección de carrera –una decisión a la que el sustantivo elección suele quedarle holgada, cuando el margen de decisión, como en el caso de la enorme mayoría de los mortales, es restringido o nulo- y la formación de una pareja o familia acotan nuestro horizonte de forma casi definitiva; a partir de allí, nuestra identidad queda casi limitada a nuestras opciones como consumidores: somos lo que compramos, lo que comemos, lo que vestimos, somos nuestro iPod y nuestro sitio de vacaciones, somos el color de nuestro cabello y el barrio en que vivimos. Al aceptar este juego olvidamos que la identidad es una búsqueda que se consuma a diario, bajo la espada de Damocles de su propio contrario, el peligro de la pérdida de identidad, de la indefinición, de la disolución en el mar de las mediocridades. Hay algo de batalla en esta lucha cotidiana, la amenaza constante que Leonard Cohen insinúa tan bien en su canción Bird On The Wire: “Como el pájaro que se posa encima de un cable / Como el borracho en el coro de la medianoche / He tratado, a mi manera / De ser libre”. La tensión entre el ser y el no ser queda expresada por la oposición entre el mendigo que le sugiere que no pida demasiado, y la mujer bella que le dice: “Hey, ¿por qué no pedir algo más?”

La cuestión de la identidad volvió a mi mente con el caso de Jorge Julio López, nuestro nuevo desaparecido. López tiene 77 años, fue albañil toda su vida; eso es lo que era, de hecho, cuando lo secuestraron los secuaces del policía Miguel Etchecolatz a mediados de los años 70. El testimonio de López, que recordaba a la perfección la voz de su cancerbero reclamando que subiesen el voltaje de la picana que lo torturaba, fue fundamental para obtener la condena a prisión perpetua que se le otorgó a Etchecolatz la semana pasada. El día que se conoció el veredicto López no acudió al juzgado. Escribo esto en la medianoche del domingo, cuando López sigue sin aparecer desde hace una semana y el gobierno de la provincia ofrece $200.000 por información sobre su paradero.

Existe la posibilidad de que alguien lo haya secuestrado para pagarle con violencia su testimonio en contra del célebre represor; es una opción que trato de no considerar demasiado, porque de ser cierta implicaría que estamos a una distancia del horror mucho más corta de la que creía. Pero también existe otra opción, no menos terrible, que es la que sostienen sus familiares, por ejemplo su hijo Gustavo. Según Gustavo López, las consecuencias psicológicas de la experiencia de los 70 fueron tremendas para su padre, y la necesidad de revivirlas para el juicio, que además lo obligaba a enfrentarse cara a cara con su torturador, puede haberlo hundido en una crisis que lo movió a escapar de su casa, en posesión de un pequeño cuchillo que ya no está entre sus cosas y calzado con unos borceguíes que no solía usar.

Entre la gente abocada a su búsqueda hay un grupo de psicólogos, lo cual no debería sorprender a nadie. Buena parte de los sobrevivientes de los campos de concentración eran gente de clase media, que se procuró acceso a tratamientos psicológicos para sobreponerse al horror vivido; López, en cambio, era un hombre sencillo (sólo pudo completar el segundo grado de la escuela primaria) que casi no hablaba de aquella experiencia pero que alimentaba el deseo de ver preso a aquel que lo desposeyó de su identidad para convertirlo en un número primero y en un guiñapo después. Es fácil imaginar que durante décadas López rearmó su propia identidad, depositándola sobre el andamio de su reclamo de justicia; y que la finalización del juicio a su verdugo le haya robado de alguna manera su razón de ser. De ser así, sería otra muestra más de la perversión asumida por las prácticas represivas de la dictadura: Etchecolatz le quitó a López su identidad en los 70, al secuestrarlo, confinarlo en una prisión clandestina y torturarlo hasta el borde de la razón; y hoy, treinta años después, habría vuelto a ponerlo al filo de la locura.

Ojalá me levante hoy lunes para oír la noticia de que ha aparecido vivo.

