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El arte de descuartizar

Bienvenido a la página Crime Scene Photos. ¿Trata usted de perpetrar un asesinato con estilo? ¿Está insatisfecho con la vulgaridad habitual de los psicópatas? ¿Quiere cometer un crimen que haga las delicias de los especialistas y los fans del género? Entonces ha llegado al lugar indicado. Pase, por favor, límpiese las manchas rojas de la manga y deje su cuchillo aquí. Adelante.

Nuestro primer ejemplar de hoy es el asesino de la Dalia Negra, inmortalizado por James Ellroy y llevado al cine por Brian de Palma. En la versión cinematográfica, la culpa era de la madre de Hilary Swank, pero es poco probable que la actriz tenga algo que ver. Además, a Ellroy no le gustó la película. En cualquier caso, concéntrense en la obra del artista. Es un trabajo realmente complejo que implicó dos días de torturas, quemaduras de cigarrillos y un cuchillo para dibujarle a la víctima una sonrisa de oreja a oreja, literalmente. El modo en que el asesino le rompió las rodillas con un bate de béisbol y le partió el cuerpo por la mitad nos habla de un hombre que ama su oficio.

Los cuidadosos escrúpulos del asesino de la Dalia Negra tuvieron su recompensa: aparte del libro de Ellroy, una amiga de la víctima escribió otro testimonio en el que culpaba nada menos que a Orson Welles. El crimen nunca fue resuelto. Eso es la gloria para un psicópata: la celebridad sin castigo. Los mejores criminales son aquellos cuya obra trasciende pero cuyo nombre desconocemos.

Pasemos ahora a uno que no tuvo tanta suerte: Ted Bundy. Las fotos de sus víctimas ostentan mordeduras que dan testimonio de su necesidad de afecto. La ternura de Bundy consistía en seleccionar siempre a chicas de pelo oscuro y largo que le recordaban a su mamá, una mujer que lo abandonó en manos de su violento abuelo. En cada víctima, Bundy mataba a su madre.

Crime Scene Photos no incluye información sobre los asesinos o las víctimas. Es sólo una página de imágenes sangrientas, una galería de los horrores que puede concebir un ser humano lo suficientemente desequilibrado como para matar no por ambición ni por defensa propia, sino sencillamente para satisfacer sus necesidades emocionales.  Pero al final de la página puedes acceder a un link con fotos e historias de todos ellos y muchos más: Charles Manson, Jack el destripador, Elizabeth Bathory, el Asesino del Zodiaco. Son tantos que hay un link aparte sólo para mujeres asesinas en serie.

Lo realmente increíble no es que haya tantos asesinos en serie, sino que haya tanta gente interesada en verlos. La página recibe miles de visitas diarias, y ha formado un club de aficionados en el que te puedes inscribir para recibir novedades sobre psicópatas y descuartizadores. A diferencia de los crímenes, la página no es obra de un loco suelto sino un lucrativo negocio que se mantiene por la publicidad.

¿Por qué? Porque nos gusta. Aunque no estemos locos. Al igual que el pedófilo Humbert Humbert de Lolita o el nazi Max Aue de Les bienveillantes, los personajes siniestros convocan una parte de nosotros, ese lado oscuro que nos atemoriza reconocer o exhibir pero que aliviamos mediante las historias ajenas, reales o falsas. Por enferma que resulte esta página web, algunos psicólogos piensan que cumple una función social: evita que se desborden las bajas pasiones de mucha gente al satisfacerlas simbólicamente. En una palabra, mantiene tranquilo al pequeño asesino en serie que todos llevamos dentro.   

Nota: Debo dar crédito a Beto Buzali, habitué de este blog, por el envío del link de hoy. Asimismo, el link de Global Orgasm que reseñé el pasado 29 de noviembre se lo debo a Diana Hernández. Siéntanse libres de enviar a esta página todos los links bizarros, absurdos o simplemente extraños que encuentren. La gente no suele apreciarlos. Pero aquí los agradecemos.

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5 de enero de 2007
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LA SOLEDAD SIN TRAGEDIA

Esta comparación que se nos hacía en el colegio entre la vida de los seres humanos y la cooperación de las abejas en las colmenas qué ingrata es. Lo peor de las abejas –y acaso lo mejor a otros efectos– procede de su obligatoria colaboración. Tan estricta y fatal, que a una abeja le es imposible desenvolverse a solas. La soledad equivaldría a su muerte pero, aun salvándose, durante el periodo de aislamiento su invalidez o su tedio la impulsarían a la transformación biológica o al suicidio mismo.

