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Un antidepresivo harto eficaz

Algunas músicas tienen el poder de transportarnos al tiempo original en que nos encantaron: canciones como perfectas máquinas del tiempo. Otras, sin embargo, tienen la habilidad de acompañarnos en cada etapa de la vida, comentando las nuevas vicisitudes de la (también) nueva edad. La mayoría de los que crecimos adorando el canon beatlesco en su conjunto no tuvimos oportunidad de apreciarlo en su momento, pero con el correr de los años aprendimos a discriminar, y comprendimos que existían canciones beatles para cada edad y cada etapa de la vida. Hay canciones beatles infantiles, canciones beatles juveniles (las producidas entre el 62 y el 66, en su mayoría), canciones beatles que sugieren los tembladerales propios de la madurez inminente (en medio de la ebullición pop de Help! aparecen algunas de esas canciones, empezando por la del título del álbum), y canciones beatles adultas, que consecuentemente hablan de las cosas que nos competen a los adultos: el dolor de la pérdida, la dimensión política del mundo, las dificultades del amor –y por supuesto, el mundo infantil que nos gustaría recuperar.

Uno que siempre escribió canciones que se convertían al instante en banda sonora de mi vida fue Lloyd Cole, de quien ya hablé aquí alguna vez. Su nuevo disco, Antidepressant, no hace más que confirmarme su vigencia como compañero de ruta. Así como a los veintipico representaba la inconsciencia propia de aquella edad, durante la cual uno se especializaba en sucumbir a cada tentación sin oponer resistencia  (Jennifer She Said cuenta de un joven que se tatúa el nombre de una amada fugaz sobre la piel, para empezar a arrepentirse a los cinco minutos de las consecuencias permanentes de su gesto), a los cuarenta y pico Cole sigue hablando de aquellas cosas –y de aquellos dilemas- que se le presentan a diario a un hombre maduro, o al menos con la ilusión de estar en camino de serlo. Uno “ya no está enojado, ya no es joven, y ya no se distrae tan fácilmente –ni siquiera a causa de Scarlett Johansson”. La canción Woman in a Bar cuenta precisamente lo que ocurre a esta altura de la vida, cuando uno se cruza con una de esas mujeres que en algún momento lo hubiesen hecho levitar: ya sabemos que “algunas partes móviles necesitarían ser reemplazadas / y que aunque el motor todavía arranca / nunca lo hace antes del martes”.

Las canciones de Cole siguen funcionando a base de melodías delicadas, ritmos mid tempo y perfectos relatos breves, narraciones que operan como cuentos de punzante capacidad de observación e imprescindible sentido del humor –que por lo general funciona de manera autodeprecatoria. (El estribillo de la canción que da nombre al álbum repite, con deliciosa ironía: “Con mi medicación voy a estar bien”, mientras narra el comienzo de un romance entre dos víctimas de la depresión que se juntan para ver Six Feet Under y al fin, hablar, si todo va bien, de la condición que los aqueja.) Cuando se pone serio, Cole es capaz de escribir –ya lo ha hecho una y otra vez, mejorando con el tiempo como el buen vino- la canción más adecuada para un corazón roto. “Cuando te fuiste pensé que era libre. ¿Cuán equivocado puede estar uno?”, canta en How Wrong Can You Be? El tema que cierra el disco, Rolodex Incident, es conciso y brillante como una joya –y corta con la misma impiedad. El narrador tropieza con el Rolodex de su pareja, que abandonó el hogar poco tiempo atrás. Al revisarlo encuentra un manuscrito en el que ella había escrito En caso de pérdida, después de lo cual añadía su dirección. “Así que aquí estamos / Salvo que tú ya no vives aquí / Y creo que me voy a ir / Creo que estoy cerca de decidir irme / Y sin embargo / Recuerdo que todo lo que pedí / Fue tan sólo un poco de tranquilidad, por favor”.

Los corazones maduros no se rompen, se deshilachan. Y con los hilos resultantes tratamos de tejer algo que nos proteja en los inviernos por venir.