Cuando vivimos en países como los nuestros, las noticias obligan a replantearnos cada día quiénes somos, y quiénes queremos ser.

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25 de septiembre de 2006
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LA DISTRACCIÓN

El vuelo de Madrid a Santa Cruz de Tenerife se hizo más bien corto en la ida pero fatigosamente largo al volver. Qué digo: no fatigosamente largo sino insufriblemente interminable, intolerablemente lento.

¿Qué estaba ocurriendo que no podía evitar la compañía, las delgadas azafatas, los ignorantes pasajeros que seguían indolentes el martirio de los enervantes minutos? ¿Cómo podía entenderse que la tripulación permaneciera ajena a la gravísima presión que padecíamos y continuara simulando que los factores reinantes se hallaban bajo control?

¿Reinantes?
¿Factores reinantes?

La inaguantable miasma de una plaga, el lacerante envenenamiento que segrega el alacrán, la fosca indigestión de un botillo abarrocado, la estrangulación a manos de una banda de asesinos presionando sobre los cuellos de cada uno de los pasajeros, se hallaban entre algunos de los factores reinantes.

Cuando el tiempo no fluye sino que se corrompe inmóvil nos sentimos poseídos por el peculiar ahogo de la muerte.

Siempre que en la felicidad suspiramos por su instante eterno lo hacemos con el secreto propósito de morir para siempre en su definida gota de placer. Tememos el movimiento como el desorden de una inundación fatal. Pero qué decir si esta ecuación del instante perpetuo se convierte en el modelo inverso: En la gota del suplicio de Tántalo o en el minuto infinito índice del dolor sin palabras.

La parálisis del tiempo infeliz condena a tragar el pringoso hilo de su bilis, la aciaga saciedad del mal.

Cuando la adversidad domina nuestro interior, su poder atora los músculos y sus estribaciones, las vísceras y sus intervalos. Ser presa de un posible mal interminable equivale a padecer, fibra a fibra, un apresamiento de hierros y plomos, masas o grumos que, desde el origen, los niños perciben en el áspero sabor del aburrimiento.

De esa materia tediosa, anticipo de la muerte por asfixia, parecía hecho el fenómeno aeronáutico que procedía a exterminarnos en el vuelo desde Tenerife Norte a la Terminal 4. Pero la ausencia de señales de alarma confirmaba, aún más terriblemente, la magnitud de la amenaza que, progresivamente incrementaba su intensidad tanto como su invisibilidad. Invisibilidad propia de los cataclismos verdaderos que nos hacen perecer o desaparecer sin dejar huella. Devastaciones extremas sin testigo capaz de reproducir el antes y el después del exterminio.

Sólo, sin opción a lograr la menor conciencia del grupo puesto que todos probablemente se hallaban perdidos en una fase ulterior, me vi obligado a acelerar vertiginosamente la mente. ¿Resultado? La mente corrió sin destino, ávida y despavorida, enloquecida en su fuga tal como el insecto que detecta la máxima determinación de acabar con él. En esta peripecia, además, parecía posible un filo iridiscente o la veloz desarticulación del impasse. Porque ¿morir paralizado? ¿ahogado en la ciénaga de minutos agigantados hasta la monstruosidad?

A mi lado, muchos dormían, otro completaba un sudoku, la señora ojeaba Donna y, entre el desentendimiento general, dos jóvenes se carcajeaban ante un par de Mahous.

Indudablemente cualquiera de ellos se hallaba con el reloj biológico neutralizado, narcotizado o desconectado. Más debajo de su ánimo temporal, como base emocional lucía sin duda un elemento clave nacido de la azarosa combinación entre su notoria pérdida de sentido y el abandono a la generalidad. Este elemento clave, de color plata, se llama simplemente “distracción”.

La distracción nos protege o nos libra del asedio porque mientras el asedio trata de cegar los caminos neuronales y provocar la peste interior, la distracción brinda oxígeno al corazón y lo expande hacia una física teórica de la que ha desaparecido tanto la cronología como el reloj. Un ámbito donde no morimos materialmente puesto que no estamos viéndonos y, en consecuencia, al no observarnos, no podemos “contarnos”.

