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EL PERDÓN

Resulta fácil perdonar cuando se entienden bien las excusas del otro pero si esas explicaciones no se reciben o parecen falsas, la ofensa queda exenta de razón, colgando como una pedrada que puede volver a herirnos sin sentido y sin previsión. ¿Perdonar bajo estas condiciones será pues una temeridad? ¿No convendría en estos casos situarse lo más lejos posible de la amenaza de aquél?

Muchas rupturas para siempre se basan tanto en un gran rencor como en un gran pavor. El otro se trasmuta en un temible desconocido y, simultáneamente, en un enemigo, pero un enemigo monstruoso. Un mal fatal, sin cabeza ni proporción. ¿Cómo perdonar entonces a este monstruo descabezado?

Al necio puede ofrecérsele cualquier grado de compasión pero el perdón requiere que quien lo reciba sea en algo consciente de nuestro obsequio. El que perdona, al cabo, tras el esfuerzo de ahogar su orgullo, espera una inteligencia, aún parcial, de su gesto y su valor.

En el extremo, el perdón no valdría nada si la inteligencia del otro sobre nuestro esfuerzo fuera tan exacta que igualara virtuosamente nuestra generosidad. Siempre se necesita para que el perdón tenga lugar en cuanto obsequio, que se realice como donación. Una donación sin total contraprestación. Puede ser que la donación de perdón siembre una deuda para el futuro pero el acto de perdonar sólo se cumple con un déficit de recompensa.

La recompensa al esfuerzo de negar parte del yo sólo se obtiene, paradójicamente, del propio yo. El yo se resarcirá del daño recibido mediante un procedimiento de regeneración semejante al de los órganos que recrecen autónomamente. El yo se reconstituye a partir de su misma mutilación. O bien, el orgullo menoscabado por la ofensa se recupera mediante el orgullo procedente del  pedestal del perdón, puesto que el perdón es una facultad que nos iguala a los dioses. Quien puede perdonar posee poder. El perdón engrandece a su protagonista porque pudiendo redimir al otro de su culpa opera como un Salvador. Todo el esfuerzo que requiere perdonar indica notoriamente que se está ascendiendo.

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23 de mayo de 2007
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El miedo al pasado

Günter Grass adopta una distinción sin la que no podría atreverse a pelar la cebolla de su larga vida, pues entre el recuerdo y la memoria finalmente cumplida media la voluntad de ser, la terca y orgullosa voluntad de saber qué fue, pese a todo, lo que ocurrió mientras vivimos. No a nuestro alrededor, tan solo, sino en uno mismo. Estancia a veces tan velada.

No en balde la escritura es el más decidido acto de la conciencia y ésta noble actividad de la mente, la única fuente de certeza razonable sobre el enigma del yo en el vasto océano del tiempo pasado.

Ser un severo observador de sí mismo y prestar a tu país la oportunidad de contemplarse a través de un ciudadano audaz, atrevido, inmisericorde.

Simultáneamente, mientras Grass presenta en Madrid su autobiografía, Pelando la cebolla (Alfaguara), la editorial Taurus publica las memorias de Joachim Fest, Yo no. El testimonio de la resistencia de su familia ante el acoso de los jerarcas nazis.

El historiador y periodista alemán, fallecido el año pasado, autor de la más completa biografía de Hitler, comienza su relato declarando “me he propuesto recordar”. Un nuevo gesto de la ejemplar voluntad desplegada por ilustres alemanes capaces de enfrentarse al vergonzoso pasado de su país.

Los dos libros, el de Grass y el de Fest, contrastan con la tacaña y miope cobardía española, tan reacia a juzgarse como a comprenderse. Escondida aún tras los supuestos logros de la glorificada Transición política. Un pacto que poco a poco, sobre todo desde la renovada y flagrante negativa de amplios sectores de la población a exhumar los cuerpos de los fusilados y enterrados furtivamente ¡en 1936!, se revela como un vulgar juramento de castas empeñadas en poner a buen recaudo sus propios secretos familiares.