Nada parecido en los seres humanos que obtienen de la soledad una ocasión de lavado y salud precisas para relacionarse bien y con higiene.

No es lo mismo la soledad que la independencia, pero la soledad elegida y la independencia conquistada se acercan mucho entre sí.

En el lazo con los otros la calidad aumenta si ambos proceden de su independencia y pueden a su voluntad volver a ella. La relación florece cuando nadie acarrea su desolación y la soledad posterior a un desacuerdo no se alza con los horrores de una colosal tragedia.

Somos con los demás y los demás son con nosotros, mas sin apelmazamientos. El amor, la amistad, nos construyen mutuamente si los pilares de unos y otros no descansan desequilibradamente en el fuste de aquél. La interdependencia no es suma de dependencias sino juego de independencias. La  metáfora del panal nos endulza tanto como nos encarcela. 

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5 de enero de 2007
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El pedido de un romántico incurable

Me gustan todos los géneros cinematográficos, pero siento especial debilidad por la comedia romántica. ¿O acaso no tiene todo lo que hay que tener para que la magia del cine funcione en todo su esplendor de technicolor, Dolby Sistem y popcorn a manos llenas? Personajes contrariados por el destino, música que se mete debajo de la piel, humor a raudales, puertas que se abren y se cierran propiciando desencuentros, ciudades maravillosas como telón de fondo, lo ridículo y lo sublime de la existencia humana en perfecta coexistencia y sobre el final, estrellas que se avienen a formar línea para que todo se resuelva como debe y uno salga del cine danzando por los pasillos, en tímida emulación de Fred Astaire o de Gene Kelly. Lo cual torna más grave el hecho de que hace mucho tiempo, ¡demasiado!, que no veo una comedia romántica como la gente.

Las figuras habituales del género no brillan desde hace tiempo. Julia Roberts no hizo una película que valga ser revisitada desde My Best Friend’s Wedding y, en menor medida, Notting Hill. Lo mismo corre para Tom Hanks. (The Terminal no califica como comedia romántica; qué va, si apenas califica como buena película.) Sandra Bullock, Reese Witherspoon y Meg Ryan son culpables del mismo pecado. Hugh Grant se dedica ahora a reírse de sí mismo. (About a Boy no estaba mal, en buena medida gracias a la novela de Nick Hornby.) John Cusack, uno de mis favoritos, viene errando el disparo de manera fiera con engendros como America’s Sweethearts y Must Love Dogs. Tom Cruise no reincidió desde el batacazo de Jerry Maguire, una de mis favoritas de todos los tiempos. Si hasta los directores con buena mano para el género, como Cameron Crowe (Say Anything, Jerry Maguire, Almost Famous), parecen haber perdido la brújula en medio de una tormenta: su última película, Elizabethtown, fue un verdadero despropósito.

Las únicas comedias románticas que funcionaron bien en los últimos tiempos son las más raras del lote, quizás por su misma extrañeza. Películas como Punch-Drunk Love, de Paul Thomas Anderson, una comedia romántica sobre gente que no puede comunicarse; o Secretary, de Steven Shainberg, que convierte el romance entre un sádico y una masoquista en una farsa deliciosa. Pero la que se lleva la corona es para mí Eternal Sunshine of the Spotless Mind, la peli de Gondry con guión de Charlie Kaufman. Aunque quepa discutir si encaja o no a la perfección dentro del género, considero que más allá de sus excentricidades (empezando por la decisión de poner a Jim Carrey en el papel serio y a Kate Winslet en el papel desaforado) tiene todo lo que yo espero de las comedias románticas: el desencuentro, la música, los personajes adorables a pesar de sus defectos, un humor seco pero efectivo, la mezcla adecuada de lo patético y de lo sublime y, last but not least, lo que uno reclama siempre de las buenas comedias románticas, a saber, que nos convenzan de que el amor es posible sin insultar nuestra inteligencia –ni desmentir nuestra experiencia- en el proceso.

Queda manifestado por escrito, pues, mi pedido a los cineastas de este mundo para que hagan un esfuerzo extra y nos proporcionen cuanto antes una dosis de buena comedia romántica. Somos muchos los que no podemos parar de enamorarnos y que ya hemos empezado a sentir los dolores propios de la abstinencia.

