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EL E-MAIL

Un malentendido que por teléfono se resolvería con dos palabras puede requerir varios e-mails cuando la comunicación se establece invariablemente por mail. ¿Son los mails, en  consecuencia, eficaces? El mail atiende a la ligereza, es decir, sin ser visto, soltar algo sin el riesgo de ruborizarse, errar y verse exculpado, emitir una información y sin gastar apenas espacio y tiempo en el procedimiento.

Los jóvenes se despiden diciendo que seguirán en contacto a través del mail. Ni del móvil, siquiera, aunque también. ¿Por qué el recurso amistoso al mail? Porque reúne sintéticamente la información más breve y el gesto y la facticidad.

Pero su estilo de comunicación simplificada se ha convertido simultáneamente en un estilo general de comunicación. De una incomunicación a menudo asaltada por los defectos del texto o por lo atropellado de la lectura.

El mail es velocidad, instantaneidad y, con ello, viveza, precipitación, atolondramiento. Ni las faltas de ortografía ni de gramática, ni las faltas de precisión son defectos insoportables. Precisamente el mail es súbito y sus  defectos solo parecen graves a quienes se empeñan en demandarle la misma o parecida función que a las cartas o los sopesadísimos textos que componían los telegramas. El mail crea equívocos, malentendidos, exige rectificaciones y ralentización a poco que se le fuerce a decir más de la cuenta.

Su capacidad de contar es tan reducida e impropia de su función que luce tanto más cuanto más concentra y abrevia su contenido.

El mail no espera que se le reciba con atención ni aplomo de conspicuo lector sino con un vistazo y haciendo algo a la vez.  La celeridad de los cambios sociales o tecnológicos o económicos ha cambiado las vidas -de paso el mail ha introducido esta nueva escritura del instante, veloz- pero sin apenas concepto. Un prodigio de la levedad y la superficie.

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27 de diciembre de 2006
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Salvando a Piggy Sneed

No siempre la luz llega a nosotros de manera directa: a menudo debe reflejarse en cuerpos ajenos y en otras superficies, hasta que al fin despeja nuestra mirada.

Estaba yo en Barcelona con Rodrigo Fresán, quien me habló de Robertson Davies, a quien yo conocía tan sólo de nombre. “Es el escritor del que habla John Irving en Trying to Save Piggy Sneed”, me dijo. Confesé que tenía el libro de Irving, autor de novelas maravillosas como The World According to Garp y The Cider House Rules, pero que nunca lo había leído. Convencido de su teoría sobre mi afinidad no descubierta con Davies (a lo largo de la vida aprendí a confiar a ciegas en las intuiciones de Rodrigo en materia literaria), me llevó de las narices hasta la librería en que me compré la Trilogía de Deptford, que comprende las novelas Fifth Business, The Manticore y World of Wonders. En el avión de regreso arranqué por el principio y no pude parar. Fifth Business me fascinó. Tanto, que apenas llegado a casa corrí a la biblioteca a buscar Trying to Save Piggy Sneed: John Irving es uno de mis escritores favoritos, y si él decía algo positivo sobre Robertson Davies yo quería saberlo.

Resultó que todo lo que Irving hace con Davies es citar un párrafo de Fifth Business. En este sentido la lectura fue frustrante, pero por culpa de Davies –y por extensión, de Rodrigo- terminé disfrutando de Trying to Save Piggy Sneed, que en esencia es la explicación de Irving sobre por qué llegó a convertirse en escritor. Una explicación que Irving pretende biográfica (de hecho responsabiliza del asunto a su abuela y a un recolector de basura retardado a quien le decían Piggy Sneed), pero que de alguna manera echaba luz sobre mis propias motivaciones a la hora de crear una ficción.