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22 de mayo de 2007
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DESCUBRIMIENTO DE UN ESCRITOR

Deberíamos celebrar el descubrimiento de un nuevo escritor. Deberían ocupar primeras páginas en los periódicos. Se debería hablar de ellos en los bares, en el trabajo, compartirlos en el metro, comentarlo al taxista, regalarlo a tus amigas… todo eso, y algunas propuestas más, se me ocurren para la feliz celebración de tener un nuevo amigo. Una nueva mirada. Una compañía que nos hará pasar buenos ratos. También nos hará pensar, dudar, discrepar o compartir. Un escritor nace así, de repente, no como una nación. Nace como una explosión, como un volcán, como un trueno. También así de rápido se puede escapar. Un escritor ha podido estar toda la vida en silencio, en anonimato, en el cuarto oscuro y de repente, un día, nos llega en forma de novedad. Una editorial se fijó en él, Y el escritor tiene un libro en la calle. Un súbito nacimiento para nosotros, un largo parto para el escritor.

Así, de repente, con el aval de las editoriales españolas que le acompañan en su desembarco entre nosotros, con las palabras que sobre él, había dicho y escrito un lector tan fiable como Enrique Vila Matas, llega a nuestras novedades uno de los más sólidos prestigios literarios portugueses, Gonzalo M. Tavares. Todo un suceso en la literatura portuguesa y hasta hace dos días un perfecto desconocido entre nosotros. Es joven, pero ya su obra es amplia en novela, teatro, ficciones o poesía. Es original. Y es un voraz lector. Es un hombre con una biblioteca en su cabeza. Se puede empezar por otros de los libros que aquí están publicados, yo lo hice por un libro de libros, por un libro de escritores, sobre escritores de la pequeña, y muy notable editorial aragonesa, Xordica. El libro de Tavares se llama biblioteca. Por orden alfabético pasea por sus queridos o malqueridos escritores. Un ejemplo, la voz James Joyce: “James joyce bajó de un autobús en Berlín y dijo: esta no es mi ciudad. No veo a Bloom.

Hay escritores que viven en personajes como hay putas que viven en esquinas. James Joyce era un hombre que vivía en Bloom.

Además, había un amigo de todos que era el hombre más lento del mundo: tardaba más de seiscientas páginas en recorrer un día.

Hombre medio inteligente medio idiota, pero que sólo actuaba con la mitad de sí mismo”

Yo creo que seremos cómplices durante muchos años de este escritor que nos llegó con un viento del oeste. Viva Tavares, además tiene nombre de restaurante antiguo y señorial, y algo decadente, del Barrio Alto de Lisboa

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22 de mayo de 2007
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MI AMIGO PEPE CANO

Acaba de morir un amigo periodista, Pepe González Cano, que no me deja hablar de otra cosa que de él. Ganó una importante y merecida fama como entrevistador porque poseía –y no sólo profesionalmente- un don muy difícil de adquirir.

Escuchaba de manera tan atenta e interesada los relatos de los demás que lograba crear una verdadera adicción a su oído. Llegando Pepe a una reunión se podía estar seguro que en un aparte, en una cita convenida para otro día, se hallaría el curativo humano que se estaba buscando. Más que un periodista se movía como un suave chamán entre los amigos.

Nos prestaba interés no ya porque fuera un tipo bueno sino en cuanto le interesaba periodísticamente la noticia que había detrás. Ni siquiera, por tanto, podría decirse de él que fuera sobre todo generoso, caritativo o filantrópico. Se inclinaba a escucharnos debido a que, por sus tendencias  instintivas, había detectado un infinito caudal de información y disfrute en las confidencias. Efectivamente guardaba bien los secretos. Los dejaba para sí, muy cerrados y protegidos, como el buen profesional que calibra la importancia de la mercancía y conoce que el provenir de su oficio se decide en la confianza que inspira a los parroquianos.

Tan bien conservaba las intimidades que se hizo sobre sí mismo muy reservado y lo cierto es que mientras nosotros habíamos desovillado nuestro interior en sus oídos durante horas él apenas desgranaba dos o tres noticias escuetas respecto a su  ánimo o sus últimos percances médicos. Varios percances médicos, de golpe y precozmente, que le afectaron las piernas con problemas de circulación, flebitis temibles y dolores de los que apenas había quejas. Sólo nos hacía ver que aún podía seguir andando y, en consecuencia, no había nada que lamentar. Refreía, sin embargo, durante un tiempo sus visitas a la familia murciana y, sin quererlo, trasmitía un amor por Murcia que olía, sabía y dejaba incontenibles deseos de vivir aquel lugar. Yo sabía bien a lo que se refería porque conozco la zona pero él, en cuanto autóctono, reinaba incuestionablemente sobre el sentido de los guisos y sus ingredientes, sobre el aroma de los campos según los meses y sobre el panocho que es habla particular de la región.