Me pregunto qué canciones escribirá Cole dentro de cinco, diez años. Me pregunto dónde estaré en cinco, diez años.

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3 de enero de 2007
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ATRASO DOS

Dentro de la larguísima lista de los errores que cometí en el año 2006 hay uno que no se puede perdonar: se me escapó el trigésimo aniversario de uno de los mejores libros de ciencia política en idioma español. Peor aún: se me fue el único libro cuya lectura era imprescindible durante la elección presidencial en Venezuela: Del buen salvaje al buen revolucionario, de Carlos Rangel.

Tengo una buena copia de la editorial Criteria de Caracas. Durante años utilicé una vergonzante fotocopia (mejor dicho: un robo) que salía de una biblioteca de Barcelona. La Barcelona de Cataluña, nada que ver con la de Venezuela. Lo digo para que nadie crea que se trata de un libro intra-venezolano. Carlos Rangel (1929-1988) era venezolano por su nacionalidad, pero su trabajo corresponde a un verdadero intento, a través del ensayo, de configurar una visión de la civilización latinoamericana.

La obra tiene una ambición descomunal al abarcar toda la historia del continente desde las sociedades precolombinas hasta la revolución castrista. No es un libro cómodo para los promotores de explicaciones baratas. El punto de salida no puede ser más estimulante; es la vieja pregunta: ¿Cómo se explica el éxito económico de EE. UU. frente a las dificultades crónicas de América Latina?

La respuesta tiene que ver con el psicoanálisis colectivo (es decir, el estudio de los paradigmas de la Historia). América Latina da por cierta una visión equivocada, mentirosa, engañosa de su pasado y su presente al ignorar dos verdades demostradas por Rangel:

1. El imperialismo americano, que ha existido y existe todavía, es una consecuencia y no una causa de la impotencia de América Latina para administrar su espacio político y económico.

2. Las revoluciones con sabor a caudillismo y autoritarismo no son organizaciones que buscan romper con el pasado sino que perpetúan los males de las sociedades precolombinas.

Transferir la culpa del atraso económico y social al mundo exterior (EE. UU. y/o empresas multinacionales) fue durante décadas el colmo del pensamiento en un continente que hablaba de “dependencia” o de “injustos términos del intercambio” como de una visita del diablo a una iglesia. Rangel no tiene dificultad para demostrar que la culpa de los fracasos es interna: el fallo de la unidad bolivariana (frente a la construcción del poder federal de EE. UU.) es un fracaso hecho en casa, entre latinos; tal como el auge continuo de nuevas oligarquías apoyadas en tantos países por poderes políticos corruptos.

Lo bueno de Rangel es su capacidad de desafiar tanto a la izquierda como a la derecha. Es imposible releer su libro sin pensar en la última elección en la república bolivariana de Venezuela. Cuando habla de la destrucción de la libertad de prensa, de las almas justicieras que se esconden en la ropa del caudillo, uno tiene la sensación de leer un libro de actualidad. ¡Uh Ah, Rangel, no se va!

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3 de enero de 2007
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BUSCANDO PARAÍSOS (Y 3)

Ya les prometo terminar este paraíso a plazos. Después del paraíso les hablaré de un purgatorio. El purgatorio inventado entre Oscar Esquivias y un tal Dante. Mientras tanto sigamos en nuestro parcelado paraíso:

“Fuentes de información pública: libertad absoluta de prensa, pero los diarios y revistas aparecen con diez años de retraso, que es el tiempo mínimo que requiere un acontecimiento para resultar de verdad interesante.

Monumentos: Fuentes con figuras mitológicas, erigidas todas por un rey ilustrado del siglo XVIII.

Diversiones públicas: Cine una noche por semana -las películas no se proyectan hasta diez años después de filmadas y son preferentemente mudas-. Reuniones de bebedores los sábados. Carnaval y verbenas varias veces al año. Solemnes liturgias de Semana Santa para los niños”.

