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Las guerras de Oriente

Si he de ser sincero, no podría explicar los cambios tan acelerados que se han producido en el arte de la guerra estos últimos dos siglos. A veces uno tiene la impresión de que su degeneración data del derrumbe provocado por la carnicería de la Primera Guerra Mundial, rematado por los alemanes durante la Segunda. Una vez reducidos a escombros todos los principios mantenidos a trancas y barrancas por la sociedad estamental, ya fue imposible recuperarlos, de modo que las campañas militares americanas han sido un desastre desde Vietnam hasta Irak, no por falta de capacidad bélica, sino por crasa ignorancia. Que el conocimiento sea un factor esencial en la guerra, me parece un poco desconcertante.

Como en una película a cámara rápida puede uno retroceder a la colonización británica de oriente medio y a la figura del coronel Lawrence como ejemplo supremo para constatar que todavía quedaban soldados capaces de comprender lo que les separaba y unía con los árabes. Gente que nunca emprendería una acción bélica sin conocer antes intensamente el lugar que iban a pisar y la gente con la que se las iban a tener.

Un poco antes, la cinta nos haría ver a Napoleón en 1798, cuando todavía era Bonaparte, durante la campaña de Egipto, una de las primeras invasiones propiamente coloniales. Tomo los datos de Sudhir Hazareesingh. El joven general viajó acompañado por un séquito de ciento sesenta sabios. En los siguientes seis meses organizó los servicios sanitarios, estableció el correo postal, racionalizó el cobro de impuestos, un grupo de geógrafos estableció la primera cartografía del territorio, sus arqueólogos descubrieron la canalización que unía por vía fluvial el Nilo con el Mar Rojo, obra de Ramsés II, los grabadores y dibujantes prepararon los gigantescos álbumes de bajorrelieves con los que todavía trabajó Degas cuando era estudiante de Bellas Artes, y así sucesivamente.

Por cierto que tuve ocasión de ver esos álbumes en la Bodleian gracias a Jean Seznec. Eran tan grandes y pesados que debían manejarlos dos personas. La belleza de las láminas es indescriptible y la línea no había perdido absolutamente ninguna definición, ni se había atenuado el cromatismo. Según me dijo Seznec, sólo se conocen seis ejemplares localizados en bibliotecas públicas. Es posible que queden otros tantos en colecciones privadas.

A pesar de que Bonaparte no pudo mantener tan benéfico principio durante mucho tiempo, desde su llegada había establecido (y así lo escribió a sus colegas revolucionarios de Toulon) que: “Le militaire qui signe une sentence contre une personne incapable de porter les armes est un lâche”. Ciertamente, éste era el Bonaparte que ganó el corazón de Stendhal, no el Emperador que todo el mundo aborreció y que es uno de los inventores de la guerra totalitaria y las masacres de civiles como la de Jafa.

Me parece escandaloso que en esa raquítica alianza de civilizaciones que se ha inventado el gobierno español, sólo aparezcan recomendaciones como la producción de películas con protagonista árabe positivo y otras majaderías. No sólo se acude a lo más ramplón de la cultura occidental, sino que ese plan preparado por cien talentos está escrito desde una evidente, humillante y estúpida conciencia de superioridad sobre aquellos con los que pretende aliarse.

Ese plan ni siquiera es Disney. Es “Garbancito de la Mancha”, aquel intento de españolizar a Disney desde una corrala.

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20 de noviembre de 2006
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CHICHO Y LOS BURGUESES

Me han aconsejado que no “entre” en las discusiones, los acuerdos o desacuerdos de los “blogueros” ya sean simpáticos, dementes, “ferdydurkianos” o benetianos. Como soy un pequeño burguésilustradoacratoide -mucho más que otros ismos- y un tanto desobediente, pues cambiaré mi intención de hacer mi  lista  y hablaré de Chicho Sánchez Ferlosio y los burguesitos. Ayer no di la cara porque seguí al pie de la letra aquel viejo deseo de Chicho: “hoy no me levanto yo”. Y no me levanté. Sé que otros escriben tumbados. Yo no hago esas cosas.

