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NAVIDADES BLANCAS Y NEGRAS

No suelo discrepar con Vicente Verdú. Incluso cuando lo que escribe está muy lejos de lo que yo pienso o siento, descubro que me hace reflexionar sobre mis certidumbres que, la verdad, no son demasiadas. Le sigo con interés hace muchos años y siempre me parece placentero un encuentro con él y sus circunstancias. Sin embargo, lo que publicó el miércoles en su blog, ese enfado sin fisuras con “el calvo” de la lotería, contra su anuncio, sus creadores, su estética y lo que Verdú parece interpretar como ética del anuncio me desconcertaron por estar yo en las antípodas de su pensamiento, su interpretación y su aplauso a los censores del “calvo”. Me explicaré, al menos para intentar que Verdú entienda mis desacuerdos, y no porque pretenda o crea ni tener razón, ni convencer a un experto en mensajes y estética como es mi admirado Vicente Verdú.

Desde luego ninguna lotería, ni siquiera la de Navidad, es un juego de niños. La lotería es un juego de mayores que apasionó, y creo que sigue apasionando, a los adolescentes que quieren hacerse mayores, que quieren participar en ese sueño del dinero caído del cielo.  En esa trampa, en esa ilusión caímos desde el primer día que nos regalaron una participación de Navidad. La continuamos el día que nosotros compramos por primera vez un décimo, una participación. Y se fijó en nosotros el primer año que nos entretuvimos mirando, escuchando o viendo el sorteo del “gordo”.

Ya no éramos tan niños. Éramos aquellos adolescentes que empezaban a descreer en tantas cosas, en ritos, músicas, villancicos y zambombas pero que sustituimos las creencias religiosas por otras más paganas como jugar a la lotería. También fue cuando empezamos a jugar al “Monopoly”. Dejamos de creer en los portales y comenzamos a creer en el dinero. Nada que ver con el trabajo. Eran años de adolescencia, con las televisiones en blanco y negro, con la reposición de todos los años de Qué bello es vivir, con las canciones navideñas cantadas en inglés y negro por Louis Amstrong o en inglés y blanco por Bing Crosby. Y esa estética, más o menos desdibujada por el tiempo, se me volvió a aparecer cuando hace unos años me tropecé con la imagen del calvo. Cuando nuestras televisiones  ya estaban a punto de ser planas y, desde luego, cargadas de los colores a veces tan insoportablemente kitsch como los de la retransmisión de las campanadas de la Puerta del Sol, con alguna cargante pareja intentando parecer felices y graciosos, la imagen del calvo me acercó a la nostalgia de las navidades del pasado. Y las navidades son nostalgia o no son. La nostalgia ya no será la que fue pero si todavía se mantiene la Navidad es por la supervivencia de lo nostálgico. El calvo, con su misterio, con su indefinición de edad, nacionalidad, idioma e incluso vestimenta -aunque quizá un poco toque entre Hugo Boss y Armani- me recordaba a un personaje que podía venir del mundo de Frank Capra. Podía ser un elegante dependiente de ilusiones de una película navideña, en aquellos tiempos en que lo cursi tenía un estilo.

Sustituir al “calvo” en Navidad es un error. Lo es desde la estética y, según veo en un estudio sobre los rendimientos y la credibilidad del anuncio y su eficacia, también será un error desde el negocio de las loterías. De lo primero estoy casi convencido. Ya me han contado en qué consiste el anuncio que sustituirá al del calvo. Y desde luego no está cerca de esa rara presencia en una historia en blanco y negro con un calvo que podía haber sido un niño de Dickens salvado de la pobreza porque le ha debido tocar la fortuna. Y lo segundo, lo de la rentabilidad del calvo para la lotería, es decir, para el Estado, ya lo comprobaremos cuando comience la campaña con toda su intensidad.
Espero que no estemos volviendo a la estética de las muñecas del portal, ni al lujo del cava con estrella que parece anunciar unos grandes almacenes, ni a las nostalgias con vuelta a casa y abuelitos bondadosos. El calvo era otra cosa. Tenía ese poco de misterio que deben conservar los cuentos de Navidad. No  los mejores, esos son demasiado crueles. Y además tenía la música de El Doctor Zhivago, con esa nieve tan de Segovia pero que nos engañó, de eso se trata, como si estuviéramos en las estepas rusas de los convulsos años de la revolución. Y el doctor Zhivago nos caía bien, pero Lara, Julie Christie... ese ya es otro tema.

En fin, que vuelva el calvo. O como mínimo que me toque la lotería.

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20 de octubre de 2006
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De los dibujos que más me animan

Hay ciertas formas de la gratitud que solo pueden provenir de la infancia, cuando todo lo que se nos daba era gratuito, en su acepción de derivado de la gracia. Una gracia a la que no costaba nada asociar con lo divino porque era inefable: se nos daba porque sí, por el simple hecho de que existíamos. Las gratitudes adquiridas entonces son, pues, las más fuertes, las más maravillosas; y por eso duran tanto como nuestras vidas, en cuyo trayecto nos acompañan, inalteradas. La gratitud hacia nuestros padres, hacia la Navidad. La gratitud hacia ciertos sabores, hacia ciertos juegos. Y la gratitud hacia ciertos dibujos animados –y por extensión hacia sus creadores.