Estos son los espacios, los que he contado, copiado, durante estos tres días de vacaciones y lecturas en un lugar de Babia. Me gusta estar en esos sitios. Mucho más que esos paraísos e infiernos que nos acompañan desde niños en estas mitologías que estos días son tan celebradas. Otra cosa, no mejor, es el purgatorio. Pero de eso hablaré mañana. Ahora me voy al infierno, que hace mucho frío en estas Babias.

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3 de enero de 2007
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La guerra de las palabras

En una guerra no hay información: sólo hay propaganda. Cada cosa que se dice sobre el combate en realidad forma parte de él, de la guerra de las ideas que se libra en paralelo a las balas. Incluso las palabras que se escogen tienen una razón. Y esa razón nunca es decir la verdad.

La exposición Prensa y Guerra Civil Española, publicada en catálogo, es quizá la mejor prueba de ello. La muestra reúne las portadas de decenas de periódicos españoles y extranjeros del año 36 al 39 y se puede ver cómo, lejos de informar, los medios de prensa cumplían la función de agitar y aglutinar a sus respectivos bandos.

Particularmente significativo es el titular de El Diluvio en los primeros días de la guerra:

“¡¡España, antorcha de la libertad!! El fascismo criminal y reaccionario ha sido batido heroicamente por las fuerzas leales al gobierno que han llevado a cabo, con entusiasmo indescriptible y ardor sin igual, gestos sublimes de valor y sacrificio que sólo admiten parangón con las grandes epopeyas de la Humanidad”.

Toma.

¿A alguien le queda duda de qué parte está el editor?

Pues un par de semanas después, el Diario de Navarra le responde:

“Camino de la victoria. El general Franco toma el mando. Procedentes de Getafe, se incorporan a nuestro mando dos aparatos con tres aviadores”.

Por si no queda claro, Camino de la victoria es la noticia. Y nuestro mando se refiere a un mando distinto según el diario en que aparezca. De hecho, hasta los sustantivos definen la línea editorial del periódico: para los nacionalistas, el ejército republicano es una horda marxista. Para estos, los alzados en armas son llamados facciosos. A menudo, ambos lados están en el mismo diario, como el ABC, que durante una temporada editó dos versiones desde ambas trincheras.
 
Quizá estos ejemplos parecen extremos y propios de un conflicto sin cuartel. Pues no deberían. Basta echar un vistazo a dos periódicos de líneas editoriales opuestas para constatar que viven en dos países diferentes. Y eso es especialmente cierto en España. Este año, sin ir más lejos, el debate público sobre los atentados del 11-M no se centraba en la identidad de los autores, o en la situación de los musulmanes, o en la manera de evitar que se repitiesen esos atentados sino en… la Guerra Civil. Lo que discutía la prensa era ¿Conspiró la derecha para ocultar información sobre los atentados o conspiró la izquierda para tumbar a la derecha? Cada diario tenía su opción, sus titulares y sus informantes. 

Vemos el presente con los ojos que nos presta el pasado. Pero cada lectura que le damos a la actualidad también nos lleva a reconstruir su origen. Los grandes traumas históricos son los marcos en que encajamos nuestra percepción de la realidad, y se repiten cíclicamente. Durante tres décadas, los libros más exitosos de la Guerra Civil provenían de la izquierda. Pero en los últimos años, hay un gran público que demanda una lectura revisionista de la historia que deje mejor parada su versión de los hechos. En el fondo, los titulares de la Guerra Civil han seguido publicándose una y otra vez durante setenta años, en un país que no consigue construir una versión de la Historia que todos sus miembros puedan compartir.

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3 de enero de 2007
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LA FRESCURA DE LA NOVEDAD

Aun siendo una perogrullada, lo más valioso de los nuevos años radica en su novedad.

La vida se haría más difícil sin estos cortes de la temporalidad que se comportan como una auténtica depuración del pasado. En cada inauguración de año la vida encuentra otra ocasión de ser.

No se trata más que de una convención, un falso estreno, pero al vivirlo como real se disfrutan sus efectos como verdaderos.