La verdad es que me gusta esta tribu, esta galería de tipos/as raros que escriben en este sitio. No serán muchos, pero son curiosos. Así, esto no va contra Adela, que me cae muy bien sobre todo por su última confesión y su voluntad de ser imbécil. Otros lo conseguimos sin mucho esfuerzo. Pero sí va contra la idea de Chicho como burgués o pequeño burgués. No lo era. Y ciertamente fue una pena que no lo fuera un poco más. ¿Se imaginan el mundo de la literatura, del pensamiento, de la pintura, el cine sin los burgueses, pequeños o grandes? Simplemente es inimaginable. Quizá en la música, al menos en la música popular, en el folklore y en el rock sí se podría escribir una importante historia sin la presencia de la burguesía. Sin los burgueses no se escribe ni la historia de la revolución. Es decir, sí, que es posible que Chicho fuera un burguesito. No me gusta el "ito". No creo que las suyas fueran cancioncitas. Algunas me parecen de lo mejor de nuestra música y letra. Y su vida, tal como entendemos la vida de los burgueses, de los hijos de fascistas o liberales, pues Chicho no fue un modelo de burgués, ni pequeño.

Usted que le quiso tanto sigue diciendo que fue un burguesito anarquista. ¿Eso qué es? ¿Dónde está la parte mala? ¿En burguesito? ¿En anarquista?... Que sus canciones le parecían cancioncitas muy bien. Pero que le parezca mal que las escucharan los universitarios hijos de burgueses… no lo entiendo. ¿Le parece mal que un hijo de burgués cantara aquello de que si cantara el gallo rojo otro gallo cantaría? ¿Era más propio que cantaran La vida sigue igual?... Es lo mismo; sabíamos que las dos cosas eran mentiras. Eran canciones, una más que otra.

Chicho, ese burgués sin dientes que cantaba en las calles, en los cafés, que pasaba la gorra, que se ganaba la vida solo o en compañía de su amiga. Ese burgués disfrazado de clochard que seguía haciendo su vida, sus inventos, superviviendo en pequeñas casas, pasando de posesiones familiares, buscando improbables mecenas para sus inventos imposibles. ¿Chicho burgués? ¿Chicho ácrata de la facción de Agustín García Calvo?  ¿O de los disidentes que hablaban latín? No me río de sus opiniones. Simplemente que Chicho, mientras el cuerpo aguantó, disimuló mucho ese espíritu que usted descubre de burguesito. Lo que no podía es dejar de ser hijo de su padre, hermano de su hermano y de su hermana. Ni pudo, ni quiso.

Me encantaría volver a ser aquel universitario que seguía a Chicho allí donde cantara. Pero la nostalgia no es lo que fue y además es imposible.

Otro día haré mi lista.

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17 de noviembre de 2006
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FRIEDMAN

Da una idea del peso de la economía como rama de las ciencias humanas la discreción que acompaña la muerte de Milton Friedman. Nada que ver con la muerte de un Foucault o, más cerca de nosotros, de un Derrida. Pero hay que reconocerlo: hubo dos grandes economistas en el siglo veinte. Dos personas que modificaron la manera de entender la dimensión económica y financiera de las actividades humanas: John Maynard Keynes y Milton Friedman. Ambos crearon paradigmas, es decir visiones tan compartidas que se utilizaron tanto para implementar políticas como para dar cursos en universidades.

Keynes fue el hombre que propuso una manera de salir de la crisis de los años veinte: con un papel más fuerte del Estado en la economía. Su herramienta se llama «multiplicador de inversión». La biografía de Roosevelt escrita por Conrad Black demuestra de manera contundente que lo que utilizó EE. UU. para combatir la crisis del 29 no fue una politica «keynesiana», pero no importa. Keynes fue el visionario de las nuevas políticas económicas y del sistema financiero internacional coronado por el FMI.

Por su parte, Friedman fue un hombre que propuso una solución para salir de la mezcla de estancamiento e inflación de los años setenta en varios países occidentales: con una presencia reducida del Estado dentro de la economia. Su herramienta se llama «control de la masa monetaria». Varios trabajos de Robert Solow (Nobel de Economía, como Friedman) demuestran de manera contundente que lo que utilizaron tanto Margaret Thatcher en el Reino Unido como Ronald Reagan en EE. UU. no fue finalmente una política «monetarista» sino viejas recetas de Keynes, pero no importa. Friedman fue el visionario que consiguió acomodar en un planteamiento único el funcionamiento de la economía real, donde se venden y se compran cosas, con los circuitos financieros.

La figura de Friedman fue odiada por todo lo que pinta algo de izquierdismo en el mundo y creo que esto explica su discreta salida y la ausencia de artículos mayores en la prensa latina. Nunca se considera a la economía, que es una parte fascinante del pensamiento humano, como a la historia o a la psicología. La ciencia económica vive bajo la sospecha de ser una herramienta para los empresarios, los más ricos, y los jefes de gobierno.

