Vicente Verdú
Hay mañanas en que al despertar constatamos un mundo tan confundido y desorganizado como desprovisto de sensibilidad.
Por lo general, la sensación se consigue durmiendo poco o mal y el pronóstico, de acuerdo al mandato productivo, lo consideramos invariablemente negativo.
No hallarse alerta y dispuesto, dar tumbos o sentirse obnubilado, se estima equivalente a una minusvalía ante la cual no debe hacerse otra cosa que espolearse de inmediato para hacerla desaparecer.
Sin embargo, este estado adormecido o lerdo, perezoso y limitado de entendimiento, remite a la semiconsciencia quizás propia de determinados animales lentos, como la tortuga o el caracol, que si conservan el instinto no necesitan grandes prestaciones de él, atendiendo a la moderada asechanza de su entorno.
Pero ser como un caracol o una tortuga circunstanciales no deberá considerarse un demérito de la especie. Toda oportunidad de experimentar la vida de los otros, en cualquier ámbito o escala, en cualquier peripecia o indeterminación, suma patrimonio a la existencia.
La repetición de una vida lúcida o muy lúcida no llevaría sino a la veladura personal, de la misma manera que la total exposición a la luz deshace la fotografía.
Pasar de lo bueno a lo regular, transitar desde la alerta a la modorra, desde la vivacidad a la ataraxia a través de sus infinitas gamas debiera ser valorado tal como toda aventura que, en su esencia, invoca la experimentación, lo desconocido o lo menos común.
Estimularse para no decaer, engullir píldoras para no parar, culpabilizarse para no sucumbir, anula grandes espacios palpitantes.
No se es necesariamente más en la vigilia que en el sueño, en la misión de centinela que en el resto de posiciones.
El lema es este: vivir y vivirse. Dejarse vivir.