La memoria de un escritor de ficción es especialmente imperfecta a la hora de proveer detalles”, dice Irving. “Siempre imaginamos un detalle mejor que aquel que podemos recordar… El detalle más revelador es aquel que podría haber ocurrido, o que debería haberlo hecho. La mitad de mi vida es un acto de revisión; más de la mitad del acto es realizada con pequeños cambios. Ser un escritor significa un matrimonio agotador entre la observación cuidadosa y la casi tan cuidadosa invención de las verdades que no has tenido oportunidad de ver. El resto es el manejo estricto y necesario del lenguaje; para mí esto significa escribir y reescribir las frases hasta que suenan tan espontáneas como una buena conversación”.

Después de dar cuenta de estos principios del oficio Irving habla de su abuela, que durante años fue la persona más vieja en haberse graduado en Literatura Inglesa en la Universidad de Wellesley. Según dice, la abuela era cultísima y además amabilísima, una de las pocas personas de Exeter, New Hampshire, en mostrar verdadera misericordia cristiana con el retardado de Piggy Sneed. Como todos los niños del pueblo, Irving revistaba en cambio en filas de la turba que se burlaba a diario del tonto. (Imagino que este apellido forma parte de los pequeños cambios que Irving realiza al recordar: Sneed se parece demasiado a sneer, que designa una burla condescendiente, como para tratarse de un detalle real.)

La cuestión es que un día la cabaña infecta en que Piggy y sus cerdos vivían se incendió. Mientras la gente la veía arder sin remedio e imaginaba el trágico destino de sus habitantes, Irving, que para entonces se había convertido en bombero voluntario, alzó la voz y expresó su convicción de que Piggy no podía estar allí dentro. Era loco, pero no estúpido. Seguramente se había ido del pueblo, harto al fin de los cerdos. Estaría en Florida, el sitio que sin dudas habría elegido para vivir sus últimos años como tantos otros viejos.

De inmediato Irving advirtió que todo el mundo le prestaba atención. La forma en que imaginaba el destino de Piggy Sneed había capturado las voluntades de los presentes, aunque más no fuese por un minuto. Por supuesto, al rato las llamas se extinguieron y los restos de Sneed y de sus cerdos aparecieron entre los despojos.

Años después la abuela de Irving le preguntó por qué se había convertido en escritor. Recurrió entonces al recuerdo de Piggy Sneed y al de la epifanía que lo iluminó al mismo tiempo que las llamas: Irving había comprendido entonces que el escritor necesita al mismo tiempo imaginar el posible rescate de Piggy –y a la vez encender el fuego que lo acosa. Demostrando que ante todo era una mujer de sentido común, su abuela interrumpió su justificación para decir: “Johnny querido, te habrías ahorrado muchos problemas con tan sólo tratar al señor Sneed con un poco de decencia cuando estaba vivo”.

Irving pertenece, pues, a esa clase de escritores a la que me gustaría sumarme, en el improbable caso de hacer alguna vez los méritos suficientes. (Porque hay otras clases de escritores con las que no me gustaría saber nada: están los que tan sólo tratan de salvarse a sí mismos, o de vengarse del mundo, o de engrosar su cuenta bancaria, o de desplegar plumas como pavorreales.) Al igual que Dickens y que su admirado Robertson Davies, Irving es de aquellos escritores que han padecido penurias ciertas y provocado otras tantas, y que en absoluta consciencia de su humanidad (lo cual equivale a decir a sabiendas de sus limitaciones como hombres), escriben tratando de salvar a Piggy Sneed.

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27 de diciembre de 2006
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REVISTA DE BARES ( 1)

Encontré el texto de Gil de Biedma de los bares, su  “Revista de bares” o apuntes para una prehistoria de la difunta “gauche divine”. Está en ese excepcional libro de ensayos que hace tiempo no leía. Vuelvo a él y encuentro muchas posibilidades de elucubrar en estos días de vacaciones. Me lo llevo en mi equipaje de libros para combatir las vacaciones. Se trata de una revista de los bares que en la Barcelona de los sesenta merecían ser consignados como sitios para beber con un poco de detenimiento. Habla del Store Club, un lugar muy de teenagers, chicos y chicas de la burguesía afrancesada barcelonesa. Sigue con otro bar, por un puro bar, clásico, tranquilo y con toques informales: el Flamingo. Y la lista continúa por la Plaza Real, por Blue Note, el escondido El pirata, en una calleja de Mayor de Gracia. O el muy preferido Whisky Club, un lugar importante en su cultura urbana. Un lugar donde apetece imaginarse. Reflexiona Jaime Gil, “la civilización es una lucha por crear un ambiente”.