La pérdida del autorrelato nos permite ensayar la inmortalidad tanto como las obras siguen y siguen en tanto no termine su argumento. Si bien, como es sabido, el extravío sólo se disfruta cuando ya no existe consciencia de él. Se trataba, en este caso, de llegar a la T4 sin haber seguido la senda del tiempo o el espacio. Llegar sin intervalo espacial o temporal. Pasar de una circunstancia a otra sin la gravedad de verse coaccionado a vivir y siendo “la distracción” la liberación biológica y temporal por excelencia. El gozo de pasar sin el peso del peaje, el lujo de la traslación sin el impuesto del tiempo.

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25 de septiembre de 2006
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Cuentos chinos

Cada vez son más frecuentes las novelas que utilizan material autobiográfico en lugar de construir mundos del todo ficticios. No tengo nada en contra, siempre que el círculo mágico que construye la lengua literaria tenga vida independiente. Me gusta el género menor, a veces en fragmentos desechados por los escritores, en sus cartas, en algún informe rescatado de la papelera, hay tanto arte literario como en una novela de quinientas páginas.

La incompleta Suite francesa de Irene Nemirovski, abandonada en una caja de zapatos durante cuarenta años, habría sido (¿es?) la mejor novela francesa sobre la guerra. Las cartas de Valle Inclán recientemente editadas por el profesor Hormigón son un Valle Inclán de gran calidad. Los informes de lectura que Gabriel Ferrater escribió mercenariamente para Seix Barral forman parte inexcusable de su producción poética y así fueron editados por la editorial Cuaderns Crema para placer de los aficionados.

Es posible que la trivialidad de la experiencia moderna sea lo que permite un trabajo tan refinado y artístico en las novelas. Cuando ese refinamiento falta, se nota. Así le sucedió a Martin Amis en el libro de recuerdos sobre su padre, Experiencia. A pesar de que Kingsley Amis era un tipo espléndido, las relaciones de Martin con su padre no tenían suficiente originalidad como para justificar un relato que aparecía como “novela”. Consciente de ello, le añadió dos rocambolescas historias, la primera sobre una prima secuestrada y asesinada por un célebre psicópata, y la segunda sobre la hija natural del autor. El resultado es divertido, pero deforme: un documento interesante y de escaso valor literario. Tiene la necesaria vulgaridad, pero le falta trabajo artístico.

Por el contrario, una vida original, única, asombrosa, exige dejar de lado las ambiciones literarias y narrar con la mayor simplicidad. Caso notable el de David Kidd, cuyos recuerdos se han publicado con el título de Historias de Pekín (Libros del Asteroide). En 1946 este caballero llegó a la capital china para ampliar sus estudios de sinología. En una estupenda escena cuenta cómo, al poco de llegar, conoció a su futura mujer, Aimee Yu, sin saber que pertenecía al núcleo más restringido de la aristocracia de la Ciudad Prohibida.

Tras la boda y durante cuatro años, antes de que los comunistas se afianzaran en el poder e impusieran un régimen de terror, Kidd vivió en el palacio de su suegro, cabeza visible de la Justicia en el laberinto imperial, personaje de la más alta nobleza y extremadamente acaudalado. Con mucha gracia y ese desparpajo de los anglosajones cuando cuentan sucesos inverosímiles, Kidd vivió como un personaje de Lady Murasaki: desayunaba en el pabellón de las mariposas ebrias y se fumaba un cigarro en la puerta de los sonidos sedosos, por así decirlo. De vez en cuando, como en un cameo, aparecía William Empson whisky en ristre.

Sólo con la mayor simplicidad puede narrarse la extinción de los incensarios que habían ardido durante quinientos años sin interrupción, pérdida inmensa porque al enfriarse la aleación de bronce y polvo de rubí el instrumento perdía irreparablemente su sensacional coloración y dejaba de ser una pieza única e irrepetible. Esta metáfora sobre la extinción de una sociedad con cuatro mil años de antigüedad tiene fuerza precisamente porque no es “literaria”, sino experiencial.