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5 de enero de 2007
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RETRATOS DE AUTORES

Es difícil leer sobre la historia de la guerra civil en España sin enterarse de la existencia de Luis Quintanilla (1893-1978), pintor español comprometido con la República desde los años treinta. Amigo de Juan Gris, Quintanilla se hizo famoso con su estancia de unos meses en la cárcel, en 1934, por razones políticas. Los escritores Hemingway, Dos Passos, Malraux pidieron su libertad. Salió ileso para seguir el recorrido clásico de los artistas de su época: participación en la guerra en el interior, propaganda en el exterior y, finalmente, un largo exilio entre EE. UU. y Francia. Sus bocetos de la guerra civil se parecen mucho a lo que hizo George Grosz en la república de Weimar: la visión violenta de seres humanos gozando o sufriendo como animales.

Ahora, su hijo Paul Quintanilla le dedica un sitio cuya ergonomía es de las más confusas. Peor no se puede. Pero es una maravilla por el contenido: un texto de Hemingway, datos biográficos, pedacitos de libros, pinturas, dibujos. Es una carpeta llena de documentos con sabor a otros tiempos, a otros lugares. Y sobre todo está el arte de Quintanilla, obvio en la fluidez de la forma y la sencillez de los colores.

El artista vivía en EE. UU. en los años cuarenta. En 1943, empezó a producir una serie de retratos de escritores. Su hijo explica muy bien las circunstancias del proyecto, en un texto en inglés. Pero sin pasar por el texto se puede también visitar la pequeña galería por el mero placer de recordar la convivencia dentro de una comunidad de artistas que compartían un pueblo llamado Nueva York.

Lo primero que me interesa de estas pinturas es la lista de los escritores. Son dieciséis y creo que pocos son conocidos hoy y conforman una muestra caótica, imposible de entender. La lista de los que siguen siendo famosos es cortita: Dorothy Parker, Richard Wright, John Steinbeck, Lilian Hellman, John Dos Passos y Arthur Miller son, creo, los únicos que aparecen todavía en las librerías. Es posible que el nombre de William Shirer no diga nada hoy –fue el historiador que se encargó de explicar el nazismo después de la Segunda Guerra Mundial, su nombre fue borrado por la ola de trabajos sobre Hitler en las dos últimas décadas.

Segundo aspecto, extraño, del proyecto: el disfraz de los escritores. Son pinturas de ellos “tal como se ven a sí mismos”. Dorothy Parker, que decía que después de tres Martini estaría debajo de la mesa y después de cuatro, debajo del hombre que la invitó a beber, parece como una especie de ama de casa dedicándose a la costura. Richard Wright se imagina como un rompecabezas. John Steinbeck es una serpiente de mar. Liliam Helman se confunde con el color gris. Dos Passos es un pintor. Y Arthur Miller se cree Abraham Lincoln, uno de los presidentes asesinados. El retrato de Steinbeck, cuya figura como escritor se recupera y crece (fue un fabuloso autor de relatos de viaje, talento poco reconocido en la época de su Premio Nobel) me parece fascinante, muy real, muy parecido a la apariencia del mar en la parte de Monterrey, en California, que tanto papel jugó en su vida.

Pero, sobre todo, lo que la serie de retratos trae es el recuerdo de una época más generosa. Los artistas, en lugar de dedicarse únicamente a su obra, miraban a su entorno y seguían, no con celos sino con reconocimiento, la producción de las otras disciplinas. Hasta la Primera Guerra Mundial, en París, no había un solo escritor que no escribiera sobre arte. Sabemos lo que Zola, Flaubert, Baudelaire opinaban del arte de sus contemporáneos y tenemos retratos de todos los grandes escritores hechos por sus amigos pintores. El retrato de Steinbeck por Quintanilla es una última prueba de supervivencia de esta actitud abierta que mató el Dios del éxito comercial.

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5 de enero de 2007
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LIBROS QUE ME REGALARÉ

El primer libro que me he regalado, y si no he sido yo lo podría haber sido, en estas fiestas de tanta liberalidad económica, en estos días en los que todos somos menos roñosos con nosotros mismos, es un libro que me acompaña desde pequeño, Viajes de Gulliver, del que tengo unas cuantas ediciones y del que no me importa seguir acumulando nuevas. Ahora he sumado la ilustrada por Guillermo Pérez Villalta -tiene algo ese pintor que siempre me ha parecido un tanto kitsch, un estilo que funciona muy bien con este relato que lleva entreteniendo a niños y no tan niños, desde las primeras décadas del siglo XVIII. Esos viajes de Jonathan Swift son mucho más apetecibles que esos otros de los que hablábamos ayer cuando hicimos los viajes al Purgatorio. Es este entonces el primer hermoso libro que me regalo.