También habla de uno de Madrid, de uno que conocimos aunque no frecuentamos, el Jimmy’s. Está en pleno barrio chino, en plena calle de la Ballesta, y fue el primer bar español que pudo ser llamado de “whisky a gogó”. A finales de los cincuenta a Jaime Gil y a Ángel González les pareció lo más moderno. Un Madrid oculto que se ponía de pie en sus barras de bares. Un bar que inauguraron el Marqués de Villaverde y Luis Miguel Dominguín. Al piano del bar estaba un joven músico llamado Manuel Alejandro. Años después, gracias a Julio Iglesias y a otros, sería uno de los pocos multimillonarios de nuestra música. Le gustó el Jimmy’s a Jaime, allí podía beber y ligar. También ligaba y bebía, cada uno a lo suyo, su amigo y compañero de poesía Ángel González.

No tengo ni idea de qué bares de Barcelona, de los que cita Jaime Gil, quedan abiertos y conservando eso tan apreciable que es un “ambiente”. Pero sí que hay que dar por perdidos los de Madrid. Para encontrar con Ángel González un bar de aquellos que les complacían hay que inventarlo. Mejor cambiar de bares.

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27 de diciembre de 2006
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26 diciembre

Más allá de la línea del horizonte, en alta mar, un fuerte temporal retrasa la salida de nuestro barco. Algunos pasajeros impacientes reclaman una explicación a los responsables de la naviera. Acostumbrados a prescindir de las inclemencias del tiempo, soportan con mal disimulado enojo los contratiempos.

Luego, una vez que el capitán ordena emprender la travesía, veremos levantarse grandes olas contra el casco del barco, bajo un cielo encapotado por nubarrones grises. Con los elementos en contra -el viento es huracanado y la corriente pretende retenernos en el puerto- el viaje durará más de lo previsto.

Mejor para mí. Leeré de un tirón el nuevo libro de Márquez Villanueva.

El erudito español de Harvard domina con una elegante soltura el relato discursivo y sabe ponerlo al servicio de sus hallazgos. Como en otras ocasiones, el discípulo y heredero de Américo Castro nos obliga a contemplar el embrollado laberinto español a la luz de unas investigaciones recluidas en el circuito de los profesores universitarios.

Pero al que tenga la costumbre de observar con curiosidad crítica su entorno cultural no le asombrará que las proposiciones de Márquez sigan condenadas a parecer una furtiva lectura del caso español.

Pues el drama de los conversos, considerado como el polémico nudo trágico de nuestra historia, es en este libro la única razón que da cuenta del padecimiento intelectual y moral de un país condenado a sufrirse de siglo en siglo bajo la férula de un pasado tercamente redivivo.

Perseguidos por la primera policía política de la edad moderna, acosados por el miedo a ser denunciados, acorralados por la inquina, sometidos a la sospecha del vulgo, cercados por la crueldad popular, los conversos son un fenómeno más amplio de lo previsto por los primeros historiadores. Y ahora no simbolizan tan solo la tragedia de los judaizantes sino el gran paradigma del trasiego español. El de una sociedad regida por la costumbre de la delación.

Durante más de cuatro siglos no existió en España súbdito que no pudiera ser víctima de una acusación irrefutable. Y no hubo plebeyo, clérigo o cortesano que no pudiera ser alguna vez en su vida reo de sospecha. Y no sólo por tener en su genealogía un antepasado judío, o haber practicado él mismo los ritos de aquella religión, sino por anticipar con su pensamiento autónomo el futuro de la inminente modernidad europea: un suave racionalismo escéptico bastaba para perder la vida y, desde luego, la hacienda.

