Vicente Verdú
Como nos ocurría con el misterio de los aviones que traspasaban la barrera del sonido, el futuro ha llegado hasta nosotros con una velocidad varias veces superior a cualquier pronóstico.
Me refiero a nosotros, los mayores. Aquellos a quienes asombró la supersónica velocidad del aeroplano y espantaba el estampido del espacio. Nuestra tercera edad se ha fundido obligadamente con la tercera ola de Alvin Toffler y sin la mínima opción de un surfing cuyo prodigio sin descifrar se iguala al enigma del match.
Pero no es preciso remontarse a la aeronáutica o la náutica.
Prácticamente las dos terceras partes de los juguetes más comunes que se anuncian para esta Navidad son artefactos que no sólo no manipularemos por dentro sino que jamás entenderemos por fuera.
¿La superficie? Nunca fue más compleja la superficialidad, ni más inteligente la piel de los objetos. El ciberespacio que reside tras estas líneas, el sostén orgánico que cunde bajo esta pantalla lo ignoramos nosotros desesperada y deliberadamente con el fin de protegernos. La vacilación del cursor, los signos que parpadean y desaparecen, la intangibilidad del párrafo, el desequilibrio de teclear sobre un cristal resbaladizo nos precipitarían, a poco que meditáramos, en la irremediable fosa de un sueño: la indolora mortalidad que la veloz llegada del futuro nos inculca.