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LA FICCIÓN MÁS VENDIDA EN FRANCIA

Cada año, el suplemento literario del diario Le Figaro se dedica a determinar quiénes son los autores franceses de libros de ficción con las ventas más altas en Francia; el resultado de 2006 no trae una sorpresa mayor: otra victoria para Marc Levy, el maestro de los relatos de amor y de fantasmas, pero con 1,7 millones de ejemplares vendidos ha perdido casi medio millón en ventas.

Van bajando también la autora de novela policíaca Fred Vargas (0,96 millón) y Bernard Werber (0,83) con sus historias locas cercanas a la ciencia ficción. Anne Gavalda (0,82), con sus novelas de amor, y Amélie Nothomb (0,79), que siguen detrás y pierden terreno: el año pasado, ambas autoras superaban el millón. Por fin, vienen cinco autores; Guillaume Musso (0,75), Eric-Emmanuel Schmitt (0,59), Jonathan Littell (0,5), Christian Jacques (0,4) y Maxime Chattham (0,4), un joven autor de novelas policíacas.

Littell, claro, es un caso aparte. Todos los otros novelistas tienen ya varios libros en las librerías (más de 100 para Christian Jacques, el novelista del antiguo Egipto que fracasa este año con una biografía de Mozart). Littell consigue entrar en la lista con una sola novela, Les bienveillantes, que se ha vendido meramente cuatro meses.

Facturar 25 euros por ejemplar, es el gran negocio de la edición francesa en 2006. En muchas librerías se oye el mismo cuento: las ventas bajan para todos los autores, pues la gente compra el enorme libro (902 páginas) de Littell y, peor, ¡lo lee! Nadie tiene tiempo para otra cosa.

Como siempre, los novelistas que más gustan al público no son recomendados por la critica. Meramente Nothomb, como novelista que se dedica a varios temas (Japón, hambre, vida en la oficina, etc.), y Schmitt. Como dramaturgos tienen un estatuto fuerte en la secciones de cultura de los periódicos. Todos los otros autores reciben un tratamiento de maestros del ocio y no del arte. Otra vez, Littell es un caso aparte: varios periodistas ponen en duda la capacidad de un americano para escribir un libro enorme en francés sin la ayuda de unos editores. Otros denuncian la fascinación del autor por la violencia nazi. De manera absurda, el caso Littell sigue abierto, menos para los lectores.

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11 de enero de 2007
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NABOKOV

Cuando leo a Nabokov me dan ganas de vivir exiliado, en buenos hoteles, con alguna mujer encantadora, tener una edad razonable, una edad en la que al menos se conserve  el vigor suficiente como para desear y ser deseado. También me gustaría jugar al ajedrez al terminar la tarde, ser capaz de levantarme temprano para intentar cazar alguna rara mariposa, recorrer los pueblos europeos en un viejo y cómodo coche o bien hacer una ruta de moteles confortables cruzando aquellos Estados Unidos de los años 50, casi en los 60. Terminar la noche, razonablemente leído y bebido, como para soñar con alguna nínfula de las muchas que se cruzaron en las carreteras de mis deseos. No siempre estoy leyendo a Nabokov. Muchas veces pierdo mi tiempo y mis lecturas. Es verdad que hay otros. Que los hay mejores, más emocionantes, menos inteligentes y de mayores desgarros pero siempre estará la seguridad de que ahí, en mi biblioteca, al lado estará algún libro de Nabokov.

Ahora, después de tantos años, estoy con la otra parte de la biografía elaborada por Brian Boyd, Los años americanos, tan minuciosa, entretenida y sagaz como aquella primera de sus años rusos. Las biografías de Boyd no impiden el placer de volver de vez en cuando a la muy querida autobiografía de Nabokov, Habla memoria.

