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LEER UNA NOVELA

Leo Cien años de soledad. Cuarta lectura. Segunda en castellano. Tomo el metro en París, estoy en un despacho, participo en reuniones sobre un nuevo sitio en Internet de información: todo me sale igual, estoy en Macondo. En otro Macondo, claro, pues a cada lectura cambia el libro que leemos. En mi caso, lo que más me sorprende es cómo la novela se parece también a Rabelais por su manera de crear una realidad enorme. Lo percibí al leer el retorno de José Arcadio, transformado en un «hombre descomunal». Me acordaba de su herramienta maravillosa para el amor, no de un hecho más íntimo: sus «ventosidades marchitaban las flores». Esto es puro Rabelais.

Lo que no puedo explicar es mi deseo espontáneo de abrir la «edición conmemorativa» de la Asociación de academias de lengua española. Tengo una edición de editorial Sudamericana con la portada en rojo y las nueve viñetas. No sé cómo empecé. “Muchos años después…” ya el Gabo me tenía acorralado en su prosa.

En el sitio de The Guardian hay una nueva introducción de John Sutherland a su libro How to read a novel (Cómo leer una novela). Tuvo mucho éxito en el momento de su publicación aunque el título es tramposo, no dice tanto cómo se debe leer, más bien explica el estado de ánimo del lector en el momento de emprender el camino de la lectura.

Es la vieja pregunta: ¿qué animal es este hombre que necesita de cuentos para vivir? El 100% de lo que se ve en el cine es ficción, el 50% de lo que se ve en TV es ficción, nota Sutherland antes de entregar sus dos categorías básicas de lecturas: la lectura para huir de la realidad y la lectura para involucrarse en ella. Es donde mi discrepancia es total con el autor inglés: al vivir ahora como lector en Macondo, hago ambas cosas. Estoy y no estoy en el mundo de los hombres. Con amores, muertes, celo, locuras y hasta ventosidades de la especie humana que no se llama homo sapiens sino homo cuéntame.

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8 de agosto de 2007
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BUÑUEL ESPECTADOR

Estoy muy cerca de uno de los lugares en que a Buñuel le gustaba refugiarse. Muy cerca de su refugio gallego. Muy cerca de esa casa de su amigo José Luis Barros, el mayor seductor que hemos conocido, el médico ilustrado, el inolvidable amigo de tantos españoles que merecen la pena. Aquí venía Buñuel para escribir, pero sobre todo para beber, comer, charlar y alargar las bromas entre vinos, ginebras y populares comidas. Se hablaba del misterio y de la vida. De sus contradicciones. Muy poco de cine. Prefería hablar seriamente en broma. Lo que dijo en sus películas, en sus escritos, sigue siendo tan válido, tan liberador que, estoy de acuerdo con mi desconocida amiga Enea, nos sirve para los complejos caminos de la vida. Una aventura más complicada que el Camino de Santiago, una vía no precisamente láctea.

Desde aquí, por mi lento correo en Internet, veo que los amigos de Calanda vuelven a programar las películas que le hubiera gustado ver al espectador Buñuel. Es un pequeño festival durante unos días de agosto, entre el 18 y el 25, en el pueblo ahora silencioso, caluroso y apacible de ese lugar de Teruel donde nació un genio que creció libre, provocadoramente libre. No  estoy tan seguro que las películas, al menos no todas, que se programan fueran de su agrado. No era un gran cinéfilo. Lo fue en su juventud. Después dejó de ver casi todo el cine contemporáneo. Por no querer, no quiso salir en una película de Woody Allen, porque no conocía su cine. Allen sustituyó la parición de Buñuel por la de Marshall McLuhan, no es lo mismo, pero tenía gracia la presencia del estructuralista en aquella cola para una película de Bergman o algo así.

De Buñuel sabemos sus primeros gustos clásicos por la programación del Cine Club madrileño que durante un tiempo codirigió, en compañía del fascista y vanguardista, Ernesto Gimenez Caballero. Después dejó pocas pistas sobre sus películas preferidas. Le gustaba Fellini. También le gustó la de los “conejos” de su alumno Saura, se refería a La caza. Le gustaron muchas del cine negro. De algunos otros europeos, de aquellos contemporáneos suyos que ya sólo existen en nuestras filmotecas.

No le gustarían muchas de las que se programen en Calanda. Pero cualquier excusa en buena para escaparse a su pueblo. Para ver el museo que le han dedicado. Para visitar las que fueron sus casas. Su campo. El lugar de tantos veranos. Donde fue niño y libre. Donde conoció insectos, milagros, mujeres, hombres y otros animales.

