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ESCRIBIR

Los novelistas tratan, a menudo, de presentarse como salvavidas de la humanidad. Otras veces, incluso, como redentores de sí mismos. Y, a continuación, redentores profesionales de la especie humana.

Me ha alegrado leer que el último premio nobel Orhan Pamuk ha situado, sin embargo, la significación de ser escritor en el intento de descubrir la persona secreta que se alberga. Sin otras misiones solemnes.

Una pesquisa de este calado ocupa la vida entera. Y, como he visto, en algunos casos célebres viene a ser el modo de fabricar buena literatura. La más sabrosa y auténtica.

Ahora he terminado la lectura de El compromiso de Elia Kazan cuyo filme llegué a ver media docena de veces hace medio siglo. Se trata, aunque con otro título, de la misma novela que he leído más de diez veces, La conciencia de Zeno de Italo Svevo y del algo pesado pero importante libro de Giuseppe Berto que me recomendó Juan José Millás al confesarle mi obsesión por Svevo. Todas estas páginas procedentes de manos distintas se suman en el mismo intento de penetrar la propia vida.

La inspiración no es el secreto de un escritor, dijo Pamuk, sino el afán de querer expresar lo que sabemos de nosotros pero no lo sabemos todavía sin la turbulencia de escribirlo. No hay asunto más justo y sincero en el oficio de escribir. En apariencia de tan menudo interés pero en verdad sólo al alcance de los más extraordinarios.

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14 de diciembre de 2006
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Un género necesitado de remiendos

Estaba leyendo una entrevista a Amy Sherman-Palladino, la creadora de la serie Gilmore Girls. (Una de mis series favoritas, Gilmore Girls. Es esa de la mujer joven, Lorelai, y de su hija adolescente, Rory, de quien Lorelai quedó embarazada cuando ella misma era adolescente, hecho que produjo consternación en sus padres, muy ricos ellos, y que transcurre en un pueblo llamado Stars Hollow lleno de gente más loca que uno. Todos ellos, pero Lorelai en especial, tienen la costumbre de hablar sin parar casi como si no necesitasen respirar mientras lo hacen, a veces parecen marcianos, podría ser una excelente explicación para todo lo ocurrido en estos años: Lorelai es de otro planeta y Stars Hollow es una colonia alienígena, Gilmore Girls es en realidad la continuación de The X Files. The G Files! Lo cual me recuerda que sería hora de terminar esta digresión, porque este párrafo ya se está pareciendo a una escena de Gilmore Girls.)

Sherman-Palladino, que se alejó de la serie después de varias, exitosas temporadas (lo cual equivale a dar a tu hijo en adopción a los 33 años), decía que le aprobaron la realización de una nueva serie, y que esta vez va a hacer un sitcom. ¿Están familiarizados con el concepto de sitcom? Comedia de 30 minutos, realizada en estudio, grabada de manera simultánea por varias cámaras –como si fuese a ser emitida en vivo- y en presencia de un público que atiende desde una suerte de platea y produce esas risas que se escuchan de fondo en la banda sonora. (Banda que a menudo está mezclada con risas pregrabadas, como nos reveló Woody Allen en una de sus películas de la época en que valían la pena.) La idea de Sherman-Palladino haciendo un sitcom es atractiva, aunque tiene sus riesgos. Los personajes de Amy tienden a hablar sin parar, como ya dije, y en los sitcoms los personajes deben hacer puntos y aparte todo el tiempo para dar espacio a las risas de la gente. De cualquier forma, Sherman-Palladino ya parece haber pensado en el asunto. Durante la entrevista decía, bromeando, que en lugar de los habituales carteles con los que se insta al público a reír en el lugar esperado va a enseñar otros que digan Shush!