La memoria habla de manera singular. Hablando, leyendo la biografía de Nabokov recibí la noticia del Premio Nadal a Benítez Reyes. Recordé su pasión “nabokiana”, una vez la llamó “un complicado capricho de la Naturaleza”. Algo de eso tiene sin duda la diáfana complejidad de Nabokov. Busqué el libro de Benítez Reyes en que habla de Nabokov, de la minuciosa primera parte de esta biografía que ahora estoy leyendo. Y allí el escritor de Rota hace una merecida alabanza a la minuciosa entrega del biógrafo estilo Boyd, capaz de recordar los mínimos detalles de la vida cotidiana, capaz de captar los reflejos, los espejismos de la realidad de una vida. Le gustaba a Benítez Reyes que en la biografía se nos informara de la familia o de la marca de las bicicletas que tuvo Nabokov. Parecerán banalidades, pero son parte de lo anecdótico que se convierte en lo importante de nuestra pequeña y minuciosa existencia. De esas pequeñeces también estamos fabricados.

Me gusta leer cómo se relatan con minuciosidad hasta las historias que ya conocemos, que ya nos habían contado. Por ejemplo el famoso té que bebió en el programa de Pívot, que era naturalmente un whisky. Un programa con un público cómplice que supo reír la única vez que Nabokov se salió de su propio guión para hacer un comentario sobre lo fuerte de aquel té.

Una extraordinaria biografía en la que acompañamos a un Nabokov al que, después de muchos libros y muchos años, la fortuna literaria -también la otra- le sonríe a pesar de las prohibiciones y mojigaterías. ¿O quizá por esas mismas prohibiciones? Sin duda, tantas veces, una publicidad sin costes.

Si gustan de Nabokov, no se pierdan esta biografía. Si no les gusta Nabokov, también les puede gustar. Ya verán cómo leyendo su biografía les entran  ganas de volver a Nabokov, es como volver a región pero distinto.

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11 de enero de 2007
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AHORA LO SABEN

Diego Armando Estacio fue velado en casa de su abuelo en Machala para luego recibir sepultura en el humilde cementerio rodeado de gente humilde también, que nunca oyó hablar de ETA. Ya han oído. Su madre lo bautizó con ese nombre en homenaje a su ídolo Diego Armando Maradona,  fanático también él del fútbol, y fanático de la voz de la cantante punk Avril Lavigne. Recuerda su amigo Ricardo Vinlasaca que la víspera de morir sepultado bajo los escombros del estacionamiento en Barajas, bailó en una discoteca hasta el amanecer. 

El otro, Carlos Alonso Palate,  recibió sepultura en su pueblo natal de San Luis de Picaihua, en Ambato. Era el mayor de cuatro hermanos, a los que mantenía con su trabajo de emigrante en Valencia, y también mantenía a su madre María Basilia, y a un sobrino que sufre de epilepsia.

Por las calles se alzaba en nubes el polvo al pasar su entierro rumbo a la iglesia parroquial, y la gente acudió a pie por los caminos, desde Tangaiche, Atarazana y Shuyurcu para despedirlo. “¿Quién me va a pedir la bendición, si ya nunca más me llamarás?”, clamaba María Basilia. Llovieron flores blancas de papel sobre el cortejo. “Queremos que el mundo entienda que somos gente pacífica, que tenemos que dejar nuestra tierra y a nuestras familias por la pobreza en que vivimos”, dijo una muchacha.  Lo enterraron con la bandera de su club de fútbol cubriendo el ataúd, mientras el sol seguía cayendo a plomo sobre San Luis de Picaihua, donde nunca habían oído hablar de terrorismo. Ahora sí.

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11 de enero de 2007
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LA EXCRECENCIA TERRORISTA

Del terrorismo se desprende un rastro de amargura y muerte. También un rencor corrosivo y una explosión interna, expresión mortal de la impotencia.

Luego, el país, los medios de comunicación, todos nosotros los periodistas y todos ellos los dirigentes (que no líderes) políticos, comenzamos a segregar una interminable verborrea sobre el suceso. No sólo reiterando el dolor de la matanza sino convirtiendo el acto criminal y los comunicados de los asesinos en profundo objeto de teorización y estudio.

Los asesinos, jóvenes psicópatas, piensan en los espacios de la subnormalidad, arrasan todo humanismo con su fanatismo, despojan la inteligencia de toda moral y emplean una balanza primitiva donde se  falsifica el peso del mal y el bien, de la razón o de la demencia.

