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LAS PLANTAS

Las personas a quienes se les marchitan sus plantas despiertan notable recelo entre los demás. La planta no habla pero el hecho de aparecer esplendorosa o mustia la convierte en notorio testigo de su amo, documento de su finura o delación de su  incuria, su torpeza o su insensibilidad.

Los animales domésticos se comportan con sumisión y refuerzan siempre el ser de su amo pero las plantas actúan como jueces inflexibles, con vida imparcial que exhiben bien en su alegría o su tendencia a la muerte según el amor o el desamor que presuntamente reciben.

Siempre, en el fondo del sujeto a quien se le mueren sus plantas, se encuentra un inconsciente desdén por lo vegetal que el vegetal percibe intensamente y determina su voluntad de fallecimiento.

¿Desdén por lo vegetal? ¿Alguien puede acoger un sentimiento tan inútil? No es, sin embargo, la funcionalidad sentimental el factor determinante. La planta responde negativamente no sólo ante la circunstancia  de creerse desdeñada o desmañadamente tratada sino que reacciona incluso mortalmente si no se la mima.

He aquí el requerimiento crucial: el mimo. No basta con otorgarle algún amor y atención. Ni tampoco esforzarse en procurarle cariño a secas (o a cubos).  Es necesario  mimarla como a un bebé, atenderla como a un frágil discapacitado, proporcionarle ternura como a un paciente grave puesto que el vegetal casero se encuentra invariablemente al borde de la defunción. Sin auxilios íntimos y genuinos preferiría morir. Y, de hecho, el cuidado de una planta se hace para los no dotados en un permanente  sinvivir.

¿Merece la pena este desvelo? Inexplicablemente, la planta pierde luminosidad, el tallo se dobla, la flor se asfixia, la agonía ocupa la maceta. Finalmente, su muerte marca la casa con una insoportable seña de amargura.¿Merece la pena aventurarse a este proceso donde se junta el fin del ser y de su belleza, el vistoso sufrimiento de un inocente sin habla y la terrible consecuencia de nuestra irredimible culpabilidad?

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26 de febrero de 2007
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DOS DOLORES PARA LOS LIBROS

«Hay algo peor que quemar a los libros, decía el poeta Joseph Brodsky, es dejar de leerlos». La frase sale bien, tiene algo de desafío, pero creo –con todo respeto para Brodsky- que se trata de una postura. Hay dos cosas aun peores: la censura y la mentira crítica.

Un ejemplo de cada uno. El primero en inglés, el segundo en francés.

1. Censura
La Universidad de Pennsylvania, que ofrece 25.000 libros en línea, tiene una excelente página sobre la censura de los libros. Hay muchos enlaces sobre ciertos países y ciertas épocas. Vemos que es una enfermedad continua. Faltan detalles sobre los libros en castellano. Sería bueno una contribución de los hispanohablantes.

2. Mentira crítica
Es para reír, pero no es tanto una broma. Es un sitio en francés que ofrece un “generador de crítica de arte”. Cada clic genera una nueva combinación del conjunto sujeto/verbo/complemento. Entonces, vemos a cada clic el vacío de la falsa retórica crítica. El autor del motor es un artista francés, Eric Maillet. A veces utilizo su generador para reír con amigos. En realidad es una muestra del daño terrible que hacen los malos críticos. Las buenas obras necesitan buenas críticas.

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23 de febrero de 2007
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CENSURA ILUSTRADA

Soy partidario de la censura. Al menos de la censura ilustrada. Incluso, de alguna censura sin ilustración. Por ejemplo, la censura del cine en tiempos franquistas mejoró algunas películas de Berlanga. Les obligó a él y Azcona a realizar un peculiar ejercicio de la imaginación que no hubieran realizado sin tener que dar esos rodeos. La burla del censor les hizo más imaginativos. También la censura mejoró el final de la película Viridiana de Buñuel. El censor no permitía que Paco Rabal se quedara solo con la ex monja que interpretaba Silvia Pinal y propuso un final con mesa camilla y juego de cartas, pero con una carabina, con otra mujer que interpretaba Margarita Lozano, servidora y amante de Rabal. Una perversa idea de menage a trois que no se le había ocurrido a Buñuel y que se debe al censor.