La cuestión es que me quedé pensando hace cuánto que no veo un sitcom (debería decir más bien  “una” sitcom, porque la palabra apocopa la expresión situation comedy, o sea comedia de situaciones) que valga la pena. He husmeado The New Adventures of Old Christine, porque está Julia Louis-Dreyfuss y tenía la esperanza de revivir aunque más no fuese de manera vicaria la gloria de lo que fue Seinfeld: no está mal, pero tampoco es particularmente memorable. He husmeado la nueva de Brad Garrett, pero me pareció estar viendo un capítulo flojo de Everybody Loves Raymond. He husmeado The Class porque la vendían como “la nueva producción de los creadores de Friends”, pero me quedo con su vieja producción. Debe ser difícil darle aire nuevo a un género tan hecho y a la vez tan rígido en sus condiciones de producción, pero a fin de cuentas se trata tan sólo de comportarse de manera irreverente con alguna de esas condiciones, como lo han hecho en los últimos años Sex & the City, My name is Earl, Entourage o Curb Your Enthusiasm. Todas estas se olvidan del estudio y del público y de las risas pregrabadas y sacan la cámara a las calles, permitiendo que la vida misma enriquezca el formato. Pero de todas maneras me gustaría encontrar una sitcom a la vieja usanza que valiese la pena.

Aquí en la Argentina se le dice sitcom a cualquier cosa. Y desde que compraron los derechos de sitcoms ya hechos, como The Nanny y Married with Children, para reproducirlos a la criolla, mucho peor. La niñera era una traducción aguachenta del original, cuyo énfasis estaba puesto en “argentinizar” los chistes en lugar de pulir su idioma para que conservasen el ritmo de látigo de los originales. (Hacer una buena sitcom en español sería difícil por cuestiones idiomáticas, el género requiere intercambio de chistes como ametralladora y en español lo decimos todo de manera más larga y más imprecisa. Pero como verán, se trata de una dificultad que se resolvería tan sólo con buenos guionistas, a los que además habría que eximir de la obligación de producir cinco capítulos semanales –las sitcoms se producen con equipos de guionistas, que sólo entregan un capítulo semanal.) Casados con hijos también comenzó como traducción, pero al poco tiempo se olvidaron de los guiones originales y dejaron improvisar a los actores Guillermo Francella y Florencia Peña. ¿El resultado? Típica comedia costumbrista argentina, elemental y guaranga pero eso sí: con envase importado.

Habrá que esperar a que Amy Sherman-Palladino haga de las suyas. Todas mis fichas están puestas en ella, la gran esperanza blanca del género.

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14 de diciembre de 2006
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LO MEJOR DE CADA DICTADURA

La semana pasada escribí sobre lo que llamaba «Lo viejo y lo nuevo», al hablar de lo que era todavía la doble enfermedad de los dictadores Fidel Castro Ruz y Augusto Pinochet Ugarte y la evolución económica del continente y su lento progreso social. Me encanta encontrar la misma idea bajo la pluma de Michael Shifter en una tribuna publicada por The Washington Post.

Claro que sería mucho mejor tener la versión de un novelista. Algo que no sería la famosa novela del caudillo (presidente, patriarca, supremo, etc.) que tan importante es para la literatura de América Latina sino la novela de los dos dictadores cuyo héroe, por razones de amor, haría vaivén entre Chile y Cuba en los años setenta, y por razones de amor se sentiría igual de feliz en ambos países. Una especie de héroe romántico sin el más mínimo rasgo de ideología en su mente.

¿Es posible? Michael Shifter, gran conocedor del continente (es vicepresidente del Inter-American Dialogue) opina que sí. Afirma que lo que piden los latinos es «lo mejor de ambos dictadores». Su explicación es sencilla y obvia. Castro -dice- se dedicó, al menos en la visión transmitida a través de sus intervenciones públicas, a atender la injusticia social y la desigualdad. Las últimas elecciones en Bolivia, Brasil, Costa Rica, Ecuador, México, Nicaragua y Perú son prueba de esto, con vencedores haciendo una clara referencia a la agenda social.

Pero los gobiernos que salieron de las urnas en estos países no son seguidores de Castro. En muchos aspectos implementan políticas económicas conformes a las opciones impuestas en Chile por la junta militar de Pinochet. El mejor ejemplo: los gobiernos de la «concertación» en Chile. Su balance es sencillo: 17 años en el poder con una gestión de gran ortodoxia financiera; un crecimiento fuerte; y una tasa de pobreza que pasó del 40% en 1990 a 18% en 2005.

