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Mi blog cumple 20 años / IV

Por 8 de agosto de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

La máquina de rayuelas.

Durante varias décadas y en nombre del nacionalismo revolucionario imperante, el gobierno de México ejerció sutilmente la censura a través del control monopólico del papel. Los bytes, no obstante, son incontrolables. No hay cómo racionarlos ni monopolizarlos sin el respaldo paranoico de todo un aparato policiaco estatal, y aun así quedan siempre resquicios por donde los insectos binarios van y vienen sin ser importunados. Los bytes no tienen peso, ni dimensiones físicas, ni límite para reproducirse. Viajan de una máquina a otra —y de ahí, si se quiere, a un millón más— en un proceso equiparable a esa telepatía con la que fantaseaban los niños de antes. Telepatía simultánea, además. Millones de millones de palabras flotando en torno al mismo campo magnético y una mínima terminal nerviosa conectada al teclado en mi escritorio, paralelo a la cama que una noche de downloads arrastré hasta allá.

—Una sola pregunta, coleguita: ¿cuánto medía la fila de cocacolas vacías?

—Digamos que hace tiempo ya no era fila, y ya ves que soy malo para calcular multitudes.

¿Aló? ¿Room Service? Envíeme urgentemente una hielera y una bacinica.

—Quien ha sido atrapado por la fiebre del byte no sale a ver si llueve, llama al perro y se fija si acaso está mojado. Pero igual me hacían falta unos rounds de sombra. Dejar que el ego fuera tundido a golpes por mi mera ignorancia de advenedizo. Tenía que pulirme a solas y en secreto.

—¿Quién se sentía usted, el Karate Geek?

La clave justamente estaba en no sentir. Poder estar doce horas en hilera, y hasta el doble o el triple, construyendo cimientos de no sabía qué. Ni cómo, ni hasta dónde, ni para cuándo. ¿Quería hacer concretamente hiperficción? ¿Iba a comprar entonces una copia de Storyspace, el software de los hiperficcionantes? Sí y no. Tenía en la cabeza una novela compuesta por seis planos simultáneos, cada uno con ciento veinte nodos, o quizás ochenta, intercomunicados por un laberinto de opciones múltiples que restringirían el paso de un plano al otro, de forma que en un mapa habrían parecido una cadena circular de rombos enlazados a derecha e izquierda. Quería hacerlo sin Storyspace.

—Qué ingenioso, colega. Supongo que su invento contendría también algún sistema de alta coerción para obligar a los lectores a seguir adelante hasta la muerte. Lástima que se equivocó de tiempo y de lugar, sería usted el orgullo del doctor Mengele. Schreibt macht Frei, Kollege!

Pocas cosas provocan tanto la libido de un caballero andante como una damisela rejega y retadora. Que era el caso de la computadora. Intimidado al fin por la amenaza de acabar programando una visita larga al reino de las batas blancas, restringí mis esfuerzos como programador al Lingo, el lenguaje-juguete diseñado para dar órdenes precisas al más espectacular de los softwares literarios: Director. Quiero decir que literario no era, estrictamente, pero nada más ver y palpar un par de aplicaciones creadas con él vislumbré lo que entonces, colmado de entusiasmo, creía el único futuro aceptable. En realidad, encontré apenas una posible relación entre el Director y la literatura, y es que ambos permiten realizar cualquier cosa que encuentre cupo en la imaginación. Así que mientras otros pensaban en vistosos teatritos en multimedia, yo me entregué a soñar a ojos insomnes en un libro virtual no-secuencial. Una suerte de trampa en la forma de un juego laberíntico que idealmente provocaría adicción.

—De otra forma, ni usted lo iba a leer. Y por cierto, ¿el Director también le resolvía el problema de la distribución de estupefacientes para su público lector? ¿Cómo iba a financiarlos, si no es indiscreción?

"Estupefacientes literarios", llamaba una de mis amistades virtuales, la estudiosa Susana Pajares Tosca, a los experimentos en hiperficción. Nada más observar el avance de mis ejercicios de aprendizaje (cada libro sobre Director constaba cuando menos de 800 suculentas páginas) perdía de nuevo el sueño haciendo cuentas de todo lo que aún me hacía falta para emprender por fin la aventura electrónica que justificaría esos miles de horas construyendo a mano un castillo que objetivamente no existía en el mundo real. Un afán literario, donde los haya.

—Y ya que habla de hallazgos, déjeme que adivine: le faltaba encontrar la historia entera, con todo y personajes.

—Digamos que tenía una idea general.

—Si todas las ideas generales se hubieran convertido en novelas, tendíamos docenas de Quijotes. Vamos al grano, pues. Caracteres, cuartillas, capítulos… ¿cuántos juntó en total? —privilegio de musa: directo al punto débil.

—Déjame que los cuente, mañana te digo —subterfugio de autor: directo al punto final.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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