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8 de agosto de 2007
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VI. LA OLA DE BELLEZA DEVASTADORA

Cuando decía que tengo a Bergman entre mis primera preferencias porque fue capaz de convertir el cine en lo más parecido a la literatura, anoto también su pasión por la originalidad, esa terca determinación de no caer nunca en los lugares comunes, de convertir cada vez  el acto de la creación artística en una aventura que siempre comienza de nuevo, desde cero.

Recuerda en sus memorias las palabras de la pianista Ana Corelli, que utilizaba el ejemplo de Beethoven para hablar del rigor artístico sin concesiones frente a aquellos que quieren aprender. Ejecutar el piano, escribir un libro, hacer una película. Es lo mismo: “en Beethoven no hay fragmentos de relleno, faltos de interés, porque se expresa siempre con pasión, con furia, con tristeza, con alegría, nunca murmura, tú no tienes que murmurar, ¡no caigas nunca en la banalidad ni en el tópico! Tienes que saber siempre lo que quieres…”

Saber siempre lo que se quiere. Es la única manera de sumergirse en esa “ola de belleza devastadora y repulsiva” por la que sintió inundado cuando escuchó a Von Karajan dirigir El caballero de la Rosa en el Festival de Salzburgo en1983.

La ola perfecta, el tumulto desbordante que nos inunda en cada de sus películas. Fuerza y sosiego. Porque también de su mano brota la suave luz de la linterna mágica que arde para siempre sin apagarse.

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8 de agosto de 2007
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Salven a la porrista, salven al mundo

Me causó gracia que Mayté / Palas se burlase de mi sueño apocalíptico remitiéndolo a Héroes, a las visiones del pintor Isaac Méndez sobre una Nueva York devastada por la bomba y a la voz del inefable Hiro llamándolo: “Mister Isaac…” Es verdad que vengo siguiendo la serie con unción religiosa, pero lo cierto es que más allá de mi fanatismo, la preocupación por la nueva escalada nuclear es en mí todavía más profunda de lo que quiero admitir: a la prueba del sueño me remito. El precario equilibrio que parecía haberse alcanzado después de la Guerra Fría se ha roto, no sólo porque la no proliferación se ha convertido en simple proliferación, sino porque además la política exterior de los Estados Unidos alienta al resto de los extremismos a procurarse más bombas, con la excusa –por lo demás bastante razonable, dado la agresividad de la administración Bush- de la defensa propia. Vaya paradoja: todo el mundo se prepara para matar con el argumento de que debe estar listo para defenderse. Creo que se impone un reestreno mundial de Dr. Strangelove, la película de Kubrick. Lo único que queda por determinar es si el próximo enajenado que cabalgará una bomba hasta convertirla en hongo será un cowboy al estilo del Slim Pickens del filme, un jihadista, un guerrero chino, un ruso o algún separatista de los tantos que hay por todas partes. (Los hay hasta en Bolivia, vean.)

Pero en fin, volvamos a Héroes. ¡Faltan cuarenta y ocho horas para el final de la primera temporada! Para mi desgracia, el viernes tengo uno de esos eventos sociales a los que no se puede faltar, lo cual seguramente me obligará a postergar la visión hasta la repetición del sábado… ¡No hay derecho!

No sé ustedes, pero al menos yo sentí que este último tramo era bastante confuso. No suele tener dificultades para seguir tramas complicadas, pero algunas de las ideas y vueltas en el tiempo me dejaron girando como un trompo. Me pareció además que ciertas ramas del relato se desinflaban, por ejemplo la que sigue a Niki (Ali Larter), que se volvió fastidiosa y –al menos en apariencia- prescindible. Todo lo cual no impide que siga viendo la serie con ansia, al punto de que ya reservé mi edición en DVD por Internet.

Nadie podrá probar jamás la vieja teoría que sostiene que la masacre de Pearl Harbour podría haber sido evitada, pero que no lo fue para que el sacrificio impulsase al pueblo de los Estados Unidos a reclamar respuesta militar acorde. (Que en último término no lo fue. ¿Cuántos Pearl Harbour caben en Hiroshima y Nagasaki?) Lo que está claro es que el argumento de permitir una masacre para justificar la acción posterior ha pasado a formar parte de nuestros mitos contemporáneos. Verlo expuesto en Héroes no hace más que generar nuevos escalofríos, porque nos consta que los poderes establecidos consideran que las vidas humanas son la mercancía más barata en sus mercados.