En América Latina, opina Shifter, lo que se pide es un crecimiento promovido por la potencia del mercado y un enfoque de la política que busque mayor igualdad. Y todo esto se debe entregar sin el terror y el mando autocrático que fueron la marca de Castro y de Pinochet. Prueba de esto, la mala imagen de Castro, el único de los dos que se mantuvo en el poder y sale con la peor nota en el último sondeo de latinobarómetro en 18 países de América Latina, una nota que le ubica al mismo nivel que George W. Bush.

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14 de diciembre de 2006
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14 de diciembre

Dave Eggers ha escrito la historia de un perro contada por sí mismo: Después de que me lanzaran al río y antes de ahogarme (en Guardianes de la intimidad, Mondadori, 2005).

Su relato es el sencillo fruto de una sagaz comprensión. El pensamiento del perro discurre como la vida del perro. Como si el chucho conociera la máxima wittgensteiana: los límites de mi mundo son los límites del mundo.

Las sensaciones de placer –correr con otros perros por el bosque, dejarse manosear por las niñas de la casa, saciarse de pienso en el jardín- hilvanan su evanescente sentido del tiempo. Y aunque no le agradan los perros violentos ni los humanos despiadados –como el que le tira al río siendo un cachorro- su percepción está exenta de horror trágico. Cuando uno de los suyos aplasta en su mandíbula a una ardilla no siente escalofríos. Le asombra ser rescatado de las aguas y su asombro es el mismo cuando al final se ahoga frente a los perros que juegan en la orilla.

Ahora que el Ayuntamiento de Barcelona se pregunta cómo desalojar a los okupas (sin saber dónde podría instalarse a vivir una tribu urbana de estas proporciones) me acuerdo de su perro.
El perro del okupa no ladra a los transeúntes y mientras el joven malabarista hace en la acera sus números de circo, el perro se acurruca junto a la mochila y dormita. Mide a cada ciudadano con el mismo rasero. Tanto le da que dejes caer una limosna como que pases de largo. Luego, cuando regresan al refugio, una vieja fábrica abandonada por sus dueños, el perro, sin collar ni cadena, espera la hora de la comida.

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14 de diciembre de 2006
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13 diciembre 2006

Thomas Pynchon sale en defensa de Ian McEwan. Lo peor de las acusaciones es que estás obligado a defenderte. Lo mejor, cuando tienes suerte, es que alguien sale en tu defensa. No es frecuente. Por lo general uno acaba hablando como un torero: dejadme solo.


Han identificado en algunos párrafos de Expiación la huella de una enfermera destinada a cuidar soldados heridos durante la II Guerra Mundial. Parece que Ian McEwan se inspiró en la experiencia de esta mujer y algunas escenas de Expiación suenan como si se las hubiera contado –lo cierto es que las escribió en No time for romance, por lo visto una “novela romántica de hospital”.

Dice Pynchon, en defensa de McEwan, que si no hemos estado en el lugar dónde sucedieron los hechos que deseamos narrar estamos obligados a contar con el testimonio de los protagonistas.

No veo qué más podría decirse. Pero si uno lee los fragmentos que han dado origen a la controversia -nimias alusiones a los gestos de la enfermera- resulta difícil entender que un autor como McEwan haya plagiado algo tan insustancial. Sus admirables recursos narrativos hacen incomprensible esta desabrida pereza.

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13 de diciembre de 2006
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EL AURA DEL POLVORÓN

Quizás la mayor razón para abominar de las Navidades provenga de lo demasiado festivas que son.

En el pasado, las fiestas se magnificaban mucho siguiendo siempre los legados del pensamiento sagrado pero hoy, en coherencia con una idea de laica vida, la fiesta mayor se alza, a menudo, como un estorbo.

No siempre es así ni para todos, pero la gran festividad resulta crecientemente molesta si tapona las oportunidades de eludir su presencia. Y esto es precisamente lo peculiar de la Navidad.

Sus jugos y soniquetes penetran por todas las rendijas y su solo anunciamiento desencadena un estado irregular equivalente a la patología de ciertas plagas y a la eficiencia de sus feroces virus.

