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LO AGRIDULCE

En Las criadas de Genet, una de las sirvientas dice a otra refiriéndose al ama: "¡Me corrompe su dulzura!".

El paso de lo dulce a lo corrupto, de lo acaramelado a lo agrio, parece tan factible que no en vano los platos chinos juntan ambos sabores como atributos muy vecinos, tan próximos que el primero tiende irremisiblemente a fundirse en su vecino y acabar envueltos en el universo de la descomposición.

Los fines y principios de año reproducen esta ecuación que lleva pronto de lo azucarado a lo avinagrado, del espeso empalago de la festividad a la áspera realidad de la primera mitad de enero.

En ningún punto parece tan ajena  la Navidad como en este intervalo del año ni se experimenta náusea mayor hacia las cenas y comidas opíparas, los gastos sin tasa,  los regalos acumulados sin función ni gozo, atiborrados sobre sí y goteando unos sobre otros en una pila que ahora ha experimentado una putrefacción veloz.

Los recuerdos son residuos del pasado. Estrictamente: detritus. Por felices que hayan sido en su momento, la memoria de su sobredosis conduce a un olor agrio, trasunto inconfundible del  vómito.

Mejor devolverlo todo, echarlo fuera de sí, lo bueno y lo malo,  y empezar orgánicamente de cero. Enero es este cero.

Lo que este mes posee de áspero se corresponde con su trabajo de vigorosa higiene o depuración.

Fantaseamos  con un año mejor gracias a esta ruda experiencia de lo vacío, pelado y enteco, sin la tierna oscuridad adornada con palmatorias ni todavía con la firme claridad que para el fin de este mes marcará la tarde.

En lo desabrido de este periodo se halla el futuro mejor. O eso esperamos perdiendo las podridas galas y entregándonos a las dietas que asumimos como un aseo moral del cuerpo, demasiado pringado de dulzuras propicio para deslizarse en la vecindad de la desintegración.

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8 de enero de 2007
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Historias endemoniadas

El proceso que llevó a las naciones europeas a colonizar el mundo entero, a descolonizarlo luego y a dominarlo nuevamente mediante una colonización que ya no exige su presencia física en tierras colonizadas, es uno de los más enredados y duros de enjuiciar de toda la historia.

Durante trescientos años el mundo se dividió en parcelas que sirvieron a modo de fincas para la aristocracia metropolitana. Las dos Américas, África, Asia y el Pacífico pasaron a ser propiedad de unos caballeros que vivían a miles de kilómetros. Del mismo modo que esos caballeros explotaban a sus servidores nacionales, también explotaban a los coloniales. La distancia, sin embargo, hizo que la explotación colonial pareciera más perversa que la nacional, de modo que las rebeliones anticoloniales fueron recibidas con alborozo, en tanto que las revoluciones proletarias tuvieron peor prensa y éxito menor.

En la actualidad la explotación capitalista no ha disminuido ni un ápice, las colonias africanas, por ejemplo, siguen siendo tiranizadas por rufianes corruptos y las compañías del primer mundo siguen dominando el mercado del tercero mediante la corrupción. El consuelo de los anticoloniales es que el canalla que ahora asesina y arruina a los nativos es uno de los suyos.

El gran John H. Elliot acaba de publicar una historia monumental de dos de estos imperios coloniales, el anglosajón y el español, la América del Norte y la del Sur, bajo el título de Imperios del Mundo Atlántico (Taurus). La comparación es utilísima. Uno de los imperios dependía de la Corona, todos los indígenas eran súbditos del rey y obedecían a la misma religión. El otro era un imperio comercial y por lo tanto mucho más liberal y heterogéneo. El resultado es que la población indígena pudo sobrevivir y mezclarse en uno de los imperios (el “malo” según la visión romántica), pero fue arrasada o convertida en una curiosidad zoológica en el otro (el “liberal”).

Es difícil decidir quién lo hizo peor, pero Elliot destruye el tópico de la superioridad moral nórdica frente al inhumano verdugo sureño.