¿Es erróneo concluir que esta tortura psicológica ha sido el crisol donde se ha moldeado un carácter colectivo? ¿No sería ésta poderosa influencia institucional, sancionada por el Estado y la Iglesia, la que mejor explica el hábito inquisitorial de una cultura empecinada todavía en perseguir y ofender al disidente?

Lejos de ser una reliquia de especialistas, el nudo trágico de los conversos merece la más severa indagación crítica que cabe concebir en una sociedad dispuesta a entender su pathos.

Cuenta Márquez que en la masiva persecución de los españoles contra sí mismos destacaron los frailes mendicantes. Con sus prédicas excitaban el odio de la población resentida, haciendo de su ferocidad la más formidable maquinaria de delación y acoso que conoció Europa hasta la era del régimen nazi (y estalinista).

Un fuerte golpe de mar hace tambalear el barco. Los libros caen al suelo del camarote. Parece que la nave aminora la marcha y cambia de rumbo. Subiré a cubierta a ver qué nos dicen.

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26 de diciembre de 2006
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Mexicanos increíbles, América fantástica

Durante mi último viaje a España vi la película Children of Men, del mexicano Alfonso Cuarón, de la cual hablé maravillas. (Aunque no al punto de creer que es mejor que Blade Runner, como alguien dijo por ahí. En realidad son muy distintas, por lo cual toda comparación sería injusta. Y además eso de meterse con Blade Runner no está nada bien.) Pero también vi en aquellos días otro film que me sacudió con la misma intensidad, y del que no hablé entonces. Se trata de El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. El hecho de que tanto Cuarón como del Toro sean mexicanos no es la única afinidad entre ambos films; de hecho existe una complicidad entre ambos realizadores, al punto de que Cuarón figura como uno de los productores de este Laberinto.

La historia se desarrolla en España poco después del fin de la Guerra Civil. Su protagonista es una niña al filo de la adolescencia, que llega al puesto militar fronterizo liderado por el Capitán (un siniestrísimo Sergi López), que es además el nuevo marido de su madre –y el padre del hermanastro que la mujer lleva en el vientre. Ya desde el mismo comienzo la narración se bifurca. Por un sendero va la historia “real”, que compete al sufrimiento de la niña bajo la égida dictatorial de su padrastro y al enfrentamiento de los nacionales con una banda republicana que resiste en los bosques. Y por la otra vía se mueve la historia “fantástica”, disparada por la aparición de un insecto-hada y de un fauno que revela a la niña que ella es en verdad la princesa de un reino encantado: para recuperar su condición original, deberá llevar a cabo diversas pruebas de las que es necesario que salga airosa.

Children of Men y El laberinto del fauno comparten su libertad narrativa: eligen hablar de males concretos y tangibles del mundo de hoy, pero lo hacen sin sentirse atadas en lo más mínimo a la tierra plana del realismo. Children opta por la ciencia ficción, es lo que suele llamarse una distopía, una suerte de anti-utopía; como en realidad los males imaginarios que plantea están separados de nuestros males por una delgada línea (que el relato sitúa en un futuro del que sólo nos distancia veinte años), Cuarón hace bien al quedarse lo más próximo posible a las estéticas del presente. El laberinto del fauno, en cambio, ocurre en el pasado, y sus divergencias con el realismo vienen de un pasado aun más remoto: hablo de elementos y figuras míticas como laberintos y faunos, raíces de mandrágora y monstruos consagrados a los sacrificios humanos.

A partir de allí empiezan a diferenciarse. Children emplea sus primeros minutos en convencernos de que ese mundo que cuenta es verosímil, y una vez triunfante en su cometido nos deja allí. En cambio El laberinto del fauno juega de manera constante con los dos mundos simultáneos que describe: cómo uno se funde con el otro, y cómo sus hechos se retroalimentan. Donde Cuarón sugiere que este es un mundo único que no ofrece escapatoria, del Toro apela a los espejos deformantes y pretende que existen muchas cosas que nuestros ojos no suelen ver y que nuestro entendimiento no acostumbra a considerar. La violencia fascista del mundo real no se ablanda al convivir con lo fantástico, muy por el contrario: la fantasía revela cuánto de nuestra historia real puede ser interpretado en clave de miedos atávicos y de arquetipos junguianos.

Es necesario elogiar a del Toro por la maestría con que maneja los efectos especiales: están tan bien hechos que entregarse a la fantasía no cuesta esfuerzo alguno. Pero el elogio mayor debería resaltar su talento como narrador a secas. El mundo en apariencia dicotómico que propone funciona a la perfección, y el combate único que describe (que para ponerlo en términos que me son afectos definiría como imaginación versus violencia) encuentra en este tono de cuento de hadas negro su mejor forma.

Me parece magnífico lo que estos dos tipos están haciendo: tanto Cuarón como del Toro hablan de sus más profundas obsesiones, pero para hacerlo optan por escapar de las convenciones del realismo, recurriendo en cambio a la imaginación desbordada tan característica de la América Latina, que arranca con el Popol Vuh y llega hasta Borges y (en una vena completamente distinta) García Márquez. Siempre creí que la mayor parte de las películas sobre la Guerra Civil y sus consecuencias se equivocaban al narrar de la manera seca y adusta que yo no podía menos que asociar con la estética franquista. (El espíritu de la colmena sería una de esas excepciones que me da la razón.) Déjenme pensar que Cuarón y del Toro están llevando esta característica nuestra al primer plano en el cine, y convirtiéndose, al hacerlo, en puntas de lanza de un movimiento que debería llevar a nuestros narradores (cineastas, escritores, dramaturgos) al sitio de preeminencia internacional que sin duda alguna merecen.

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26 de diciembre de 2006
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CORTAR

La editorial Tusquets publica Diez grandes novelas y sus autores, de William Somerset Maugham. Es la traducción de un libro cuyo titulo original viene al revés, poniendo los artistas antes de las obras: Great Novelists and their Novels. Tengo todavía un ejemplar (primera edición, 1948). El libro no vale más que el trabajo para encontrarlo. Supongo que es muy difícil: su editor, The John C. Winston Company, con sus dos oficinas en Filadelfia y Toronto, no dejó una huella muy grande en el mundo editorial.

El libro tiene como origen dos etapas explicadas por Maugham de manera muy transparente. Primero, el autor inglés hizo una lista de las diez mejores novelas, por solicitud expresa de un editor. Segundo, aceptó escribir, para otro editor, una introducción para la publicación de cada una de estas novelas en una versión más corta. Se trataba de adaptar a la literatura la técnica del Reader’s Digest, el mensual que publicaba entonces con gran éxito resúmenes o versiones más pequeñas de artículos, para ayudar a sus lectores a no perder tiempo.

Las diez novelas escogidas por Maugham vienen en su libro en el orden siguiente:

Guerra y paz de Tolstói
Papa Goriot de Balzac
Tom Jones de Fielding
Orgullo y prejuicio de Austen
Rojo y negro de Stendhal
Cumbres borrascosas de Emily Brontë
Madame Bovary de Flaubert
David Copperfield de Dickens
Los hermanos Karamazov de Dostoievski
Moby Dick de Melville

En realidad, Maugham quería incluir en la lista a la novela de Proust En busca del tiempo perdido. No lo hizo y no sabemos porqué. Quizás Gallimard rechazaba cualquier idea de sacar una versión más corta. Maugham propone otra explicación: a pesar de numerosos recortes, la novela guardaba un tamaño imposible para el editor.

La recopilación de las diez introducciones es el testimonio de un verdugo. Cada texto de Maugham venía antes de una obra clásica acortada para permitir una lectura rápida. Pero el conjunto de los análisis es interesante. Maugham conoce el negocio, los trucos, las técnicas, los fallos más comunes de los escritores.

Su tesis es más o menos la siguiente: una novela no puede contar una historia de manera continua, lo que supondría entrar en detalles insoportables; su autor prefiere crear una especie de cadena cuyos eslabones son descripciones, diálogos, relatos, etc. Es la suma, en un cierto orden, de los elementos discontinuos que crea en la mente del lector la percepción de un relato continuo que se parece a la vida. En realidad, opina Maugham, en todas las obras, incluidas las mejores, sobran los eslabones. Podemos quitar unos sin perder el diseño global y tampoco el argumento de una novela.

Maugham se equivoca. Una novela no es el mero relato de una historia. Tiene una dinámica propia más allá del argumento, con aceleración, inmovilidad, caídas, pasos perdidos y búsquedas fracasadas. Una novela es como la vida: da vueltas. «Ninguna novela es perfecta» prefiere decir Maugham. Y aquí tenemos la limitación de sus apasionantes ensayos: es la gran cocina de un chef descrita por un cocinero. El pobre hombre sabe todo sobre las recetas y los ingredientes pero no entiende que interviene otro factor en el trabajo. Se llama arte y no hay nada que se le pueda quitar sin perderlo todo.

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26 de diciembre de 2006
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ALCOHOL Y FIESTAS

La felicitación que espero con más interés en estos días, sin despreciar otras originales u ocurrentes, es la que cada año envía Pachi, la dueña del bar “El Cock”, uno de nuestros más habituales e históricos refugios del paisaje nocturno madrileño. Es una curiosa colección de pequeños relatos, de selección de textos que tienen que ver con la bebida y el alcohol. Siempre ha sido Gonzalo Armero el encargado de la selección y la edición, un excelente diseñador y otras cosas que tuvo la mala idea de morir antes de tiempo. Sus hijos, Jacobo y Mario, son buenos continuadores de su obra y de su amor por las letras y las buenas barras.

Este año han elegido para esa colección para bibliófilos un texto de Jack London. Un fragmento de su muy curioso relato “John Barleycorn”. Una suerte de memorias alcohólicas que algunos reconocemos muy bien. El personaje de London sabe que no es dipsómano porque durante meses en el barco, en una solitaria navegación, se da cuenta de que no le hace falta beber. Que sólo cuando está en compañía tiene el deseo de beber. Asegura que nadie ha comenzado a beber sin que haya sido por el entorno social. Que la propensión por la bebida proviene de la necesidad de relación social. Que cuando piensa en alcohol piensa en gente. Y que cuando piensa en ciudades, también piensa en bares y bebidas. Y así hace un recorrido por las ciudades y sus bares. Por las bebidas de antaño.

Estaba leyendo en soledad ese relato y me alarmé. Lo estaba haciendo en casa, solo y, sin embargo, me estaba gustando saborear mientras leía mi copa de whisky. Me empecé a preocupar. Creo que después de estas fiestas tendré que dejar de beber si no estoy acompañado. Tendré que volver a unir el alcohol a las fiestas, a lo social y a la compañía en los bares. Tendré que renovar mis bares. Ya no se les puede pedir aquellas cualidades que tanto gustaban a Jaime Gil de Biedma. Intentaré buscar el texto de Jaime Gil.

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26 de diciembre de 2006
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PERIÓDICOS MACHOS

Los periódicos padecen una importante y extraña dificultad para fabricarse en Navidades. La falta de personal podría creerse un motivo pero no es precisamente la razón. Si fuera algo parecido a las deficiencias de producción no habría en ello nada de extraño; lo raro o rarísimo procede del incomodo que siente un periódico hacia los repertorios relacionados con la bondad.

No parece asunto propio de un periódico serio distribuir sentimientos amables entre la población ni tampoco entretenerse en atmósferas confortables ni demasiado afectivas.

La naturaleza de un periódico lo acerca a una construcción dispuesta para la noticia bomba o la diatriba. Se compone efectivamente de otros elementos más pero siempre como relleno si se compara con la importancia desempeñada por las cuestiones crudas.

La espina dorsal de un diario suele ser dura, incisiva, cortante y cosas así. Todos los periódicos nacieron de manos de los hombres y la masculinidad ha sido su marca desde la misma fundación hasta nuestros días, director arriba, director abajo.

No bastó hasta ahora mismo que la redacción contratara mujeres, que algunas grandes señoras invirtieran su cuantioso capital familiar o incluso ocuparan los encimados despachos del poder. Esas mujeres han reproducido casi hasta ahora el modelo recibido de la virilidad o no lo han travestido.

¿Un periódico femenino? Casi resulta una contradicción o una ridiculez testimonial, por el momento. Hay semanarios femeninos, pero diarios femeninos no se conoce ninguno que haya bullido más allá de lo anecdótico.

La práctica generalidad del panorama de la prensa se encuentra teñido (aunque en plena decoloración) de pigmentaciones  masculinas, e incluso las cabeceras sensacionalistas británicas o alemanas siguen inspiradas en la prensa canalla de tipos forjados en los viejos garitos de madrugada. La Navidad no es necesariamente femenina pero ¿cómo dudar que huele a maternidad? La Navidad no es necesariamente pacífica pero ¿cómo discutir que predominan los suaves productos de azúcar y miel? Una pastelería incompatible con la mitología de la tinta, el plomo y la estampida del scoop

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26 de diciembre de 2006
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Cómo colaborar con los terroristas

Han llegado a mis manos al mismo tiempo una reseña sobre estrategia contrasubversiva tras el 11-S publicada por Max Rodenbeck en el New York Review of Books y un documental norteamericano llamado State of fear, sobre la guerra del Estado peruano contra Sendero Luminoso en los años 80. Después de revisar ambos, mi conclusión es que los gobiernos más disímiles pueden cometer los mismos errores –diría con más énfasis: las mismas estupideces- en situaciones equivalentes. Y que ambas estrategias contra el terrorismo, en vez de resolver el problema, fueron de gran ayuda para los terroristas.

Rodenbeck resalta que el terrorismo no es nuevo: está documentado por lo menos desde tiempos de Cristo, cuando los zelotas trataban de provocar mediante asesinatos una reacción desmesurada del imperio romano. Y sin embargo, en veintiún siglos, muy pocos grupos han conseguido por sus propios medios el objetivo de tumbar al sistema establecido o liberar un territorio. Su primer objetivo en realidad es que el Estado los tome en serio y los considere rivales a su altura. Eso es lo que hizo Bush.

Las cifras enseñan que las probabilidades que tiene un americano de morir en un atentado terrorista son las mismas que tiene de fallecer por una reacción alérgica a los cacahuates. Cada año mueren seis veces más americanos en manos de conductores borrachos de los que murieron en las torres gemelas. Pero, por la espectacularidad del atentado, América hizo precisamente lo que Bin Laden esperaba. Considerar a Al Qaeda un ejército a su altura y declararle la guerra. Como consecuencia, muchos más americanos han muerto en Irak que en toda la historia previa de Al Qaeda y en todo el resto del planeta. Y ahora hay más terroristas. 

Lo mismo ocurrió en Perú: las sucesivas reacciones del gobierno a comienzos de la década fueron: enviar a la policía, enviar a la policía militarizada llamada sinchi y enviar al ejército. Como resultado, Sendero Luminoso multiplicó sus acciones en toda la llamada zona de emergencia y, lo más importante, recibió más apoyo popular que el Estado, al menos en sus primeros años.

Según Rodenbeck, dejar el problema en manos militares crea más problemas de los que ahorra. Como prueba, argumenta que el apoyo a la resistencia armada entre la población iraquí creció entre fines del 2003 y comienzos del 2004 del 8% al 61%. Lo mismo ocurrió con la invasión israelí de Líbano y las tropas inglesas en Irlanda del Norte en 1969. Y con Perú, claro. Según las evidencias, es tácticamente viable matar a todos los subversivos si y sólo si carecen de capacidad de recambio y apoyo entre la población. De lo contrario, todo golpe les suma argumentos y mártires. La violencia subversiva tiene una motivación política, por eso,  requiere una respuesta política.

