Vicente Verdú
No hay virtud más humanística que ser simpático. Otras de notable orden humano serán más sólidas y necesarias para asentar cabalmente la construcción social pero ser simpático es capital para mantener el edificio a flote.
Quien posee esta cualidad no sólo abre puertas para sus intereses sino que ventila las habitaciones generales del vecindario.
Todas las amenidades que ha inventado la historia, caras y baratas, sencillas y complicadas, hallan su inspiración primordial en el propósito de crear un mundo divertido y amable, campechano o cordial, que son distintivos del tipo simpático.
Por su compañía los amigos pagan mejor las consumiciones pero, encima, el simpático se incluye entre los compañeros rumbosos. Las escuelas que ayudan a ser buen mediador, a hablar en público con tino, a convencer o dialogar fecundamente con los demás, incluirán pronto una batería de profesores simpáticos cuya profesión será, a la vez, tan despreocupada y feliz como su talante.
Gracias a la relación con el sujeto simpático se mejora la opinión sobre sí y los demás, se deshacen los molestos prejuicios que nos convierten en tímidos o recelosos y se adelanta ampliamente en la confianza recíproca o en la desconfianza sobre el respeto que rigurosamente se nos debe.
No se nos debe nada y sí, en cambio, vale la pena celebrar conjuntamente un encuentro altruista del carácter. El simpático -no el gracioso- sabe no pasarse de la raya y conoce intuitivamente la manera para que los demás olviden su arquetipo limitador. Posibilitan, en todo caso, entre individuos la permeabilidad de sus lindes.
Siempre nos definimos o queremos por encima de todo a nosotros mismos pero ser simpático consiste en hacer pensar que el amor propio no se redondea sin la participación de los demás y los confines se alteran sin dificultad ni cláusulas establecidas, simplemente por la cierta broma de vivir y el campechano punto de vista.