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Tinieblas en el noreste

El muy amado Juan García Hortelano nos contó que en algún momento de su agitada juventud tuvo trato con un grupo de bohemios adictos al coñac de garrafón, memoria viva del siglo XIX, los cuales, en una disputa sobre la antigua institución de las casas de lenocinio, alababan sobremanera los refinados centros catalanes, uno de los cuales, en el nacimiento de la calle Tapias de Barcelona, ofrecía tableaux vivants a la manera francesa, pero con desbordada fantasía sureña. Un conocedor afirmaba no haber visto en su vida espectáculo más lúbrico y depravado que el cuadro viviente titulado Manresa a les fosques (Manresa a oscuras), orgullo del local, pero cuando se le preguntaba en qué consistía el tal tablado, enrojecía, farfullaba y no encontraba palabras para describirlo, tanto era el complicado conjunto e interconexión de las diversas mancebas que hasta número de ocho intervenían en el mismo.

Algo similar ha sucedido en las últimas semanas en Barcelona y si bien no puede decirse que la población haya montado un cuadro viviente de supremo erotismo, sí cabe afirmar que la ciudad se ha convertido en una tenebrosa casa de putas (casa de barrets) en la que los ciudadanos hacían de espectadores atónitos, mientras los políticos, a modo de pupilas, se entregaban a las más inverosímiles y oníricas contorsiones. Días atrás pude ver por la televisión a uno de los hijos de Jordi Pujol, mozo que se adorna con patillas de boca de hacha que le dan un aire trabuquero (trabucaire), acusando con toda la razón del mundo a un tembloroso conseller ("consejero") de actuar como el jefe de una asociación de vecinos y no como responsable de la energía en Cataluña. Boquiabierto, el público admiraba las inverosímiles convulsiones del cuerpo de los diputados con iluminado horror.

En este particular Barcelona a les fosques que han vivido y siguen viviendo los vecinos de la ciudad que fuera bautizada por su ayuntamiento como la millor botiga del món ("el mejor establecimiento público del mundo") han ido apareciendo en su más cruel desnudez y en retorcidos números las capacidades imaginativas y morales de nuestros representantes.

Es de todo punto evidente que Barcelona no ha dejado de crecer a pesar de los esfuerzos de los partidos nacionalistas para que lo hiciera en dirección única: la de continuar siendo capital de un país molt petit ("un país pequeñito"), adecuado al talento y la voluntad de la elite dirigente nacional. Sin embargo, no cabe duda de que nadie les ha hecho el menor caso y el trabajo (mal pagado) de buena parte de la población ha creado una ciudad digna de Gargantúa. En este momento la densidad urbana es la propia de cualquier ciudad oriental, de ésas en donde toda actividad (con predilección por los entierros) concentra a cien mil varones aullantes unos encima de los otros tirándose de las barbas. El simulacro de que la corona de ciudades que rodea a Barcelona no tiene la menor relación con Barcelona, desmentido por millones de automóviles que entran cada día en la ciudad, ha colapsado la red de carreteras y ni siquiera los carísimos peajes (rotundo desmentido a la leyenda de la avaricia catalana) detienen el tsunami humano que trata de llegar a su trabajo cada mañana con la lengua fuera.

Comunicaciones, aeropuertos, electricidad, agua, red de metros, muelles y demás sistemas de circulación de mercancías calculados para un país enano y para una ciudad de misa de doce, dan risa o hacen llorar. Que de ello tenga toda la culpa el malvado y nunca bien definido "Madrit" no se lo traga ya nadie. Ni los secesionistas, desde que han abandonado sus pueblicos y han accedido a una información más rigurosa sobre cómo funciona una región europea. Eso no quiere decir que, en efecto, no haya habido una abulia inadmisible por parte de los ministros que se supone tienen a España entera en la cabeza. Me temo que la tienen por partes y según quién manda en presidencia. En todo caso, ahora es quizás un poco tarde y van a tener que detraer inversiones de todos los azimuts, como dicen

Pasa a la página siguientenuestros vecinos, si no quieren que la cosa acabe con otro levantamiento de los segadores (els segadors) versión urbana y con botellón Molotov en lugar de la atávica hoz (falç) del himno nacional.

Dicho lo cual y en defensa de la verdad, añadamos que la otra parte de responsabilidad la tienen los políticos catalanes que desde hace treinta años están más preocupados por cómo se peina la gente y si respetan el modo catalán de dejarse flequillo que de las redes eléctricas o el transporte público. Todavía hoy un alcalde de pedanía puede detener un tendido de alta tensión, dos consellers una extensión de aeropuerto y tres diputados de la Generalitat colapsar la totalidad de las inversiones en infraestructuras. El actual Gobierno municipal está a punto de modificar por sexagésima vez el trazado del AVE antes de que llegue. Sin tapujos: en Cataluña no se sabe quién manda. Incluso es posible que no mande nadie.

Los lugares más o menos civilizados a los que nos comparamos constantemente hacen algo más que tener un rollizo club de fútbol. Tienen, por ejemplo, instituciones técnicas serias. Y las respetan. Me pregunto yo si buena parte de los desastres de la Barcelona a les fosques no será que los técnicos han dejado de tener la menor importancia para políticos y empresas y sólo se escucha con exquisita atención a los contables. Llámenlos jefes de marketing, si lo prefieren. En los países normales, una vez se ha escuchado a los técnicos y se conoce la mejor y más barata solución, los políticos están para tomar decisiones y ponerlas en práctica. Me pregunto yo si los políticos catalanes son capaces de semejante cosa. La imagen que dan es la de gente dubitativa, medrosa, influenciable, voluble, contradictoria, confusa y con muy poca autoridad. Todos acaban mascullando: "¿Y a mí qué me cuenta?, yo soy un mandao".