Los atentados son muestras de horros a cargo de profundos enfermos mentales y esta clínica se transforma mediante las entretenidas tertulias radiofónicas a todas horas o los artículos sin tasa, en deleznable sustancia política.

De esta  metamorfosis constante a lo largo de estos días va apareciendo  un monstruoso fenómeno periodístico que atesta la realidad nacional. Un fenómeno en continua fermentación del que se derivan nuevas excrecencias: montañas de palabras impresas, sucesiones iguales de adjetivos, conceptos, ataques, peroratas, discusiones sin término.

El terrorismo crece a través de este desvarío que rodea al primero y al segundo y al otro que sigue sin cesar. Gracias a que el atentado no se acota como un hecho de malvados asesinos -descerebrados o no– se aplaza el mayor perfeccionamiento de los métodos para apresarlos y neutralizarlos. En ese intervalo de relativa desidia, el terrorismo crece siempre puesto que su única razón de vivir es seguir eliminando vidas a cielo abierto o en la nuca, en las grandes masacres o en la nuca.

Declaraciones, debates, reuniones unilaterales y multilaterales, pactos de contabilidad imposible, la vida nacional se suspende en la pringosa pila de estas acciones desorientadas que recuerdan el caos de los hormigueros tras recibir un impacto y tras el cual sus habitantes crean un torbellino de direcciones confusas que logran un desbaratamiento social completo.  Para evitar esta consecuencia radical y de degradatoria los terroristas deberían recibir la respuesta exacta: a la delincuencia se opone la policía y a los ataques contra el Estado toda fuerza pública, incluida la militar. Contra la siembra del terror en democracia todos los recursos del sistema democrático. ¿O todavía se duda de que el Ejército forma parte del mismo sistema?

En estos momentos, un guirigay de palabras y corrillos, de formulaciones intelectuales, proposiciones, reuniones y manifestaciones divididas, enmascaran, embadurnan y desfiguran la  naturaleza del problema. A estas alturas, unas decenas de jóvenes matan y se prometen seguir matando con la reproducción de su delirio sin destino propio. ¿El otro destino? La reclusión total. Su neutralización en suma en cuanto virulentos enemigos  de la convivencia política o social.

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11 de enero de 2007
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Suena funk en el cielo

La Navidad vino con un blues debajo del brazo. La muerte de James Brown me tomó desprevenido, yo creí que sería eterno, tan inhundible como su música. Supongo que él también lo creía. Acudir al dentista cuando más allá del dolor en la boca padecía una neumonía delata su convicción de ser invulnerable, alguien que no puede sufrir nada más grave que una caries. Hasta su despedida suena a hit potencial, tiene el título de esas baladas desgarradoras que colaba entre tanto funk, como It’s a Man’s Man’s Man’s World; según su amigo Charles Bobbit, que lo acompañaba en el hospital, Brown dijo I’m Going Away Tonight, o sea me voy esta noche; después respiró profundamente tres veces, esas bocanadas que formaban parte tan indivisible de su canto, y cerró los ojos para no volver a abrirlos.

Tuve la suerte de verlo en vivo dos veces hace pocos años, una de ellas fue en el Hard Rock Café de Buenos Aires, sonando a tan sólo un par de metros de mi azorado cuerpo. No podía creer que el viejo pudiese bailar y cantar con semejante energía. Pero al descubrirme envuelto por el sonido de la banda, con el corazón acelerado para sincronizar con el beat, y alentado por los gritos guturales de esa garganta prodigiosa, entendí que era al revés, que la energía no era de Brown sino de la música que existía más allá de su cuerpo y que Brown, el Aprendiz de Brujo, la había creado precisamente para cargar baterías cada vez que la interpretase; cuando estaba dentro de esa música su cuerpo no envejecía, por eso nunca dejó de cantar, mientras cantase sería eterno, a nadie debería extrañarle que haya comenzado a morirse el 23 de diciembre cuando abrió la boca para algo que no era cantar, desparramado sobre el sillón del dentista.