Ayer volví a ver un documental sobre Chuck Jones que pasaba el canal de cable Film & Arts. Jones es el responsable de los dibujitos de la Edad de Oro de la Warner: Bugs Bunny, Daffy Duck (o el pato Lucas, como se le dice aquí), Tweety & Silvestre, el Correcaminos, Pepé Le Pew… En el documental (cuyo título se me escapa, porque siempre lo agarro empezado), los que rinden homenaje a Jones son algunos de los próceres del espectáculo de hoy, desde Steven Spielberg hasta Matt Groening (el creador de Los Simpson), pasando por John Lasseter, uno de los responsables de Pixar, el estudio de animación que resulta heredero natural de aquella tradición. El documental sería una delicia tan solo porque incluye infinidad de fragmentos de aquellos cortos animados, incluyendo los celebrados One Froggy Evening, What’s Opera, Doc? y The Dot and the Line. Pero además es una gran oportunidad de ver y oír al mismo Jones, que murió en 2002, y también a sus colaboradores en el engañosamente sencillo trabajo de producir dibujos animados que nunca están lejos de la genialidad.

Yo sé que, viva cuanto viva, aquellos dibujitos de la Warner seguirán produciéndome la misma sonrisa, aun cuando los haya visto ya miles de veces. La melodía que los abría y cerraba me pone de buen talante la oiga donde la oiga, al igual que la cancioncita de presentación del Correcaminos. Les debo buena porción de mi sentido del humor, de mi disfrute del absurdo, de mi educación musical y hasta de mi ética, porque me enseñaron a poner distancia de los aparentes protagonistas y a compadecerme de los supuestos villanos: después de todo el Coyote y Silvestre no pretenden otra cosa que no sea comer, y reciben en su afán una crueldad inmerecida. Les debo la Marca Acme, tan ubicua. Les debo mi tendencia a imitar voces. (Durante décadas, mi capacidad de reproducir el bip bip del Correcaminos se contó entre las habilidades que me ponían más orgulloso.) Por hache o por be, siempre encuentro alguna excusa para mencionar a estos personajes en mis novelas: pasó en Kamchatka, pasa en La batalla del calentamiento. Ahora que lo pienso, me pregunto si el recurso al latín que forma parte de La batalla no es consecuencia, de algún modo, de aquel truco habitual en el Correcaminos de congelar en el aire a los protagonistas para presentar su denominación científica; si yo apareciese alguna vez en esos cortos, mi denominación sería sin duda Warneribus fanaticus.

Sé que mi devoción es justificada, no sólo porque Spielberg & Co le hacen coro sino porque basta volver a ver aquellos dibujos para percibir que no envejecieron nada. Siguen siendo el rasero para todo lo que vino desde entonces: en sus mejores momentos, la animación del último medio siglo llega a la altura de aquellos clásicos de la Warner –pero sin superarla nunca, tan condenada a fracasar en el instante final como el Coyote a despeñarse por enésima vez.

  Al ver el homenaje a Jones hice una nota mental para comprar la colección de aquellos dibujitos en DVD, con la intención de tenerlos siempre a mano, por cierto, pero también para ubicarlos donde deben estar: entre las películas de Welles y de Kurosawa, entre los films de Coppola y los de Miyazaki, entre las obras imperecederas, las que uno arrastraría consigo a una isla desierta. La gratitud que tengo por Jones, y que le tendré siempre, deriva en parte de su gratuidad: porque podría no haber estado pero estuvo, e hizo de mi vida algo infinitamente más gozoso de lo que habría sido en su ausencia.

El documental incluía un fragmento del Correcaminos que yo no había visto nunca. De repente la cámara se aleja del desierto, revelando que lo que contemplábamos era un dibujo animado en un televisor; y al seguir alejándose descubre a los dos niños que miraban la pantalla, disfrazados para jugar y sentados sobre el suelo. Uno de ellos comenta que el pobre Coyote le da pena, que lo justo sería que alguna vez atrapase al Correcaminos. A lo que el otro comenta que si lo atrapase, se acabarían sus dibujos animados. Por lo cual, querido Coyote, los niños perennes de este mundo te pedimos disculpas. Si ese es el precio para que sus cartoons no se acaben nunca, todos le deseamos nuevas, infinitas caídas al vacío y también flamantes –y siempre defectuosos- productos marca Acme.

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20 de octubre de 2006
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Costumbrismo ontológico

Tremenda fatiga. Llego al hotel a las diez de la noche, tiro los trastos y salgo en busca de algún alimento, cualquier cosa, lo que sea, fideos, donuts, esturión al ajillo, me da lo mismo. No he comido nada desde las ocho de la mañana. Entro casi sin mirar en la primera puerta que encuentro, la Cafetería Bar Iberia Salón Comedor y me asalta una emoción intensa, adolescente.