Si Kidd hubiera escrito sus recuerdos con un esfuerzo estilístico añadido, habría resultado insoportable. Una vida tan extraña en un mundo tan imposible no permite el ejercicio artístico. Algunos episodios, como el último baile de disfraces en el vastísimo parque del palacio, escena analógica al crepúsculo de los dioses, parecerían fruto del delirio alcohólico. Sólo la sobriedad del narrador permite creerlos.

Los muy antiguos maestros tenían sobre nosotros esa ventaja: podían hacer literatura hablando con absoluta naturalidad de vidas inverosímiles. La de Sísifo, la de Orestes, la de Jesucristo, la de Merlín, la de San Julián el hospitalario, la del profeta Elías arrebatado por un carro de fuego.

Jugaban con ventaja. Las vidas privadas carecían entonces de la menor importancia. A todo el mundo le importaban un bledo. Nosotros, los modernos, hemos hecho de la trivialidad cotidiana nuestra épica. Hay que echarle mucho arte para tenga algún sabor.

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25 de septiembre de 2006
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Los herederos

En cierta ocasión, un medievalista balear me dijo que las lenguas se hablan según quien mande. Los que antes mandaban en Cataluña hablaban castellano y todo el mundo tenía que hablar en castellano. Ahora los dueños de la región hablan en catalán, de modo que todo el mundo ha de hablar en catalán. La lengua oficial es la lengua del amo. Así lo creo yo también. No hay tal cosa como un conflicto lingüístico: se trata de dejar bien claro quién manda aquí.

Un concejal del ayuntamiento de Barcelona, un tal Portabella, ultra nacionalista del partido de Carod Rovira, ha manifestado que el próximo domingo no asistirá al pregón de las fiestas de la Merced, patrona de Barcelona. La razón de semejante grosería es que la pregonera, la simpática Elvira Lindo, pregonará en castellano.

No me cabe la menor duda de que si el pregonero hubiera sido subsahariano y hubiese pregonado en suahili, el concejal Portabella habría aplaudido hasta hacerse sangre y derramado gordas lágrimas de emoción. El concejal Portabella cree que no es xenófobo.

La xenofobia de los ultras catalanes es gravitacional e inversamente proporcional a la distancia. Cuánto más lejano el lugar de origen del interfecto, menos rechazo les produce. Aman a los indígenas de Nueva Zelanda, a los chinos, a los chechenos. Sin embargo, a medida que nos vamos acercando, ya aman menos: a los turcos, a los bereberes, a los marroquíes. Y les disgustan profundamente los próximos: los de Cádiz (Elvira), los de Córdoba (Montilla), los de Madrid (todos los españoles que no piensen como ellos).

Sin embargo, el odio sulfúrico, lo que les provoca unas urticarias dolorosísimas que deben rascarse con cepillo de púas, son los ciudadanos que viven en Cataluña y se niegan a aceptar las imposiciones de los amos. Estos, los que hablan en castellano en la sagrada tierra catalana, o sea un 70% de la población, les provocan un profundo asco y mandan a sus muchachuelos a reventar aquellos actos en los que participan.

A Elvira Lindo la han pillado a media distancia; finalmente, Cádiz está en el otro extremo de España, es un poco ya África para ellos y creo que la dejarán pregonar en castellano sin demasiados problemas, aunque nunca se sabe. Lo que jamás sucederá es que un vecino de Barcelona pregone en castellano, eso sí que no. Este es el auténtico judío, el negro verdadero, el moro concreto del racismo catalán.

Es lógico. Podría producirse una confusión sobre la herencia: alguien podría dar por supuesto que esa gente tiene algún derecho a la misma, aunque no hable la lengua del amo.

Portabella y los suyos no están dispuestos a que nadie se les lleve ni siquiera el aparato de televisión. Y mira que está viejo.

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22 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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