Jean-François Fogel
Es difícil leer sobre la historia de la guerra civil en España sin enterarse de la existencia de Luis Quintanilla (1893-1978), pintor español comprometido con la República desde los años treinta. Amigo de Juan Gris, Quintanilla se hizo famoso con su estancia de unos meses en la cárcel, en 1934, por razones políticas. Los escritores Hemingway, Dos Passos, Malraux pidieron su libertad. Salió ileso para seguir el recorrido clásico de los artistas de su época: participación en la guerra en el interior, propaganda en el exterior y, finalmente, un largo exilio entre EE. UU. y Francia. Sus bocetos de la guerra civil se parecen mucho a lo que hizo George Grosz en la república de Weimar: la visión violenta de seres humanos gozando o sufriendo como animales.
Ahora, su hijo Paul Quintanilla le dedica un sitio cuya ergonomía es de las más confusas. Peor no se puede. Pero es una maravilla por el contenido: un texto de Hemingway, datos biográficos, pedacitos de libros, pinturas, dibujos. Es una carpeta llena de documentos con sabor a otros tiempos, a otros lugares. Y sobre todo está el arte de Quintanilla, obvio en la fluidez de la forma y la sencillez de los colores.
El artista vivía en EE. UU. en los años cuarenta. En 1943, empezó a producir una serie de retratos de escritores. Su hijo explica muy bien las circunstancias del proyecto, en un texto en inglés. Pero sin pasar por el texto se puede también visitar la pequeña galería por el mero placer de recordar la convivencia dentro de una comunidad de artistas que compartían un pueblo llamado Nueva York.
Lo primero que me interesa de estas pinturas es la lista de los escritores. Son dieciséis y creo que pocos son conocidos hoy y conforman una muestra caótica, imposible de entender. La lista de los que siguen siendo famosos es cortita: Dorothy Parker, Richard Wright, John Steinbeck, Lilian Hellman, John Dos Passos y Arthur Miller son, creo, los únicos que aparecen todavía en las librerías. Es posible que el nombre de William Shirer no diga nada hoy –fue el historiador que se encargó de explicar el nazismo después de la Segunda Guerra Mundial, su nombre fue borrado por la ola de trabajos sobre Hitler en las dos últimas décadas.
Segundo aspecto, extraño, del proyecto: el disfraz de los escritores. Son pinturas de ellos “tal como se ven a sí mismos”. Dorothy Parker, que decía que después de tres Martini estaría debajo de la mesa y después de cuatro, debajo del hombre que la invitó a beber, parece como una especie de ama de casa dedicándose a la costura. Richard Wright se imagina como un rompecabezas. John Steinbeck es una serpiente de mar. Liliam Helman se confunde con el color gris. Dos Passos es un pintor. Y Arthur Miller se cree Abraham Lincoln, uno de los presidentes asesinados. El retrato de Steinbeck, cuya figura como escritor se recupera y crece (fue un fabuloso autor de relatos de viaje, talento poco reconocido en la época de su Premio Nobel) me parece fascinante, muy real, muy parecido a la apariencia del mar en la parte de Monterrey, en California, que tanto papel jugó en su vida.
Pero, sobre todo, lo que la serie de retratos trae es el recuerdo de una época más generosa. Los artistas, en lugar de dedicarse únicamente a su obra, miraban a su entorno y seguían, no con celos sino con reconocimiento, la producción de las otras disciplinas. Hasta la Primera Guerra Mundial, en París, no había un solo escritor que no escribiera sobre arte. Sabemos lo que Zola, Flaubert, Baudelaire opinaban del arte de sus contemporáneos y tenemos retratos de todos los grandes escritores hechos por sus amigos pintores. El retrato de Steinbeck por Quintanilla es una última prueba de supervivencia de esta actitud abierta que mató el Dios del éxito comercial.