Siendo yo de Elche me sentía primo hermano de ese mundo pero siempre en una versión rebajada de lo murciano en cuya tierra de Caravaca había nacido mi padre y sin duda por ello le prestaba una mezcla de amor y alta consideración.  Esa tierra era sagrada. Y sus hermanos, sus cuñados, se presentaban como una coreografía que se iluminaba por fragmentos y  según el entusiasmo colectado de sus visitas. Sobre sí, en cambio, no había nada que hablar. No había narración donde el protagonista fuera él. Pasaba el tiempo completo de la charla y el hablador era el otro. El otro era el entrevistado y él el entrevistador. Siempre he tenido en cuenta este bienestar que Pepe nos procuraba con su atención siempre disponible y de primera clase. Una atención perfecta que le permitía enhebrar las novedades con el pasado y seguir nuestro curso como si efectivamente fuéramos seres importantes que despertábamos de verdad su máxima curiosidad. Ningún amigo quiso irse de su lado mientras se sintió necesitado de confortación. Y nadie, creo yo, podrá sentirse en la seguridad de que respondió equitativamente a su entrega. Prácticamente todos nos hallamos en deuda con él pero encima no es posible culparse por ello. Pepe gozaba con saber de los demás, introducirse en nuestros  entresijos y muy a menudo extraernos el óxido o la astilla que, sin que nosotros mismos hubiéramos reparado, nos hacía penar o llorar. Ahora lloramos por su desaparición y también por el caudal de nuestra vida tan bien conservado que se deshace con él.   

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22 de mayo de 2007
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La sombra de Dios es contrahecha

Algunos de los vicios que alejaron del comunismo a Koestler o Gide se mantienen en la política actual

Revolviendo en los libreros de viejo encontré hace poco una pieza estimable: The God that failed, volumen editado por Richard Crossman en 1950 que contiene seis historias: las de seis conversos al comunismo que acabaron abominando del mismo. ¡Pero vaya conversos! Arthur Koestler, Stephen Spender, Louis Fischer, Richard Wright, André Gide e Ignazio Silone cuentan cómo entraron en el Partido y por qué lo abandonaron. El año de edición, en los comienzos de la guerra fría, lo determinó como "panfleto de la CIA" entre los progres, de modo que solo ahora he podido leerlo sin gafas negras. Es fascinante.

Puede parecer literatura arcaica y en cierto modo lo es, aunque en algunos países se mantenga vivo el comunismo más vetusto, como en Cuba o Corea del Norte. Sin embargo, es una lectura instructiva porque muestra la permanencia de un sistema manipulador y represivo, adaptado al medio actual en partidos como Batasuna y similares. Hay, además, una herencia de totalitarismo inconsciente que permanece intacta en España y Latinoamérica.

Las seis historias son apasionantes. El húngaro apátrida, el señorito anglosajón, el periodista americano, el negro del Misisipí, la máxima celebridad literaria europea (entonces) y uno de los fundadores del Partido Comunista italiano no pueden ser más distintos y, sin embargo, la melodía de su canción es la misma. Aquello que les llevó al Partido fue un acto de generosidad y entrega, el dolor de una injusticia intolerable, el abuso depredador de los poderosos, la hipocresía y el egoísmo de los magnates, la inadmisible miseria de los desvalidos, el cinismo de los políticos, el ascenso del totalitarismo.

Asombrosamente, esos fueron también los motivos que les llevaron a abandonar el Partido y en algunos casos a luchar denodadamente contra su influencia: el cinismo de los estalinistas, la criminalidad del sistema, el totalitarismo soviético, la corrupción de los cuadros, la inmoralidad de los camaradas. Y otro elemento que a veces se olvida: la beocia absoluta del ideario y la ineficacia colosal de su aplicación.