Hice mis lecturas de necrológicas de Friedman por la mañana y descubrí en el San Francisco Chronicle un excelente artículo que establece la buena fe del economista: en este caso, reconoce que Reagan no utiliza sus teorías en su supuesta política del «reaganomics». El mejor artículo de la prensa anglosajona lo publica el Times de Londres a pesar de demostrar así la pérdida de liderazgo del inglés Keynes. El Financial Times es aburrido. El New York Times ofrece una escritura de suma fluidez para hablar de políticas y de teorías.

Ahora bien, explico lo que quiero decir: la economía es la fuerza más importante de nuestras sociedades, pero seguimos utilizando nuestras lecturas sobre la historia o la sociología para decir lo que pasa. Al final, ganan los empresarios, los más ricos y los jefes de gobierno. Es lo que se lee en todas las novelas: los que ganarán son los que ya ganaron.

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17 de noviembre de 2006
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Instrucciones para entrar en EE. UU.

Pida una visa. Esto tomará un tiempo. Si reside fuera de su país, por ejemplo en España, tendrá que pedir una cita por teléfono. No es un diálogo difícil pero es largo, porque le contesta una grabadora. Le cobrarán por cada segundo que permanezca a la escucha, y por supuesto, la opción que necesite escuchar siempre será la última. Al final, conseguirá una cita para un mes o dos después. Ese día, llegue muy temprano, porque va a salir muy tarde. Desayune bien. Si va a pedir la visa con su pareja, y su relación no es buena, mejor no asista. Si lo hace, lleve pruebas de que tiene dinero, propiedades, hijos o todas esas cosas juntas. Demuestre que tiene mucho que perder si opta por quedarse en EE. UU. Si tiene algún pariente que ya vive ahí, ocúltelo. Aun así, es posible que le nieguen el visado por criterios misteriosos. Quizá se lo nieguen en la ventanilla, pero quizá le dejen soñar una semana antes de rechazarlo por correo. Por cierto, en ese caso, no le devolverán los cien dólares que le han cobrado por hacerle el favor de tramitar su rechazo. Pero si consigue la visa, no piense que ya está. Es hora del segundo paso.

Al comprar los billetes aéreos, le pedirán todo tipo de información. Lo más recomendable será que les fotocopie su pasaporte con todas esas barras y números que usted no sabe para qué sirven. No se preocupe, ellos sí saben. Si es español no necesitará visa, pero tendrá que tramitar un pasaporte nuevo sólo para EE. UU. con más barras y números. Da igual. Ahora sí, está listo para conocer al tío Sam.

El día de su viaje, llegue antes de la hora. En el mostrador, por orden de las autoridades norteamericanas, la línea aérea le pedirá los datos de una persona “a quien llamar en caso de emergencia”. No le explicarán qué emergencia puede ser esa, y usted tampoco querrá preguntarlo. A continuación, tendrá que pasar los detectores de metales y de líquidos. Perderá sus perfumes, dentífricos y espumas de afeitar, pero de todos modos, no se preocupará por eso, sino porque se ha tenido que quitar el cinturón y el pantalón se le cae mientras el policía le pasa un detector entre las piernas. Recoja sus cosas, vístase y continúe. A la mitad, descubrirá que se deja el reloj y el teléfono. Regrese, recójalos y siga adelante.

Reconocerá su sala de espera porque está acordonada y porque la policía le vuelve a pedir el pasaporte al entrar. A estas alturas, si lleva algún artefacto peligroso, ya debe haber tenido un colapso nervioso, incluso si no, sufre palpitaciones, mareos y sudores. No haga caso y continúe. Podrá descansar en el avión.

Aunque tampoco tanto, porque ahí deberá rellenar los formularios obligatorios que exigen las autoridades norteamericanas. En el primero, asegure que no lleva plantas, animales, sustancias tóxicas ni caracoles. Sí, caracoles. No trate de entender. En el segundo formulario, le preguntarán si es usted drogadicto, si ha participado en algún genocidio, si fue nazi, si ha sido terrorista alguna vez aunque fuese sólo como pasatiempo, y si planea asesinar al presidente de los Estados Unidos. Sean cuales sean sus opiniones en estos temas, responda que no a todas las preguntas. La letra pequeña dice que en caso de responder afirmativamente no necesariamente se le negará la entrada al país. No les crea.