Jonathan Lethem, el autor de Motherless Brooklyn y The Fortress of Solitude, escribió hace meses en la Rolling Stone que en 1958 James Brown comenzó a visitar el futuro, y por ende a oír su música. De allí en más, al regresar a su tiempo físico Brown “parecía tratar de impartir una epifanía a la cual sólo él tenía acceso, una epifanía que tenía que ver con el ritmo y con sus posibilidades cinéticas inherentes pero que hasta ese momento nadie había descubierto en el R&B y la música soul que lo rodeaba”. Supongo que también podría decirse que Brown no viajó sólo hacia el futuro, sino también hacia el más remoto pasado, al momento en que un hombre oyó por primera vez el batir de un tambor y comprendió que el golpe resonaba en su cuerpo, que su cuerpo también podía ser un tambor. De algún modo Brown se deshizo de los oropeles de la música popular y se quedó con su esencia rítmica, en su banda no era la base ni la percusión la que producía ritmo sino todos los instrumentos en conjunto, Cold Sweat fue en 1967 el primer hit en estar compuesto sobre un único cambio de acordes, la piedra basal del funk. Podría decirse que decodificó el jazz, el rhythm & blues y el rock and roll del mismo modo que Godard decodificó el cine narrativo, con la ventaja de no producir arte experimental sino música primal: Brown es Godard que se puede bailar.

Todavía hoy, cuando escucho a James Brown me parece que todo lo demás suena antiguo. El consuelo que nos queda a aquellos que ya no recibiremos nueva música suya es el de saber que cuando lleguemos al cielo, el lugar va a ser mucho más funky de lo que era hasta ahora. Mientras tanto Dios aprenderá a bailar, lo cual es una buena noticia para todos los que estamos aquí abajo; un Dios que baila es un dios que no se aísla.

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11 de enero de 2007
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Desgracia y consuelo en Babel

El director de cine Alejandro González Iñárritu consigue más de lo que se propone con su nueva película pero la ejemplar tensión dramática de su historia babélica consigue enervar al espectador exigente. Llegando al final, a lo que debería ser una adecuada desgracia colectiva, vemos como se impone un extraño rubor. Como si el director sufriera un súbito desfallecimiento.

Un ejecutivo japonés no encuentra para sus agobios profesionales más terapia que la caza. Este modo de drenar sus carencias afectivas ya nos da una idea de su personalidad. Según nos permite suponer el director con una sutil economía de medios narrativos, el japonés había contratado una batida para liberar las emociones del instinto urbano y conmovido por la fraternidad de la inolvidable excursión regala a su guía el fusil que le ha servido para abatir cabras y cabritos en los peñascos de Marruecos.

Por las carreteras de esta región africana circula un autocar de turistas norteamericanos atemorizados por el aspecto de los lugareños. No se entiende muy bien por qué se han embarcado en una aventura peligrosa: pasearse entre moros de aspecto ceñudo. Ajeno a tales temores, el matrimonio protagonizado por Brad Pitt y Cate Blanchett dirime la tortura de un doloroso remordimiento.

Mientras, en su casa, en Estados Unidos, la mujer mexicana contratada para cuidar a los dos hijos de la pareja Britt/Blanchett debe regresar a México por unos días. Su hijo mayor se casa y no puede faltar a la boda. Como no encuentra sustituta decide hacer el viaje con los dos niños. De nuevo alguna peripecia tercermundista y el cúmulo de premoniciones que nos hacen temer lo peor. La mujer desesperada y los niños rubios desmayados acaban perdidos en el desierto de la frontera.

El guía marroquí vende el rifle de caza a un vecino y éste lo deja en manos de los dos hijos que sacan a pastar el rebaño de cabras. Hacen prácticas de tiro con gran imprudencia temeraria y una de las balas perdidas hiere a la turista norteamericana Cate Blanchett. La sangre mana en abundancia, ella se desmaya, no hay médicos, ni ambulancias.

La hija adolescente del japonés es sordomuda y vive atormentada por el reciente suicidio de su madre. Sabemos que esa mujer desconocida se mató de un disparo (quizá sea el motivo que llevó a su esposo a desprenderse del fusil) pero la muchacha asegura que la madre se lanzó por el balcón del rascacielos. La supersticiosa tentación de los hijos de suicidas (imitar el acto fatal de los padres) hace creer al espectador que ocurrirá lo mismo ante sus ojos espantados por tanta desdicha.