La falta de autoridad obedece a razones profundas. En los lugares civilizados a los que me he referido hay una jerarquía que se establece democrática, económica y socialmente. Luego todos tratarán de saltarse la línea de mando mediante sobornos, corruptelas, favores, amenazas o enchufes, pero por lo menos la cadena está clara. Vean si no estos días al fino Villepin declarando ante el señor juez o recuerden cuántos altos cargos de empresas colosales han mordido el polvo en los EE UU. En Cataluña nadie sabe quién manda y todos suponemos que basta una llamada de teléfono para que de la noche a la mañana se anulen planes, se desvíen trazados, se extiendan aeropuertos por lugares inverosímiles o surjan estaciones de metro en medio de la nada, como esos teatros nacionales construidos justamente donde no hay ni un miserable autobús. Yo he visto aparecer en la autopista AP-7, dirección norte, un aluvión de camiones desviados de Gerona por un alcalde listísimo y vomitados a la autopista justo cuando pasa de tres a dos carriles. Nadie sabe cómo ha sido, pero ahí están, haciendo carreras entre ellos y adelantándose a 0,7 kilómetros por hora. Y todo para no incomodar a los gerundenses con sus ruidos y sus gases. ¡Quién tuviera a ese alcalde!

Si en lugar de construir un país feérico, en donde todo el mundo se parezca a Núria Feliu y a Lluís Llach, nuestros representantes decidieran construir un país real, es posible que se percataran de que una ciudad como Barcelona, en efecto, no puede tener al mando un jefe de asociación de vecinos, como dice tan acertadamente ese hijo de Pujol de vis agitanada. Para lo cual es esencial que se pongan de acuerdo sobre quién manda aquí. ¿Nosotros, quiero decir, los que pagamos? ¿Ellos, los que cobran? ¿La Caixa, Endesa, Telefónica, Iberia, y tutti cuanti? ¿Las inmobiliarias? ¿Los recaudadores de los partidos? ¿La prensa local? ¿Una docena de familias? ¿Los hijos y nietos de esas familias? ¿Woody Allen? Porque lo que hasta ahora llevamos de política catalana nos ha convencido de que quien no manda, pero es que absolutamente nada, es nuestro representante en esta tierra afamada internacionalmente por la invención del Manresa a les fosques. Y no manda porque carece de responsabilidad. Es decir, no se siente responsable de nada y tiene cara de a mí que me registren. Un irresponsable henchido de amor patrio, eso sí.

Artículo publicado en: El País, 10 agosto de 2007.

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10 de agosto de 2007
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ESCRIBIR, NOMBRAR

Muchos, todos, los aprendices de escritor (pero también los escritores profesionales) se interesan vivamente por los procesos de creación de los autores que admiran. Proust estuvo muy interesado en ello, por vocación, por dedicación y hasta por salud física, vacilante en sus momentos de efusión.

Algo similar a los efusivos estados de Proust, deslumbrado ante un sonido, aturdido ante el resplandor de una piedra,  experimenta el escritor auténtico porque la escritura se resume en una tesitura que desafía su capacidad y su tino expresivo. La expresión es la revelación de lo implícito. También la entrega (como en el jugo exprimido, expresado) de la esencia oculta o guardada de la cosa.

La realidad transcurre sin servirse de palabras, no las necesita. El mundo puede agonizar, explotar o transformarse sin la obligada pronunciación de una frase, trascendente o no. Dios daba nombre a las cosas no por solicitud del mundo sino por voluntad de poder. Con la nominación se llega la apropiación, o a su simulacro. Con la palabra, el escritor aspira a la apropiación del mundo a través de la palabra de modo similar a como hace de verdad suyo al perro bautizándolo.  Pero sólo de manera similar. No vale cualquier escritura para designar los pormenores de la realidad. La clave va de la escritura auténtica radica en el reconocimiento del objeto y la puntería para llegar a su esencia. Para despertar, y de ahí el alborozo, el alma invisible del objeto y capturarla.  Aquello que existía y persistiría en el silencio de lo real y dentro del sistema de la afasia general del cosmos, pasa a habitar otro sistema: el sistema  literario que identifica y nombra incandescentemente el mundo para alumbrar una segunda realidad. La segunda vida de la realidad, discernida, encendida, marcada y  articulada para entendimiento, degustación y principio  de la condición humana.

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10 de agosto de 2007
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Los tesoros perdidos

Escuché el relato en silencio. A pesar de que habían transcurrido tantos años, ella refería la historia como si le estuviese ocurriendo en ese mismo momento, con la intensidad de lo que se está viviendo en directo –y por ende con la misma tristeza.

Su abuelo ya había muerto. La vieja casa había sido puesta a la venta, los juguetes de la infancia permanecían arrumbados en el garage, encerrados en bolsas negras. El vecino a quien le encargaron la supervisión del proceso pensó que lo que había quedado adentro era puro desecho. Abrió las bolsas y encontró los juguetes. Todavía servían, a pesar de la mugre y de sus mutilaciones. