Marcelo Figueras
Me enteré leyendo un artículo del Clarín dominical firmado por Ana Barón, corresponsal en Washington: la última moda entre ciertos adolescentes norteamericanos es lo que se llama bum hunting, esto es la reunión de chicos para salir a cazar homeless por las calles y molerlos a palos –literalmente hablando, hasta matarlos en más de un caso.
Entre 1990 y 2005, 165 personas sin techo fueron asesinadas por muchachitos que, una vez detenidos, alegaron que solo los movía la intención de “divertirse”. Para peor muchos de estos críos graban la escena y la cuelgan en la red o editan en video. Ryan McPherson, de 18 años, cedió los derechos de su material por millón y medio de dólares y ya vendió 300.000 copias desde el año 2001. Poco tiempo atrás, en Calgary (Canadá), cinco jóvenes decidieron emular a McPherson. Armados con una cámara, salieron en busca de un homeless y cuando lo encontraron lo molieron a palos y le partieron una botella en la cabeza. No lo mataron de puro milagro. Michael Roberts, de 53 años, no tuvo tanta suerte. Cuatro chicos de entre 14 y 18 lo encontraron en el bosque al que había ido a fumar marihuana. Le pegaron, se fueron, volvieron, le pegaron otra vez más, se alejaron, regresaron y lo castigaron nuevamente, se fueron y terminaron volviendo una última vez: en esta ocasión lo hicieron armados con un palo con un clavo en su extremo, que le incrustaron a Roberts en la cabeza, produciéndole la muerte. Hoy el mayor de esos “chicos” purga una condena de 35 años en una prisión de Jasper, Florida, pero el peso de esas penas parece no tener efecto disuasorio alguno: la “moda” parece difundirse cada vez más, en buena medida a través de medios como la red.
Algunos dicen que matar a un homeless se ha convertido en una suerte de rito de iniciación para ingresar a un grupo. Las pandillas han existido siempre, pero hasta no hace mucho ingresar a ellas requería algo parecido a una prueba de coraje. ¿Cuál es el coraje necesario para apalear entre varios a un viejo hambriento e indefenso?
Yo pertenezco a la generación para la cual Singin’ in the Rain es, ante todo, la canción que cantan Alex (Malcolm McDowell) y sus drugos en La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, mientras muelen a golpes a un homeless y se cagan de risa. El domingo por la tarde, poco después de haber leído la noticia de la cual les hablo, vi por primera vez la Singin’ in the Rain de Gene Kelly y Stanley Donen. (Les juro que nunca la había visto completa antes, más allá de los clips clásicos que conoce todo el mundo.) Me pareció una película llena de imaginación y de exuberancia, una postal del espíritu humano consagrado a la creación de algo bello. La disfruté como loco y después sentí un poco de tristeza. Quizás porque entendí hasta qué punto el uso de la canción en La naranja mecánica entrañaba la corrupción de ese belleza, el trastocamiento más completo de su sentido: una canción hermosa funcionando como banda sonora de algo horrible; y quizás porque también me pesaban esos chicos perdidos, que seguramente crecieron en una circunstancia ajena a toda noción de belleza. Deben haber sido castigados e ignorados y brutalizados sistemáticamente durante sus cortas vidas, deben haber soportado la casi total aniquilación de su alma, para que ya no les quede otro entusiasmo que el de la violencia más cruel, ni más música que la de un hueso al quebrarse.