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8 de enero de 2007
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Dar en el clavo

Si uno recorre con desgana el dial de su radio puede oír cosas verdaderamente extrañas.

Una locutora, por ejemplo, habla como si ningún corte publicitario la estuviera apremiando. Es evidente que le sobra tiempo para mecer a sus oyentes pero hoy ha decidido poner los puntos sobre las íes. A eso le ayuda una voz absolutamente desprovista de sensualidad.

Creo que habla de la cabeza de Mahoma:
Llamadlos fundamentalistas, dice. Llamadlos integristas si queréis. ¡Pero cómo defienden a su Dios!
Creo que esta señora ha dado en el clavo.

Cada vez que un creyente se enerva proclamando la existencia de Dios, irritado por la incomprensión, pierde la oportunidad de fomentar una hermosa controversia religiosa. Que en modo alguno consiste en vislumbrar la huella que una figura transparente deja en el aire. Es bien sabido que la lógica del lenguaje impide dar consistencia a las simplezas del espíritu –aunque los secretos alborozos del alma provoquen estremecimientos a flor de piel.

Lo que pertenece a la respetable disputa teológica no es la existencia de Dios –que debe darse por supuesta- sino el plan de Dios. La investigación metafísica intenta enhebrar el hilo argumental que daría respuesta solvente a la pregunta: y todo esto ¿para qué sirve? (La vida, la muerte, el mundo…)

Los intérpretes oficiales de la iglesia europea suelen evitar una discusión de este calibre. Agotados por siglos de escolástica se han resignado a considerar como insondables los misterios de un plan cuya envergadura se les escapa. Y se conforman administrando medidas legislativas de carácter moral –o radiofónico.

Es una lástima que renuncien a elaborar las sofisticadas estrategias narrativas que en otro tiempo ayudaron a descifrar el lánguido discurrir de los pesares humanos.

La vitalidad del Islam, sin embargo, que tanto les obsesiona, procede del ímpetu con que sus clérigos creen haber comprendido el plan de Dios.

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5 de enero de 2007
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RETRATOS DE AUTORES

Es difícil leer sobre la historia de la guerra civil en España sin enterarse de la existencia de Luis Quintanilla (1893-1978), pintor español comprometido con la República desde los años treinta. Amigo de Juan Gris, Quintanilla se hizo famoso con su estancia de unos meses en la cárcel, en 1934, por razones políticas. Los escritores Hemingway, Dos Passos, Malraux pidieron su libertad. Salió ileso para seguir el recorrido clásico de los artistas de su época: participación en la guerra en el interior, propaganda en el exterior y, finalmente, un largo exilio entre EE. UU. y Francia. Sus bocetos de la guerra civil se parecen mucho a lo que hizo George Grosz en la república de Weimar: la visión violenta de seres humanos gozando o sufriendo como animales.

Ahora, su hijo Paul Quintanilla le dedica un sitio cuya ergonomía es de las más confusas. Peor no se puede. Pero es una maravilla por el contenido: un texto de Hemingway, datos biográficos, pedacitos de libros, pinturas, dibujos. Es una carpeta llena de documentos con sabor a otros tiempos, a otros lugares. Y sobre todo está el arte de Quintanilla, obvio en la fluidez de la forma y la sencillez de los colores.

El artista vivía en EE. UU. en los años cuarenta. En 1943, empezó a producir una serie de retratos de escritores. Su hijo explica muy bien las circunstancias del proyecto, en un texto en inglés. Pero sin pasar por el texto se puede también visitar la pequeña galería por el mero placer de recordar la convivencia dentro de una comunidad de artistas que compartían un pueblo llamado Nueva York.

Lo primero que me interesa de estas pinturas es la lista de los escritores. Son dieciséis y creo que pocos son conocidos hoy y conforman una muestra caótica, imposible de entender. La lista de los que siguen siendo famosos es cortita: Dorothy Parker, Richard Wright, John Steinbeck, Lilian Hellman, John Dos Passos y Arthur Miller son, creo, los únicos que aparecen todavía en las librerías. Es posible que el nombre de William Shirer no diga nada hoy –fue el historiador que se encargó de explicar el nazismo después de la Segunda Guerra Mundial, su nombre fue borrado por la ola de trabajos sobre Hitler en las dos últimas décadas.