La Navidad es ahora viral. No ocurre ya en un espacio acotado ni tampoco en su corral cronológico. sino que tiende a desbordarse y deshacer los contornos en todas las direcciones a su alcance.

Quienes aman la Navidad contemplan arrobados está mágica y excepcional influencia pero quienes pertenecen al grupo contrario observan su desmesura como angustiosa o nauseabunda.

La Navidad ha adquirido, en todo caso, unas proporciones portentosas y su sombra dorada trasciende en semanas a la señalización del almanaque. Más que unas fechas la Navidad aspira a convertirse en una Temporada y de esta soberbia se deduce la magnitud del rechazo. La vaharada.

¿Cuánto no se echa de menos ahora, en las espesas vísperas festivas, la fiesta ideal, sin ornamentos? El día de asueto que se obtiene libre de cargas y coincidencias con onomástica alguna y cuya figura exenta se dispone netamente para ser empleada en esto o aquello, sin determinación ni socialización.

Esta clase de día individual se corresponde con el sujeto individualizado: solitario en medio del caudal del calendario, entero para sí.

La fiesta es colectiva, asunto público y de precepto mientras el día libre se une a los derechos privados, sin pertenencia al rito de la comunidad y su carga de cultura. Día primitivo, pues, y presto para la manipulación inaugural. Opuesto a la fecha muy señalada y definida previamente para un fin. Fecha fausta y precocinada para ser consumida de acuerdo a un repertorio de instrucciones que van desde la caridad a la familia cristiana y desde la lenidad doméstica al aura del polvorón.

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13 de diciembre de 2006
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Chicas malas

Bebe dedica una letra a la liberación de las mujeres y otra a hablar de lo miserables que son los hombres. Rakel Winchester le canta al matrimonio “mi marido se lo gasta todo en los burdeles”. Vanexxa triunfa en el escenario con su look dominatrix. Y La Mala Rodríguez... la mala es muy mala. En los últimos dos años, las nuevas divas del rock & pop español tienen algo en común: son peores que los hombres.

Y es que cantarle al amor ya no es lo que era. Ya no hay Mari Trinis ni Janets ni Marisoles. A la muerte de las Rocíos, ha surgido para echar tierra en sus tumbas una generación de jóvenes agresivas y rudas que le cantan a todas las partes del cuerpo con un vocabulario que haría sonrojar al líder de una pandilla de sicarios.

Seguro que Bebe es la que mejor encaja en el mainstream con ese punto trovador e idealista de mujer rompiendo las cadenas (“Hoy vas a descubrir que el mundo es sólo para ti... hoy te vas a querer como nadie te ha sabido querer”). Pero mi favorita es siempre la Winchester, que es la más graciosilla. En su repertorio se cuentan finuras como “chorrearon mis bragas cuando le agarré el trasero/ él era muy hombre y también era muy macho/ a su edad no había operao el frenillo de su cacho”.

Ahora, sin duda, las que meten más miedo son las otras dos. Las canciones de La Mala son una amenaza directa contra tu integridad física: “Ella quería vender drogas como su papá... Usaba pistola para no andar sola”. Vanexxa no te abriría la tapa de los sesos, pero es el tipo de mujer sexualmente agresiva que te puede producir un ataque de impotencia galopante cuando susurra delicadamente “¿Nos fumamos un peta y nos vamos a follar?”.

Recientemente, Vanexxa declaró en una entrevista que un chico había elogiado sus canciones.

-Te lo digo de corazón- enfatizó él.
Y ella, con un mohín de coquetería, respondió:
-Sí, y de la polla ¿No te jode?

Aparentemente, los hombres somos irrecuperables. Cansadas de cantarnos cosas como “vuelve” o “no puedo vivir sin ti”, las nuevas divas han optado por abandonar su papel femenino tradicional y convertirse en nosotros. Me las imagino perfectamente escupiendo por la calle mientras le dicen guarradas a algún tímido seminarista que pasa por ahí. O mirando el fútbol y eructando con sus amigotes mientras sus pobres novios lavan la ropa y les llevan a la mesa las papitas y los nachos. Son las estrellas de un mundo que ya no cree en el cielo.