Sea o no imprescindible salvar a la porrista, lo que resulta indudable es que hay que salvar al mundo.

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8 de agosto de 2007
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Mi blog cumple 20 años / IV

La máquina de rayuelas.

Durante varias décadas y en nombre del nacionalismo revolucionario imperante, el gobierno de México ejerció sutilmente la censura a través del control monopólico del papel. Los bytes, no obstante, son incontrolables. No hay cómo racionarlos ni monopolizarlos sin el respaldo paranoico de todo un aparato policiaco estatal, y aun así quedan siempre resquicios por donde los insectos binarios van y vienen sin ser importunados. Los bytes no tienen peso, ni dimensiones físicas, ni límite para reproducirse. Viajan de una máquina a otra —y de ahí, si se quiere, a un millón más— en un proceso equiparable a esa telepatía con la que fantaseaban los niños de antes. Telepatía simultánea, además. Millones de millones de palabras flotando en torno al mismo campo magnético y una mínima terminal nerviosa conectada al teclado en mi escritorio, paralelo a la cama que una noche de downloads arrastré hasta allá.

—Una sola pregunta, coleguita: ¿cuánto medía la fila de cocacolas vacías?

—Digamos que hace tiempo ya no era fila, y ya ves que soy malo para calcular multitudes.

¿Aló? ¿Room Service? Envíeme urgentemente una hielera y una bacinica.

—Quien ha sido atrapado por la fiebre del byte no sale a ver si llueve, llama al perro y se fija si acaso está mojado. Pero igual me hacían falta unos rounds de sombra. Dejar que el ego fuera tundido a golpes por mi mera ignorancia de advenedizo. Tenía que pulirme a solas y en secreto.

—¿Quién se sentía usted, el Karate Geek?

La clave justamente estaba en no sentir. Poder estar doce horas en hilera, y hasta el doble o el triple, construyendo cimientos de no sabía qué. Ni cómo, ni hasta dónde, ni para cuándo. ¿Quería hacer concretamente hiperficción? ¿Iba a comprar entonces una copia de Storyspace, el software de los hiperficcionantes? Sí y no. Tenía en la cabeza una novela compuesta por seis planos simultáneos, cada uno con ciento veinte nodos, o quizás ochenta, intercomunicados por un laberinto de opciones múltiples que restringirían el paso de un plano al otro, de forma que en un mapa habrían parecido una cadena circular de rombos enlazados a derecha e izquierda. Quería hacerlo sin Storyspace.

—Qué ingenioso, colega. Supongo que su invento contendría también algún sistema de alta coerción para obligar a los lectores a seguir adelante hasta la muerte. Lástima que se equivocó de tiempo y de lugar, sería usted el orgullo del doctor Mengele. Schreibt macht Frei, Kollege!

Pocas cosas provocan tanto la libido de un caballero andante como una damisela rejega y retadora. Que era el caso de la computadora. Intimidado al fin por la amenaza de acabar programando una visita larga al reino de las batas blancas, restringí mis esfuerzos como programador al Lingo, el lenguaje-juguete diseñado para dar órdenes precisas al más espectacular de los softwares literarios: Director. Quiero decir que literario no era, estrictamente, pero nada más ver y palpar un par de aplicaciones creadas con él vislumbré lo que entonces, colmado de entusiasmo, creía el único futuro aceptable. En realidad, encontré apenas una posible relación entre el Director y la literatura, y es que ambos permiten realizar cualquier cosa que encuentre cupo en la imaginación. Así que mientras otros pensaban en vistosos teatritos en multimedia, yo me entregué a soñar a ojos insomnes en un libro virtual no-secuencial. Una suerte de trampa en la forma de un juego laberíntico que idealmente provocaría adicción.

—De otra forma, ni usted lo iba a leer. Y por cierto, ¿el Director también le resolvía el problema de la distribución de estupefacientes para su público lector? ¿Cómo iba a financiarlos, si no es indiscreción?

"Estupefacientes literarios", llamaba una de mis amistades virtuales, la estudiosa Susana Pajares Tosca, a los experimentos en hiperficción. Nada más observar el avance de mis ejercicios de aprendizaje (cada libro sobre Director constaba cuando menos de 800 suculentas páginas) perdía de nuevo el sueño haciendo cuentas de todo lo que aún me hacía falta para emprender por fin la aventura electrónica que justificaría esos miles de horas construyendo a mano un castillo que objetivamente no existía en el mundo real. Un afán literario, donde los haya.