Segundo aspecto, extraño, del proyecto: el disfraz de los escritores. Son pinturas de ellos “tal como se ven a sí mismos”. Dorothy Parker, que decía que después de tres Martini estaría debajo de la mesa y después de cuatro, debajo del hombre que la invitó a beber, parece como una especie de ama de casa dedicándose a la costura. Richard Wright se imagina como un rompecabezas. John Steinbeck es una serpiente de mar. Liliam Helman se confunde con el color gris. Dos Passos es un pintor. Y Arthur Miller se cree Abraham Lincoln, uno de los presidentes asesinados. El retrato de Steinbeck, cuya figura como escritor se recupera y crece (fue un fabuloso autor de relatos de viaje, talento poco reconocido en la época de su Premio Nobel) me parece fascinante, muy real, muy parecido a la apariencia del mar en la parte de Monterrey, en California, que tanto papel jugó en su vida.

Pero, sobre todo, lo que la serie de retratos trae es el recuerdo de una época más generosa. Los artistas, en lugar de dedicarse únicamente a su obra, miraban a su entorno y seguían, no con celos sino con reconocimiento, la producción de las otras disciplinas. Hasta la Primera Guerra Mundial, en París, no había un solo escritor que no escribiera sobre arte. Sabemos lo que Zola, Flaubert, Baudelaire opinaban del arte de sus contemporáneos y tenemos retratos de todos los grandes escritores hechos por sus amigos pintores. El retrato de Steinbeck por Quintanilla es una última prueba de supervivencia de esta actitud abierta que mató el Dios del éxito comercial.

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5 de enero de 2007
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LIBROS QUE ME REGALARÉ

El primer libro que me he regalado, y si no he sido yo lo podría haber sido, en estas fiestas de tanta liberalidad económica, en estos días en los que todos somos menos roñosos con nosotros mismos, es un libro que me acompaña desde pequeño, Viajes de Gulliver, del que tengo unas cuantas ediciones y del que no me importa seguir acumulando nuevas. Ahora he sumado la ilustrada por Guillermo Pérez Villalta -tiene algo ese pintor que siempre me ha parecido un tanto kitsch, un estilo que funciona muy bien con este relato que lleva entreteniendo a niños y no tan niños, desde las primeras décadas del siglo XVIII. Esos viajes de Jonathan Swift son mucho más apetecibles que esos otros de los que hablábamos ayer cuando hicimos los viajes al Purgatorio. Es este entonces el primer hermoso libro que me regalo.

También me regalo otro, con ilustraciones, El festín de Babette. Un cuento muy propio para leer en estos días de tantos excesos. Un cuento con una de las mejores comidas que uno haya visto en el cine. Sí, para mí, primero fue cine; después ha sido este espléndido relato publicado ahora en una edición hermosa. La opípara cena que prepara la deliciosa Babette a esa pandilla de sobrios, de aburridos seguidores de un Dios tan castrador, tan ajeno a la felicidad, que dan ganas de salir corriendo -y que demuestra que, como dijo nuestra mística santa, Dios también está en los pucheros-, es perfecta para ser leída en estos días de excesos. Es un libro de Isak Dinesen, lo han editado los de Nórdica, que también han rescatado a un olvidado -para mí desconocido- escritor irlandés, Flann O’ Brien. Un gran libro policíaco, y algo más, que encantó a Joyce y Becket (no eran malos lectores), y que me ha permitido descubrir a un gran escritor.

Me he seguido regalando, pero tampoco hay que pasarse. Lo que sí les digo es que en mi maleta se han venido los Orwell que ha editado Turner, que nunca decepciona. Y el catálogo, ejemplar cuidado de Luis Muñoz, de la Residencia de Estudiantes sobre y para Juan Ramón Jiménez. Tan contento estoy con mis regalos a mí mismo. Mañana esperaré los demás; espero que no todos sean libros.

