Vicente Verdú
Los novelistas tratan, a menudo, de presentarse como salvavidas de la humanidad. Otras veces, incluso, como redentores de sí mismos. Y, a continuación, redentores profesionales de la especie humana.
Me ha alegrado leer que el último premio nobel Orhan Pamuk ha situado, sin embargo, la significación de ser escritor en el intento de descubrir la persona secreta que se alberga. Sin otras misiones solemnes.
Una pesquisa de este calado ocupa la vida entera. Y, como he visto, en algunos casos célebres viene a ser el modo de fabricar buena literatura. La más sabrosa y auténtica.
Ahora he terminado la lectura de El compromiso de Elia Kazan cuyo filme llegué a ver media docena de veces hace medio siglo. Se trata, aunque con otro título, de la misma novela que he leído más de diez veces, La conciencia de Zeno de Italo Svevo y del algo pesado pero importante libro de Giuseppe Berto que me recomendó Juan José Millás al confesarle mi obsesión por Svevo. Todas estas páginas procedentes de manos distintas se suman en el mismo intento de penetrar la propia vida.
La inspiración no es el secreto de un escritor, dijo Pamuk, sino el afán de querer expresar lo que sabemos de nosotros pero no lo sabemos todavía sin la turbulencia de escribirlo. No hay asunto más justo y sincero en el oficio de escribir. En apariencia de tan menudo interés pero en verdad sólo al alcance de los más extraordinarios.