Si ya ha asegurado que es una persona decente, sólo le queda el último paso. Mientras el avión sobrevuela territorio norteamericano, atrévase a soñar. Está a punto de lograrlo. El primer funcionario lo sorprenderá pidiéndole su dirección exacta en el país. Si usted no la sabe, tranquilo. Busque a un empleado de la línea aérea y explíquele su problema. El tendrá en un papel las direcciones de todos los hoteles de la ciudad, y le llenará el casillero vacío del formulario con la del que le guste más. Escoja uno caro, el Marriott o el Hilton. Siéntase como un triunfador. Regrese a la cola con su nuevo alojamiento y búrlese de los demás de la cola, esos muertos de hambre. Coloque en una maquinita su índice izquierdo, y luego el derecho. Déjese tomar una foto. Cuéntele al funcionario qué viene a hacer. Sonríale. Una vez que termine con él, habrá ingresado en territorio norteamericano. Bienvenido a la tierra de la libertad.

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17 de noviembre de 2006
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La paloma de Kant

A la salida de una reunión de trabajo, me toma del brazo y nos vamos a la cafetería. Es un brillante arquitecto y quiere contarme su próximo proyecto. Nos instalamos.

Se presenta a un concurso restringido de cinco arquitectos. Como en los chistes antiguos, un japonés, un americano, un español, en fin, lo habitual, pero el proyecto tiene lugar en un lugar imposible: una ciudad nacida y crecida en medio del desierto de un emirato árabe. El no lugar por excelencia, me río yo de Morin.

Se trata de construir un considerable edificio de viviendas en la capital. Si no recuerdo mal, el solar mide unos 50.000 metros cuadrados. Sin embargo, aunque la ciudad tiene calles, no se usan. El calor es tan intenso que incluso para cruzarlas los habitantes de la ciudad usan el coche. No hay vida exterior, el edificio debe contener en su interior la totalidad de la vida.

Me viene a la memoria aquella novela de Galdós, La de Bringas, creo, que toda ella sucede en el interior del Palacio Real de Madrid. Una novela fascinante. Al parecer, todavía en el ochocientos vivían allí dentro cientos de familias y nunca se aventuraban al exterior. Por los pasillos se instalaban los vendedores y comerciantes, en los patios había mercadillos, las señoras paseaban a los niños por los jardines interiores, en algunos saloncillos visitaban los médicos, los ópticos y los callistas, era época de mucho callo. Una ciudad entera vivía dentro de un edificio sin el menor contacto con el bullicio madrileño. Se lo comento por si le sirve de inspiración.

Sí, es algo similar, pero, añade, hay una variante nueva, algo que en tiempos de Galdós habría parecido un milagro y que es más bien de Julio Verne. Para el proyecto mi amigo ha de suponer que la energía es infinita y gratuita. En este país no hay problema con el gas, la electricidad, el petróleo. Calefacciones y aires acondicionados pueden funcionar todo el día sin que represente ninguna contrariedad. Tampoco el agua. Las desalinizadoras producen más agua de la que necesitan los ciudadanos. De hecho, en los baños no hay tapones. Puedes dejar el grifo abierto todo el día y le estás haciendo un favor a la administración que no sabe dónde acumular el agua desalinizada.

Tampoco es un problema el presupuesto. Si el proyecto es convincente, la financiación puede multiplicarse exponencialmente. No hay vida amorosa porque las mujeres viven recluidas y cubiertas de velos, lo cual limita las posibilidades de un intercambio social agradable y rico. En resumidas cuentas, no hay problema alguno que resolver. Ese es el problema. Puede tomarse como modelo una estación espacial, o uno de esos gigantescos cruceros de diez pisos, o los zigurats hoteleros, o las ciudades subterráneas de Capadocia, da lo mismo. El edificio puede tener la forma de un huevo, de un cubo, de una viruta a lo Gehry, de un globo hinchable, de un nautilus, de un laberinto, no importa. El proyecto tiene un grave problema: no presenta ningún problema.

Kant decía que la paloma vuela gracias a que el aire le ofrece resistencia. En un mundo sin ese molesto viento que nos mete arenilla en los ojos, no podrían existir los aviones. Si nada se te opone, no eres nada. Nos construimos gracias a que algo se resiste a nuestra construcción. Y nuestra forma física e intelectual, la de cada uno de nosotros, es el resultado de ese enfrentamiento y de los millones de detalles, variantes y matices con los que tropezamos a lo largo de nuestra existencia. Por eso Hegel tituló el célebre capítulo de su Fenomenología que trata sobre la revolución francesa: “La libertad o el terror”.

Envidio a los arquitectos. Inventaron la cueva troglodítica, la choza y el iglú, la casa y la isba, el templo y la iglesia y la ermita, el palacio y la abadía y la fortaleza, la mansión residencial y el cortijo, la villa veraniega y la dacha, el rascacielos y la torre, el chalet suburbial y las pareadas, yo qué sé… Y todavía pueden inventar modos de habitar en el mundo. Menuda suerte.

