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Espías

En Washington visité el Museo de los Espías, en la esquina de las calles 8 y F. Como la mayoría de los museos americanos, parece más bien un parque temático: te ponen películas y cada habitación está ambientada en una época diferente. Pero lo mejor son los juegos.

Nada más entrar, me pidieron que escogiese una identidad falsa. A lo largo de la visita, te hacen pruebas para ver si eres coherente con tu papel, y por lo tanto, si sobrevivirías como espía. Entre el menú de opciones, yo me pedí el personaje de Sandra Miller: era una norteamericana de 62 años propietaria de una tienda de ropa en Australia. Estaba de visita en Innsbruck, Austria, supuestamente para adquirir muestras de trajes típicos alemanes. Pero en realidad, iba en busca de un microfilme con los planos de un arma secreta soviética.

A lo largo del museo, pasé con éxito dos controles: di mis datos con exactitud y seguridad, recibí mis instrucciones con discreción y actué con destreza. En el último control, la computadora me felicitó: “ha cumplido su misión con éxito, agente Miller” me dijo.

El problema fue que, al salir del museo, seguía siendo Sandra Miller. Traté de dejar de serlo un rato, pero no conseguía evitarlo. Caminé por el borde de la vereda, por si alguien trataba de secuestrarme desde algún portal. Me detuve después de doblar cada esquina para saber si me seguían. Y en un semáforo en la esquina de 14 y F, encontré pegada una publicidad de cerveza Mannheim ¿No les parece extraño? Pues debería, porque no existe ninguna cerveza con ese nombre. Sin duda era la señal de algún agente. Washington –acababa de saberlo- sigue siendo la ciudad que alberga más espías en el mundo. Y están por todas partes.

Visité el memorial de Abraham Lincoln de puntillas, escondiéndome detrás de cada columna. Cuando parecía que me habían descubierto, rodaba por el suelo. Me costaba un poco, porque tenía 62 años y un problema de cadera, pero había sido rigurosamente entrenada para estos casos. En todo mi recorrido por el monumento, nadie sospechó que mi nombre era Sandra Miller.

Finalmente, en un basurero del National Mall, encontré el microfilme. Para ojos inocentes, podía confundirse con una hamburguesa medio mordida envuelta en una servilleta del McDonald. Pero yo sabía lo que era en realidad. El único inconveniente fue que tuve que vaciar el basurero para encontrarlo, y eso atrajo a un policía en bicicleta.

-Disculpe ¿me puede explicar qué está haciendo? –dijo el guardia.

-Estoy buscando muestras de trajes típicos alemanes –le contesté, siguiendo mis instrucciones al pie de la letra.

-¿Y tiene que hacerlo aquí?

-Sí, es que en Australia no hay.

-Si se sigue haciendo el gracioso tendré que multarlo. ¿Me podría decir su nombre, por favor?

-Sandra Miller, 62 años. Es la primera vez que vengo a Innsbruck.

No conseguí evitar la multa, pero el microfilme salió intacto. Ahora lo guardo en una caja de galletas que en realidad es un refugio nuclear, en espera de entregarlo a mis superiores. Este trabajo no es fácil. El clima en Australia es demasiado caluroso, y he descubierto que mi marido es un cerdo y lleva veinte años engañándome, pero una mujer de verdad no puede eludir la llamada del deber y abandonar su puesto. El futuro de América está en mis manos.      

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11 de mayo de 2007
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II. EL OJO OMNIVIDENTE

Extraño. Nunca soñaba de niño con el cielo que me prometían en las sesiones sabatinas de doctrina cristiana, tras amenazarme con el infierno. En esas sesiones del templo parroquial, los niños éramos instruidos en la fe y el deber de la templanza a través de láminas donde el averno se abría a nuestros pies, y el cielo brillaba con fulgores dorados y coloraciones celestes arriba de nuestras cabezas. Y es que las fantasmagorías nocturnas que se encienden en la cabeza de un niño, son atizadas por lo terrible, y nunca por la bienaventuranza. Por la amenaza, y no por el halago. Y la felicidad prometida por el cielo pintado en las láminas de la catequesis era demasiado abstracta, al contrario de los tormentos infernales de las llamas eternas.

