Sergio Ramírez
Leyendo las memorias de Bergman uno se entera de que Suecia no es siempre ese país de tarjeta postal con paisaje nevado que se tiende a imaginar. La persecución de los burócratas fiscales de que es víctima en 1976, y que lo llevó al exilio en Francia, se da bajo el gobierno de Olor Palme, quien en la televisión francesa, cuando se le pregunta por el caso, se declara su amigo, y juzga todo una exageración de los periódicos. Y Bergman dice: “he sido un socialdemócrata convencido. Con sincera pasión he abrazado esa ideología del compromiso gris. Creí que mi país era el mejor del mundo y lo sigo creyendo, probablemente porque he visto tan poco de otros países.”
Luego, para mayo de 1968, cuando se repite en Suecia la rebelión estudiantil iniciada en Francia, es echado de la Escuela Nacional de Arte Dramático. ¡Quién lo diría, una rebelión en Suecia! “Cuando yo sostenía que los jóvenes actores tenían que aprender primero la técnica teatral para que su mensaje revolucionario alcanzase al público, los alumnos agitaban el librito rojo de Mao Ze Dong y me silbaban”, recuerda. Despreciaba el fanatismo porque había tenido suficiente de ello en su infancia, bajo la férula luterana de su padre.
“El modelo es siempre el mismo”, dice entonces, “las ideas se burocratizan y se corrompen. A veces va muy de prisa, a veces tarda cien años. En el año 68 fue a una velocidad vertiginosa. Los daños producidos en breve tiempo fueron sorprendentes y de difícil reparación.”