Vicente Verdú
Observo a mi tía en el chalet de al lado sentada en la terraza frente al mar, inmóvil e impasible en sus ochenta y tres años, con la mente como la única facultad casi intacta de su cuerpo. A partir de esa facultad todavía disponible alza ante sí una pantalla que no es ya el paisaje físico de la marina sino una representación morosa e intangible que pasea por su memoria al compás de su aflojada voluntad. Dispuesta sencillamente a pensar descansando y esperando como toda compensación los dóciles pasajes que ha macerado el recuerdo. Recuerdos unos para la sesión de la mañana cuando la bajan para desayunar, recuerdos para después de la siesta y finalmente un menú sosegante para la hora del crepúsculo cuando el mar se abate lentamente y ya la preparan para dormir. Mientras ella permanece cerca y paralela a mi, estable y quieta, yo leo en Proust un párrafo que nos envuelve. Dice Proust: “Mi tía sabía muy bien que nunca volvería a salir de su casa; pero esta reclusión definitiva hacíasela cómoda la misma razón que, según nosotros, debiera serle más dolorosa; y es que aquella reclusión se la imponía la disminución, perceptible para ella cada día que pasaba, de sus fuerzas, y que al convertir todo acto y movimiento en cansancio o en sufrimiento, revestían a la inacción, al aislamiento y al silencio de la suavidad reparadora y bendita del descanso.”