Vivimos en tiempos de desorientación sexual. Las sociedades que reprimen cualquier conducta alternativa son simples: ofrecen la seguridad de que ciertos comportamientos tendrán una recompensa y otros un castigo. Pero en la total libertad, los modelos de género se intercambian, se extienden y se contagian sin control.

Tiene su morbo eso. Sospecho que, si yo saliese con alguna de las nuevas divas, a los cinco minutos le parecería una virgencita despreciable. Pero quizá la cosa prosperase. Siempre he querido decirle a alguien “dime porquerías”. Supongo que después de todo, escogería a Vanexxa. Ella tiene un látigo.

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13 de diciembre de 2006
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El llamado de la selva

Pocos días atrás recuperé un trozo de mi historia. Yo sé que los viajes en el tiempo son infrecuentes, y que en la ausencia de máquinas como la de H. G. Wells no hay más trampolín hacia el ayer que la fugaz sensación de un perfume amado o la sonoridad de una canción, pero esta vez lo conseguí gracias a un libro. El diario Clarín está editando compilaciones de clásicos de la historieta, y esta semana fue el turno de Tarzán.

Las historietas de Tarzán figuraron siempre entre mis favoritas. Yo había leído la totalidad de los libros originales de Edgar Rice Burroughs, que todavía conservo, y también veía cuanta película de Tarzán se pasaba por TV (en aquel momento eran muchas, se los puedo jurar), aun cuando ninguno de los Tarzanes cinematográficos me convencía del todo. Siempre detesté a Johnny Weismuller, por ejemplo. En las películas más viejas resulta apenas tolerable, pero en la mayor parte parece una señora gorda a la que un soutien no le vendría nada mal. Y esas selvas de cartón piedra y helechos de plástico nunca me parecieron más frondosas, ni más peligrosas, que el jardín de la casa de mi abuela.

Habiendo digerido ya el Tarzán literario, sólo contaba con las historietas para mantener encendida la flama. Sé que en algún momento leí las viejas planchas dibujadas por Harold Foster, que después dibujó y escribió otra de mis sagas favoritas, la del Príncipe Valiente. Pero mis favoritos eran Burne Hogarth, Russ Manning y Joe Kubert.

Hogarth era un dibujante genial, que cuando se apartó de la tira creó un personaje argentino de breve vida, llamado Drago, que a mí me llenaba de ilusiones: era una mezcla improbable de magnate de las Pampas, atuendo gauchesco incluido, con algo de James Bond. Manning fue el encargado de recrear en paneles la mayor parte de las novelas originales, incluidas aquellas en las que Tarzán encontraba reinos perdidos –y hasta dinosaurios- en el corazón del África. Y Kubert recreó la historia desde los comienzos dándole un feeling más contemporáneo: vibrante, salvaje, cinematográfico.

Tuve todas esas historietas, y a todas conservé con fervor de coleccionista. Hasta que en un momento mi padre sufrió un ataque de limpieza y las tiró todas a la basura sin consultarme. Llevo décadas reprochándoselo; imagino que muchos tendrán cosas más serias que reclamar a sus propios padres, pero yo, que perdí entonces pilas y más pilas de Batman, Superman, Tarzán, D’Artagnan, El Tony, Fantasía, Nippur de Lagash, Tit-Bits y Dennis Martin, conservo vivo ese dolor como si me hubiesen arrancado ambos brazos. Cada vez que logro comprar por segunda vez alguna de esas historias perdidas –hace poco lo hice con Terry y los piratas, como ya les conté-, siento que emparcho agujeros de mi alma.

El librito de Clarín me permitió recuperar parte de esos tesoros. Durante mi lectura rememoré historias que ya había leído una y mil veces sin cansarme, y volví a ser capaz de expresarme en ese idioma presuntamente animal en que Tarzán habla cuando se mueve en la selva, lleno de palabras como tarmangani y expresiones de batalla como kreegah y bundolo. (Admito que en algún lugar me dio un poco de vergüenza, pero en el fondo estaba encantado.) Y muy lejos de hacerme cargo de las acusaciones de imperialismo blanco o falta de realismo, volví a identificarme como millones de chicos lo hicieron en su momento con esta criatura de la que todos se burlaban, en la tribu de grandes monos, por fea, por débil y por inadecuada. En su perpetua inadecuación, en su sensación de no pertenecer del todo ni a un mundo ni a otro, Tarzán es el eterno adolescente. Y como tal me sentí otra vez, una tardecita de Buenos Aires con temperaturas dignas de una selva.