De todos, el mejor armado para explicar la historia es Arthur Koestler, no solo por su calidad literaria (¡qué cursi queda el pobre Gide al lado del perfectamente actual Koestler!), sino sobre todo por la agudeza de su pensamiento. Koestler ha relatado luego sus años comunistas en los volúmenes autobiográficos, pero en este breve relato de apenas 50 páginas hay una frescura, una espontaneidad, admirables. Todavía estaba vivo el dolor de la ruptura, el abatimiento de la decepción. Aún vivían algunos amigos cuyo nombre no podía mencionarse porque seguían en la URSS. Todos ellos acabaron siendo asesinados.

Aunque es imposible dar cuenta de toda la información que ofrece Koestler, hay puntos relevantes para la política actual. El principal es que, como intuyó Dostoievski, no hay fuerza que induzca mayor unidad gregaria que el crimen compartido. Era precisamente el conocimiento de las monstruosidades de Stalin lo que mantenía la cohesión del grupo de cómplices. De no haber habido millones de víctimas, quizá en algún momento se habría podido proceder a la sustitución del tirano, pero los cuadros del Partido sabían que la desaparición de Stalin arrojaba una montaña de cadáveres sobre sus cabezas.

El segundo punto es la fe como estupefaciente del alma atribulada. El sentimiento religioso de los comunistas es asunto conocido. Koestler cree que el comunismo hizo estragos mayores en los países de tradición católica, habituados a la sumisión, que en los de tradición protestante, donde hay más recursos contra la arbitrariedad. No estoy seguro. En la Alemania del norte cundió el comunismo prebélico, aunque es cierto que estaba potenciado por el ascenso de los nazis. El beneficio principal de la fe es que el atribulado puede dormir en paz: hay un Ser Supremo que sabe con toda exactitud lo que debe hacerse. Y solo hay un pensamiento posible: el nuestro. Koestler habla con ironía de la distinción entre "pensamiento mecánico y pensamiento dialéctico" que usaban los jefes de célula para adormecer a los acólitos. Todo lo que proponía el Partido era dialéctico, y cualquier argumento que se apartara un milímetro era mecánico. Sobre todo cuando lo que planteaba el Partido era idéntico a lo que proponían los nazis. El pensamiento de un nazi era mecánico, pero el mismo pensamiento se convertía en dialéctico si lo decía un comunista. Lo único que aterra a quien vive sumido en una fe, dice Koestler, es perderla.

El tercero es la convicción de haber sido iluminado por una verdad oculta que convierte a quienes la ignoran en socialfascistas, pequeño burgueses sin seso, lacayos del imperialismo o cualquier otro calificativo que se le dé al hereje. La bunkerización ideológica, tan feroz entre los etarras, expulsa del grupo a cuantos tengan la pretensión de pensar por sí mismos. Es el filtro que garantiza que todos los camaradas son almas muertas sin cerebro ni voluntad.

Justificar la mentira, la deshonestidad o el crimen, compartir una fe gregaria y estar en posesión de la única verdad me parecen elementos totalitarios que no han variado ni un milímetro desde 1950. Incluso entre tanta gente que se cree demócrata.

Artículo publicado en: El Periódico, 22 de mayo de 2007

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22 de mayo de 2007
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I. LOS GUSTOS POR LA LECTURA

           “La distancia entre los dos, es cada día más grande”, como dice el viejo bolero cantado por Daniel Santos. Cuando digo los dos, no me refiero a una pareja de amantes, sino al público que lee libros, y al gremio de los críticos literarios. Así queda confirmado por la encuesta que la cadena de librerías Waterstone de Inglaterra hizo entre sus clientes para escoger las mejores novelas de los últimos 25 años.

            Los lectores debieron escoger entre libros de cualquier idioma, publicados en inglés, y la primera sorpresa es que los propios autores británicos escasean entre los preferidos. Y de los reconocidos entre los mejores, ganadores del afamado Booker Prize, no está ninguno.

            No hay lugar en la lista de los elegidos para novelas como El loro de Flaubert, de Julian Barnes; Los restos del día, de Kazuo Ishiguro; Expiación, de Ian McEwan; Desgracia, de J.M.Coetzee; o El tren de la noche, de Martin Amis; que no faltarían en los primeros lugares si la pregunta fuera hecha, ya no digamos a los críticos profesionales, sino a un lector de gusto literario como yo. Libros esos cinco que, de paso, me apresuro a recomendar a los lectores, si es que no los han leído, o no han leído alguno de ellos.

            Y tampoco hay lugar para ninguna novela de los clásicos latinoamericanos, El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, por mencionar una sola.