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5 de enero de 2007
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El arte de descuartizar

Bienvenido a la página Crime Scene Photos. ¿Trata usted de perpetrar un asesinato con estilo? ¿Está insatisfecho con la vulgaridad habitual de los psicópatas? ¿Quiere cometer un crimen que haga las delicias de los especialistas y los fans del género? Entonces ha llegado al lugar indicado. Pase, por favor, límpiese las manchas rojas de la manga y deje su cuchillo aquí. Adelante.

Nuestro primer ejemplar de hoy es el asesino de la Dalia Negra, inmortalizado por James Ellroy y llevado al cine por Brian de Palma. En la versión cinematográfica, la culpa era de la madre de Hilary Swank, pero es poco probable que la actriz tenga algo que ver. Además, a Ellroy no le gustó la película. En cualquier caso, concéntrense en la obra del artista. Es un trabajo realmente complejo que implicó dos días de torturas, quemaduras de cigarrillos y un cuchillo para dibujarle a la víctima una sonrisa de oreja a oreja, literalmente. El modo en que el asesino le rompió las rodillas con un bate de béisbol y le partió el cuerpo por la mitad nos habla de un hombre que ama su oficio.

Los cuidadosos escrúpulos del asesino de la Dalia Negra tuvieron su recompensa: aparte del libro de Ellroy, una amiga de la víctima escribió otro testimonio en el que culpaba nada menos que a Orson Welles. El crimen nunca fue resuelto. Eso es la gloria para un psicópata: la celebridad sin castigo. Los mejores criminales son aquellos cuya obra trasciende pero cuyo nombre desconocemos.

Pasemos ahora a uno que no tuvo tanta suerte: Ted Bundy. Las fotos de sus víctimas ostentan mordeduras que dan testimonio de su necesidad de afecto. La ternura de Bundy consistía en seleccionar siempre a chicas de pelo oscuro y largo que le recordaban a su mamá, una mujer que lo abandonó en manos de su violento abuelo. En cada víctima, Bundy mataba a su madre.

Crime Scene Photos no incluye información sobre los asesinos o las víctimas. Es sólo una página de imágenes sangrientas, una galería de los horrores que puede concebir un ser humano lo suficientemente desequilibrado como para matar no por ambición ni por defensa propia, sino sencillamente para satisfacer sus necesidades emocionales.  Pero al final de la página puedes acceder a un link con fotos e historias de todos ellos y muchos más: Charles Manson, Jack el destripador, Elizabeth Bathory, el Asesino del Zodiaco. Son tantos que hay un link aparte sólo para mujeres asesinas en serie.

Lo realmente increíble no es que haya tantos asesinos en serie, sino que haya tanta gente interesada en verlos. La página recibe miles de visitas diarias, y ha formado un club de aficionados en el que te puedes inscribir para recibir novedades sobre psicópatas y descuartizadores. A diferencia de los crímenes, la página no es obra de un loco suelto sino un lucrativo negocio que se mantiene por la publicidad.

¿Por qué? Porque nos gusta. Aunque no estemos locos. Al igual que el pedófilo Humbert Humbert de Lolita o el nazi Max Aue de Les bienveillantes, los personajes siniestros convocan una parte de nosotros, ese lado oscuro que nos atemoriza reconocer o exhibir pero que aliviamos mediante las historias ajenas, reales o falsas. Por enferma que resulte esta página web, algunos psicólogos piensan que cumple una función social: evita que se desborden las bajas pasiones de mucha gente al satisfacerlas simbólicamente. En una palabra, mantiene tranquilo al pequeño asesino en serie que todos llevamos dentro.   

Nota: Debo dar crédito a Beto Buzali, habitué de este blog, por el envío del link de hoy. Asimismo, el link de Global Orgasm que reseñé el pasado 29 de noviembre se lo debo a Diana Hernández. Siéntanse libres de enviar a esta página todos los links bizarros, absurdos o simplemente extraños que encuentren. La gente no suele apreciarlos. Pero aquí los agradecemos.