Cualquier ser vivo necesita un intervalo, un hiato sin vida aparente para reaparecer. El fin de año cumple las veces de ese hiato en cuya depresión se logra el impulso para ensayar una experiencia mejor o acaso diferente.

La necesidad de degustar esas barreras traspasables, de cortar la cinta hacia otra cronología, ha crecido mucho con el talante de la cultura de consumo. A la cesura de los fines de año van sumándose otras decenas de cesuras menores que cada vez son más a través de nuevas festividades, conmemoraciones, días o semanas consagradas a esto o aquello, sea comercial o escolar, promocional, sagrado o clínico.

La partición sucesiva del mundo, como también la fragmentación de los alimentos, de los romances o de las tareas incrementa la sensación de durabilidad y, ciertamente, la esperanza de poder obtener en el paso siguiente la recompensa que quizás no se halló en el transcurso del tramo anterior.

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3 de enero de 2007
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La moda del doctor House

Cuando caen sobre la ciudad las últimas luces de la tarde, una amable penumbra invade la sala de espera. Las sombras del retrato colgado en el recibidor se vuelven más oscuras y hacen confusa la figura del patriarca. Seguramente el óleo perteneció al lote de alguna subasta benéfica. Las sillas se alinean vacías junto a la pared y en la mesita se amontonan las revistas que hojean los pacientes.

El hombre que espera no tiene ganas de leer. Observa con recelo el rostro que le sonríe despampanante desde la portada de la revista. Le ofende la alegría de la bella mujer y le lanza un reproche del que pronto se arrepiente.
¿Qué culpa tendrá la pobre? –piensa.
Cuando mira de nuevo el reloj le sorprende no sentirse insultado –esperar a los demás le producía una febril irritación.

¡Querido amigo!
El doctor, al que nunca antes había visto, lo recibe con un formidable apretón de manos. Tiene aspecto de atleta y una melodiosa voz de tenor.
El diván no hará falta –dice, mientras le invita a sentarse junto al escritorio.

Dos son las cosas que hoy debe saber –y aquí empieza el monólogo.
Bienvenido al gran equipo europeo de los depresivos. Media Europa toma medicación. La otra media, no se atreve. Así que vaya haciéndose a la idea y acostúmbrese a ser tan vulgar como ellos.
La segunda cosa que usted debe saber es por qué me he convertido en el mejor psiquiatra de la ciudad.
¿Quiere usted saberlo? –el doctor no espera la respuesta.

A usted le ha costado mucho admitir su malestar. Seguramente ha perdido un tiempo precioso intentando evitarlo. Pero al fin ha dado su brazo a torcer y aquí lo tenemos. Como un corderito.
No ha sido fácil ¿verdad? ¿Escuece? ¿Duele?
Y para una vez que consigue ser sincero consigo mismo, me encuentra a mí. ¡Es usted un hombre afortunado! Ha reconocido el fracaso de su personalidad y se topa con el único médico dispuesto a negarle consuelo. ¡Enhorabuena!

Supongo que le han contado que lo suyo tiene remedio, que nadie es perfecto, que dentro de poco ni se acordará de haber tenido la cabeza metida en el infierno. ¿Es eso, verdad?
Pues lo siento. Lo que le han contado sobre la depresión es mentira. En realidad, querido amigo, lo peor está por llegar y no tiene usted ni idea de lo que le espera.

Si todo va bien –y eso es algo que deseo de todo corazón- usted no podrá salir del agujero en el que se ha metido. Y si todo va mejor, dentro de un tiempo habrá sido totalmente destruido. ¿Qué le parece?

Entiéndame. No es que me regocije su sufrimiento. Es que no hay otro modo de acabar con el tipo que le causa tantos pesares. ¿Comprende? Usted es la causa de sus males y el único modo de curarse es acabar con el idiota que ha conseguido ser. Lo único que le sacará del antro de estupidez en que ha convertido su vida es la depresión.