Suelo de losa verde, apoyadero de mármol plástico imitación jade chino hasta media altura, el resto gris rata, apliques de latón con tulipas translúcidas floreadas, percheros de bola, manteles de papel a cuadros marrones, un aparador lleno de flanes de huevo y periódicos viejos. En la tele retransmiten el partido Real Madrid vs. Steaua de Bucarest. Tomo asiento.

Se acerca un camarero cojo vestido de mandilón con lamparones y chaleco blanco al que falta un botón. Pido dos primeros, ¿es posible?, (no contesta), lentejas y patata con carne, dos clásicos de cuando estudiaba y el mundo iba a ser mucho mejor y lo íbamos a conseguir nosotros. Se va tic toc tic toc.

Un escalofrío de voluptuosidad me recorre el espinazo. Estoy a punto de pedir tinto El Sotillo con La Casera, como mi vecino de mesa, un hombre sin barbilla y nariz pontifical, pero me contengo. En el salón comedor Iberia sólo hay hombres y el más joven tendrá sobre los cincuenta y siete. “¿Y beber?”, dice. Ha vuelto como un aparecido. Me pido una cerveza, pero que no esté muy fría, por favor, hoy he caminado bajo la lluvia y estoy temblando. El cojo me mira con una sabiduría secular, abismal, paleolítica y me trae una cerveza helada. Tiene razón. ¿Cómo se me ocurre pedir estas tonterías?

Cuando el Madrid marca su cuarto gol, todos los comensales dicen: “gol” con una voz neutra, sin expresión, minimalista, como si saludaran a un colega que acaba de entrar, pero todos al mismo tiempo, con una exquisita articulación a capella. Uno de ellos, solista, añade para sí mirando al plato y pinchando una albóndiga: “Muy bonito. Mu-y bo-nito”.

El cojo se acerca a un caballero rebozado en chándal amarillo limón, pelo rapado y gafas culo de vaso y le pregunta con rotunda seriedad: “¿Hace el segundo, guapo?”. El del chándal asiente de mala gana y sorbe la coca-cola de su vaso de tubo. “¿Qué era, el codillo?”. El del chándal levanta la cabeza como si le hubiera picado un áspid y se le queda mirando al camarero de hito en hito y con expresión indignada: “¿Voy yo a comer esa mariconada?”. Y luego, con un gesto de infinita paciencia y venga-ya-que-no-me-molestes-más-en-toda-tu-puta-vida grita: “¡Tráeme el chicharro, no me fastidies!”.

Estos lugares conservan la belleza infinita de una sociedad sana, digna, señorial, inasequible al diseño y en donde los restaurantes son como han de ser y como eran en tiempos de Mesonero Romanos. Ocho euros treinta.

Al salir me cruzo con un punto de enorme caja torácica, coleta, patillas a lo Machaquito, collares de oro y un palillo en la boca. Avanza despacio, no sin cierto contoneo bien estudiado. Al fondo se oye: “¡Cuidao las carteras, que llega el Carota!”. El Carota avanza como un buque oxidado, aún valiente, aún marinero, capaz de cruzarse el Atlántico aunque sea a remo, y sonríe con inmensa satisfacción.

Regreso al hotel totalmente reconciliado con el mundo y con la Creación en general.

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20 de octubre de 2006
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Un mundo sin bebés

Antes, las películas de ciencia ficción tenían escenarios sofisticados. La gente vestía trajes elásticos como de neopreno y circulaba en vehículos voladores. Los edificios se superponían elefantiásicamente unos a otros. Todo el mundo usaba máquinas constantemente, para lavarse los dientes, controlar el tráfico o disparar a los alienígenas. Hoy en día, en cambio, los escenarios de ciencia ficción son las calles actuales tal cual están. Al parecer, en algún momento llegó el futuro, y ahora vivimos instalados en él. Acomódense. Esto era.

Al menos eso sugería el director Michael Winterbottom en Código 46, y ahora, eso es lo que se trae Alfonso Cuarón en su nueva entrega: Hijos de los hombres. Ambas películas están rodadas en lugares sin exceso de maquillaje, tal y como son. Ambas ponen de manifiesto el muro global entre ricos y pobres, cuyas manifestaciones son cada día más físicas y tangibles. Ambas hablan de la preocupación del ser humano por reproducirse. Y ambas, de más está decirlo, presentan un panorama más bien negro al respecto. Pero por si te aburre la filosofía, Hijos de los hombres añade al tema una buena dosis de tanques, fusiles, guerrilleros y campos de concentración para mantener atentos hasta a los fans de Silvester Stallone.