¿Y qué es la censura ilustrada?...No tengo ni idea, pero yo también soy censor y, con perdón, más o menos ilustrado. Una vez me preguntaron a quién no llevaría al programa de televisión Estravagario. Muy correctamente democrático dije que a nadie censuraría, que me gusta hablar con mis contrarios, con mis oponentes éticos o estéticos… Lo pensé un poco más sinceramente y confesé que sí censuraría al algún personaje que- a mi juicio- no merece ser llamado escritor, y menos historiador. Di un nombre, el de Pío Moa y podría haber dado alguno más. ¿Para qué llevar a televisión, a las páginas de un periódico o a la radio a alguien que sabes que es manipulador de la historia? ¿Para qué invitar a televisión a insultadores, ventajistas, marrulleros, mentirosos, manipuladores y falsarios? ¿Para qué hacer más famosos a los que se hicieron ricos y famosos con las peores artes de la escritura o del periodismo? ¿Por qué soportarles en una televisión pública?

¿Es eso censura? Puede ser, será, pero es lo que yo llamo censura ilustrada. En este blog se sorprendía de mi optimismo el amigo Filemón Pi porque aplaudía vivir en un país donde no se censura a provocadores tan inteligentes como Albert Pla. También me congratulo de que se puede representar con normalidad, y en un teatro público, el muy vitriólico y extraordinario montaje de Marat Sade, un Peter Weis, versionado por Alfonso Sastre e interpretado por “Animalario”. Tampoco les gustará a los bien pensantes, a los lectores de Pío Moa, a los oyentes de la COPE o a los nostálgicos de algún comunicador de deportes. Se siente, tuvieron su tiempo, sus dictadores, sus censores y sus púlpitos. No es lo mismo callar a un falsario que a un hombre libre, aunque sea el marqués de Sade. Con él nos iríamos al infierno, pero ni un paso más. Con los otros no me voy ni al paraíso un fin de semana. Será censura, pero tendrá sentido. Por eso lo que hizo la otra noche la televisión pública me pareció un acto de sinceridad y de buen gusto. No dejar insultar. Entre otras cosas.

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23 de febrero de 2007
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'Get back'

Pocas cosas me gustan más que viajar. Lo cual no deja de ser paradójico en un escritor, dado que la tarea depende en buena medida de nuestra capacidad de encerrarnos, aislarnos y permanecer en un mismo lugar; la existencia de algunos escritores-viajeros inefables –dicho sea de paso, qué pena la muerte de Kapuscinski- es tan sólo la excepción que confirma la regla. La mayoría de los escritores que conozco son socialmente ineptos, y muchos de ellos prefieren además enterrarse en su nicho, a salvo de los perfumes agresivos, de los grifos exóticos (o de la falta de ellos), de los códigos que les resultan amenazantes por el simple hecho de ser nuevos –y en especial, a salvo de la gente.

Estoy de regreso en Buenos Aires. He sido repatriado, el calor espeso y selvático de febrero me llamó a su seno maternal, al término de un viaje por Europa cuyo recuerdo conservaré por siempre. Lo que lo convirtió en inolvidable fue precisamente aquello que diferencia un paisaje maravilloso de una experiencia maravillosa: la gente, esa misma gente que asusta a tantos escritores que prefieren escribir a solas, lanzar su manifiesto al mundo y no recibir más llamadas que las de su agente –siempre y cuando las noticias sobre las cifras de venta sean buenas, por supuesto. En cambio yo sufro cuando sale un libro mío porque me gustaría estar detrás de cada nuevo lector, percibiendo sus reacciones. (En especial las buenas, claro: me encanta hacer reír a la gente, y también me conmueve emocionarla.) Por eso viajes como el que acabo de hacer por Holanda y Alemania son un sueño para los escritores que sienten como yo: porque representa una oportunidad única de encontrarse con aquellos que te leen, y sobre todo con aquellos que a pesar de las enormes diferencias culturales, aprecian lo que haces.