También me regalo otro, con ilustraciones, El festín de Babette. Un cuento muy propio para leer en estos días de tantos excesos. Un cuento con una de las mejores comidas que uno haya visto en el cine. Sí, para mí, primero fue cine; después ha sido este espléndido relato publicado ahora en una edición hermosa. La opípara cena que prepara la deliciosa Babette a esa pandilla de sobrios, de aburridos seguidores de un Dios tan castrador, tan ajeno a la felicidad, que dan ganas de salir corriendo -y que demuestra que, como dijo nuestra mística santa, Dios también está en los pucheros-, es perfecta para ser leída en estos días de excesos. Es un libro de Isak Dinesen, lo han editado los de Nórdica, que también han rescatado a un olvidado -para mí desconocido- escritor irlandés, Flann O’ Brien. Un gran libro policíaco, y algo más, que encantó a Joyce y Becket (no eran malos lectores), y que me ha permitido descubrir a un gran escritor.

Me he seguido regalando, pero tampoco hay que pasarse. Lo que sí les digo es que en mi maleta se han venido los Orwell que ha editado Turner, que nunca decepciona. Y el catálogo, ejemplar cuidado de Luis Muñoz, de la Residencia de Estudiantes sobre y para Juan Ramón Jiménez. Tan contento estoy con mis regalos a mí mismo. Mañana esperaré los demás; espero que no todos sean libros.

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5 de enero de 2007
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Sobre dioses y nativos

Hace muchos años los habitantes de la ciudad nigeriana de Ogidi se vieron sorprendidos por una desconcertante petición. Debo decir previamente que Ogidi es una de las múltiples ciudades del pueblo Igbo, un extenso grupo famoso por su espíritu tolerante y levemente escéptico. Los Igbo están siempre dispuestos a llevarse bien con todo el mundo y muy especialmente con sus vecinos. A ese pueblo pertenece uno de los más interesantes escritores africanos, Chinua Achebe, que es quien cuenta la historia.

Y ésta es que un buen día llegaron a la ciudad de Ogidi, donde vivían los padres del escritor, unos emisarios enviados desde otra de las aldeas Igbo. Explicaron que por un cúmulo de desdichas se habían quedado sin asentamiento y pedían permiso a los habitantes de Ogidi para ocupar las tierras circundantes. Como he dicho, los Igbo son acogedores de modo que invitaron a los emigrantes a que ocuparan los terrenos despoblados e incultos que se extendían fuera de Ogidi.

Así lo hicieron los recién llegados, pero al cabo de unos meses, una vez establecidos y acomodados, acudieron de nuevo a los habitantes de Ogidi con una petición desconcertante. Según dijeron, les gustaba mucho estar allí instalados, de manera que ahora preguntaban si no les molestaría enseñarles también a adorar a sus dioses.

Los de Ogidi se reunieron urgentemente en consejo para discutir la propuesta. Los ancianos estaban perplejos. ¿Cómo puede un pueblo perder a sus dioses? ¿Qué les habrá sucedido a estas buenas personas para quedarse sin ellos? Los adultos cavilaban sobre las terribles experiencias que habrían pasado aquellas gentes. Compadecidos, acordaron por unanimidad no preguntarles sobre sus dioses perdidos y concederles dos de sus dioses elegidos entre los mejores, y estos eran Udo y Ogwugwu.

El más viejo de la ciudad, sin embargo, se levantó para reflexionar en voz alta que los dioses, en realidad, no pueden prestarse o regalarse, de modo que lo mejor sería darles a aquellos inmigrantes “el hijo” de Udo y “la hija” de Ogwuwu de quienes nadie había oído hablar hasta aquel momento. Y así se hizo.

Dice Achebe que esta historia muestra el carácter escéptico de su pueblo, incapaz de entender el significado de la palabra “imperialismo”. En lugar de sentirse halagados por la extensión del poder de sus dioses, en lugar de hacer proselitismo, preferían entregarles una descendencia que, por así decirlo, acababa de nacer aquel mismo día.

