Marcelo Figueras
Anoche tuve uno de esos sueños que transcurren ligeros y en apariencia inconsecuentes, permitiéndole a uno vagar por otros mundos sin sufrir ninguna de las consecuencias de la aventura real. No recuerdo demasiado, más allá del hecho de que estaba en Mar del Plata, la prototípica ciudad balnearia de la Argentina. Ya la elección era peculiar, en tanto se trata de una ciudad con la que no me une ningún lazo particular. (He pasado años sin verla, la última vez fue por trabajo, durante el Festival de Cine 2006.) Yo simplemente estaba ahí, aunque no recuerde para qué ni con quién. Sólo sé que la estaba pasando bien, el sueño discurría con esa calidad lúdica y un tanto fumada de tantas fantasías nocturnas, cuando la aparición de una extraña formación en el cielo me quitó el aliento.
Yo que estaba contemplando la costa desde una cierta altura (recuerdo edificios que se interponían entre mi vista y el mar, una construcción muy parecida a la del clásico casino), levanté la vista para estudiar el fenómeno. Tratándose de mi sueño, supongo que era lógico que supiese lo que estaba por venir, una fracción de segundo antes de ver la explosión. El hongo nuclear empezó a desperezarse delante de mis ojos, con esa belleza terrible que le conocemos después de tantos documentales. Me desperté enseguida. Supongo que ya no necesitaba saber nada más.
En ese estado a media agua entre el sueño y la vigilia que transitamos al levantarnos, lamenté que ni siquiera mi inconsciente estuviese ya a salvo de la irresponsabilidad y el salvajismo de los líderes mundiales, que nos hacen temer a diario lo peor. Yo que suelo estar abierto a lo inefable, concediendo el beneficio de la duda a los fenómenos que no puedo explicarme de manera racional, me encontré deseando estar equivocado al menos esta vez; y que no fuese cierto aquellos de que los humanos nos comunicamos en nuestros sueños, para decirnos lo que no nos atrevemos a decirnos cuando estamos despiertos.