Y es que Cuarón –que por lo visto es capaz de salir bien parado de cualquier género, sea la fantasía de Harry Potter o el realismo cachondo de Y tú mamá también- ahora luce sus talentos en una fábula de ciencia ficción, cuyo mayor valor, como ha sido siempre, no es predecir el futuro sino observar con lucidez el presente. Y la pregunta que plantea es bastante significativa: “Si no somos capaces de convivir sin asesinarnos ¿Para qué queremos reproducirnos? ¿Qué futuro tiene nuestra especie en manos de sí misma?”. Porque, si en algo concuerdan los últimos ejemplos literarios y cinematográficos de ciencia ficción es en que el villano ya no viene de otro planeta –como los marcianos o los klingon-, ni siquiera ha sido construido por el ser humano –como los replicantes o la bomba atómica-. No. Ahora los malos somos nosotros, igual de desnudos y escuetos que los escenarios, sin más armas que nuestra proverbial ceguera y algún que otro obsoleto AKM.

Lo fácil era llevar esta historia por los derroteros convencionales: unos rebeldes buenos quieren huir del estado malo para salvar al último bebé del planeta. El protagonista se enamora de la madre y juntos refundan la humanidad. Pues bien, Cuarón –y el autor de la novela original, P.D. James- optan por contradecir todos y cada uno de los modelos posibles: el estado es bastante malo pero los guerrilleros son casi peores, el protagonista pasa de todo y acaba metido en este embrollo de pura mala suerte, y la madre del bebé detesta a ese tipo desde que lo ve por primera vez. No contaré el final, que no es precisamente triste, pero diré que tampoco es un lecho de rosas.

Al hacerlo así, Cuarón retrata uno de los aspectos más importantes del presente: la confusión moral de nuestro tiempo. Antes, en esa época en que los personajes del futuro usaban los trajes de plástico, el mundo estaba dividido en dos y todos sabían, según en qué mitad vivieran, quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos: quiénes usarían los paneles solares y quiénes andarían por sus ciudades con máscaras de oxígeno. Hoy en día, se nos ha descuajeringado la estructura moral. En el dodecaedro ético del siglo XXI suele haber malos y peores, y nosotros mismos no tenemos claro de qué lado estamos. Si el cine debe ofrecernos un mundo que parece más real que el nuestro, Hijos de los hombres no solo lo logra, sino que construye un espejo deformante de nuestra propia desidia, de los fallos con que nuestro mundo se precipita torpemente hacia el abismo.

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20 de octubre de 2006
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PERVERSIÓN O ESPECULACIÓN

Las periferias fueron el espacio preferido por los urbanistas y arquitectos de hace algunos años. Leían en su desorden y su descontrol, en su caos y su negligencia, signos auténticos de nuestro tiempo.

La ciudad se generaba en esos territorios siguiendo el dictado del accidente. No había plan que preconcibiera el rostro de la ciudad y su caracterización nacía de la sucesiva adición de circunstancias. La imprevisibilidad sustituía a la ordenada previsión, el movimiento orgánico al mecanicismo, la biología a la física.

Todo encajaba con los paradigmas posmodernistas que saltaban sobre la geometría de la razón para producir una postrazón o geometría emocionada. Y se hacían coherentes con la clase de conocimiento imperante en la filosofía o en la ciencia, en la psicosociología y en la filosofía de la ciencia.

El caos, la catástrofe resultante, daba pie a la contemplación de la “belleza convulsa” que proclamaban las vanguardias surrealistas. La ciudad se hacía a sí misma con el espontáneo comportamiento de un tejido celular. El urbanismo decimonónico y su ilustración expiraban en manos de un postmodernismo imprevisible, improvisador y tan bárbaro como orgánico. Rem Koolhaas, el arquitecto más admirado y premiado, había descrito el fenómeno del desorden de nuestras ciudades como la eximia creación de la especulación. El especulador tomaba en sus manos la función del urbanizador y marcaba la ocupación del territorio a través de una patología inmoral convertida en la identidad creadora de nuestro tiempo.

De esa visión urbana o posturbana, posturbana o transurbana, se nutren las actuales periferias de España en un grado superlativo. O mejor sería decir: así se gestan los nuevos ensanches de las ciudades, pueblos y aldeas de España. No importa en qué dirección se viaje ni en qué contemplación se detenga la vista,  las ciudades se dilatan  través de porciones desalineadas o no que, siendo en su mayoría viviendas adosadas, reptan por valles y colinas, coronan las lomas y prosiguen su proliferación al otro lado de los sotos hasta un horizonte sin definición.

No hay centro ni línea de referencia, tampoco una estampa mágica que opere como escenario de la atracción. El movimiento avanza sin búsqueda de un destino porque las construcciones no se dirigen hacia ninguna meta determinada. Van uniéndose o abrochándose entre sí bajo la compulsión de  aproximarse a una distancia crítica de imantación, compañía o protección. La orientación que adquiere el conjunto pudo deberse originariamente a la relevancia de un panorama, el paisaje de unas lomas o la presencia del mar, pero más tarde la mancha urbana se extiende como un cuerpo sin cabeza, sin más ley que la ocupación del territorio y la conexión decapitada con la masa anterior.