No es extraño, según Achebe, que fuera justamente el pueblo Igbo el que produjo un mayor número de conversos al cristianismo el día en que se presentó un pastor protestante y con el aplomo que caracteriza a los misioneros anglosajones se plantó en medio de la plaza mayor para asegurar a los Igbo, bajo palabra de honor, que estaban adorando dioses falsos y que él les ofrecía un dios verdadero. Se convirtieron al instante.

Yo diría que el pueblo Igbo es realmente simpático, por lo menos tal y como lo presenta Achebe. No tendría ningún inconveniente en convertirme a su religión. Da la impresión de ser una gente con leves convicciones y muchas ganas de evitarse problemas inútiles. Si tuviera que ser cruel diría que es un pueblo en el que debe de resultar difícil ser un pelmazo. Sencillamente porque nadie les hace caso.

Estos últimos días hay un escándalo tremendo en la prensa barcelonesa, desatado por los profesionales de la lengua catalana en razón de los nuevos ataques que, según dicen, están sufriendo sus dioses. La televisión española quiere suprimir unos programas en catalán que nadie ve y la audacia de los imperialistas es tanta que encima proponen aumentar una hora más de español el bachillerato catalán con lo que llegaría al 10% del total de horas lectivas.

Siempre me ha parecido extravagante que unos catalanes les afeen a otros catalanes que no están hablando como es debido y que han de hablar como está mandado. Precisamente una actitud que ya había tenido lugar en tiempos de Franco, cuando unos catalanes vigilaron que otros catalanes no hablaran en la lengua prohibida por los que mandaban entonces. ¿Se pasarán toda la vida, estos catalanes tan desocupados, ordenando a los catalanes cómo deben hablar los catalanes?

A semejanza de la historia que cuenta Achebe, es posible que los inmigrantes deban conformarse con “los hijos de Udo y Ogwugwu”, pero parece que todos vivieron en paz, unos con los padres y otros con los hijos, sin que empezaran a reprocharse los unos a los otros no ser suficientemente Igbos. En todo caso, lo simpático de los Igbo es que ni se les pasó por la cabeza imponer sus dioses a nadie, ni siquiera a quienes se lo pedían.

Por una razón de peso: los dioses verdaderos no mueren nunca y uno ha de ser muy mezquino para presentar a los dioses de su pueblo como unos ancianos enfermos y tullidos que en cualquier momento la palman. Unos dioses que exigen un enorme esfuerzo, incluso de quienes no creen en ellos, para no caer reducidos a cenizas. Este tipo de dioses, la verdad, no auguran nada bueno para el país.

Sería interesante que durante unos años creyentes e incrédulos dejáramos en paz a los dioses. A lo mejor están más vivos de lo que dicen los sacerdotes, siempre tan celosos de sus intereses.

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5 de enero de 2007
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VIVIRSE

Hay mañanas en que al despertar constatamos un mundo tan confundido y desorganizado como desprovisto de sensibilidad.

Por lo general, la sensación se consigue durmiendo poco o mal y el pronóstico, de acuerdo al mandato productivo, lo consideramos invariablemente negativo.

No hallarse alerta y dispuesto, dar tumbos o sentirse obnubilado, se estima equivalente a una minusvalía ante la cual no debe hacerse otra cosa que espolearse de inmediato para hacerla desaparecer.

Sin embargo, este estado adormecido o lerdo, perezoso y limitado de entendimiento, remite a la semiconsciencia quizás propia de determinados animales lentos, como la tortuga o el caracol, que si conservan el instinto no necesitan grandes prestaciones de él, atendiendo a la moderada asechanza de su entorno.

Pero ser como un caracol o una tortuga circunstanciales no deberá considerarse un demérito de la especie. Toda oportunidad de experimentar la vida de los otros, en cualquier ámbito o escala, en cualquier peripecia o indeterminación, suma patrimonio a la existencia.

La repetición de una vida lúcida o muy lúcida no llevaría sino a la veladura personal, de la misma manera que la total exposición a la luz deshace la fotografía.

Pasar de lo bueno a lo regular, transitar desde la alerta a la modorra, desde la vivacidad a la ataraxia a través de sus infinitas gamas debiera ser valorado tal como toda aventura que, en su esencia, invoca la experimentación, lo desconocido o lo menos común.

Estimularse para no decaer, engullir píldoras para no parar, culpabilizarse para no sucumbir, anula grandes espacios palpitantes.

No se es necesariamente más en la vigilia que en el sueño, en la misión de centinela que en el resto de posiciones.