No voy a recetarle pastillas. Si engañamos al dolor, usted no llegará a nada. Así que prepárese para aguantar solito las consecuencias de sus actos.
Amigo mío, ésto es la depresión. El retorno apresurado de lo que hicimos. O de lo que no hicimos. Quién sabe. ¿Le parece injusto? Pero si es un mecanismo inteligentísimo. ¡Benditos aquéllos que lo padecen!

Bien. Creo que ya he dicho bastante.
Voy a cobrarle mil euros, o dos mil. Quizá más. Nunca algo tan valioso le habrá salido tan barato.

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3 de enero de 2007
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LA FIGURA DEL HUMO

Desde tiempos inmemoriales lo más importante del cuerpo fue el corazón. Hoy lo más decisivo es la piel.

Con ella se muestra la salud, la edad, el sosiego, la atracción, la profesión. La cosmética ha ocupado el lugar central de la estética y la estética la parte crucial de la clínica. La piel reproduce la totalidad del organismo de la misma manera que las pantallas dan cuenta de la totalidad del mundo. Y los edificios siguen la misma manera de ser y pensar. Una celebridad en la arquitectura sería inconcebible sin la importancia de sus fachadas.

Frank Gehery, que recientemente ha culminado un hotel para las bodegas Marqués de Riscal en La Rioja, puso la máxima atención en la compleja superficie del edificio para abandonar a su suerte el espacio interior.

De la misma manera actúa Santiago Calatrava cada vez que le encargan un aeropuerto, un auditorio o un museo. Lo capital para Calatrava radica en el aspecto exterior. Los habitantes no cuentan, puesto que pertenecen a una profundidad sin mayor relevancia en la cotización.

Cuando cuentan, por exclusivas obligaciones sociales, se convierten en un elemento incómodo o sobresaliente, tal como declaraba hace poco en El País Thom Mayne, premio Pritzker de arquitectura, encargado de construir la torre más alta de Europa en París.

La tarea de hacer arquitectura para habitar, principio fundacional de la arquitectura, ha ido desvaneciéndose en provecho de la visión.

Más que la profundidad, la superficie, antes el cutis que las vísceras, primero la figura del humo que el contenido de la combustión.

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2 de enero de 2007
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La inevitabilidad del cambio

¿Creen ustedes en las resoluciones de Año Nuevo? ¿Son de los que se plantean objetivos claros y definidos para el ciclo que (re)comienza? (Debo confesarlo, al niño que hay en mí este año terminado en 007 le parece cool.) Aunque la mayor parte de las resoluciones queden en nada, es bueno que existan en un mundo cuyo discurso único tiende a sugerirnos que todo cambio es una ilusión. A los que mandan y ejercen el poder les gusta decir que el hombre no cambiará nunca, que es esclavo de sí mismo, eternamente fiel a la peor de sus versiones. A los que ejercen el poder y se benefician de sus prebendas les encanta decir que gastar energía en intentar un cambio es inútil, el más vano de los afanes. ¿O acaso no es esta idea la que cruza por el fondo de nuestra mente cada vez que atendemos a las noticias y descubrimos una nueva guerra, una nueva enfermedad, un nuevo crimen pasional?

Sepan disculpar, pero yo soy de los que creen que el cambio no solo es posible, sino la clave misma de nuestra existencia. Y no lo digo tan sólo desde un plano filosófico, aquel viejo asunto del que nadie se baña dos veces en el mismo río y cosas por el estilo. Me refiero ante todo a nuestra naturaleza, de la cual cuerpo y psique constituyen instancias complementarias. El tiempo que pasamos en el vientre de nuestras madres no es solo tiempo de crecimiento físico, de aumento en tamaño, sino básicamente de transformación: de simple entidad pluricelular pasamos a ser peces, de peces pasamos a ser anfibios, de anfibios pasamos a ser mamíferos terrestres, resumiendo la totalidad de la trayectoria de la vida en tan solo nueve meses. Una vez convertidos en seres independientes simulamos ser fieles con sus más y sus menos a una misma identidad, pero no hay segundo en que nuestro organismo no deje de cambiar: perdemos piel y moléculas, efectuamos diarias adaptaciones a nuestro medio ambiente; nuestro cuerpo está tan preparado de fábrica para el cambio que en caso de accidente es capaz de producir ajustes extremos, desechando partes enteras de nuestro cerebro y reconfigurando otras para que desempeñen tareas que hasta entonces no llevaban a cabo.