Pero lo que no menciona Rodenbeck –y sí un poco State of fear- es que tanto el Estado peruano como el americano de Bush eran democracias. Todos estos absurdos errores estratégicos contaron con el beneplácito de los ciudadanos de sus países, que con frecuencia aprobaron o al menos hicieron la vista gorda ante la tortura, las desapariciones o los abusos. Al Qaeda es conciente de este argumento, con el que justifica sus matanzas de civiles. Pero no siempre lo somos nosotros mismos. Los derechos humanos no son una barrera sino un requisito de la lucha contra el terrorismo, como muestra la relativamente reducida capacidad de aniquilamiento que ha tenido ETA durante cuarenta años (menos de 1.000 víctimas ante un estado español que no se echó en brazos militares; Sendero, en cambio, causó 35.000 muertes en sólo diez años).

Este año que termina se han registrado rebrotes senderistas en Perú, se ha ensayado un proceso de paz en España y EE. UU. ha terminado por desaprobar en las elecciones la estrategia de Irak. Recordar la responsabilidad de los ciudadanos en la paz y la guerra quizá nos ahorre a nosotros y a nuestros enemigos mucha sangre.

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25 de diciembre de 2006
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¿Quién dice «yo soy como soy»?

Hace tiempo que no esperaba tanto la última edición de Granma, órgano oficial del comité central del Partido Comunista de Cuba. Me gustaría leer en Granma la «versión taquigráfica», es decir la versión oficial, del discurso pronunciado el miércoles 20 de diciembre por Raúl Castro frente al VII Congreso de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) en La Habana.

Cuando su hermano Fidel hablaba, el Consejo de Estado entregaba, de manera apresurada, la versión oficial de su discurso. No valía una grabación o las notas del público. Había que tener la versión taquigráfica y el Consejo de Estado, con sus técnicos, y las ineludibles y hábiles revisiones, entregaba la versión oficial, sin demora.

Hoy, tengo que utilizar la agencia EFE, citada por El Nuevo Herald, o un artículo de Mauricio Vicent, el corresponsal del diario El País en La Habana, para conocer las palabras de Raúl. Ambas versiones coinciden, al entregar la misma cita del número dos de Cuba. La misma, o casi la misma.

El País: "Fidel es insustituible, yo lo sé, que lo conozco desde que tengo uso de razón, y no siempre con las mejores relaciones, porque como él dice yo soy como soy".

Efe: "Fidel es insustituible, yo lo sé, que lo conozco desde que tengo uso de razón, no siempre con las mejores relaciones, porque como él dice, yo soy como soy''.

La lectura de estas frases se hace a dos niveles:

1. Nivel político.
Por primera vez, en una isla que celebra a sus héroes sin matices, un revolucionario de primer rango afirma que no siempre ha tenido las mejores relaciones con Fidel. Es algo nuevo. Es una manera fuerte de distanciarse del líder enfermo dentro de lo que permite la retórica oficial de la Revolución.

2. Nivel fraticido-gramatical.
Una coma cambia todo entre las versiones de El País y de Efe. Para El País, que prescinde de la coma, Raúl dice «yo soy como soy». Da a sus rasgos psicológicos personales la responsabilidad de las relaciones entre los dos hermanos, «no siempre las mejores». Para Efe, con el uso de una coma, Raúl cita a Fidel al decir «yo soy como soy» y lo culpa por unas relaciones que no han sido siempre las mejores entre los dos hermanos.

El «servicio taquigráfico» del Consejo de Estado tiene la última palabra: ¿quién es culpable de las malas relaciones, Fidel o Raúl? Esperemos.

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22 de diciembre de 2006
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