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22 de mayo de 2007
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Aprendizaje (II)

Hace unos días vi The History Boys, la película de Nicholas Hytner basada en la obra homónima de Alan Bennett. Su anécdota es simple, y a la vez engañosa: un grupo de estudiantes se gana la oportunidad de ingresar en las más prestigiosas universidades británicas, y en su preparación para el examen decisivo oscila entre apegarse a los conceptos creativos y por ende caprichosos del viejo profesor Héctor, o al approach utilitario –y por eso deshonesto, de ser necesario- del joven profesor Irwin. Digo que la anécdota es engañosa porque al describirla suena a película de Hollywood, articulando falsos enfrentamientos entre buenos y malos con catarsis garantizada sobre el final. Y The History Boys borra las líneas arbitrarias entre presuntos buenos y presuntos malos y al final nos abandona, sin habernos vendido nada más allá de la certeza de que necesitamos respuestas que exceden la duración de su metraje. En todo caso, lo que el film hace es convertirnos en un alumno más, sometiéndonos a la tormenta de ideas que tanto Héctor como Irwin desencadenan con sus rayos. Lo que saquemos del chubasco, si es que sacamos algo, será pura y exclusivamente resultado de nuestro mérito.

El joven profesor Irwin no es un villano. El desafío que plantea a sus estudiantes sería provechoso –negar los preconceptos para considerar el otro lado de las cosas, aunque esto signifique preguntarse si Joseph Stalin no habrá tenido algún rasgo positivo-, de no ser porque los motivos que lo animan son espurios: no está alentando a sus estudiantes a abrir sus mentes, a aumentar su capacidad de asimilar contradicciones, sino a fingir una originalidad que no tienen, con el único objetivo de impresionar a los miembros de la mesa examinadora. Parecer, en vez de ser. Obtener un fin sin considerar los medios. Para ponerlo en los términos de ayer: se trata de inscribirse en la carrera para obtener la mayor utilidad posible, a cualquier precio.

Lo que el viejo Héctor pretende de sus alumnos es bastante más radical: nada. Los deja hacer, da vía libre a su exuberancia natural, suscribe cada uno de sus impulsos románticos –y también algunos bastante prosaicos, dicho sea de paso- con los versos de algún poeta inolvidable, el estribillo de una canción o apelando a los diálogos de una película. Es verdad que Héctor tiene razones non sanctas por las que ansía el afecto de los jóvenes, pero su locura, diría Shakespeare, no está exenta de método. ¿Cuántos conocimientos sobrevivirán la prueba del olvido una vez que esos alumnos salgan al mundo? ¿Cuántas cosas concretas recordamos nosotros, de las miles que nos obligaron a memorizar durante el tránsito escolar? Más allá del saber puramente funcional –el uso del lenguaje y la aplicación cotidiana de las matemáticas, algunos conceptos de cultura general-, creo que lo más trascendente de nuestra experiencia de aprendizaje no queda cuantificado en boletín o planilla alguna. Lo que nos llevamos puesto, en todo caso, es lo que aprendimos sobre la convivencia con el otro, sobre nuestra capacidad de controlar nuestros propios impulsos, sobre los valores que priman en nuestro universo social. Héctor se contenta con hacer felices a sus alumnos, y con sembrar en sus corazones versos que quizás no entiendan del todo, en la esperanza de que con el tiempo, cuando la vida los enfrente a esas situaciones que, ay, nos resultan inescapables, aquellas frases de Yeats o de Breve encuentro salgan a flote, disipando con su luz la niebla de la angustia, o del simple temor que entraña ser humanos cuando nos creemos solos, únicos en nuestra desgracia.

Art wins in the end, dice uno de los alumnos. Al final gana el arte. Yo comparto la idea. En este mundo que nos conmina a ganar o ganar aunque la experiencia lo desmienta a cada paso, no hay nada como el arte para enseñarnos a lidiar con las pérdidas sin perder lo más importante: el estado de gracia.