—Y ya que habla de hallazgos, déjeme que adivine: le faltaba encontrar la historia entera, con todo y personajes.

—Digamos que tenía una idea general.

—Si todas las ideas generales se hubieran convertido en novelas, tendíamos docenas de Quijotes. Vamos al grano, pues. Caracteres, cuartillas, capítulos... ¿cuántos juntó en total? —privilegio de musa: directo al punto débil.

—Déjame que los cuente, mañana te digo —subterfugio de autor: directo al punto final.

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8 de agosto de 2007
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DESCANSOS

Observo a mi tía en el chalet de al lado sentada en la terraza frente al mar, inmóvil e impasible  en sus ochenta y tres años, con la mente como la única facultad casi intacta de su cuerpo. A partir de esa facultad todavía disponible alza ante sí una pantalla que no es ya el paisaje físico de la marina sino una representación morosa e intangible que pasea por su memoria al compás de su aflojada voluntad. Dispuesta sencillamente a pensar descansando y esperando como toda compensación los dóciles pasajes que ha macerado el recuerdo. Recuerdos unos para la sesión de la mañana cuando la bajan para desayunar, recuerdos para después de la siesta y finalmente un menú sosegante para la hora del crepúsculo cuando el mar se abate lentamente y ya la preparan para  dormir. Mientras ella permanece cerca y paralela a  mi, estable y quieta, yo leo en Proust un párrafo que nos envuelve. Dice Proust: “Mi tía sabía muy bien que nunca volvería a salir de su casa; pero esta reclusión definitiva hacíasela cómoda la misma razón que, según nosotros, debiera serle más dolorosa; y es que aquella reclusión se la imponía la disminución, perceptible para ella cada día que pasaba, de sus fuerzas, y que al convertir todo acto y movimiento en cansancio o en sufrimiento, revestían a la inacción, al aislamiento y al silencio de la suavidad reparadora y bendita del descanso.” 

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7 de agosto de 2007
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Hongo

Anoche tuve uno de esos sueños que transcurren ligeros y en apariencia inconsecuentes, permitiéndole a uno vagar por otros mundos sin sufrir ninguna de las consecuencias de la aventura real. No recuerdo demasiado, más allá del hecho de que estaba en Mar del Plata, la prototípica ciudad balnearia de la Argentina. Ya la elección era peculiar, en tanto se trata de una ciudad con la que no me une ningún lazo particular. (He pasado años sin verla, la última vez fue por trabajo, durante el Festival de Cine 2006.) Yo simplemente estaba ahí, aunque no recuerde para qué ni con quién. Sólo sé que la estaba pasando bien, el sueño discurría con esa calidad lúdica y un tanto fumada de tantas fantasías nocturnas, cuando la aparición de una extraña formación en el cielo me quitó el aliento.

Yo que estaba contemplando la costa desde una cierta altura (recuerdo edificios que se interponían entre mi vista y el mar, una construcción muy parecida a la del clásico casino), levanté la vista para estudiar el fenómeno. Tratándose de mi sueño, supongo que era lógico que supiese lo que estaba por venir, una fracción de segundo antes de ver la explosión. El hongo nuclear empezó a desperezarse delante de mis ojos, con esa belleza terrible que le conocemos después de tantos documentales. Me desperté enseguida. Supongo que ya no necesitaba saber nada más.

En ese estado a media agua entre el sueño y la vigilia que transitamos al levantarnos, lamenté que ni siquiera mi inconsciente estuviese ya a salvo de la irresponsabilidad y el salvajismo de los líderes mundiales, que nos hacen temer a diario lo peor. Yo que suelo estar abierto a lo inefable, concediendo el beneficio de la duda a los fenómenos que no puedo explicarme de manera racional, me encontré deseando estar equivocado al menos esta vez; y que no fuese cierto aquellos de que los humanos nos comunicamos en nuestros sueños, para decirnos lo que no nos atrevemos a decirnos cuando estamos despiertos.

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7 de agosto de 2007
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V. “LA IDEOLOGÍA DEL COMPROMISO GRIS”

Leyendo las memorias de Bergman uno se entera de que Suecia no es siempre ese país de tarjeta postal con paisaje nevado que se tiende a imaginar. La persecución de los burócratas fiscales de que es víctima en 1976, y que lo llevó al exilio en Francia, se da bajo el gobierno de Olor Palme, quien en la televisión francesa, cuando se le pregunta por el caso, se declara su amigo, y juzga todo una exageración de los periódicos. Y Bergman dice: “he sido un socialdemócrata convencido. Con sincera pasión he abrazado esa ideología del compromiso gris. Creí que mi país era el mejor del mundo y lo sigo creyendo, probablemente porque he visto tan poco de otros países.”