Y para que todo anduviera en orden y las tentaciones fueran mantenidas a raya, en otra lámina el ojo todopoderoso de Dios vigilaba dentro de un triángulo, capaz de ver al mismo tiempo en diversas direcciones, como el big brother de Orwell: un niño saltando el cercado ajeno para robarse una fruta, otros huyendo de la escuela para pasar una tarde feliz. La idea es que el gran ojo fuera reconocido en su poder de paralizar las acciones pecaminosas de todos aquellos candidatos al infierno, para darle una última oportunidad de ser librados del castigo del fuego diabólico.

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11 de mayo de 2007
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LA MIRADA ATENTA

La alabanza de la virtud de escuchar se corresponde con el homenaje de la mirada atenta. El maestro encarna al profesional que mejor calibra el grado de atención y vive necesariamente de esa oferta.

La mirada atenta trasmite respeto y entrega puesto que de tal préstamo el profesor obtiene confianza. Gracias a su crédito el saber que procura  comunicarse encuentra las puertas abiertas y a su depositario trasluciendo  el bienestar que ese suministro le proporciona interiormente.

De la mirada atenta nace la imantación primordial entre emisor y receptor que, como en los funcionamientos articulados, crea una fuerza de doble sentido. El docente va deshilando su sabiduría sobre la apertura que tiende  discente y éste ovilla el contenido al compás el discurso que va recibiendo. Entre los dos componen una manufactura que no sólo multiplica el número de los productos disponibles sino que simultáneamente los transforma puesto que en cada discípulo la enseñanza adquiere diferentes caracteres y hasta consecuencias imposibles de prevenir. La vitalidad del conocimiento es similar a la de cualquier ser vivo. Nace, se expone, se conmueve, se incorpora a la concurrencia de los demás y traza su destino.

Todas las clases son clases de biología porque su materia prima es un organismo. Cuando este organismo no actúa bien por consumición del locutor o por la ausencia de la mirada propicia, la clase es un cementerio. Toda mirada atenta atesta el aula de placer. El tedio es su tumba.   

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11 de mayo de 2007
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Un ramillete de historias en flor

¿A qué género pertenecen sus historias familiares? Imagino que, de verse obligados a escribirlas, tendrían entre manos un ramillete de opciones –lo que los franceses saben llamar bouquet. En casi toda familia hay alguna historia trágica, o al menos muy triste. (Pienso en mi padre abandonado por su padre. En mi madre muerta joven, de un cáncer de pulmón que funcionó como las consunciones de antaño.) En todas, también, hay pasos de comedia o personajes bufonescos. (La prima de mi madre, que en todas las reuniones repite las mismas anécdotas: “¿Te acordás, Marce, cuando la tía Gorda se ponía esos vestidos con corbata y ustedes la usaban como servilleta?” O mi abuela paterna, a quien se le torcía siempre la peluca como a Tootsie cuando se acuesta con Jessica Lange.) En todas las familias hay algún misterio. (El padre de mi padre. ¿La vida privada de mi tío, el del Opus Dei?) En todas hay furibundas historias de amor y también momentos de desesperación sorda, como en una obra de Edward Albee. Y vueltas de tuerca, y golpes de efecto, y reveses de fortuna dignas de novela dickensiana. E instantes épicos, por cierto. Los que vivimos en países que han sufrido hecatombes una y otra vez sabemos que la Historia, en su versión con mayúsculas, suele jugar con nuestra minúscula historia como Dios a los dados. En la Argentina no hay muchas familias cuyos relatos no estén cruzados por desaparecidos, quiebras económicas y otras variantes de la violencia urbana.

Ojalá todo el mundo escribiese la historia de los suyos. No sería una cuestión de talento, sino un ejercicio de la crónica. Facilitaríamos mucho la tarea de historiadores, sociólogos y demás científicos. Durante el proceso de escritura, nos veríamos obligados a salir de nosotros mismos y ponernos en el lugar del otro (esto es lo que ocurre, aunque más no sea de modo inconsciente, cuando se convierte al otro en personaje propio), y eso ayudaría a que lo viésemos bajo una luz nueva, siempre más tolerante. Y al hacer circular los textos se haría evidente que cada familia es un mundo, y que todos nos parecemos bastante más allá de diferencias circunstanciales –lo cual también contribuiría, y mucho, al entendimiento y a la concordia.