El lema es este: vivir y vivirse. Dejarse vivir.

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4 de enero de 2007
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El retorno de Custer

La buena noticia es que HBO compró los derechos de Preacher y que está preparando una versión para la TV, con el formato de serie de una hora que tan bien le sentó a Los Soprano y a Six Feet Under. La mala noticia es que el guionista sería Mark Steven Johnson, entre cuyos créditos figura la blanda e inofensiva adaptación al cine de la historieta Daredevil, y que el director sería Howard Deutch, director de películas ñoñas como Grumpier Old Men –que Johnson, dicho sea de paso, también escribió. Si bien es verdad que HBO suele producir material riesgoso sin banalizarlo, entregarle Preacher a esta gente es como pedirle a Walt Disney que adapte las novelas de Henry Miller.

  Escrita por Garth Ennis y dibujada por Steve Dillon, Preacher cuenta la historia de un predicador llamado Jesse Custer que, en pleno proceso de pérdida de su fe, se encuentra con una entidad mitad angélica y mitad demónica llamada Génesis. De ese topetazo Custer sale fortalecido con extraños poderes, y con una convicción: la de atravesar los Estados Unidos en busca de Dios, que a todas luces ha desertado de sus deberes, y acusarlo de negligencia criminal. Custer no está solo en el camino: lo acompañan dos singulares personajes: por un lado Tulip, su ex amante, tan diestra en la cama como con un arma en la mano y, por el otro, Cassidy, un irlandés borracho y drogadicto que, dicho sea de paso, también es un vampiro. El trío marcha detrás del rastro del Dios desaparecido, y es perseguido a su vez por un policía ignorante y sanguinario y por un cowboy espectral que mata a todos a su paso. Preacher es violentísima e iconoclasta, y no deja títere con cabeza en materia religiosa, mientras retrata a los Estados Unidos como una sociedad devastada por los prejuicios y por la injusticia. (¡Y eso que fue escrita a mediados de los 90!) La historieta recurre además de manera constante a un humor negrísimo; resulta difícil creer que un material como Preacher pueda ser adaptado de manera fiel por señores cuya especialidad son las películas con Walter Matthau haciendo de viejito calentón.

Lamento que Kevin Smith no haya logrado llevarla al cine, tal como estaba planeado. Smith siempre fue fan de Preacher, y además demostró en Dogma que podía manejar perfectamente la insólita mezcla de elementos sobrenaturales, violencia y humor negro. Pero en fin, habrá que confiar en HBO. Aun cuando coincidamos con Jesse Custer en que Dios abandonó su puesto y merece ser juzgado, hay que otorgarle el beneficio de la duda; el sujeto siempre se ha comportado de forma extraña, y sus caminos siguen siendo insondables.

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4 de enero de 2007
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CUARENTA AÑOS DESPUÉS

En 1967 tenía veinte años y no sabía nada de la existencia de un autor argentino llamado Ricardo Piglia. Hoy, el mismo Piglia, que me encantó con su ensayo El último lector, reedita su primer libro, publicado en 1967, La invasión. Leer una obra publicada hace cuarenta años no me plantea ningún problema. Lo que me perturba es la buena fe de su autor en el momento de entregar la supuesta “reedición” de su obra. Contaba con diez cuentos, ahora son quince y los de la edición original pasaron por “modificaciones y algunos ajustes”. Pero Piglia publica el libro como si no hubiera pasado nada, no cambia su título y pretende que sea la misma obra, hasta niega la posibilidad de un progreso en su prólogo. Para él, La invasión es La invasión.

“No me parece, dice, que un escritor escriba mejor a medida que avanza o que mejore con los años (a menudo es más bien al revés). A la larga pensamos que escribimos distinto y siempre escribimos del mismo modo, con los mismos errores y los mismos –escasos y siempre sorpresivos- aciertos”.

Es una visión de la creación ubicada en la eternidad, aún más, de un autor estancado fuera del tiempo, que no se compagina con la sensibilidad política y social de Piglia. Varios cuentos se ubican en momentos históricos precisos: un bombardeo, un náufrago, el asesinato de un caudillo, ciertas acciones en contra de Perón. El lector siente una presencia de la historia y adivina que estos episodios no se miran ahora como hace cuarenta años. Es difícil creer que este cambio no modifica al autor. Cuarenta años es mucho.