Efectivamente, la desgracia cae sobre los protagonistas de la historia... pero no sobre cada uno por igual. La policía norteamericana encuentra a los niños perdidos y expulsa del país a la trabajadora mexicana. El padre japonés se abraza a su hija dando a entender que no todo está perdido para ella. A Cate Blanchett la rescata un helicóptero de las Fuerzas Armadas de su país pero el cabrero marroquí ve caer a su hijo mayor abatido por las balas de la policía marroquí que los cerca allí donde antes corrían las cabras.

Y de repente comprendemos que hemos estado viendo un western.

Si Alejandro González Iñarritu hubiera sido el dueño de Babel o no le importaran las exigencias sentimentales del público norteamericano, la adolescente sordomuda, hija del cazador japonés, se habría arrojado al vacío, Cate Blanchett habría perdido su brazo gangrenado y, al regresar a casa con su atormentado marido, recibiría la terrible noticia de sus hijos abandonados y muertos en el desierto mexicano.

Pero en el cine, como en la vida real, el infortunio sólo persigue a los desafortunados. En la Babel de Iñárritu nada se confunde, todo está en su sitio: las penas de japoneses y norteamericanos tienen remedio; las alegrías de mexicanos y marroquíes son efímeras y acaban mal.

Esta es la moraleja que la crítica ha celebrado como una obra de arte.

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11 de enero de 2007
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BUEN COMIENZO

Me toca, al abrirse el año, hacer la primera anotación en mi bitácora, con lo que celebro, antes de nada, la casi exactitud entre el calendario que se abre y las primeras rasgaduras de la pluma de ganso sobre el papel de este cuaderno que Basilio Baltasar pone a mi disposición, como acostumbraban hacer desde su sitio en el castillo de popa los buenos y pacientes marineros de antaño. Una agenda para llenar. Es lo que uno más recibe como regalo de Navidad, agendas de todos los formatos y tamaños, pero ésta prometo emplearla hasta su último espacio o margen disponible.

En el lenguaje de los jugadores de beisbol del Caribe, se dice “bateo libre”. Es decir, la iniciativa queda en manos del que esto escribe y veremos en mi cuaderno, de aquí adelante, de todo, todo lo que el ánimo del día tenga por ocurrencia, sabiendo que semejante espacio a mi disposición no es sino un punto de encuentro, o sea, un eje de conversación dispuesto a girar hacia donde el viento lo lleve. Y lo de buen comienzo, que reza el título, no es más que mi propio deseo de que sea bueno ese viento a lo largo de la ruta. Y pongo detrás de mis velas a soplar la voz de Rubén Darío, mi paisano inevitable, para recibir con él el nuevo año:

A la orilla del abismo misterioso de lo Eterno
el inmenso Sagitario no se cansa de flechar;
le sustenta el frío Polo, lo corona el blanco Invierno
y le cubre los riñones el vellón azul del mar.

Cada flecha que dispara, cada flecha es una hora;
doce aljabas cada año para él trae el rey Enero;
en la sombra se destaca la figura vencedora
del Arquero…

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10 de enero de 2007
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REPÚBLICA SOCIALISTA

Al anunciar, el lunes, el contenido del Plan Nacional Simón Bolívar (2007-2021), el presidente Chávez ha despejado las dudas. «Vamos, dijo, rumbo a una república socialista de Venezuela». Todos los detalles del recorrido son previsibles: más control del Estado sobre la economía, más control del líder sobre su entorno y más control de la educación sobre las cabezas.

Lo más interesante es el discurso del presidente. No es un tratamiento directo de la realidad sino su maquillaje, como corresponde a la gran tradición de la retórica socialista. Cuando el presidente habla a los ministros salientes del gobierno renovado dice «Ustedes no se van del Gobierno». Cuando se explica frente a los comentarios de la iglesia venezolana y de la OEA: «Señores, lean los libros de Karl Marx, la Biblia. No tengo nada que explicarles». Palabras para expresar la realidad al revés, palabras para rechazar el uso de la palabra: estamos en el socialismo real.