En lugares costeros como Torrevieja y tantas otras poblaciones del litoral, las urbanizaciones más recientes no miran al mar, miran a las anteriores urbanizaciones que miraron a las anteriores urbanizaciones que miraron a las anteriores urbanizaciones que llegaron a avistar lejanamente la orilla.  La consecuencia final de su delirio desemboca en conjuntos distanciados absolutamente de la costa imaginaria y girando ya  su orientación a la carretera porque en la tesitura de no ver prácticamente nada diferente a otras viviendas idénticas se prefiere ver a los coches pasar.

De esta aberración son partícipes millones de metros cuadrados construidos y centenares de miles de viviendas, primarias o secundarias. La especulación inmobiliaria ha forjado esta clase de estructura habitacional autoreferente (“especular”o “especulativa”) y, en consecuencia, no puede entenderse nada si se observa desde el exterior. La inexplicable locura de la formidable demanda de adosados emplazados en lugares inhóspitos y sin ninguna gratificación aparente en su entorno debe ser superada por la lógica interna de esa construcción alienante y ciega: alienada, alineada a otras construcciones y cuya legitimación se encuentra en el protocolo de la compulsión, en el engranaje de la neurosis, en la patología auténtica del urbanismo que dirige y otorga significado a la ataraxia de la máxima especulación.

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20 de octubre de 2006
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A la cárcel con “Madonna”

Imagino que las imágenes habrán dado la vuelta al mundo. La celebración del 17 de octubre, fecha magna del peronismo que recuerda la pueblada de 1945, se convirtió en una fiesta de la violencia. La jornada que culminaría con el traslado de los restos de Perón a una casaquinta de San Vicente culminó, en cambio, en trifulcas a palo y tiro limpio, con medio centenar de heridos entre los que no hubo muertos tan solo por casualidad. Se los puedo jurar: ver en vivo las imágenes que mostraban a estos energúmenos apaleando literalmente a un hombre caído fue una de las experiencias más horrendas de mi vida; no existe impotencia más terrible que la de presenciar un horror y no tener forma de ponerle fin. 

Lo que ocurrió fue expresión de un fenómeno complejísimo, con infinidad de lecturas posibles. Tiene que ver con una práctica política que muchos desearíamos ver terminada, pero que sigue vigente en este país: el manejo del poder mediante lo que aquí llamamos patotas, grupos de choque conformados por muchachones desocupados a los que punteros políticos, diputados, senadores, intendentes y gobernadores utilizan en sus mítines proselitistas y como fuerza de presión, entregándoles a cambio algo de dinero, el cargo de “asesores” u otra serie de prebendas. (Pocos días atrás, el recurso a las patotas se hizo evidente también en el conflicto que estalló en el Hospital Francés). Aquí suele decirse que el peronismo es la única fuerza en condiciones de gobernar el país, utilizando como ejemplo el triste destino de los gobiernos extraperonistas de los últimos treinta años. Habría que decir, en todo caso, que parte de la responsabilidad de la caída de esos gobiernos se debe, más allá del dato indiscutible de su propia inoperancia, al accionar de estas patotas manejadas por caciques peronistas. La batalla campal del 17 reavivó un dilema del que el presidente Kirchner es consciente: ¿se puede gobernar democráticamente a caballo de una fuerza política con tendencia al matonismo, al accionar mafioso? O para ponerlo de otra forma: ¿se puede redimir al peronismo desde adentro, o no existe otra salida que la de crear una nueva fuerza política progresista –con todo el tiempo y el esfuerzo que esto requeriría en una Argentina que no terminó de salir de su crisis terminal? (El quid de la cuestión es, en el fondo: ¿saldrá alguna vez de esta crisis si no genera una fuerza política progresista que esté libre de los vicios del peronismo?).

También hubo aquí algo del culto a la muerte al que somos tan afectos. (Tomas Eloy Martínez ha escrito algunas páginas maravillosas sobre el asunto). No es posible olvidar que el cadáver al que se trasladó el 17 es uno al que le faltan las manos, que fueron cortadas y robadas hace años y que nunca volvieron a aparecer.

En la superficie, la gresca se inició como parte de una disputa entre gremios. (Todos formalmente peronistas, por cierto). Lo que espanta es la facilidad con que esta gente acude a la violencia para dirimir sus asuntos. Y la naturalidad con que sus líderes políticos justifican este accionar. Por cierto, qué decir entonces de sus abogados. Daniel Llermanos pidió ayer que se eximiese de prisión al sindicalista camionero Emilio Madonna Quiroz, a quien las cámaras de TV registraron en primer plano disparando a quemarropa con su pistola, con el argumento de que había sufrido “un ataque de nervios”. Hasta donde entiendo, cuando uno tiene un ataque de nervios se arranca los pelos, rompe platos o toma pastillas, todo lo cual ya es en sí mismo inexcusable. Pero vaciar un cargador entero debería entrar en otra categoría, presumo yo. El abogado Llermanos pretende que Quiroz no quiso herir a nadie, dado que disparó contra un portón. Lo que se cuidó de aclarar fue que detrás de ese portón estaban los sindicalistas de otro gremio, que con lógica infantil pretendían impedir el acceso de los camioneros. Si Madonna no mató a nadie fue porque le pegó a la pared o porque el portón era demasiado grueso, y no precisamente porque, como también se alegó por ahí, Quiroz estaba tratando de “reestablecer el orden”. En todo caso, si uno quisiese reestablecer el orden a lo cowboy dispararía al cielo, y Quiroz disparó con saña hacia sus adversarios.