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5 de enero de 2007
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LA SOLEDAD SIN TRAGEDIA

Esta comparación que se nos hacía en el colegio entre la vida de los seres humanos y la cooperación de las abejas en las colmenas qué ingrata es. Lo peor de las abejas –y acaso lo mejor a otros efectos– procede de su obligatoria colaboración. Tan estricta y fatal, que a una abeja le es imposible desenvolverse a solas. La soledad equivaldría a su muerte pero, aun salvándose, durante el periodo de aislamiento su invalidez o su tedio la impulsarían a la transformación biológica o al suicidio mismo.

Nada parecido en los seres humanos que obtienen de la soledad una ocasión de lavado y salud precisas para relacionarse bien y con higiene.

No es lo mismo la soledad que la independencia, pero la soledad elegida y la independencia conquistada se acercan mucho entre sí.

En el lazo con los otros la calidad aumenta si ambos proceden de su independencia y pueden a su voluntad volver a ella. La relación florece cuando nadie acarrea su desolación y la soledad posterior a un desacuerdo no se alza con los horrores de una colosal tragedia.

Somos con los demás y los demás son con nosotros, mas sin apelmazamientos. El amor, la amistad, nos construyen mutuamente si los pilares de unos y otros no descansan desequilibradamente en el fuste de aquél. La interdependencia no es suma de dependencias sino juego de independencias. La  metáfora del panal nos endulza tanto como nos encarcela. 

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5 de enero de 2007
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El pedido de un romántico incurable

Me gustan todos los géneros cinematográficos, pero siento especial debilidad por la comedia romántica. ¿O acaso no tiene todo lo que hay que tener para que la magia del cine funcione en todo su esplendor de technicolor, Dolby Sistem y popcorn a manos llenas? Personajes contrariados por el destino, música que se mete debajo de la piel, humor a raudales, puertas que se abren y se cierran propiciando desencuentros, ciudades maravillosas como telón de fondo, lo ridículo y lo sublime de la existencia humana en perfecta coexistencia y sobre el final, estrellas que se avienen a formar línea para que todo se resuelva como debe y uno salga del cine danzando por los pasillos, en tímida emulación de Fred Astaire o de Gene Kelly. Lo cual torna más grave el hecho de que hace mucho tiempo, ¡demasiado!, que no veo una comedia romántica como la gente.

Las figuras habituales del género no brillan desde hace tiempo. Julia Roberts no hizo una película que valga ser revisitada desde My Best Friend’s Wedding y, en menor medida, Notting Hill. Lo mismo corre para Tom Hanks. (The Terminal no califica como comedia romántica; qué va, si apenas califica como buena película.) Sandra Bullock, Reese Witherspoon y Meg Ryan son culpables del mismo pecado. Hugh Grant se dedica ahora a reírse de sí mismo. (About a Boy no estaba mal, en buena medida gracias a la novela de Nick Hornby.) John Cusack, uno de mis favoritos, viene errando el disparo de manera fiera con engendros como America’s Sweethearts y Must Love Dogs. Tom Cruise no reincidió desde el batacazo de Jerry Maguire, una de mis favoritas de todos los tiempos. Si hasta los directores con buena mano para el género, como Cameron Crowe (Say Anything, Jerry Maguire, Almost Famous), parecen haber perdido la brújula en medio de una tormenta: su última película, Elizabethtown, fue un verdadero despropósito.

Las únicas comedias románticas que funcionaron bien en los últimos tiempos son las más raras del lote, quizás por su misma extrañeza. Películas como Punch-Drunk Love, de Paul Thomas Anderson, una comedia romántica sobre gente que no puede comunicarse; o Secretary, de Steven Shainberg, que convierte el romance entre un sádico y una masoquista en una farsa deliciosa. Pero la que se lleva la corona es para mí Eternal Sunshine of the Spotless Mind, la peli de Gondry con guión de Charlie Kaufman. Aunque quepa discutir si encaja o no a la perfección dentro del género, considero que más allá de sus excentricidades (empezando por la decisión de poner a Jim Carrey en el papel serio y a Kate Winslet en el papel desaforado) tiene todo lo que yo espero de las comedias románticas: el desencuentro, la música, los personajes adorables a pesar de sus defectos, un humor seco pero efectivo, la mezcla adecuada de lo patético y de lo sublime y, last but not least, lo que uno reclama siempre de las buenas comedias románticas, a saber, que nos convenzan de que el amor es posible sin insultar nuestra inteligencia –ni desmentir nuestra experiencia- en el proceso.