Así que quedan avisados: a partir de aquí este texto incluirá los nombres de mucha gente que no conocen. Pero como significan mucho para mí, creo que nombrarlos es hacer buen uso de este espacio: si un medio de comunicación no sirve para que hagas público tu agradecimiento a tanta gente que te hizo bien, que te llenó de calor, que te iluminó el alma, ¿para qué cosa mejor servirá?

Le agradezco a la gente del Instituto Cervantes, que tanto hace por la difusión del español en el mundo en general y en Europa en particular. (Parece que el nuestro es el idioma del momento, al menos en los países nórdicos que visité: ¡ya era hora de que nos pusiésemos de moda!) A Isabel Lorda Vidal, del Cervantes de Utrecht, Holanda. A Ferrán Meliá y Manfred Boes, del Cervantes de Munich. A Helena Cortés y Asunción Vacas Hermida, del Cervantes de Bremen y de Hamburgo. A Gonzalo del Puerto, Carolina Ritter y Helga Schneider, del Cervantes de Berlín. También le agradezco a la gente de la librería de Waldbronn llamada Litera Dur (un juego de palabras que siginficaría Literatura Mayor, de acuerdo a la explicación de Bárbara, su dueña), por haberme llevado hasta allí. A mi editora en Holanda, Nelleke Geel, un verdadero encanto. A mi editor alemán, Dirk Vaihinger, que podría haber sido un galán de cine y vaya a saberse cómo acabó entre libros. A la gente que se hizo cargo de la ímproba tarea de presentarme: Alejandra Slutzky en el Cervantes de Utrecht, que me conmovió hasta las lágrimas; periodistas como Sebastian Schoepp y Andreas Fanizadeh, que hablaban de Latinoamérica y de Argentina en particular con profundo conocimiento de causa; el bibliófilo y además músico Sven Puchelt, de Waldbronn, cuyo CD todavía escucho a diario; a Sabine Giersberg, mi traductora al alemán: al profesor Reiner Kornberger, que se expuso a la lluvia, al frío y a los fanáticos del equipo futbolístico local, el Werder, para presentarme en Bremen. Y a Juan Carlos Benavente, profesor de español en el Cervantes de Hamburgo, que además de presentarme me acompañó en una helada medianoche –junto con Asunción y otro señor alemán tan culto y amable que siento vergüenza por no recordar su nombre: mil perdones por mi descortesía- a marchar por la Reeperbahn y buscar el Kaiserkeller en mi absurda peregrinación en busca de clubes donde tocaron Los Beatles.

Hay otra gente a la que debo agradecer con nombre y apellido. Amaya Elezcano, Valerie Miles, Rosa Junquera, Gerardo Marín, de Alfaguara España, que convirtieron en realidad el viaje para promocionar La batalla del calentamiento. A Basilio Baltasar, Pepe Verdes, Ximena Godoy y Giselle Etcheverry Walker, de La Oficina del Autor que hace posible este blog. A Teresita Toledo y Anna María Rodríguez Arias, de Casa de América, que me invitaron a un diálogo público con Leo Sbaraglia, a quien no veía desde el estreno de Plata quemada. A Juan Cruz, que siempre está atento. A Wendy Kerstan, de la editorial Nagel & Kimche. A Silvina Senn, que cometió la locura de viajar desde París para encontrarme en Utrecht. A las periodistas Anja Durrmeier y Caridad Plaza Rivera. A Isis Mulleman, que hizo de chaperona en Antwerp, Bélgica. (Las galletitas con forma de mano que me regaló son deliciosas.) A Rodrigo Fresán, Juan Gabriel Vásquez, Jorge Benavides. A Arabella Siles. A mis amigos Ana Tagarro, Cristina Zumárraga (merecidísimo ese Goya), Eduardo Milewicz y también a Lourdes, colega escritora.