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13 de diciembre de 2006
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ELEGÍA ESPAÑOLA

Los fantasmas de nuestros muertos… ¡qué pesados ahora! Sí, algunos no quieren oír hablar de los muertos, de aquellos muertos, de aquella guerra. Es curioso. Les molestan los muertos, les pesan. No quieren ni verlos. Ni oír sus silencios. Hay que volver a enterrar a los muertos.

Yo entiendo muy bien que haya quienes no quieran desenterrarlos. Quienes por diversas razones quieren que aquellos muertos permanezcan en esos campos, en aquellos pozos y cunetas, tapias traseras de cementerio o veredas de algún río. Lo entiendo, incluso lo comparto. Entiendo a la familia Lorca cuando quiere dejar la memoria de Federico allí donde está, en algún lugar del barranco de Víznar y en compañía de otros tan decentes y tan inocentes como el poeta.

Entiendo al centenario Francisco Ayala, tan lúcido así que pasen cien años. Él también tiene sus muertos en algún barranco, en algún lugar cercano al impresionante Monasterio de las Huelgas. Allí los sublevados franquistas, al tomar la ciudad y sus edificios históricos, quisieron “limpiar” de peligrosos rojos, demócratas, liberales, masones la ciudad levítica y tradicional. El padre de Francisco Ayala, hombre conservador, apolítico y católico, hombre prudente y dialogante, había encontrado, por recomendación de su joven hijo -el profesor, escritor y abogado de las Cortes republicanas, Francisco Ayala- un tranquilizador trabajo en unos momentos críticos por sus años y por sus necesidades de padre de familia numerosa. Don Francisco era viudo reciente y mantenía algunos hijos a su cargo. Se defendía entonces con su trabajo de administrador del histórico monasterio, uno de aquellos lugares del patrimonio real que habían pasado a pertenecer a la República. Y precisamente por ese cargo fue asesinado una noche de hace setenta años. Enterrado en una fosa común. Un poco después también fusilaron a uno de sus hijos, que se había pasado al ejército republicano. Ayala, el mayor de los hijos de don Francisco, se tuvo que hacer cargo de la familia. No quiso que la tragedia impidiera una cierta normalidad en sus vidas, aunque fuera lejos, aunque fuera en el exilio. Nunca quiso mirar atrás. No olvidó. Pero no quiso, no quiere hablar de aquello. Ni hablar de entierros, de recuerdos, mausoleos, arcos,  laureles, lápidas, himnos, homenajes o panteones. No, Ayala ha vivido mirando hacia adelante. No quiere participar en la memoria ni mucho menos en el olvido. Es otra de las dignas opciones en estos momentos en los que a tantas cosas de nuestro pasado -del más trágico de los pasados de nuestros antecesores- nos enfrentamos.

Ahora recuerdo uno de sus textos más emocionados y emocionantes, él que tanto controla sus emociones, escrito al poco tiempo del final de la guerra europea. El texto que ahora selecciono pertenece a su narración “Diálogo de los muertos”, esa elegía española que pertenece a su libro Los usurpadores.

“No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra… Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte; muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de  los vegetales, entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos”.

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13 de diciembre de 2006
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La consagración de la impunidad

Yo no le deseo la muerte a nadie, porque la muerte nunca es retribución: nos llega a todos, no es justa ni injusta, simplemente es. Por eso no me alegra ninguna, ni siquiera la de aquella gente que hizo mucho daño en vida, porque la muerte tampoco es solución; si aquel que muere fue dañino cuando estaba entre nosotros, seguirá siéndolo una vez enterrado. Aquellos que en la hora final soslayan los defectos del muerto y escriben panegíricos que recuerdan tan sólo virtudes olvidan esa verdad elemental, somos en la muerte como fuimos en la vida, aquel que derramó amor a su paso seguirá derramándolo, aquel que sembró terror y discordia seguirá inspirándolo aunque sus restos se descompongan bajo tierra.