“Escribía muy bien en aquel tiempo, mucho mejor que ahora” llegó a decir Piglia en una entrevista apasionante para la revista Ñ. No lo creo. No creo que el libro publicado (¿reeditado?) por la editorial Anagrama, con una fotografía hermética de Cartier-Bresson en la portada, se pueda confundir con la obra original. Al descubrir que “escribía mucho mejor” antes, un autor no se dedicaría a reescribir una vieja obra, más bien, la respeta y la reedita tal cual. Creo, tal como lo dice el título de su entrevista, que Piglia vive en “La ilusión de la escritura perpetua”. Una obra cerrada le parece insoportable. En el fondo es un escritor puro: desafía al tiempo tanto en el fondo como en la forma.

Al comienzo de su mejor novela, Respiración artificial, un narrador llamado Renzi cuenta que acaba de publicar su primer libro. Y, claro, unas páginas después viene la crítica de la obra. Pero el problema no es mejorar esta obra. Es resolver la relación entre una obra y el contexto histórico de su lectura y analizar la permanencia de aquella relación a lo largo del tiempo. Al final del libro, un personaje (Tardewski) dice: “… si uno tuviera que nombrar al autor que más se acercó a tener con nuestra época la relación que con la suya tuvieron Homero, Dante o Shakespeare, Kafka es el primero en quien se debe pensar”. ¿Tiene Piglia con su época la relación que tenía hace cuarenta años? Adivino que es la pregunta, cuya respuesta desconozco, que le autoriza para pretender que La invasión 1967 es La invasión 2007.

PS: En La invasión, Renzi, el mismo Emilio Renzi de Respiración artificial, es protagonista de varios cuentos. Esto quiere decir que el autor no se encuentra solo para desafiar al tiempo. Con relación a la calidad del libro, me parece prematuro decir ya que es una obra excelente. Sería mas prudente esperar la próxima edición, la del 2047, para pronunciarme.

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4 de enero de 2007
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UN PURGATORIO COMO BURGOS

¿A dónde el Purgatorio, tú que has estado? Eso se me ocurriría preguntarle a Dante. Pero él ya lo contó, ya lo escribió. Muchos piensan que el Purgatorio, a no ser por la obra de Dante, ya habría desaparecido. Que ya no tiene crédito ni entre los fieles, ni entre los infieles. Ni siquiera entre los burócratas del Vaticano. Casi nadie tiene fe en el Purgatorio. Pero su espacio, su lugar entre bueno y malo, entre el horror y la esperanza, se mantiene vivo gracias a la literatura. Gracias a Dante. Yo de vez en cuando viajo a ese lugar del Dante. Lo hago con mi tomo de la Divina Comedia, en esa edición que ilustró Miquel Barceló, traducida y anotada por Ángel Crespo. Una edición como para regalarse, es del año pasado, o del anterior, pero cualquier rey más o menos mago merece la pena. Abro el Purgatorio, y no puedo evitar una suerte de desazón, de agobio de difícil definición: “La barca de mi ingenio, por mejores/ aguas surcar, sus velas iza ahora/ y deja tras de sí mar de dolores; / y cantaré a la tierra purgadora/ del alma humana, que hacia el cielo es vía/ de la que se hace de él merecedora…”

Ay!, el Purgatorio. Ahora he vuelto a otro purgatorio. Uno que se parece a la ciudad de Burgos en los primeros momentos de la Guerra Civil. El camino al Purgatorio ya estaba anunciado en la primera novela de esta trilogía de Oscar Esquivias. Ya hablé de él, de esa novela en que el paraíso es Burgos en los días veraniegos y tranquilos inmediatamente anteriores al 18 de Julio de 1936. Ya se sabía, leyendo aquella novela, que unos cuantos civiles, militares, aventureros y fugados se disponían a viajar al Purgatorio. Unos por escaparse de la guerra, otros por encontrar al fallecido General Sanjurjo y otros por amor a la aventura. El purgatorio ha llegado con su segundo tomo, La ciudad del Gran Rey, un viaje realmente dantesco, también disparatado, a ese lugar del Purgatorio donde todo se parece demasiado a un Burgos que ha dejado de ser un lugar tranquilo para pasar el verano… Lean a Esquivias aunque hayan leído a Dante. Su purgatorio es otra cosa, pero también reconocemos ese lugar al que no quisiéramos ir… Menos mal que es una mentira literaria. Qué inquietante el Purgatorio.

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4 de enero de 2007
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