Pero la mayor sorpresa me la deparó la gente: la de Holanda, la de Alemania, que acudió a cada encuentro en cantidad sorprendente, me hizo sentir el mejor actor del mundo durante las lecturas –en Hispanoamérica no estamos acostumbrados a ellas, lo cual es un error: es una maravillosa oportunidad para tomar contacto con los lectores, devenidos momentáneos oyentes- y me colmó de afecto expresado en idiomas variados, entre los cuales cuento el de los abrazos. No se imaginan lo que se siente cuando esa gente, a la que uno supone tan alejada de nuestra realidad y de nuestra cultura, muestra sin temores ni falsos pudores cuánto le ha gustado la historia que le contaste.

Escribo estas líneas, pues, porque como escritor –un ser socialmente inepto, ya lo dije- no encuentro otra forma de expresarles cuánta alegría produjeron en mi vida.

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23 de febrero de 2007
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IV. TODO ES SEGÚN EL COLOR…

             Hablando de ganadores y perdedores, uno de los personajes de The Little Miss Sunshine,  Frank, el suicida, le explica a su sobrino Dwayne, quien ya nunca será piloto de aviones jet, que uno de los grandes perdedores de la historia de la literatura fue, precisamente, Marcel Proust, el escritor en el que él mismo se ha especializado. Un genio. Enfermizo solitario, despreciado por homosexual, y asmático al punto de no poder salir de su recámara forrada de corcho, escribió una saga de la sociedad francesa que le tocó vivir, crónica maestra sobre la decadencia, En busca del tiempo perdido. Siete gruesos volúmenes de los que todos hablan y muy pocos leen, aunque todo el mundo sepa el cuento de que una magdalena en una taza de té de tilo puede despertar de un golpe la memoria de la infancia.

            La lista puede hacerse grande. Frank Kafka, que pidió a su amigo Max Brod, antes de morir en 1924, que quemara todos sus manuscritos, decepcionado de la literatura, y convencido de que nada de lo suyo valía la pena. Otro genio imprescindible. Su amigo, gracias al cielo, no le hizo caso, más porque lo creía un santo con una filosofía moral que heredar. Imaginen el mundo sin la palabra kafkiano, que muchos que la usan ignoran de donde sale. Y recuerden el dicho sagaz de que en América Latina, Kafka no sería más que un escritor de costumbres.

            Pondremos, si quieren, más nombres en esta lista.

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23 de febrero de 2007
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EL AMOR IMPOSIBLE

Debo agradecer a Juan Marsé un feliz punto de vista sobre los amores imposibles. Una petición central para sus últimos años de vida sería, en conversación con Isabel Coixet, gozar del mentolado dolor de un amor imposible.

En esta pasión imperfectible culminaría la experiencia de las aventuras románticas y se ajustaría a las circunstancias mismas de la tercera edad. A la tercera llegaría la vencida. Y la victoria sobre cualquier otra oportunidad.
 
Un amor en proceso o en curso de realización acaba siendo cansino y defectuoso, mientras el amor imposible mejora sin cesar y resplandece como la invención misma.

A este amor, no lo sofrena el mundo puesto que, en cuanto irrealizable, resulta en gran medida irreal.

Nada lo amenaza tampoco seriamente puesto que se guarece en nuestra alma como un auténtico juego. Y como un órgano también puesto que el ánimo correspondiente a su organismo forma parte de nuestra salud y con ella se confunde. Su propia exultación sin consumir garantiza una provisión que, con la debida práctica, puede dosificarse, templarse o suspenderse sin que deban rendirse cuentas. No se parece además al amor hacia uno mismo, que tarde o temprano deriva en tristeza. El amor imposible tiende a ser en sustancia feliz porque no tiene el objeto sustantivo a mano. Sólo dispone de su ausencia. 

Si el mayor castigo de los dioses consiste en atender y satisfacer nuestros anhelos, la máxima categoría de Dios, por el contrario, se funda en su completa sordera. No nos escucha, no nos recibe, no nos consuela y la encantación crece. El prestigio del Cielo procede de representar lo más alto e inasible, la inmensidad compuesta a base de sumas y sumas de vacío.