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17 de noviembre de 2006
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LA IDENTIDAD QUE VIENE DEL OCIO

Todavía queda mucha gente que considera el trabajo como la base decisiva de la identidad. La contemporaneidad, sin embargo, desmiente esta vieja creencia. El trabajo profesional ha ido descaracterizándose y el ocio, por el contrario, cargándose de elementos dispuestos a definirnos.

Todavía hace pocos años Richard Sennett obtuvo un gran éxito con su libro La corrosión del carácter y allí se lamentaba, se sollozaba, porque el panadero de hoy no era ya el conspicuo panadero de antes, nutrido de tradición y enharinado de vocación ancestral. Tampoco el herrero o el abogado conservarían esos caracteres porque el capitalismo de consumo, su variabilidad, su superficialidad, su movilidad, los habría corroído como personajes netos.

Efectivamente. El efecto de la cultura del consumo (histéricamente estimada como cultura del diablo) ha sido la corrosión de lo unívoco. No emprendemos la vida hoy para llegar, como dictaba Píndaro, a ser el que somos, sino precisamente para ser todo lo que ahora no somos.

La aventura y no el proyecto estricto, la veleidad y el cambio, la imprevisibilidad o el accidente son los caracteres de nuestro tiempo. El atributo más anticontemporáneo es la dirección única, la sangre pura, la ortodoxia o el planeamiento delineado para toda la vida.

Ni la casa, ni la pareja, el coche o el reloj son, como antes, para toda la vida. Tampoco la dedicación profesional que, entre otras cosas, nace de una titulación aplicable a tareas variopintas o todavía por pintar. No nos hacemos una identidad mediante el trabajo porque el trabajo o nos disfraza una y otra vez en sus diferentes versiones o nos resbala. Bajo la apariencia de una profesionalidad circunstancial no se construye la identidad sino, más o menos, en el territorio del tiempo libre. Libre también para ser a voluntad. De hecho, esta ha sido la respuesta del 88% de los jóvenes españoles e italianos encuestados por la empresa Synovate con implantación en 54 países y tras realizar su último estudio sobre identidad en 11 naciones europeas.

En el ocio, a través de las elecciones musicales o de ropas, la preferencia de ídolos y marcas, la elección de parajes, videojuegos y viajes, se conforman tribus y tipos. El trabajo resulta o demasiado abrumador, explotador, voluble o poco importante para esperar la denominación de él.

El mundo alternativo al laboral, el universo del consumo y su tiempo libre se encarga de trazar la silueta de ciudadanos/consumidores y no en el negativo sentido de su enajenación sino en el serio significado de su definición.

El que quiera entender que entienda.

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17 de noviembre de 2006
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El retorno de Bond

Siempre sentí debilidad por James Bond. De pequeño representaba lo prohibido, todo lo que a esa edad estaba fuera de mi alcance: la virilidad y por ende las mujeres, la elegancia del hombre de mundo, la madurez (sus películas eran calificadas para mayores, lo cual me descalificaba de la peor manera) y la libertad que entraña –o que yo suponía entonces que entrañaba- la llegada a la adultez: la célebre licencia para matar era, en esencia, una licencia para hacer cualquier cosa que uno quisiese. En mi cabeza infantil equivalía a la libertad de la que gozaban todos los grandes, que habían tenido el buen tino de crecer.

Como no podía ver las películas, me contentaba con leer las novelas de Ian Fleming que estaban en la biblioteca de mi abuelo. Estoy seguro de que entendía poco y nada (las minucias de la Guerra Fría se me escapaban por completo), pero por lo menos me hacían sentir más grande. Recuerdo haberme pasado horas contemplando una producción de la revista Life, llena de fotos del rodaje de lo que aquí se llamó Operación Trueno. Me pregunto si mi fascinación con el buceo –porque allí Bond libraba su batalla más compleja bajo el agua- no habrá comenzado entonces.

Quise a Roger Moore porque venía de ser El Santo, y porque fue el primer Bond al que pude ver en el cine. Pero admito que hoy no soportaría volver a ver ninguna de esas películas, ese Bond es al verdadero Bond lo que el Batman televisivo de Adam West es al Batman que me gusta: una autoparodia, que se pasa del pop para entrar de lleno en el territorio del kitsch. Moore era demasiado educado (¿demasiado amanerado?) para ser Bond. Al igual que el comercialmente exitoso Pierce Brosnan, carecía de la oscuridad, de la violencia y del componente psicótico que Bond necesita para sostener el equilibrio entre su elegante exterior y su compulsión homicida. En algún sentido Bond es el antecedente más directo de Hannibal Lecter: sibarita y asesino por naturaleza al mismo tiempo, con la ventaja de haber encontrado trabajo dentro de la ley.