Y claro, lo que dice Chávez cuando intentar decir algo de verdad tampoco importa. «Soy del linaje de Trotsky, de la revolución permanente» dijo a su gabinete. Igual decía hace unos años (lo tengo apuntado) «La revolución china es hermana mayor de la revolución bolivariana»

En 2005, cuando venía subiendo la referencia al “socialismo del siglo XXI” en la propaganda  del gobierno en Venezuela, Chávez explicó que no había que desesperar del socialismo. Por una razón obvia: había sido el sistema de organización y de producción de las sociedades precolombinas ya desaparecidas. Y, en un enorme salto por encima de los siglos, el líder bolivariano estudiaba la posibilidad de resucitar al socialismo. Con una repuesta positiva: «El socialismo, afirmaba, no estaba muerto, estaba de parranda y el socialismo es el camino». Venezuela está en el camino.

Hoy, por la mañana, utilizando un PC con sistema “XP profesional” de Microsoft intenté conectarme con el sitio oficial de la presidencia venezolana. Lo único que había era una animación Flash con un título arriba: “Hacia el socialismo del siglo XXI”. Toda la página quedaba vacía. El único enlace “buscar las últimas noticias” no funcionaba. Quizás el sitio estará arreglado y listo para los internautas en el momento de la publicación de mi post, pero veo mi visión matutina con una aproximación al futuro de Venezuela. Es el susto fuerte que conocen los escritores: el temor a la página en blanco.

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10 de enero de 2007
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MANERAS DE GANAR

Me gusta la gente que sabe ganar. Saber perder es mucho más fácil. Al menos si eres más o menos aficionado al fútbol y tu equipo es el Atlético de Madrid. Me imagino que también sirve con otros equipos que no tengan el historial del Barça o del Real Madrid, aunque últimamente ya no sean lo que fueron. Saber perder es saber supervivir, adaptarse, disimular, mentir o fingir. Saber perder es saber vivir, que quizá no es poco mérito, pero es lo que nos pasa hasta que deja de pasarnos. Vivir perdiendo cosas, gentes, paisajes, recuerdos, tiempo… eso es algo que sabemos hacer mejor o peor casi todos los animales perdedores. Nuestra especie de animales lectores, incluso nuestros semejantes no lectores.

Maneras de perder se llama una colección de relatos, de cuentos de supervivientes, del escritor Felipe Benítez Reyes. Ahora le toca ser ganador del Premio Nadal. Otra vez  con una novela paródica. La parodia es un conocido tránsito literario de Benítez Reyes. Ahora en ésta que se titula, Mercado de espejismos, hace una mirada  sobre los thrillers con fondo histórico que tanto éxito de ventas tienen desde hace ya unos códigos. Estoy deseando leerla.

No disimulo mi afición ya antigua a la poesía y la prosa de Benítez Reyes. Desde hace ya bastantes años me reconocí “felipista”. Es un escritor de un humor y una ironía que muchas veces hay que buscar sus referencias en autores de que no son de este tiempo o de este país. Felipe es un cosmopolita de pueblo. Un universal de Rota. No es cualquier pueblo ese pueblo de Cádiz. Pueblo de playa popular que le hubiera dado envidia a Fellini. Cercano al liberal Cádiz, al señorial y decadente Jerez y a otros espacios tan razonables para vivir que uno entiende al escritor que sigue viviendo en ese centro de la periferia más agradable. También en Rota estuvo, está, la Base Americana. Y eso, que hoy más que ayer, parece un anacronismo, hace años representó la llegada de la modernidad, la coca-cola y el rock. Que se lo pregunten a Silvio. Más bien que no se lo pregunten, porque hace años está sin posibilidad de respuesta. Silvio fue uno de aquellos futuros roqueros que escuchaban la última música americana en la radio de la Base de Rota. Un tinglado ese pueblo de la Bahía, tan cerca de los americanos y tan cercanos al mundo de Camarón. Un buen refugio de señoritos y desempleados. Un lugar que se lleva bien con la queja y la alegría.