No existe máquina narrativa más rica ni más poderosa que la familia. Sin ella no habría melodrama, ni romance, ni comedia, ni misterio, ni drama. Y conste que cuando hablo de familia no me refiero tan sólo a los lazos de sangre. Como buen fan de Dickens, soy de los que creen en las familias del corazón. Porque a veces nos tocan familias de esas que mejor olvidar, pero aun así nos las arreglamos para encontrar sucedáneos, reemplazando padres, abuelos y hermanos por versiones putativas que se vuelven tan fuertes, o incluso más, que las refrendadas por la sangre. 

Como dice la canción: no podemos vivir con ellas, y tampoco sin ellas.

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11 de mayo de 2007
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PAN TOSTADO

Una distancia incalculable separa al pan cocido del pan tostado. Apenas se requieren unos segundos al fuego para traspasar la frontera pero ese periodo es suficiente para matar en el pan su primera inocencia y convertir el producto en una seña relativa al orden más intencional de la alimentación.

El pan sin tostar resulta explícito, demasiado hermoso, obviamente simbólico y saturado de evocaciones históricas, poéticas, místicas o penitenciarias.  El pan tostado, en cambio, constituye un paso inequívoco hacia la abrupta civilización. Por sí mismo, el pan tostado representa un fuerte dato de lo civilizatorio.

En todo Occidente se consumen diferentes clases de pan pero un punto que anula las diferencias se dibuja en el tostado. Todos somos ciudadanos en el pan tostado puesto que inequívocamente remite a nuestro encuadramiento, nuestro domicilio censado, nuestros hábitos precisos concentrados en el color del pan y su nuevo olor.

El tostado origina una escena doméstica donde su presencia hace las veces de una documentación intervecinal. Forma parte de un ritual bien definido y en él se instaura como su base fundacional.

El pan crudo dice poco o en demasía mientras que el pan tostado pronuncia un lenguaje  articulado en el definido sistema de la cotidianidad. El pan crudo es infinito mientras el tostado es concreto. En el primero se superpone a la mano del hombre la mano de Dios pero en el segundo ha sido eliminada la voz divina por completo. El pan cocido pertenecerá a la trascendencia pero el pan tostado encarna la máxima inmanencia. Un pan duro sin tostar todavía despierta reverencia pero el pan duro tostado se acerca al deshecho.  De este modo puede considerarse al pan sin más como el super-pan destinado a los milagros históricos mientras el pan tostado se afana sólo en brindar un cobijo transitorio. 

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10 de mayo de 2007
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El fin del mundo, más o menos

En obediencia al giro cósmico de la rueda de Fortuna cuyos ciclos son imposibles de medir (tantas son las generaciones humanas que los separan), las sociedades opulentas reciben el castigo a su felicidad bajo la forma de terribles catástrofes, pero sólo las opulentas son castigadas, porque las miserables viven la catástrofe todos los días, incluidos los domingos.

En ocasiones, el desastre obedece a razones comprobables. La peste negra arrasó las ciudades más ricas y sabias de Europa, en la Italia norteña, con un bacilo que llegó de oriente en las pulgas de las ratas, un emigrante clandestino escondido en las tripas de un polizonte. El pánico al castigo divino aún perduraba en una película de Elia Kazan con inmigrantes ilegales, peligros de plaga pestífera y ratas similares a sus víctimas.

Otras veces la destrucción llega por obra de un agente discreto, pero se convierte en un pánico general e induce a creer que el Juicio Final está al caer. En estos casos la plaga o el desastre es una metáfora de la culpabilidad: la culpa de ser tan ricos, tan sabios, tan avanzados, tan poderosos o tan guapos. Tal fue el caso de la tuberculosis durante el romanticismo, según el sagaz ensayo de Susan Sontag sobre la enfermedad y sus metáforas. También lo fue, al inicio de su expansión, el sida, aunque rápidamente las comunidades más afectadas supieron introducir racionalidad en el análisis y detener un terror que podía convertirse en muy peligroso.