Está claro que necesitamos de la justicia humana, lo cual supone que también necesitamos a los abogados. Pero argumentos como los de Llermanos son los que cargan de humor al viejo chiste sobre los abogados en el océano. Supongo que lo conocen. Es ese que pregunta cómo se le dice a cuarenta abogados en el fondo del mar.

Se le dice un buen comienzo.

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19 de octubre de 2006
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ESPERANDO A «BORGES»

El acontecimiento del año, no solo en Argentina, será la publicación (por la editorial Destino) del libro de Adolfo Bioy Casares sobre su amistad y convivencia profesional con Jorge Borges. Ñ, el suplemento cultural del diario argentino Clarín, dedica cuatro entregas que adelantan el contenido de este enorme libro titulado Borges. Lo pinta como un evento mayor para el conocimiento de la vida literaria. Juzgando por lo que leí hasta ahora, así es, no hay duda. Lo que se presenta como un diario de Bioy abarca cuatro décadas desde 1947.

Clarín se preguntó si era un libro para pocos, solamente para los que sepan de la literatura y de las dos figuras bonaerenses. No lo creo. La verdad es que me reí a carcajadas con las entregas. Los dos amigos son unas bestias de maldad para machacar a otros autores. Dicho y hecho. Lo voy a demostrar con un extracto, un caso de celos compartido con juegos de palabras de adolescentes (es un pequeño robo, sí, pero como dará provecho a los lectores potenciales lo llamamos promoción para la editorial Destino).

Fecha: 25 de octubre de 1956
Cita: "Borges me dice: «le dieron el premio Nobel a Juan Ramón Jiménez». BIOY: «Qué verguenza». BORGES: «… para Estocolmo. Primero a Gabriela, ahora a Juan Ramón. Son mejores para inventar la dinamita que para dar premios». BIOY: «De cualquier modo, Juan Ramón es mucho mejor que Gabriela Mistral. Los malos poemas de Juan Ramón son malos; pero los mejores son bastante buenos. Gabriela Mistral no ha escrito ningún poema bastante bueno. ¿Te acuerdas del artículo que íbamos a escribir sobre Juan Ramón? Tendría unas erratas: en una línea el nombre aparecería como Juan Jabón, en otra como Juan Jamón, en otra como Juan Ratón. Al final, se desenmascaraba la conspiración y, en la última línea, de desagravio, se lo llamaba Juan Jarrón»".

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19 de octubre de 2006
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The city

La exactitud de aquel verso de Josep Carner, “Hoy llueve en todas las estaciones de Francia”, dispara la imagen del meteoro a su extremo dramático, allí donde tienen lugar las despedidas, donde comienza la ausencia, donde siempre llueve.

También en Madrid llueve a cántaros. Cuando llueve, el conductor madrileño se lanza a la ocupación del espacio reservado para el paso de vehículos en dirección perpendicular. Al cabo de pocos minutos, todos los automóviles impiden el paso de todos los automóviles. La ciudad se convierte en un río de hierro.

Fantástica superficie de metales mojados que reflejan las inútiles luces de los semáforos y sobre la que parpadean los azules giratorios de las ambulancias, los verdes policiales, los intermitentes anaranjados del autobús, el rojo vivo de los frenos. Alberto Aguilera es un dragón multicolor.

Comienzan entonces los bocinazos dirigidos contra aquellos que ocupan el espacio de la circulación y a quienes responden los que ocupan el otro espacio de la circulación. No hay espacio para la circulación, pero suena como un fortissimo de Bruckner.

El gran concierto de los bocinazos va dirigido a denostar la pésima educación del otro, su egoísmo infantil, su ceguera, aunque en realidad va dirigido contra uno mismo por haber nacido. Y secundariamente, por estar en Madrid.

Es un coro de lamentos desesperados y agrios, como cráneos que percuten contra un muro. Es el llanto de una población acostumbrada a sufrir asedios, persecuciones, crueles destrucciones, y a la que no le gusta alardear de mártir, aunque sí cantarlo a coro.

Habituados a que los problemas no tengan solución, a la angustia de una ciudad aislada en el altiplano, en cuanto se esponja la circulación, con el corazón ligero y un optimismo incorregible, se lanzan a ocupar cualquier espacio libre como habitantes de frontera. Así olvidan de inmediato que los problemas no tienen solución y ya están ideando algunos nuevos. La frontera ha retrocedido un poco, y el círculo sigue intacto.

Admirable ciudad sin memoria negativa, acostumbrada al castigo de los tiranos, de los dictadores, de los espadones y de los Martes de carnaval, pero considerada por buena parte de sus compatriotas como la causa de toda tiranía, dictadura, satrapía o teocracia que caiga sobre el país.