De esa Andalucía viene Benítez Reyes, ajeno al señoritismo, pero con una elegancia para saber ganar como sólo mantienen algunos muy elegantes en la vida y la literatura. Nunca quiso dejar de vivir en Rota -ni cuando las tentaciones, los premios y los amigos empujaban a ello- y allí sigue viviendo. Lo explica: “Vivo en Rota por dos razones bien insignificantes: porque he nacido en ese sitio y porque me gusta demasiado escribir como para poder disponer de tedio suficiente para escribir”. Desde Rota, desde sus aires difíciles, desde ese mundo que también es ya el mundo de toda una tribu de novelistas, poetas y cantantes, desde la Rota de Benítez Reyes, se pueden contar todos los mundos. Solo hay que saber escribir.

Me alegro que un premio como el Nadal, tan querido, tan importante en nuestras vidas lectoras, recupere  los mejores aires, aunque sean aires difíciles de nuestra literatura. Benítez Reyes, es un excelente premio Nadal. Una elegante manera de ganar. Lo hizo desde su periferia el pasado año Eduardo Lago -con una de las mejores novelas del año en castellano- y estoy deseando que con Benítez Reyes nos ocurra lo mismo. El saber ganar no hay quién se lo arrebate.

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10 de enero de 2007
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Un ingeniero de la luz

Descubrí la amable existencia de Francois Jousse gracias a un artículo de Elaine Sciolino en el New York Times. Jousse, cuya rotundez coronada por una barba entre rubia y gris le da un aire a Santa Claus joven, es desde 1981 el encargado de iluminar los edificios públicos de París, una capital a la que mantener el apodo de Ciudad Luz le cuesta 260.000 dólares diarios. Más allá del costo, cualquiera que haya visitado la noche de París sabrá que la elegancia con que sus edificios están iluminados constituye buena parte de su encanto.

A los 64 años, el ingeniero Jousse es responsable de la iluminación de trescientos monumentos, edificios oficiales, bulevares y hasta puentes de una ciudad erigida en torno a un río. En 1981 su oficio era prácticamente nuevo, pero hoy Jousse cuenta con la colaboración de treinta expertos en iluminación decorativa: gente que sabe cómo iluminar muros pero también objetos que se reflejan en el agua, vitreaux y gárgolas. Al comienzo Jousse recurrió a arquitectos e iluminadores teatrales, tanto en busca de consejo como de entrenamiento. Con el tiempo creó un laboratorio de investigación, donde él y su equipo experimentan con color e intensidades de la luz. El proyecto para rediseñar la luz de Notre-Dame le insumió más de dos millones de dólares y no pocas discusiones con las autoridades de la Iglesia católica, que protestaban ante lo que consideraban un intento de convertir el famoso templo en “una sucursal de Disneylandia”. Pero al fin Jousse se salió con la suya. El último tramo de su trabajo, la iluminación de la fachada sur de Notre-Dame, fue inaugurado a fines del último diciembre; ardo en deseo de ver cada detalle de esa maravilla arquitectónica resaltado -¡y recreado!- por el arte de Jousse.

Supongo que lo que más me gusta del trabajo de Jousse es la forma en que se parece a la labor de los que escribimos ficción. Así como Jousse debe iluminar edificios preexistentes, nosotros no inventamos nada: el mundo al que comentamos ya existía desde antes, al igual que el lenguaje que empleamos. No creo que Jousse considere que la preexistencia de los edificios es una limitación; supongo, por el contrario, que la toma como un desafío. Del mismo modo, entiendo que la tarea del escritor es crear la mejor iluminación posible para resaltar cada detalle del fenómeno de la vida: buscamos nuevas formas de iluminar lo eterno para no adormilarnos en la oscuridad, para reencontrarnos con la posibilidad de la maravilla, de lo inefable.

“Los secretos son simples”, dice Jousse. “Integrar la luz con sus alrededores. No molestar a los pájaros, a los insectos, a los vecinos, a los astrónomos”. Suena a perfecto consejo para un escritor. “Si el municipio me diese el dinero que necesito, le enseñaría a la gente sobre la belleza de la luz”. Esto también suena a deseo propio de un escritor. Jousse concluye diciendo: “¡Me han bendecido con el más espléndido de los trabajos!” También a mí, querido Jousse; también a mí.

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10 de enero de 2007
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