Bond era Sean Connery, sin dudas, aun después de asimilar la infausta noticia de que usaba peluquín. (Su prematura calvicie tan sólo lo volvía más humano.) La clase de tipo que es capaz de imponer respeto, y hasta producir miedo, sin necesidad de levantar la voz: bastaba una mirada y una sonrisa para sugerir que estaba más que dispuesto a devorarse a sus enemigos y escupir sus huesos como los carozos de las aceitunas del martini. (Connery nunca diría spit, escupir, sino sh-h-pit, con ese delicioso acento galés que nunca pudo quitarse ni siquiera cuando interpretaba al nada galés rey Arturo. Ahora que escribo esto recuerdo que lo entrevisté en Londres por el estreno de First Knight. No me acuerdo nada de la entrevista. Se ve que para entonces ya había dejado de impresionarme. O quizás se debió simplemente a que yo ya había crecido.)

Tengo muchas ganas de ver Casino Royale, la nueva película de Bond, que se estrena hoy en los Estados Unidos. Lo cual significa que es la primera vez en muchísimos años que tengo ganas de ver una de Bond, o por lo menos una que no figure entre los clásicos de Connery. Daniel Craig me da buena espina, a pesar de que los bondófilos le bajaron el pulgar apenas lo eligieron porque veían con malos ojos, por ejemplo, que el pobre fuese rubio. Me parece un buen actor, que invita a imaginarse qué hubiese hecho Steve McQueen con ese rol. Atractivo pero no bello, capaz de transmitir la dosis adecuada de amenaza sin siquiera mover un músculo. La elección de Eva Green como su interés romántico es otro plus: ella es lo más parecido a una chica Bond para el hombre pensante que ha habido desde Diana Rigg.

Las primeras críticas hablan muy bien de la película de Martin Campbell. La idea de mostrar a un Bond que aún no es del todo Bond, una suerte de prequel a toda la saga –aunque transcurra en tiempo contemporáneo-, es inteligente: se trata de pintar a un Bond que todavía no ha llegado a ser la figura cool y en perfecto dominio de sí mismo que uno identifica con el personaje; se trata de un Bond en formación –como lo es Daniel Craig.

En caso de que Casino Royale tenga éxito, me pregunto qué clase de archivillanos le imaginarán de aquí en más. Porque Bond podrá ser el mismo, pero el mundo ya no lo es. En nuestro tiempo Goldfinger es Ministro de Economía de algún país del Grupo de los Ocho y el Doctor No gobierna Corea del Norte. Y aunque lo envíen a asesinar a algún miembro prominente de Al Qaeda, todos sabemos que sus propios jefes –y sus aliados de allende el océano- dejaron hace ya mucho de representar al bando de los buenos.

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17 de noviembre de 2006
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FRANK

El apellido se escribe Frank, sin «C». Bernard Frank no soportaba ser presentado como Franck en un artículo. Murió el 3 de noviembre. No escribí nada sobre este columnista de Le nouvel observateur. Lo siento, pero era un hombre muy ajeno al mundo hispanohablante. Solo leí una cosita sobre él en un blog en castellano. Había también una buena cita de una frase suya en el blog de Arcadi Espada. Creo que eso fue todo, más las clásicas necrológicas de los periódicos.

Bernard Frank, sin «C», era lo mejor que se podía leer en Francia sobre la literatura francesa. Me explico: no decía nada sobre los libros publicados hoy en día en Francia. Le bastaba hojearlos para producir frente a su lector un movimiento perfecto de huida hacia los clásicos y hacia el menú de sus restaurantes favoritos. Sus relecturas del siglo XIX eran un caldo sabroso. No era un periodista, era más bien el gerente de las nostalgias francesas (la gran potencia que ya no es Francia, la gran literatura que ya no vemos en los autores contemporáneos), lo que justifica el malestar en el momento de su muerte para explicar la naturaleza de su trabajo. Incluso en su propia revista no lo podían presentar como un periodista que habla de nuestro mundo, más bien como una pieza de una época, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Francia era posible pelearse con Sartre y beber cócteles con Françoise Sagan sin cambiar de barrio en París. Sagan fue la gran amistad de su vida. Una amistad de fanáticos de la literatura. Algo mucho más simpático que el negocio Sartre-Beauvoir.