Ellos, sin embargo, indiferentes al llanto de otras ciudades y regiones opulentas y farisaicas, ciudades y regiones que se aprovechan de la inmensa cantidad de violencia, trabajo, agitación y lucha que tiene lugar en la capital, miran al cielo y se lanzan de nuevo con el coche a otra veloz carrera, empujados por el horror de vivir en el centro de un vacío. Así se precipitan hacia otro atasco que les permita respirar, indignarse, imaginar nuevos problemas y reanudar la sinfonía de bocinazos. Su auténtico himno nacional.

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19 de octubre de 2006
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EL HOMBRE MATA

Las noticias de muertes de mujeres a manos de sus parejas se ha convertido en un portentoso signo de identidad nacional, la prueba acumulada de una perversa endemia típicamente española que si conmociona sin cesar a la población nos marca con un ominoso estigma.

Los asesinatos de mujeres por sus parejas masculinas registra, sin embargo, un índice superior en Francia y muy superior en  Finlandia, en Suecia o en Estados Unidos, pero allí no se tiene como el foco obsesivo de la información ni los hombres son contemplados con el proporcional recelo.

Está bien que se llame la atención sobre esta clase de asesinatos pero su magnificación mediática, su ascensión a fenómeno diferencial, aberra la idea que se tiene del país y de sus hombres.

Esta tierra que por legado árabe ha sido muy machista ha girado espectacularmente hacia una corriente de tolerancia general y de igualitarismo entre sexos. En pocos países del mundo se ha decretado la paridad en la composición de los gobiernos o en las listas electorales, en pocos países se ha enfatizado más el paro de las mujeres y su diferencia salarial. En casi ningún país europeo hay más mujeres en la administración, al frente de las direcciones culturales, en los escaños del senado o del parlamento. Para ser un supuesto país machista los hechos no están mal. Pero además, todos los países católico-machistas de Europa, Italia, Polonia o Irlanda son, con España, quienes sufren menos tasa de muertes y agresiones de este tipo.

Pero además, el célebre talante del presidente, la reversión interior española queriendo liberarse de un pasado antimoderno, ha desatado una batería de lasitud y feminidad que choca hasta a los franceses, modelo hasta ahora de desenfados sexuales y feminismo activo. La hiperreacción para ser modernos ha producido las leyes más liberales y ha focalizado la violencia doméstica en la violencia contra la mujer, en sentido simbólico. No ya la violencia contra una u otra esposa o novia, sino, genéricamente, “contra la mujer”, considerada ya como “el porvenir del hombre”.

De esta mitificación se deduce una ideología de genocidio contra la persona de la mujer y un aura de azufre sobre la condición de varón. La escrupulosa atención con la que los medios destacan insaciablemente, fatigablemente, neuróticamente, todos los casos de violencia sobre la mujer debería también emplearse para rastrear en las razones por las que el asesino se suicida, prácticamente siempre. ¿No existirá en el centro de la relación un núcleo delirante? ¿No habría que atender a esa perversa formación y no simplificar hasta la náusea atribuyendo al hombre una inclinación maldita?

De otra parte, ¿cuántos asesinatos de hombres a manos de mujeres se callan o aparecen en letra pequeña, escondidos en el interior del periódico o sepultados entre los vecinos del pueblo? Abordar los casos de asesinatos de hombres por mujeres completaría el cuadro de las relaciones aniquiladoras, como de otra parte ya se hace en otros países y sin este clamor que, de paso, no permite ver el complejo sistema de la violencia doméstica sobre ancianos, sobre discapacitados, sobre niños, etc.

No es el machismo, como simplemente se proclama, el causante decisivo de la agresión sino las exasperaciones y agresividades que desata una relación confinada y enferma. No es la patología del hombre quien mata en primer lugar sino la patología de la relación.

Sin embargo, día a día son hombres –y no mujeres- los asesinos de mujeres. Ellos –nunca ellas-  quienes aparecen destacados en las noticias de la violencia en casa. “El hombre mata”, “Ella muere”. El hombre es el asesino y ella la víctima. ¿No parece demasiado grotesca esta ecuación? ¿Y peligrosamente simple? El hombre mata, como mata el tabaco, como mata la droga, como mata la carretera. El hombre se ha convertido en un mal social. Presunto o confeso. ¿Puede asumirse, en definitiva, este juicio que, de otra parte, abonan diariamente el sensacionalismo de la prensa, la radio y la televisión?

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19 de octubre de 2006
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AUSTER Y ALMODÓVAR, ESA PAREJA FELIZ Y PREMIADA

Las familias felices no tienen historia. En la pareja de Paul Auster y Pedro
Almodóvar  habrá que buscar fisuras, rincones oscuros, tormentos interiores o soledades de la fama para que esta pareja triunfadora tenga historia. Ambos son creadores reconocidos, admirados, millonarios y cosmopolitas que siguen haciendo literatura o cine universal sin haberse tenido que mover de sus barrios. Auster es Brooklyn, Almodóvar es Madrid. Después son otras muchas cosas, pero son dos creadores que han usado y necesitado de su ciudad para su creación. En Auster habrá que sumarle Nueva Jersey, la Universidad de Columbia,  Europa y, por supuesto París. En Almodóvar habrá que recordar La Mancha, Extremadura, el trabajo en Telefónica o la vida en los extrarradios madrileños. Pero en ambos hay una fidelidad al lugar central de sus vidas, a unas cuantas calles, unos  barrios que componen un universo completo y complejo desde el cual se nos cuenta el mundo.