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22 de mayo de 2007
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PERDER, TAL VEZ GANAR

El que pierde gana. Saber perder. Más vale honra sin barcos. La estética del perdedor. Qué manera de perder. Lo importante es participar. Más se perdió en Cuba. Sólo es un juego… hay muchos lugares comunes para engañar al perdedor, para domesticar al cabreado. Ayer me sentí perdedor, nada nuevo bajo la sombra. La diferencia fue el grado de derrota. Una derrota sin paliativos, sin excusas, sin fisuras, sin salidas. Una de esas derrotas que hacen que los demás te tengan pena, piedad, conmiseración, caridad y buenas palabras. Una derrota justificada. Una manera de palmar que no se arregla ni con escépticos cánticos. Está claro que hemos perdido, que hemos perdido casi siempre, que llevamos una vida perdiendo y que si tuviéramos más vida conoceríamos más derrotas. Así es, al menos así es cuando un equipo te marca en tu propio campo seis goles, seis. Como seis toros bravos, como seis cornadas, como seis puntillas, como seis caminos al matadero… Pues no me gusta. No lo llevo deportivamente. No lo asimilo, ni lo distancio, no me gusta, no me hace gracia, no lo llevo bien y no me gusta que me hagan bromas. Ni aunque las haga -digo, es un decir- Serrat. Y mucho menos si las hace uno de los nuestros -digo, es un decir- Sabina. Una derrota como la del Barcelona en el campo del Manzanares, contra mi equipo, es una patada en el orgullo que nos queda, en nuestra arbitrariedad, en nuestro ser infantiles y querer que gane el mejor, siempre que sea el nuestro. Yo, de un equipo con fama de tantas derrotas, sólo conservo la memoria de tantas tardes de gloria, de dignidad, de valentía o suerte. Porque eso sí, lo importante es ganar. Ganar como sea, con trampas, penaltis, fallos arbitrales o cualquiera de esas otras maneras de saber ganar, aunque sea con trampas.

Pues eso. Que lo pasé mal. Pero porque estaba rodeado de civilizados amigos, comprensivos, cultos, refinados y elegantes seres humanos. Unos falsos. Ninguno, ni uno de los cercanos/as era del Atlético de Madrid. Tuve que soportar bromas, solidaridad, falsas palabras, consuelos. Al menos Juan Cruz, no me quiso consolar, no considera nada a los míos, pero supo no festejar de manera ineducada la media docena de goles. Unos más goles que otros, la verdad. Lo agradecí, porque no me fío de esos gestos de los ganadores. Tampoco de los neutrales. En eso soy como un poeta social. Nosotros somos quiénes somos, basta de historia y de cuentos. Y hoy soy un cabreado perdedor. No me consuela una derrota así ni aunque la liga la pierda el Real Madrid.

Lo siento por mí. Pero lo siento más por un niño, por un apasionado de seis años, por un seguidor del Atlético que se llama Lucas. Por ese niño que hoy sabe más que ayer lo que es sufrir. Y mañana sabrá, un poco más que ayer, lo que es ser humillado por la mayoría de los chicos de tu clase que no son de tu equipo. En fin, que lo siento, por mí y por todos mis compañeros. Ánimo Lucas, conoceremos el placer de ganar… espero.

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21 de mayo de 2007
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A vueltas con Carlos Monsivais

En el semisótano de la Casa de América.

La conversación fluye, alegremente inconsecuente. Se nos aparecen las caras de los escritores ausentes -impávidas-, el verbo florido de los diletantes -inquietos-, el genio burlón de los maliciosos -expectantes-, el ímpetu erótico de algunas cantantes -tacaño-, las mejores e inolvidables anécdotas del ingenio popular -admirables.

Son menciones que surgen por azar. Las hay que se extinguen por si solas. Otras sin embargo, nos hacen dudar. ¿No habrá detrás de esta charla de restaurante una intención, después de todo?
¡Ah, si entre los hombres fuera tan sencillo! Comentar los hechos, o los libros, como si no nos importaran. ¡Cuánta prudencia!

El que delibera sin ánimo de convencer merece agradecimiento. ¡Quién se resiste a charlar con estos hombres! A escucharlos, sobre todo.

Como la predisposición de Monsivais es la misma, a veces se incurre en un benefactor silencio. La pausa que la conciencia necesita para comprender la escena en la que se ha metido. Cuando las palabras no surgen abrasadas por la exaltada pasión de los arrebatados, ¡cuánta complacencia se respira!

Monsivais, al menos el Monsivais que ahora trato, se limita a mencionar, aludir, sugerir. No sólo una pedagogía de la conversación, sino una filosofía de la resignación. ¿Vale la pena hablar tanto? Si de vez en cuando nos hiciéramos esta pregunta, nos salvaríamos de un inútil despilfarro.