Frank tiene varios títulos de grandeza: su pelea con Sartre, la creación del término «Húsares» para nombrar a los autores de derecha Roger Nimier, Antoine Blondin, Michel Déon, Jacques Laurent, y su famosa impotencia a la hora de escribir libros. No hizo más que recopilaciones de sus ánimos en la lectura de los clásicos y desánimos en el momento de añadir algo suyo a la herencia del pasado. No sé si el presidente Chirac hizo un gran favor a su país al decir, frente a la noticia de la muerte de Frank, que se trata de «uno de los más auténticos representantes de la mente francesa» (un des plus authentiques représentants de l'esprit français).

La muerte de Frank fue anticipada, por muy pocos días, por una biografía sobre su vida: Un vieil ami, de Henri-Hughes Lejeune (editorial Robert Laffont). El autor es un diplomático francés, amigo de Frank de toda la vida. Empieza el libro explicando que es imposible escribir sobre un amigo vivo y dice muy poco sobre su vida. Sobre todo, no dice nada sobre las mujeres de su vida, asunto mayor en la obra de un hedonista. A la única que se nombra es a una inglesa, Barbara Skelton. Y creo que Lejeune no consigue describir bien a la fenomenal Skelton.

Frank y Skelton vivieron juntos durante trece años. Frank huía, volvía, se quedaba, desaparecía de la casa que tenía Skelton en el sur de Francia. Era cobarde y genial, insoportable, poco maduro. Pero la verdad es que Frank no era tan interesante como Skelton. Ex modelo, amante dedicada al escándalo, consiguió meter en su cama al inspector de Scotland Yard que la visitaba para una investigación, y quedarse con plata del rey Farouk de Egipto que intentaba hacer el amor con ella y un látigo. Era una femme fatale de verdad. Fue una inspiración para Anthony Powell en la composición de A dance to the music of time, la única obra que puede competir, en ambición, con En busca del tiempo perdido de Proust.

Tengo las memorias de Skelton. Son dos libros publicados en un solo volumen de las ediciones Pimlico: Tears before bedtime (Lágrimas antes de ir a la cama) y Weep no more (No llorar más). No voy a a entrar en la lista de los amantes y maridos (tres) de Skelton y citar su tremendo humor. Pero me gusta apuntar que fue la esposa de Cyril Connolly (lo describe con ternura y suma precisión como «una ballena cansada») y fue amante de Bernard Frank y de Bob Silvers, el editor de The New York Review of Books. Si hablamos de crítica literaria, no hubo ni hay nada más importante para la calidad en Francia, Reino Unido y EE. UU. que estos tres hombres en la segunda mitad del siglo veinte. Es por ella, por Barbara Skelton, que me equivoqué en no decir nada de la muerte de Bernard Frank, sin «C».

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16 de noviembre de 2006
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Refracción luminosa en una mañana de otoño

Iba yo calle Balmes abajo, el sol de las ocho en la frente y el imperativo categórico en mi corazón, cuando vi que subía en dirección opuesta de modo que el encuentro iba a ser inevitable la inconfundible silueta, el cabello negro ala de cuervo, los temibles ojos azul celeste de Teresita Camprubí. ¡Dios mío, no había cambiado nada!

También ella me miraba, pero hacía tantos años que no nos tratábamos que sin duda no podía reconocerme. Recordé que me habían contado algo sobre su matrimonio con un hombre guapo y poderoso, creo que al poco tiempo se trasladaron a vivir a Chicago pero regresaron debido a la súbita enfermedad del marido, la muerte llegó despacio y con recaídas, a los periodos de desesperación le seguían otros de euforia hasta el mazazo del desenlace, la figura de aquel varón atlético convertida en un amasijo de apenas treinta kilos, las palabras finales.

Si no me habían informado mal, pasado un año se había casado de nuevo, para estupor de todo el mundo y alegría de los padres del difunto que aún temían más perderla a ella que a su hijo, con el hermano del fallecido, el cual la había consolado a lo largo de la enfermedad y salvado de un suicidio. Y seguramente por amor al difunto, por ese amor que no podía agotarse de un modo tan impío, se habían casado y compartían amablemente al ausente, sin dramatismos. Un modo de mantenerlo en vida ambos, pues ambos le amaban y le seguían amando.