Auster, ya se recordó cuando conocimos la noticia de que le había sido concedido el Premio Príncipe de Asturias, nos llegó desde Asturias. En aquellos años, en los felices ochenta, algunas periferias eran el centro. Y Juan Cueto era nuestro particular avisador de modernidades, de  nuevas literarias y otras mitologías contemporáneas que procedían de un mundo llamado Euyork. Y de ese Euyork ideal imaginado por Cueto venía inaugurando una colección de la editorial Júcar, “Etiqueta rota”, un tal Paul Auster. Así  nos encontramos por primera vez con un atractivo y cercano novelista que parecía caído de Brookyln. Después llegaron  Jerome Charyn, Christopher Frank y otros que eran más o menos jóvenes, muy urbanos, cinéfilos y fieles modelos de ese estilo que deberían tener los ciudadanos euyorkinos.

Algunos sobrevivientes de la movida y sus alrededores queríamos ser ciudadanos de euyork. Auster era el mejor modelo. Su primera novela de la trilogía neoyorkina, La ciudad de cristal, era lo que estábamos buscando en nuestros contemporáneos. Somos tan diferentes de Paul Auster y su mundo, y sin embargo encontrábamos afinidades en sus historias, en su mundo de misterios tan cercanos, en lo negro, en las irrupciones del azar o en la importancia de lo inesperado. Su metrópolis era nuestra metrópolis.

Paul Auster habría podido ser diferente, más cercano a nuestra cultura, al Madrid democrático, pero prefirió Francia. Una española, una querida amiga española y neoyorkina tuvo parte de culpa. Cuando Auster era un joven estudiante de la Universidad de Columbia se apuntó a la clase de francés y se apasionó por Baudelaire, Rimbaud o Verlaine. El azar y el poco caso que le hacía la española que tenía enamorado al joven Auster decidieron su futuro cultural. Todo podría haber sido de otra manera si Isabel García Lorca -sobrina del poeta nacida en el exilio neoyorkino-, una delicada, guapa, rubia y divertida española hubiera aceptado algunas de las propuestas  con las que el joven de Nueva Jersey tiraba los tejos a la sobrina de Federico. Auster habría venido a pasar los veranos a Madrid, Granada, Nerja o Meco. Habría aprendido español, conocido a los poetas del 27, habría admirado a Góngora, incluso a Galdós o a Baroja -como tanto le gustaría a mi amigo el novelista y reescritor de la historia de la literatura española, Rafael Reig, también asturiano.

Incluso, Auster se habría cruzado con Almodóvar, podría haber colaborado en La Luna o en El País. Se habría tomado unas copas en el Cock o habría bailado con las disparatadas canciones de Almodóvar en El Sol de Jardines. Seguramente habrían encontrado muchos argumentos para trabajar juntos en el cine Almodóvar y Auster. Serían amigos y fotografiados por Pérez Mínguez o por Chema Prado. Los dos habrían coincidido con el editor Herralde, que ahora sigue siendo el editor de ambos y el paseante feliz con la pareja que no pudo ser por las calles de Oviedo.

El azar dijo no. Bueno, más que el azar, Isabel García Lorca. No hace mucho me encontré con la amiga de Auster -y para mi fortuna también amiga mía- y me recordó aquellos años lejanos de compañera de clase con Auster. Ni por lo más remoto se le ocurrió pensar que aquel chico de ojos acuosos, aquel agradable y un tanto tímido muchacho de Nueva Jersey, aquel jovencito del que no se conocían habilidades de escritor, se fuera a convertir en uno de los escritores de referencia de los últimos años. Isabel estaba a otras cosas, a sus actuaciones teatrales, sus bailes contemporáneos o al estudio de la compleja mente de los seres humanos. Muchos años después, más o menos treinta años, acudió a una charla abierta que en el Círculo de Bellas Artes de Madrid  mantenían Auster y Herralde. Cuando Isabel se acercó a saludar a Auster con la duda de si sería recordada, el escritor dio muestra de alegría, de conocer y tener muy presente a esa hermosa española que un día le dijo no. Se fueron a cenar en compañía de amigos y con la familia de Auster que celebraba su cumpleaños. Las felicitaciones cantadas corrieron a cargo de la post-adolescente hija de Auster; parece que ya algunos adivinaron que aquella joven que dedicó unas canciones a su padre sería una estrella. Es guapísima canta y actúa. ¿No sería perfecto que Almodóvar, compañero premiado de Auster en Asturias, le diera un papel a la hija de su colega en su próxima película?

Algunas veces el azar tiene músicas que nos pueden resultar muy amables.

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19 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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