Queda manifestado por escrito, pues, mi pedido a los cineastas de este mundo para que hagan un esfuerzo extra y nos proporcionen cuanto antes una dosis de buena comedia romántica. Somos muchos los que no podemos parar de enamorarnos y que ya hemos empezado a sentir los dolores propios de la abstinencia.

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5 de enero de 2007
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Sobre dioses y nativos

Hace muchos años los habitantes de la ciudad nigeriana de Ogidi se vieron sorprendidos por una desconcertante petición. Debo decir previamente que Ogidi es una de las múltiples ciudades del pueblo Igbo, un extenso grupo famoso por su espíritu tolerante y levemente escéptico. Los Igbo están siempre dispuestos a llevarse bien con todo el mundo y muy especialmente con sus vecinos. A ese pueblo pertenece uno de los más interesantes escritores africanos, Chinua Achebe, que es quien cuenta la historia.

Y ésta es que un buen día llegaron a la ciudad de Ogidi, donde vivían los padres del escritor, unos emisarios enviados desde otra de las aldeas Igbo. Explicaron que por un cúmulo de desdichas se habían quedado sin asentamiento y pedían permiso a los habitantes de Ogidi para ocupar las tierras circundantes. Como he dicho, los Igbo son acogedores de modo que invitaron a los emigrantes a que ocuparan los terrenos despoblados e incultos que se extendían fuera de Ogidi.

Así lo hicieron los recién llegados, pero al cabo de unos meses, una vez establecidos y acomodados, acudieron de nuevo a los habitantes de Ogidi con una petición desconcertante. Según dijeron, les gustaba mucho estar allí instalados, de manera que ahora preguntaban si no les molestaría enseñarles también a adorar a sus dioses.

Los de Ogidi se reunieron urgentemente en consejo para discutir la propuesta. Los ancianos estaban perplejos. ¿Cómo puede un pueblo perder a sus dioses? ¿Qué les habrá sucedido a estas buenas personas para quedarse sin ellos? Los adultos cavilaban sobre las terribles experiencias que habrían pasado aquellas gentes. Compadecidos, acordaron por unanimidad no preguntarles sobre sus dioses perdidos y concederles dos de sus dioses elegidos entre los mejores, y estos eran Udo y Ogwugwu.

El más viejo de la ciudad, sin embargo, se levantó para reflexionar en voz alta que los dioses, en realidad, no pueden prestarse o regalarse, de modo que lo mejor sería darles a aquellos inmigrantes “el hijo” de Udo y “la hija” de Ogwuwu de quienes nadie había oído hablar hasta aquel momento. Y así se hizo.

Dice Achebe que esta historia muestra el carácter escéptico de su pueblo, incapaz de entender el significado de la palabra “imperialismo”. En lugar de sentirse halagados por la extensión del poder de sus dioses, en lugar de hacer proselitismo, preferían entregarles una descendencia que, por así decirlo, acababa de nacer aquel mismo día.

No es extraño, según Achebe, que fuera justamente el pueblo Igbo el que produjo un mayor número de conversos al cristianismo el día en que se presentó un pastor protestante y con el aplomo que caracteriza a los misioneros anglosajones se plantó en medio de la plaza mayor para asegurar a los Igbo, bajo palabra de honor, que estaban adorando dioses falsos y que él les ofrecía un dios verdadero. Se convirtieron al instante.