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23 de febrero de 2007
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La geografía de tu pasado

Siempre que me invitan a una boda pienso: “qué pesado, una boda”. Hay que ponerse elegante. Hay que pasarse la mitad del día preparándose para ella y la otra mitad en ella. Hay que saludar a mucha gente que no conoces, y que quizá no conoce ni el novio. Y a veces, ni siquiera se come tan bien. Por eso, cuando envié las invitaciones para la mía, sospechaba que costaría convencer a la gente de venir. Temía que nos quedaríamos esperando llamadas de confirmación que nunca llegarían, y al final, llenaríamos las mesas de la cena con maniquíes para fingir que teníamos amigos.

Nuestra sorpresa ha sido mayúscula al descubrir que no damos abasto. Los invitados apenas caben en el salón, y hemos tenido que desembarcar incluso a gente ya invitada para dar prioridad a los familiares y amigos que vienen en avión (lo siento, chicos). Viene gente de Valencia, Madrid, París, Dubai, Bruselas, México, Pennsylvania y, claro, Lima. Viene de México el primer amigo que tuve en mi vida y de Bruselas sus compañeras de años locos. Viene de Madrid un amigo de mi colegio y de Valencia, sus primas. La cena parecerá la asamblea de la ONU. 

Así las cosas, lo más complicado ha sido componer las mesas. Mi novia y yo hemos vivido en diferentes países, y nuestro pasado anda regado por ahí, encarnado por personas de lo más variopintas que representan diversos momentos y lugares en la vida de cada uno. Organizar la geografía de la cena –trabajo que, debo admitir, ha realizado mayoritariamente ella, porque su novio es un inútil- no es sólo un trámite más, sino todo un puzzle con las piezas de nuestra vida. ¿Debo sentar a mi adolescencia limeña con su infancia valenciana o con sus estudios parisinos? ¿Debo colocar en la misma mesa a mi tía abuela madrileña con el gerente italiano de su empresa?

Hemos recortado papelitos con los nombres de cada invitado, que rotan de mesa en mesa para visualizarlas mejor. Cada día, cambiamos una de lugar. A veces, un trozo de nuestro pasado se enferma y llama a avisar que no llegará. Otras veces, un trozo de nuestro pasado se multiplica porque anuncia que llegará con sus hijos y padres. Entonces quitamos o añadimos un nombre a nuestros papelitos.

Pero cada cambio impone otros cambios más: si no llega Marta, tendremos que poner en su lugar a Alonso, que se llevará bien con el resto de la mesa. Si Juana trae a Pedro, habrá que cambiarlos de mesa, porque Pedro se odia con Alberto. Nuestras conversaciones son más o menos así:

-¿Qué te parece si ponemos aquí a Pepe?
-Pepe tiene quince años, y en esta mesa nadie baja de sesenta.
-Pero es un chico muy maduro.
-Mejor lo ponemos con Joanne, que es de su edad.
-Ya, pero Joanne no habla español.
-Son guapos y tienen quince años. No les importará.

Jugando con los nombrecitos, he empezado a preguntarme qué habría pasado si la ruleta de la vida los hubiera sentado antes juntos en algún otro lugar, quizá en la cena de alguna otra boda, y hubieran intimado. Mi padre podría haberse casado con mi suegra, y entonces mi novia y yo seríamos hermanos. O sus tíos podrían ser mis sobrinos. O mi ahijado, su abuelo.

Cada persona es el punto de intersección entre cientos de otras personas, que a su vez la ponen en contacto con miles más. Cualquier cambio azaroso, cualquier descuido o flirteo, cambia la faz del mundo. No dejo de fantasear con un universo en el que todos seamos primos, y a cada boda haya que invitar a una cantidad incalculable de personas. Ciudades enteras se pondrían de fiesta, y por qué no, regiones enteras del planeta. No quiero ni pensar el trabajo que sería componer esas mesas.

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23 de febrero de 2007
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AUDEN

Soy un tonto. Esperaba algo fuerte ayer: ruidos, comentarios, artículos en los periódicos. Ayer, fue el centenario de Wystan Hugh Auden, o W.H. Auden, tal como lo dicen las portadas de su libro. Pensaba en un evento un poco amplio, un recuerdo compartido, unas lecturas. Nada, o casi nada. En nuestro mundo, los poetas no tienen una segunda oportunidad. Creía que Auden era un caso aparte. Me equivoqué.