Durante el largo dominio de la brutal burguesía del Segundo Imperio, ese periodo en el que se amasaron las primeras grandes fortunas plebeyas, gigantescas acumulaciones de capital logradas con el crimen, la estafa, el robo (aunque también la audacia e inteligencia de los burgueses), todo ello acompañado por sangrientas revoluciones y represiones que influirían decisivamente sobre Karl Marx, el castigo divino fue la sífilis y su herencia.

Como la peste en las ratas, la sífilis se ocultaba en la sangre de las prostitutas y fluía por toda actividad sexual que no fuera del gusto de la iglesia y el Estado. Difundido desde la ciencia médica, el pánico a la espiroqueta y a la sexualidad perversa fue tan intenso que duró más de cien años. Todavía en mi bachillerato (Hermanos de La Salle, Barcelona) hube de leer un pasmoso ensayo de Monseñor Thiamer Toth, obispo húngaro, que bajo el título de Juventud y pureza explicaba la lenta liquefacción de la columna vertebral en los masturbadores masculinos.

El horror a la infección degenerativa iba unido a un permanente horror corporal. La burguesía opulenta veía el cuerpo humano como un saco de miasmas, infecciones, putrefacciones y descomposiciones, humores malignos que acababan por ocupar el cerebro. Los locos furiosos, los delirantes, las histéricas, los desenfrenados, eran tenidos por pecadores en la etapa final del vicio.

Todos los escritores del ochocientos narraron el terror a la degeneración de la sociedad burguesa minada por un mal secreto e ignominioso. La sífilis, como los actuales transgénicos, producía una descomposición invisible de los genes que corrompía fatalmente la herencia. Lo cierto es que aquella sociedad era cada día más poderosa, más opulenta y que estaba haciendo del planeta entero su finca privada. No importa: la obcecación por el castigo, la perturbadora presencia de una culpabilidad difusa, imponía en los burgueses imperiales el pavor a la destrucción universal. Es decir, la de su clase social.

No hay nada más asombroso que asistir por vía de novelas o documentos de la época a las onversaciones habituales en aquellos salones. Cada cinco frases aparecía el diagnóstico médico. La medicina era la ciencia dominante y aunque su lenguaje nos parece hoy cosa de sacamuelas, en su momento fue la verdad absoluta. Cuando muere Jules Goncourt, seguramente de sífilis, el parte médico firmado por una eminencia dice que la causa ha sido una "perimeningitis encefálica difusa". Palabras divinas que se acompañan con esta descripción: "Une désagrégation du cerveau à la base du crâne, derrière la tête".

En sus reuniones, Zola, Flaubert, Maupassant, los Goncourt, Daudet, no cesan de hablar de sus enfermedades con un lenguaje aldeano: "una fiebre cerebral", "una tisis de laringe", "un enfriamiento de las meninges". Todos ellos sufren sucesivamente o al tiempo hepatitis, cólicos, gastritis, neuralgias, gripes, comezones, migrañas, rampas, sarpullidos, reumatismos, insomnios o depresiones nerviosas y lo comentan con arrobo, dando un lugar distinguido al aspecto de las deyecciones.

En uno de los mejores estudios que se han escrito jamás sobre la literatura francesa, el soberbio Le pays de la littérature, de Pierre Lepape, figura un delicioso capítulo sobre Zola en donde el autor expone con maestría la presencia majestuosa de los médicos del Segundo Imperio. El prestigio de la medicina era tan elevado y general como el que actualmente pueda tener la ecología. Zola, un decidido partidario de la ciencia y el progreso, quiso acabar de una vez con la poesía y otras pamplinas, para construir una novela científica según el método experimental de Claude Bernard, modelo mayúsculo de los médicos parisienses. El único modo de evitar la destrucción de la raza y el fin del mundo (el suyo), era, decía, exponer científicamente la causa de la decadencia. A ello dedicó los 19 volúmenes de su anatomía patológica de la Francia burguesa.

Esa ciencia literaria, sin embargo, no era sino un disfraz de la moral tradicional. La novela científica exponía la verdad de la degeneración genética francesa y por tanto era la única actividad artística moralmente respetable. El resto era histeria: "Cuando oyen sonar la música, las mujeres lloran. Hoy necesitamos la virilidad de la verdad para alcanzar la gloria futura", dice en su Carta a la juventud. Y con la arrogancia de quien nada sabe de la ciencia, pero se cree un experto, añadía: "Que los poetas sigan haciendo música mientras nosotros trabajamos". La degeneración genética producida por el frenesí sexual, el alcohol y la sífilis eran la causa científica del fin del mundo (del suyo). Poesía tenebrosa inspirada por una culpabilidad flotante. Había ganado demasiado dinero.