Yo diría que el pueblo Igbo es realmente simpático, por lo menos tal y como lo presenta Achebe. No tendría ningún inconveniente en convertirme a su religión. Da la impresión de ser una gente con leves convicciones y muchas ganas de evitarse problemas inútiles. Si tuviera que ser cruel diría que es un pueblo en el que debe de resultar difícil ser un pelmazo. Sencillamente porque nadie les hace caso.

Estos últimos días hay un escándalo tremendo en la prensa barcelonesa, desatado por los profesionales de la lengua catalana en razón de los nuevos ataques que, según dicen, están sufriendo sus dioses. La televisión española quiere suprimir unos programas en catalán que nadie ve y la audacia de los imperialistas es tanta que encima proponen aumentar una hora más de español el bachillerato catalán con lo que llegaría al 10% del total de horas lectivas.

Siempre me ha parecido extravagante que unos catalanes les afeen a otros catalanes que no están hablando como es debido y que han de hablar como está mandado. Precisamente una actitud que ya había tenido lugar en tiempos de Franco, cuando unos catalanes vigilaron que otros catalanes no hablaran en la lengua prohibida por los que mandaban entonces. ¿Se pasarán toda la vida, estos catalanes tan desocupados, ordenando a los catalanes cómo deben hablar los catalanes?

A semejanza de la historia que cuenta Achebe, es posible que los inmigrantes deban conformarse con “los hijos de Udo y Ogwugwu”, pero parece que todos vivieron en paz, unos con los padres y otros con los hijos, sin que empezaran a reprocharse los unos a los otros no ser suficientemente Igbos. En todo caso, lo simpático de los Igbo es que ni se les pasó por la cabeza imponer sus dioses a nadie, ni siquiera a quienes se lo pedían.

Por una razón de peso: los dioses verdaderos no mueren nunca y uno ha de ser muy mezquino para presentar a los dioses de su pueblo como unos ancianos enfermos y tullidos que en cualquier momento la palman. Unos dioses que exigen un enorme esfuerzo, incluso de quienes no creen en ellos, para no caer reducidos a cenizas. Este tipo de dioses, la verdad, no auguran nada bueno para el país.

Sería interesante que durante unos años creyentes e incrédulos dejáramos en paz a los dioses. A lo mejor están más vivos de lo que dicen los sacerdotes, siempre tan celosos de sus intereses.

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5 de enero de 2007
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VIVIRSE

Hay mañanas en que al despertar constatamos un mundo tan confundido y desorganizado como desprovisto de sensibilidad.

Por lo general, la sensación se consigue durmiendo poco o mal y el pronóstico, de acuerdo al mandato productivo, lo consideramos invariablemente negativo.

No hallarse alerta y dispuesto, dar tumbos o sentirse obnubilado, se estima equivalente a una minusvalía ante la cual no debe hacerse otra cosa que espolearse de inmediato para hacerla desaparecer.

Sin embargo, este estado adormecido o lerdo, perezoso y limitado de entendimiento, remite a la semiconsciencia quizás propia de determinados animales lentos, como la tortuga o el caracol, que si conservan el instinto no necesitan grandes prestaciones de él, atendiendo a la moderada asechanza de su entorno.

Pero ser como un caracol o una tortuga circunstanciales no deberá considerarse un demérito de la especie. Toda oportunidad de experimentar la vida de los otros, en cualquier ámbito o escala, en cualquier peripecia o indeterminación, suma patrimonio a la existencia.

La repetición de una vida lúcida o muy lúcida no llevaría sino a la veladura personal, de la misma manera que la total exposición a la luz deshace la fotografía.

Pasar de lo bueno a lo regular, transitar desde la alerta a la modorra, desde la vivacidad a la ataraxia a través de sus infinitas gamas debiera ser valorado tal como toda aventura que, en su esencia, invoca la experimentación, lo desconocido o lo menos común.

Estimularse para no decaer, engullir píldoras para no parar, culpabilizarse para no sucumbir, anula grandes espacios palpitantes.

No se es necesariamente más en la vigilia que en el sueño, en la misión de centinela que en el resto de posiciones.

El lema es este: vivir y vivirse. Dejarse vivir.

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4 de enero de 2007
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El Boomeran(g)
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