Inolvidable figura del muerto que debía de estar presente a todas horas, pero sobre todo en las celebraciones familiares, como un invitado más. En fin, la vida de Teresita había dado buen empleo a su belleza y a su inteligencia. Quizás la mujer más brillante de su generación, aquellas audaces muchachas del Sagrado Corazón. Y ahora estábamos a punto de cruzarnos y, como ya sospechaba, no me reconocía, de modo que me detuve ante ella.

“Hola Teresita, soy yo, Azúa, ¿no te acuerdas de mí? Tú no has cambiado nada, sigues igual”.

Algo inquietante, una nube de recelo, un gesto de pánico controlado, le entenebró los ojos enormes y Teresita comenzó a retroceder. Supuse que mi aspecto la estaba obligando a reconocer la implacable usura del tiempo, y que al verme también caían sobre ella todos esos años corrosivos que, sin embargo, no la habían afectado.

“Pero Teresa, si estás igual, si no has cambiado en absoluto…”.

A la desconfianza y al pánico ahora le sucedió una cierta insolencia, ese descaro que tan bien conocía yo y que a veces podían hacerla pasar por arrogante, cuando no era sino la reacción de un animal noble ante el peligro. Entonces habló, irritada, molesta.

“¿Pero cómo sabe usted que me llamo Teresa?”

“¿Cómo no voy a saberlo? ¿No te acuerdas ya de Caldetas, de Lloret, de los guateques en casa de Chufo? Tu familia era muy amiga de la mía, ¡pero si andábamos siempre juntos!”

“¿Guateques? ¿Qué familia?”

“¡Los Camprubí, naturalmente!”

En ese momento a los dos nos iluminó el mismo chispazo. A ella para aliviarla. A mí para derribarme. Ni siquiera su sonrisa logró sostenerme.

“Yo me llamo Teresa Cuevas. Usted debe de referirse a mi madre, Teresa Camprubí”.

Había una cierta compasión en su voz, creo que incluso trataba de ayudarme, así que farfullé lo típico, perdona, os parecéis tanto, es como un milagro, y me fui calle abajo hasta llegar a la Diagonal sin proponérmelo y sin saber a dónde iba. Me quedé allí, sentado en un banco bastantes horas, habría querido quedarme para siempre. Asistir a una resurrección y a una segunda muerte en un minuto.

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16 de noviembre de 2006
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EL PERIÓDICO Y EL DESAYUNO

Algunas mañanas, de vez en cuando, no llega a casa la suscripción de El País. No hay explicaciones a la vista. Aparece el buzón vacío como una ausencia lacerante y subo en el ascensor tan aturdido como si hubiera sido golpeado por una visión aciaga o, exactamente, como si padeciera una mala noticia.

En ninguna ocasión este revés primero se diluyó del todo a lo largo del día. Adentrarse en la jornada sin saber qué dice el periódico aumenta la vulnerabilidad o agrega un déficit errático al inmediato conocimiento. El grado de la afectación puede considerarse objetivamente exagerado pero tratándose de lo primero del día aumenta la importancia de su significación. ¿Será el primer indicio de un día aciago?

Efectivamente, puede dejar de leerse el periódico durante semanas con la mayor impunidad y alguna ganancia de sosiego pero habituados a su cadencia la suspensión provoca un incomodo y hasta un desequilibrio emocional.  Carga emocional contra las deficiencias de la empresa, de los repartidores, del infortunio sin motivo ni nombre. Irritación contra el desorden del mundo que llega hasta el interior del buzón. 

Hoy, sin embargo, por primera vez, esta irritación ha conseguido volverse productiva por casualidad y ha derivado en una recompensa informativa inesperada.

Sin  periódico en papel ¿por qué no desayunar delante del periódico en la pantalla? Esta experiencia, inducida por una adversidad, ha sido la puerta para una amplísima ventura. No teniendo que ajustarme al estricto contenido del periódico impreso he podido curiosear, a través de los enlaces facilitados por El País digital, media docena de otros diarios, y en el vaivén he paseado por Francia, Portugal y Estados Unidos.

¿Malos, aburridos, tendenciosos, saciados de política doméstica los diarios españoles? La salvación se encuentra en la red porque la naturaleza del periódico contemporáneo desborda el modelo rígido de una cabecera local como la televisión contemporánea desborda la programación de una u otra cadena. 

En definitiva, ¿cómo seguir ateniéndose a lo que dice este o aquel número impreso? La verdadera impresión de hoy se corresponde con el indefectible final del diario limitado a su papel estricto y la inauguración de un más allá de innumerables yacimientos de informaciones y comentarios bullendo a nuestra disposición sobre hectáreas y hectáreas de acontecimientos.

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16 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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