Cada sociedad alucina su fin-del-mundo metafórico. Ahora que nuestros cuerpos son una mercancía de lujo, ¿qué culpabilidad tortura a los opulentos, los sabios, los guapos? ¿Qué peste negra va a destruir sus privilegios? Bien podría ser una sífilis de la tierra, el llamado "cambio climático", fenómeno que afecta al planeta desde que existe y que se acelera debido a la imparable e implacable hipertecnificación. La tierra está degenerando, es una bolsa de miasmas, sus casquetes polares están podridos, su atmósfera envenenada, la infección fluye por sus aguas, pronto morirá. En esta leyenda, como en la leyenda de la tuberculosis o de la peste negra, se toma la parte por el todo. Si llegara ese fin-del-mundo sólo afectaría seriamente a una parte discreta de los habitantes del planeta. El resto seguiría como siempre malviviendo, o puede que algo mejor. Hace muchos siglos un meteorito asfixió buena parte de la vida zoológica, pero sólo a los bichos más grandes. Eso no ha impedido la invención del teléfono.

La denuncia de un cambio climático universal y catastrófico cuya causa serían "las naciones ricas" o "los gobiernos reaccionarios" y cuya víctima abarcaría a "todo el planeta" con ese añadido demagógico de "en especial los más pobres" es nuestra leyenda del castigo divino, nuestro mito del fin del mundo (opulento). Habrá víctimas del cambio climático como hubo apestados, tuberculosos y sifilíticos, pero puestos a lo peor, la hecatombe climática, si la hay, dejará con vida y buenas perspectivas a una parte bastante amplia del planeta: la que todos los días vive el fin del mundo sin sentir la menor culpabilidad.

Artículo publicado en: El País, 10 de mayo de 2007

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10 de mayo de 2007
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ENTRE CUERNOS

En ese sitio estoy: entre cuernos. No yo que soy un cobarde convicto y confeso, sino mis lecturas. Sobre todo la recuperada del opúsculo de Michel Leiris. Me complace haber recordado a un autor que algunos que por aquí pasean también siguieron, también vuelven con placer a sus elucubraciones, a su peligrosa propuesta de estar en la literatura. Por lo que leo, querido Sánchez Paulete, sí conoció los toros, las corridas en directo- no existía ni el Canal + -y que no le gustaron, pero le impresionaron. Dicen que le pareció “una carnicería repugnante”, pero que asistió al rito como un “testigo deslumbrado”. No es poco premio, no es poca emoción que algo te deslumbre. No estamos tan acostumbrados a recibir deslumbramientos cada día. Por eso pidió el mismo riesgo, la misma emoción, parecidos excesos y sentimientos cuando eres un escritor. También lo podemos pedir como lectores.

Creo que otro día seguiré con tauromaquia y literatura. También, pintura, cine, fotografía, música… esa rareza de la tauromaquia nos deja muchos motivos para volver, para gozar. Ahora, simplemente, copiaré algunas páginas -podían ser otras distintas- del arriesgado escritor francés para que sirvan de ejemplo, de paseíllo de una faena corta y auténtica y también arriesgada (es que el escritor es algunas veces valiente).

Dice Leiris que la tauromaquia “persigue un fin esencial: además de obligar al hombre a ponerse seriamente en peligro (armándole de una indispensable técnica), a no deshacerse de su adversario de cualquier manera, impide que el combate sea una simple carnicería, tan puntillosa como un ritual, presenta un aspecto táctico (poner la bestia en estado de recibir la estocada, sin haberla fatigado, sin embargo, más de lo necesario)…”

Y así la literatura que le importa, la que le interesa es ese género mayor “que comprendería las obras en las que está presente el cuerno, bajo una u otra forma: riesgo directo asumido por el autor sea de una confesión sea de un escrito subversivo, estilo en que la condición humana es vista de frente o tomada por los cuernos, concepción de la vida comprometiendo su postura frente a otros hombres”….Y sigue el texto de “la literatura considerada como una tauromaquia”.