Aunque con Auden ocurrió algo inesperado hace unos años. Un poema suyo figuraba en una película y espectadores que ni saben de la existencia de libros de poesía quedaron deslumbrados. La película era Cuatro bodas y un funeral de Mike Newell, y el poema Funeral Blues es tan fácil de entender, tan luminoso y violento en sus palabras, tan ambicioso (se trata de apagar las luces del cielo) que su impacto fue inevitable: un triunfo para Auden. Claro que me equivoqué. No era triunfo sino moda.

Hoy, en  el centenario: nada. O casi nada. Un excelente cable de la agencia EFE, firmado por Joaquín Rábago, cuenta la vida del “más importante poeta en lengua inglesa del siglo XX” (supera a T.S. Eliot, insuperable, él, como crítico). Según el diario The Guardian Auden es demasiado popular para ser el héroe de los investigadores en las universidades. Pero tampoco seduce a las masas para ser un bien de consumo cultural común. El Daily Telegraph dice que es la “voz más clara del siglo XX”. Hay que recordar que se trata de un diario inglés, publicado en el siglo XXI: este homenaje se parece a una discreta forma de clavar una navaja por la espalda.

En la ciudad de York (donde nació Auden), hay un plan para obligar los taxistas a aprender sus poemas para satisfacer a los turistas . No es “humor inglés” es “mala broma” para mandar al olvido lo que queda, para mí, del poeta del siglo XX. RIP, Auden, nadie te merece.

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22 de febrero de 2007
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Todos los corazones suenan igual

Oskar Schell es un niño de nueve años, pero no es cualquier niño. A Oskar sólo le gusta vestirse de blanco, por ejemplo. Y enviar cartas a Stephen Hawking preguntándole si no puede convertirse en su protegido. E inventar cosas todo el tiempo: una tetera que habla por el pico, ya sea para recitar Shakespeare o cantar el estribillo de Yellow Submarine, y micrófonos digeribles que permiten amplificar el sonido de nuestros corazones. Oskar también es peculiar porque perdió a su papá en el fatídico 11 de septiembre que arrasó con las Torres Gemelas. Desde entonces su comportamiento se ha vuelto más extravagante que nunca. Cuando encuentra una llave que su padre dejó escondida en lo alto de un placard, se le ocurre que es un mensaje que debe descifrar: Thomas Schell le ha dejado esa llave por toda herencia -no le ha dejado sus huesos, siquiera, ya que el ataúd que enterraron en su tumba no contiene otra cosa que aire-, y la llave no puede ser sino signo de un misterio por el que vale la pena convertirse en detective amateur -es el más pequeño del mundo, para ser precisos.

Me gustó la novela Extremely Loud and Incredibly Close, de Jonathan Safron Foer, que cuenta el peregrinar de Oskar (un nombre con ecos de otro Oskar que a diferencia de éste no quería crecer: el de El tambor de hojalata), y también narra la singular saga de su familia. El primero de los Schell es el abuelo de Oskar, un escultor que ha ido perdiendo el uso de la palabra y que para hacerse entender se ha tatuado la palabra "no" en la palma de la mano derecha, y "sí" en la mano izquierda. A ese hombre, una tragedia personal lo ha llenado de un miedo enorme a la vida. Su nieto, en cambio, siente que el dolor que le ha producido la muerte de su padre se parece mucho a la llave heredada: si está allí, debe ser porque puede abrir alguna puerta.

Extremely Loud and Incredibly Close está llena de humor y de ternura. Es verdad que a veces Safron Foer parece abusar de las excentricidades de sus personajes, pero cuando se aproxima a su dolor es fácil percibir que sabe de lo que habla, aún a pesar de su corta edad. (Apenas tiene 30 años.) Subrayé una frase de la página 180 de mi edición (yo soy de los que subrayan sus libros, cuando siento que me hablan): "Uno no puede protegerse de la tristeza sin protegerse también de la felicidad". La periodista belga que me habló del libro a cuenta de Kamchatka sabía lo que decía.