Luego, para mayo de 1968, cuando se repite en Suecia la rebelión estudiantil iniciada en Francia, es echado de la Escuela Nacional de Arte Dramático. ¡Quién lo diría, una rebelión en Suecia! “Cuando yo sostenía que los jóvenes actores tenían que aprender primero la técnica teatral para que su mensaje revolucionario alcanzase al público, los alumnos agitaban el librito rojo de Mao Ze Dong y me silbaban”, recuerda. Despreciaba el fanatismo porque había tenido suficiente de ello en su infancia, bajo la férula luterana de su padre.

“El modelo es siempre el mismo”, dice entonces, “las ideas se burocratizan y se corrompen. A veces va muy de prisa, a veces tarda cien años. En el año 68 fue a una velocidad vertiginosa. Los daños producidos en breve tiempo fueron sorprendentes y de difícil reparación.”

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7 de agosto de 2007
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Mi blog cumple 20 años / III

Welcome to Science-Fucktion.

  —¿Cuál fue el último libro que le cambió la vida, colega?

  —HTML: The Definitive Guide, por Chuck Musciano y Bill Kennedy. Cuando cayó en mis garras me convertí en el niño que recibe una pista de carreras de autos con cien carriles y un millón de tramos. "Crecer entre las sombras es privilegio de quienes se disponen a conquistar el mundo", asumían los protagonistas de El péndulo de Foucault, y bastaba ese sentimiento dilatado para que las ojeras continuaran creciendo frente al monitor. Vivía, además, lejos de la ciudad, bajo el bosque doméstico mejor conocido como Desierto de los Leones. Cuando menos pensé, ya mis amigos me apodaban The Fool on the Hill.

  —Como quien dice, agarró usted una guía de HTML de manual de autoayuda. Esto podría ser un infomercial. Usted también, cambie su vida hoy; y si nos llama en 20 minutos, le regalamos un manual de hortografía.

Llevaba ya dos meses ahí metido y mi sitio seguía siendo un bodrio, pero no me importaba. Nadie se iba a enterar, además. Conocía esa clase de situación de tiempo atrás, con nueve años de vida y la obsesión, frustrada a cada instante, de escribir una historia más o menos legible. ¿Qué se hace en esos casos? Robar, por supuesto. Va uno y plagia el estilo de cuanto libro consigue entusiasmarle, con resultados muy poco halagüeños, aunque tampoco tanto como para dejar el juego. Aún más descaradamente, merced al caradura cut-and-paste, aprendí a saquear códigos enteros, que ya después iba enchuecando de acuerdo a mis necesidades expresivas.

  —Y si de todos modos iba a acabar robando, ¿qué le costaba aprovechar ese tiempo precioso en aprender a saquear cuentas bancarias, por ejemplo?

  —Tengo un problema con la delincuencia: me dan más ganas de contar el golpe que de llevarlo a cabo.

  —Y si lo lleva a cabo ya no puede contarlo...

  —No sin que den conmigo y me encierren. Según Lord Henry Wotton, el ocurrente falósofo a quien Wilde encomendó echar a perder a Dorian Gray, "uno nunca tendría que hacer nada que no pueda contar en la sobremesa".

  —¿Qué no la sobremesa es el momento ideal para contar mentiras?

  —El punto es que, tal como en su momento lo había hecho el juego de escribir, aprender a entenderse con los códigos exigía cantidades bíblicas de errores, y con ello los miles de horas suficientes para pasarme años ensimismado en la monomanía de construir laberintos invisibles.

El gran pecado de la educación tradicional consiste en castigar el error, ignorando supinamente que sin él no habría progreso humano posible. Luego de varios años de entregar mi trabajo cotidianamente para ser publicado en papel, podía escuchar los rugidos del monstruo controlador que desde mis adentros exigía, por siquiera una vez, contar con un espacio donde no hubiera más errores que los míos. Sólo que a diferencia de la honesta tinta, los códigos permiten efectuar correcciones infinitas. Una página web es como un libro que nunca acaba de salir de la imprenta.

  —O como una mentira infinita.