Estoy, a pesar del sentir de muchos amigos, deseando volver a sentir ese peligro, ese riesgo- con reglas- donde en unos minutos un hombre se juega todo… quizá con ventaja, pero con todo el riesgo de poder caer ante un animal con cuernos. Volveré a la plaza de Madrid donde tantas tardes gocé y sufrí… Si por aquí pasa mi desconocida amiga, la lectora porteña que nunca fue a los toros, me encantaría observar sus sensaciones de virgen ante esa brutalidad, y otras cosas, tan nuestra… La tauromaquia como literatura… Qué poco tiene que ver con aquellas cosas que escribió Hemingway. Al que quiero por otros escritos, por otras cosas, por otras tardes.

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10 de mayo de 2007
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Las increíbles aventuras de Michael Chabon

El otro día dije que me moría de ganas de leer la nueva novela de Michael Chabon, The Yiddish Policemen’s Union. Chabon es el escritor de The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, un relato que recrea la América que hizo posible la creación de los superhéroes de historieta. (Novela por la que ganó el Pulitzer, dicho sea de paso.) Chabon escribió también Wonder Boys, que quizás sea más popular debido a la adaptación al cine que dirigió Curtis Hanson, con Michael Douglas y Tobey Maguire. Y contribuyó con el guión de Spider-Man 2. (Debe ser eso lo que le falta a Spider-Man 3: Michael Chabon.) En los últimos años escribió una nouvelle con un viejo Sherlock Holmes como protagonista y se embarcó en lo que define como “un serial lleno de combates con espada, escapes por un pelo, caballos, elefantes y ejércitos” para The New York Times Magazine. El hombre se atreve a meterse con los géneros. ¡Y lo premian por ello!

The Yiddish Policemen’s Union mezcla varias tradiciones literarias. En algún sentido es un policial negro como los de antes, con un detective abocado a la resolución de un misterio. (En una entrevista otorgada a Entertainment Weekly, Chabon habla del placer que le produce leer a Chandler, Hammett y Ross McDonald: “En sus libros el enigma nunca es lo más importante… Es la voz, la prosa”.) Pero la novela es al mismo tiempo una ucronía, al estilo de El hombre en el castillo de Philip K. Dick: en lugar de dar por hecha la creación del Estado de Israel en 1948, Chabon imagina que el grueso de los judíos desplazados por la Segunda Guerra fueron a parar a un lugar de Alaska. Como suele ocurrir, las historias más disparatadas tienen raíz en lo real. A la hora de concebir la novela, Chabon se inspiró en un plan para instalar a los judíos en Alaska que existió en verdad en las primeras décadas del siglo XX.

En la entrevista, Chabon compara su opción con los géneros con una liberación. “El asunto siempre había estado ahí, existen gangsters en mi primera novela, The Mysteries of Pittsburgh. Pero el proceso de escritura de Kavalier & Clay me hizo entender cuánto amo los géneros, y me reveló que no debo avergonzarme de ello. El mundo está lleno de gran literatura que además es género. ¡Nadie dice que uno no pueda tenerlo todo en un mismo libro!” El editor de Chabon en Harper Collins, Jonatham Burnham, suscribe la intención: “Dickens y Thackeray no tenían miedo en abrevar en la ficción popular: la historia detectivesca, el melodrama, el gótico. Usaban esos elementos para crear una ficción única, y en algún sentido Michael apuesta a lo mismo”.

Cuando lea The Yiddish Policemen’s Union les cuento. Mi cabeza se me adelanta, ya está imaginándose la adaptación al cine; huele a hermanos Coen de aquí a la China. Una mezcla entre Fargo y Yentl…

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10 de mayo de 2007
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I. REGRESO A LOS INFIERNOS

Según ha proclamado el Papa Benedicto XVI, el infierno es real. Sus llamas eternas queman de verdad, y el castigo que uno debe esperar en sus antros pestilentes y caldeados no es metafórico, como hace apenas ocho años lo proclamó el Papa Juan Pablo II, al mandar desmantelar toda la escenografía del infierno, y declararlo un lugar del alma atormentada, y no destino del cuerpo pecador. Terrible corrección de rumbo que nos devuelve otra vez, de cabeza, no sólo a las simas horrorosas del tormento por fuego, sino a las oscuridades de la Edad Media. Es como si otra vez mandaran a abrir Auschwitz y los demás campos de concentración, y todo el GULAG en las estepas siberianas.

