Marcelo Figueras
Durante la melancolía inducida por la muerte de Robert Altman, no resistí la tentación de volver a ver MASH. Original de 1970, MASH fue su primer éxito. En aquel entonces Altman era un director en zona de riesgo, habiendo dirigido tan sólo un par de largometrajes que no obtuvieron mayor repercusión y algunos episodios de series televisivas, desde Alfred Hitchcock Presents hasta Maverick. A esa altura ya se había peleado con el mítico Jack Warner y corría el riesgo de permanecer para siempre en los márgenes, luchando contra la oscuridad que amenazaba devorarlo. Cuando le llegó el guión de MASH, fue porque muchos otros directores lo habían rechazado: el material era en verdad risqué, una comedia negra que transcurría durante la guerra de Corea y que mostraba a los médicos de un batallón especializado actuando con disparatada irresponsabilidad y perfecto desprecio por la guerra en general y por las convenciones militares en particular. Imagino que la reacción de Altman ante el guión habrá sido ambigua; debe haber percibido su potencial, y al mismo tiempo deber haber temido que se convirtiese en el último clavo en la tapa de su ataúd. Filmar MASH en su circunstancia equivalía a disponerse a matar o morir. Es obvio que actuó con coraje –o bien con la temeridad de sus mismos personajes.
Vista hoy, MASH sigue siendo una película revulsiva. Lo es en sus formas: por la carencia de un plot definido, por su elección de planos distanciados y edición mínima, que lejos de subrayar los puntos dramáticos obliga al espectador a efectuar sus propios cortes –a elegir su parte favorita de la acción- en el interior de su propia cabeza. (Supongo que se trata de una consecuencia del modus operandi de Altman: dado que impulsaba a sus actores a improvisar, no podía saber cuándo ocurriría algo estupendo –y por eso no podía registrarlo con un primer plano previsor.) También es revulsiva su mirada: aunque nunca dejan de cumplir con su obligación en el quirófano, una vez que salen de allí Hawkeye Pierce (Donald Sutherland) y Trapper John (Elliott Gould) se dedican a demoler cuanta institución se les cruza por delante. Se permiten reír en plena guerra, se mofan de la religión, se cagan en los escalafones y destruyen con brío cada uno de los pilares sobre los que se asienta la vida militar.
MASH sigue siendo un film interesante, que refuerza mi sensación de que los 70 fueron la última gran década del cine estadounidense. El tiempo construyó su propia ironía sobre aquel relato: hoy el cirujano beato y calenturiento que intepretaba Robert Duvall, que salía de la película en camisa de fuerza, podría ser presidente de los Estados Unidos, con Hot Lips O’Houlihan (Sally Kellerman) como Primera Dama. Hoy Donald Sutherland es ante todo el padre de Kiefer, la estrella de la serie 24, y Elliott Gould no es para las nuevas generaciones sino “el padre de Ross y Mónica” en la serie Friends.
Parafraseando el título de una película de Stanley Kramer: It’s a Mash, Mash, Mash, Mash world.