Monsivais no agota los asuntos que cita. Los deja discurrir, como si fueran parte de nosotros, comensales en tránsito hacia quién sabe dónde.

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21 de mayo de 2007
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Aprendizaje (I)

Ya sé que la totalidad de nuestra cultura reposa sobre la asunción de que es posible, pero aun así me lo pregunto: ¿podemos aprender algo en realidad?

Nuestra especie es capaz de comprender y de hacer propios una serie de comportamientos que garantizan su supervivencia, y también desarrolló códigos que le permitieron vincularse con la realidad de distintas maneras: reinventándola, como lo hace el lenguaje, e interpretándola, como hacen las matemáticas, la física, la química –y hasta, por qué no, la filosofía. Así munidos, no sólo prosperamos en el mundo, sino que también formulamos hipótesis sobre lo que el mundo es en realidad, y lo que podría ser. Esta capacidad de desdoblarnos –no sólo hacemos, sino que sabemos que hacemos, y además sabemos lo que podríamos hacer- parece propia de nuestra especie, y en su excepcionalidad sugiere un universo de posibilidades: estamos más cerca de creer que nuestra capacidad de aprender es infinita, que de la noción contraria. Y sin embargo…

El viaje desde la niebla original hasta la claridad de los conceptos no ha sido una proeza menor. Pero en los últimos años no logro desprenderme de la sensación de que nos hemos estancado. La especie dio un salto exponencial, después de lo cual parece haberse quedado en el sitio exacto en que cayó, centímetros más o menos. Hemos avanzado mucho en todas aquellas áreas que resultan fáciles de medir –en las ciencias exactas, en las comunicaciones, en las formulaciones de lo social: una simple operación matemática indicaría que hoy existen muchos más países formalmente democráticos que, por ejemplo, hace un siglo atrás-, pero en todos aquellos aspectos de la vida que escapan del dominio de las cuantificaciones, nuestro desarrollo se parece bastante a cero. No es inusual que, empujados a la cavilación por circunstancias límites, nos resulte más fácil relacionarnos con hombres, autores o personajes de lo que consideramos la Antigüedad –de Sófocles a Shakespeare, por decirlo de algún modo-, que con referentes contemporáneos. Quiero decir: me resulta más natural encontrar comentarios a los planteos que me hago a diario en los textos de gente que murió hace siglos, que en las páginas (¡y en los hechos!) de mis coetáneos. A veces creo que aquella noción del ocio creador, o filosófico, se ha vuelto tan letra muerta como el latín, desplazada por un imperativo diabólico: el de la utilidad posible. ¿Para qué perder tiempo cuestionándome, o contemplando, cuando podría estar dedicando ese mismo tiempo a aumentar mis riquezas, a comprar compulsivamente, a alimentar mi sensación de poder personal?

Más allá de los números y de las letras, más allá del rosario de convenciones sociales, más allá del saber concreto que nos garantiza el sueldo mensual: ¿qué hemos aprendido de las personas que nos han formado, qué aprendimos de las experiencias que nos tocaron en suerte? Yo aprendí de mi padre la alegría del hacer; esto es, la importancia de hacer algo que nos proporcione alegría. Por supuesto, esta exaltación no puede sino ser diferente en cada persona. Para mi padre pasaba por su trabajo como dentista, por su desempeño como vicedirector de un hospital: ese desafío cotidiano lo encendía, transformándolo. En mi caso pasa por esto que hago, escribir, imaginar, o sea poner coto a la compulsión de obtener la utilidad posible para pensar que quizás haya otra forma de ser, de estar en este mundo. Por supuesto que mi padre me enseñó otras cosas, y además hizo posible que los profesionales del gremio –maestros, profesores- me inculcasen otras tantas. Pero una vez barrida la hojarasca de los conocimientos formales, creo que sería importante que me respondiese qué otras cosas me enseñaron. Porque si lo tuviese claro sabría a ciencia cierta por qué soy como soy, y me asomaría además a algo que me urge entender: por qué todavía no he llegado a ser aquel que podría ser, de haber recibido las lecciones que no me dieron, de haber atendido a las lecciones que no supe oír.

Más sobre este asunto mañana.

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21 de mayo de 2007
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