No me alegró la muerte de Pinochet, no encuentro nada que celebrar. Estuve en Chile la semana pasada presentando La batalla del calentamiento, y conocí gente maravillosa y cálida y entrañable, pero en medio de la alegría que me inspiró la experiencia descubrí que existía una calle central que se llama 11 de Septiembre. Me produjo un escalofrío: ¿cómo era posible que subsistiese una calle que celebra una fecha fatídica, un día que significa ruptura del orden institucional, secuestros y asesinatos a mansalva y negación de los principios más elementales del derecho? La sensación que me invadió entonces se completa ahora, lo que pensé al viajar por esa calle y lo que siento al enterarme de la muerte de Pinochet es lo mismo, la noción de una oportunidad perdida. Pinochet cometió la misma clase de crímenes que llenan las cárceles de presos comunes: homicidios, defraudaciones y estafas, solo que elevadas a la enésima potencia porque el ejercicio fraudulento de los poderes del Estado es el peor de los agravantes en una República democrática. Pero no murió en la enfermería de la cárcel, después de haber sido juzgado y condenado en abundancia de pruebas, murió como un hombre libre –y para más incordio, como un hombre rico y aún poderoso, a poco de difundido el dato de las toneladas de oro que atesoraría en un banco de Miami.

Para Pinochet esta muerte fue una fuga, un acto de escapismo a lo Houdini: quisieron cargarlo de cadenas y no lo lograron, el viejo consiguió zafar de las ataduras y presentarse en el proscenio para los aplausos, justo antes de que cayese el telón. Se salió con la suya y la República perdió, porque desperdició la oportunidad de hacer justicia en vida, que es la única justicia posible, o por lo menos la única que nos consta de manera efectiva. Aunque más no fuese en beneficio de las futuras generaciones, lo mejor habría sido que el autor de tantas desgracias hubiese sido enjuiciado, sentenciado y purgado condena, por pequeña que hubiese sido y por ende desproporcionada ante tanta desgracia, ante tanto dolor aún abierto, pendiente de cicatrización. Nuestros hijos necesitan entender que viven en un sistema en el cual todo acto genera consecuencias, y todo acto malo amerita castigo. Por el momento les estamos educando en la certeza de que en nuestros países el que hace el mal triunfa y se nos ríe en la cara. Tal como murió, Pinochet nunca será otra cosa que un símbolo de impunidad: fue el que la hizo y que no la pagó, lo cual genera una estela que en algún momento, más temprano que tarde, producirá imitadores.

Que no le tributen honores de Estado no alcanza en este contexto, así como están las cosas no pasa de gesto despechado, un desaire que no disimula lo que no se hizo, lo que faltó. (El viejo tenía 91 años. ¿Qué mierda esperaban, que siguiese viviendo in aeternum hasta que se dignasen completar todo el papelerío legal?) Sólo espero que este regusto amargo que deja la noticia, este sabor a incompleto, a medio hacer, a inconcluso, sirva como recordatorio a nuestras propias autoridades: Videla y Massera tampoco van a vivir para siempre, hay leyes heredadas de la dictadura aún pendientes de derogación y muchos represores que están en libertad, la Ministra de Defensa prometió que los criminales militares irían a dar con sus huesos a cárceles comunes y algunos de nosotros todavía esperamos que esta promesa se cumpla, porque no queremos despertar un día y enterarnos de que Videla hizo la gran Houdini, de que Massera deslumbró en un acto final de escapismo; estos señores no son artistas, estos señores son genocidas y los genocidas no deberían poder escabullirse de las cadenas que se merecen, lo suyo no es el gran truco, es el gran crimen.

Cuando me levanté el lunes tenía un mail de Andrea Maturana, una maravillosa escritora chilena, que tan solo me decía: “Se murió Pinochet en una clínica privada… En fin”. Por suerte no soy el único que se siente burlado.

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12 de diciembre de 2006
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El Boomeran(g)
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