Si el cambio nos resulta esencial, si en buena medida somos el cambio, tratar de negarlo, ignorarlo o ponerle freno sólo puede resultar en catástrofe. Los predicadores del eterno retorno de lo peor saben lo que hacen cuando nos enfrentan a la realidad del mundo, e incluso apelan a nuestra propia experiencia vital: todos sabemos cuánto cuesta cambiar, y la decepción que sentimos incluso cuando creemos haber cambiado y alguna circunstancia nos revela que el viejo yo sigue viviendo allí, al acecho, esperando su oportunidad de salir nuevamente a la luz. Lo que yo digo es que debemos estar preparados para estas regurgitaciones porque son parte de las características del proceso. El cambio verdadero siempre es lento y trabajoso. ¿O se creen que la transformación de un pez en anfibio se verificó en el transcurso de una generación? Hay que tener paciencia, es preciso perseverar. Y en la hora de duda, revisar el camino andado. Aunque es difícil y las recaídas son constantes, ¿no les consta a ustedes que hay cosas que han cambiado para bien con el correr de los años, tanto en el mundo como en sus propias vidas?  Yo sé que en esencia sigo siendo el mismo, pero también sé que hay errores que no volveré a cometer y debilidades que no volverán a meterme zancadillas. Quizás no sea mucho, pero es algo. Mientras tanto, elijo creer que me he sumado voluntariamente a los ejemplares de la especie que están dispuestos y abiertos al cambio, que formo parte de aquellos peces que curiosean a diario en la orilla, preguntándose que habrá más allá del límite de las aguas. Somos producto de una infinita cadena de transformaciones y no deberíamos tratar de cortar la cadena allí donde estamos, sino más bien tratar de prolongarla, tal como la dinámica de la vida nos pide. Ya vendrán más y mejores eslabones, si cumplimos con nuestra tarea de facilitadores.

Así que a desear cambios y acometerlos sin complejo alguno. Nada cambiará en el futuro si no hacemos hoy los movimientos que preparen el camino de ese cambio.

Feliz 2007 para todos. Como diría Luis Alberto Spinetta, mañana es mejor.

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2 de enero de 2007
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ATRASO UNO

El 2 de enero del 2007 es el mejor día para hacer lo que no hice en el 2006. Como escribir sobre la novela, más bien novelita (o «novela» en el sentido de la palabra inglesa) de Alejandro Zambra. Se trata de un autor chileno que era conocido, se conocía poco, por ser de la raza maldita para el éxito comercial: es poeta. Se han dicho maravillas sobre su libro, Bonsái. Al final, como siempre, el libro no puede competir con los elogios: lo leí y me decepcionó, pero es una rica decepción. Bonsái tiene buena madera.

Ante todo es una hazaña tipográfica. Fabricar 94 páginas con un relato tan corto dice mucho sobre la voluntad de Anagrama de publicar el libro. Uno piensa en los libros tan breves de Les éditions de Minuit en París. Acabada la última página, al leer el precio en la contratapa, siempre tengo la tentación de hacer una demanda judicial a la casa editorial. A veces, la brevedad se confunde con la chapucería.

Hasta la página 73, Bonsái es un milagro. Un texto de una ligereza inverosímil. El soplo de un minimalista que finge escribir una novela realista con la técnica de un poeta especializado en haiku. En la página 74, todo cambia. La obra se transforma, como dice el narrador en «una historia liviana que se pone pesada», la historia de Julio y Emilia. Una historia que conocemos desde el primer párrafo: «Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura».