La peor de mis pesadillas cuando niño tenía que ver con el infierno y su cohorte de diablos armados de tridentes que buscaban empujarme hacia los insondables abismos de los que surgían indómitas llamaradas, o hacia los calderos de aceite hirviente en los que los supliciados debían purgar sus pecados. Aquellos diablos de pellejo colorado y cachos de buey, que olían a azufre y cuyos ojos de lumbre despedían un fulgor maligno, eran parte real de mis noches, como lo eran mis sudores helados al despertar, temiendo siempre regresar al sueño. Cerraron el infierno, para alivio de tantos, y, triste realidad, no era más que una medida provisional.

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10 de mayo de 2007
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CUBA Y SUS INTELECTUALES

La revista Encuentro de la cultura cubana acaba de publicar un número fenomenal (n°43; Invierno de 2006/2007; 7,5 euros). Excelentes artículos sobre el pianista Bebo Valdés, el pretorianismo venezolano, extracto de la próxima novela de Eliseo Alberto, buenas poesía, etc.: como siempre, hay de todo en Encuentro, pero lo mejor tiene que ver con el doble tratamiento de los intelectuales en Cuba. Doble, pues se trata de lo que ocurrió en 1961, con mucha publicidad, y de lo que acaba de ocurrir de manera más discreta en 2006/2007.

1. Palabras a los intelectuales

Las “palabras a los intelectuales” son de Fidel Castro.  Se oyeron dentro de la famosa serie de tres reuniones entre el líder cubano y los intelectuales en junio de 1961. Entonces, el comandante en jefe entregó su visión de la libertad de creación artística en una fórmula que ya pertenece a la historia: “dentro de la revolución, todo; contra la Revolución, nada”.

Se conocían detalles de la asamblea: el miedo del escritor Virgilio Pinera; la pistola que Fidel puso sobre la mesa; el motivo formal del encuentro: confirmar el secuestro de un documental cortito de cine, PM, sobre la noche habanera. Pero no se conocían las palabras de los asistentes, el tono oscuro del falso debate. Encuentro lo recrea con una transcripción parcial de la primera reunión. Son las palabras de los intelectuales frente a Fidel, al presidente Dorticos, al líder comunista Carlos Rafael Rodríguez. El espanto es total. Agonía de una libertad en directo. No interviene Alfredo Guevara, a pesar de ser el responsable de la censura de PM. Interviene Tomas Gutiérrez Lea (Titón, el cineasta de Fresa y chocolate) y no tiene tanto valor como el escritor César Leante.

Varios testimonios, recuerdos y artículos ofrecen una perspectiva clara sobre este acontecimiento histórico. El poeta Antonio José Ponte, no estaba (nació en 1964) en la reunión, pero explica muy bien la sensación que procura su lectura: “Esta asamblea es la madre de todas las asambleas que se han producido en Cuba entre autoridades políticas y artistas. Leer estos extractos como se lee una obra de teatro despierta la sensación de haber asistido a múltiples representaciones de un mismo texto.”

2. Reacción al retorno de los censores

En tres noches entre diciembre 2006 y enero 2007 aparecieron en la televisión cubana tres censores: Jorge Seguera, Luis Pavón y Armando Quesada (famosos protagonistas de la represión a los artistas en los años 70). Su presencia en la pantalla generó susto, indignación y un flujo de mails y de artículos, entre correo privado y tribuna pública. Hasta tal punto que el Secretariado de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba publicó un comunicado sobre aquella aparición de los tres sinvergüenzas. Cabía, según la explicación oficial, dentro de programas erróneos de televisión: “en su gestación y realización se había cometidos graves errores” (canción clásica del burócrata que se esconde).

Lo fascinante es la capacidad de Encuentro de acumular los textos de protestas. La revista publica una selección. Se puede leer más en su página web. Es una lectura imprescindible para entender cómo fue dañada la cultura y la creación en la gran isla del Caribe. Sube el telón de la auto-censura sobre la rabia real de los artistas e intelectuales cubanos. El documento es de primer orden.

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9 de mayo de 2007
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