Basilio Baltasar
Dave Eggers ha escrito la historia de un perro contada por sí mismo: Después de que me lanzaran al río y antes de ahogarme (en Guardianes de la intimidad, Mondadori, 2005).
Su relato es el sencillo fruto de una sagaz comprensión. El pensamiento del perro discurre como la vida del perro. Como si el chucho conociera la máxima wittgensteiana: los límites de mi mundo son los límites del mundo.
Las sensaciones de placer –correr con otros perros por el bosque, dejarse manosear por las niñas de la casa, saciarse de pienso en el jardín- hilvanan su evanescente sentido del tiempo. Y aunque no le agradan los perros violentos ni los humanos despiadados –como el que le tira al río siendo un cachorro- su percepción está exenta de horror trágico. Cuando uno de los suyos aplasta en su mandíbula a una ardilla no siente escalofríos. Le asombra ser rescatado de las aguas y su asombro es el mismo cuando al final se ahoga frente a los perros que juegan en la orilla.
Ahora que el Ayuntamiento de Barcelona se pregunta cómo desalojar a los okupas (sin saber dónde podría instalarse a vivir una tribu urbana de estas proporciones) me acuerdo de su perro.
El perro del okupa no ladra a los transeúntes y mientras el joven malabarista hace en la acera sus números de circo, el perro se acurruca junto a la mochila y dormita. Mide a cada ciudadano con el mismo rasero. Tanto le da que dejes caer una limosna como que pases de largo. Luego, cuando regresan al refugio, una vieja fábrica abandonada por sus dueños, el perro, sin collar ni cadena, espera la hora de la comida.