  —Todo es mentira en el mundo virtual, pero ni tú ni yo estamos facultados para hablar en el nombre de la verdad. Al tiempo que mi parlanchín fuero interno se habituaba a valerse de verbos tan poco elegantes como photoshopear, trimear y copypastear, en el coco ocurría una mutación que tardaría años en acusar: estaba fascinado por la máquina, y más aún por los códigos que controlaban su mecanismo. Soñaba con meandros hipertextuales y nodos salpicados de palabras veloces, cuya escritura se antojaba casi tan suculenta como la construcción del laberinto mismo.

  —¿Va a decirme que el código le parecía más guapo que la palabra? Esa es Alta Traición, colega.

  —No me daba ni cuenta, insisto. Seguía comprando y engullendo libros rebosantes de códigos, ahora para complementar cursos online de Style Sheets, JavaScript, Perl y Arquitectura de la Información.

  —¿Leyó alguna novela en esos días, por casualidad?

  —Rayuela, claro. También Kundera y Borges. Los que más parecían compatibles con la idea de narrar en hipertexto. Buscaba autores que de alguna manera me dieran la razón en el empeño de seguir perdiéndola. Al final, si las cosas iban como debían, terminaría haciendo hiperficción.

  —Hyperfucktion, que le llaman los connoiseurs.

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7 de agosto de 2007
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FIN DE PARTIDA

Las señales estaban claras pero no quisimos verlas. El programa literario, Estravagario que desde hace tres años dirigía, y presentaba, en la televisión pública española terminó abruptamente y por teléfono. ¿Es normal retirar un programa por teléfono, en vacaciones y cuando se estaban preparando los renovados contenidos de la próxima temporada? Yo creo que no. No parecen las formas más adecuadas. Ni las más educadas. Ha sido la primera y última llamada del nuevo director de TVE. Ninguna discusión sobre el contenido, el continente, el pasado o el futuro de un programa que durante tres años tuvo una complicada vida en la programación televisiva.

Por el programa han desfilado centenares de escritores, editores, críticos, libreros y otros interesados en la literatura y sus circunstancias. Seguramente debimos hacerlo mejor, deberíamos haber conseguido que hablar de Sebald, Vila-Matas o William Boyd fuera suficientemente interesante como para hacer de esa cita un hábito para los amantes de la literatura. Un país donde los poetas, se llamen González  o Gamoneda, fueran capaces de hacernos dejar otras cosas para poder atender sus dones o sus carencias.

Hemos tenido la suerte de estar cerca de la mayoría de los escritores interesantes en nuestra lengua. Y con decenas de los que escriben en otras lenguas. 

También hicimos cantar en directo a “estravagarios” músicos. Por allí desfilaron  Albert Pla, Lila Dows o Astrid. Se recomendaron libros, viajes literarios, maneras de vagar por esa verdad de mentiras que es la literatura. Algunas veces nos vieron cerca de un millón de espectadores, en los tiempos de la primera madrugada tuvimos una media de unas doscientas mil personas. Al final, con la llegada de los nuevos directores, en las altas horas de la madrugada, casi siempre pasadas las dos de la madrugada todavía tuvimos casi cien mil espectadores. Nunca tuvimos mucha promoción. Es decir, no tuvimos otra que no fuera el boca a boca, lector a lector o noctámbulo a noctámbulo.

La decisión de  no continuar nos pilló de sorpresa. En vacaciones y sin posibilidad de explicar o argumentar el brusco final. Nos disculpamos con un editor que habíamos citado en Córdoba, con el escritor y guionista Peter Viertel que hoy nos hubiera recibido en su casa, la misma que la de Deborah Kerr. Y con los responsables del pueblo de Urueña, un lugar de Castilla para vivir entre libros. También nos disculpamos con los escritores, críticos y libreros con los que iniciaríamos otra temporada. No podrá ser. Al menos no con nosotros. Lo sentimos. Por muchas razones. Y por las formas. También en la televisión pública deben ser importantes las formas.

El verano sigue. Mis lecturas continúan. Sigo leyendo una novela que tenía pendiente desde hace más de dos años, se llama Imposturas, de John Banville. Habla de impostores que reconozco. No todos son así. Las lecturas seguirán. En el largo y cálido verano me esperan otras dos citas para no perderse. La novela de Styron, La decisión de Sophie y La vida de Jonson contada por Boswell. Unas buenas razones para buscar refugio en esas complicadas islas que han inventado los humanos, que llamamos libros y que nos apartan de otras miserias. Y de las malas formas. Llegamos al fin de partida. La partida continúa. Seguiremos esperando a Godot.

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6 de agosto de 2007
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