También subrayé la página 281, donde el abuelo Schell se pregunta por qué será que no tratamos todas las cosas y todos los momentos como si fuesen los últimos: "De nada me arrepiento más que de haber creído tanto en el futuro", dice, no por pesimismo sino porque esa fe le robó la capacidad de disfrutar el instante; he ahí una emoción que conozco bien.

La novela está llena de fotos, y de juegos tipográficos -en un momento las líneas se superponen y las letras se enciman- y culmina con una serie de fotos del momento en que un hombre cae de una de las Torres Gemelas, pero dispuestas al revés: si uno pasa las páginas velozmente, el hombre no cae sino que asciende. Safron Foer es de los que, como yo, cree que un libro puede cambiar la historia, siempre y cuando no pretenda negarla. Extremely Loud and Incredibly Close se hace cargo de un enorme dolor y trabaja sobre el punto exacto en el que todas las tragedias se parecen: el abuelo de Oskar sobreviviendo al bombardeo de Dresden y el mismo Oskar sobreviviendo a la muerte de su padre se parecen en lo esencial, el viejo y el niño no necesitan para entenderse más que un par de manos que dicen sí y no, y otro par de brazos -más pequeños, como de niño de nueve años- que están dispuestos a abrirse para recibir al otro y hacerle sentir el latir de su corazón, sin necesidad de previa ingestión de micrófono alguno.

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22 de febrero de 2007
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EL MALO DE LA PELÍCULA

Como una película de verdad, pero casera y con mala leche. ¿Mala leche? No, no era eso. Era, es, otra cosa. Desde luego no es complaciente, ni inocente, ni convergente. El espectáculo, la película teatral, el recital con palabras, canciones y vídeos o lo que queramos pensar de esa puesta en escena de Albert Pla no me defrauda. Y eso que soy un prehistórico seguidor de este raro, extravagante, lúcido, ácido y sin embargo tierno personaje. Creo que el que canta, el que actúa se parece al verdadero Albert Pla.

Se presentó en Madrid, en el teatro del Círculo de Bellas Artes y allí estábamos muchos de los que ya no nos escandalizamos por casi nada. Allí estaba su amigo, y sin embargo maestro de músicas y letras, Javier Krahe. Y allí estaban muchos de los clásicos de la provocación y la ironía, muchos de los habituales que frecuentan los circuitos de Pla y sus maneras. No son muchos, pero molestan bastante.

Albert Pla -y su excelente compañera, además de guapa, Judit Farrés- nos hizo pensar que era posible decir casi todo en un escenario. Felizmente, estamos en esta parte del mundo donde es posible la blasfemia, la mofa de los poderes, la invitación al insulto, la burla de los enfermos, de los mayores y de los pequeños. Todo es motivo de un inteligente descrédito. No hay lugares intocables. No hay nada que no se puede decir. Volvemos a los tiempos más libres, a aquellos viejos, viejísimos. Tiempos en que un escritor podría decir, escribir y publicar: “El asesinato como una de las bellas artes”.Ver el espectáculo de Pla, más allá de otros juicios sobre la obra, es una feliz demostración de la madurez de un país. Somos capaces de burlarnos de todo. Incluso de lo más sagrado, por ejemplo del Barça. Incluso de los más débiles, por ejemplo, los enfermos. Me alegra que exista Pla. Que se puedan comprar sus discos. Que se puede ver su espectáculo. Como él canta al final, tierna y religiosamente, como el monje perverso y simulador que es: “gracias a la vida”. ¡Ay, si Lola Flores levantara la cabeza!...Y sin embargo…ahí está, como la Puerta de Alcalá, en pleno centro de Madrid.

El espectáculo no está autorizado para la inmensa mayoría de los políticamente correctos. Aunque debería estar permitido que se colaran y no pudieran salir todos esos que andan por las teorías de la conspiración. En fin, haya películas.

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22 de febrero de 2007
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