Zambra maneja una técnica fenomenal en lo relacionado con el uso de las repeticiones. Hemingway en sus cuentos solía hacer lo mismo: utilizar una palabra como un martillo para dar golpes repetidos al lector. Es lo mejor de Bonsái, al lado de una evaluación de varias obras literarias como estimulador sexual. Julio y Emilia leen en voz alta antes de follar. En realidad, Emilia es la única que folla; Emilio, por su parte, hace el amor, lo que explica que ocurra «lo de siempre. Al final, todo se va a la mierda».

El fallo en las últimas veinte páginas del libro es un claro caso de rendimiento insuficiente. Zambra tiene todo listo para una catarsis borgiana y renuncia con una franqueza ingenua: “El final de esta historia debería ilusionarnos, escribe, pero no nos ilusiona”. Lucidez: entregar una obra y también la crítica lúcida de la obra; o renuncia: irse de la carrera cuando la posibilidad de ganar es obvia. No sé que opinar de aquella alternativa, pero me equivoqué al no decir nada de Bonsái. Lo que hago hoy está atrasado. Pero este atraso no es mi único atraso del año 2006. Mañana me toca recuperar el atraso 2: un aniversario.

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2 de enero de 2007
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BUSCANDO PARAÍSOS (2)

Aquí seguimos. Un año con siete, ¿querrá decir algo? No creo. Yo estoy en Babia. De verdad. Y cerca de un pintor, de un escritor tan extraordinario como extravagante en su libertad y su cultura. Con Eduardo Arroyo estamos jugando a imaginar el lugar ideal de ese paraíso posible propuesto por Jaime Gil de Biedma. Como lo prometí, les termino de copiar los términos físicos y otros de ese paraíso o lo que sea. Seguimos:

“Fuentes de energía natural: Hidroeléctricas. Yacimientos de petróleo en la costa patagónica.

Actividades económicas: Ganadería y agricultura. Serrerías. Fábricas de harinas. Herrerías. Industria química. Costa de levante: conservas. Aceita de oliva. Artículos de uso doméstico. Costa patagónica: petróleo; estudios cinematográficos.

Medios de transporte: Automóvil, modelos anteriores a 1933. Trenes de mercancías. Caballos. En invierno, trineos con campanillas.

Arquitectura: Centro de la capital: conjunto urbano del siglo XVIII, básicamente como el de Lisboa entre Restauradores y Praca do Comercio. El resto: caserones donde conviven todos los estilos, desde la edad media hasta 1914, varias veces construidos, reconstruidos, reparados y desfigurados a lo largo de los siglos.

Un mercado público art nouveau. Abundan las calles estrechas flanqueadas de muros altos, por encima de los cuales asoma el arbolado: jardines elevados sobre el nivel de la calle. Ermitas románicas en los alrededores de la capital.

Mobiliario y ajuar doméstico: complicado y un poco descabalado

Indumentaria: Hasta los diecisiete años, ambos sexos, camisas y blue jeans, pelo largo.

Entre diecisiete y  veinticinco años, ambos sexos: como los personajes de la misma edad en las pinturas de Botticelli. De veinticinco a treinta años: hombres, otra vez blue jeans, ahora manchados de grasa, jerseys gruesos; camisas viejas en verano. Mujeres, como en el periodo anterior. De treinta a sesenta años: hombres,  traje de franela gris y corbata inglesa. Mujeres: a elegir entre a) panniers a la Pompadour y b) cabaretera de un salón de película del Oeste. De sesenta años en adelante. Hombres: como los reyes de la baraja. Mujeres: a elegir entre a) abuelita de cuento y b) indumentaria y tocado de Isabel I de Inglaterra en sus últimos retratos -la de María Luisa de Parma, en algunas pinturas de Goya, también sirve…".

Ya quedan pocos apartados que vayan componiendo ese paraíso que no nos parece tan disparatado. Eso sí, Eduardo Arroyo, que ya ha cumplido sesenta años, se resiste a vestirse como los reyes de la baraja…Y eso que conserva el tipo. A mí me parece más aburrido mi traje de franela gris, incluso la corbata inglesa… Mañana, les prometo, terminamos este paseo por el imaginario paraíso.

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2 de enero de 2007
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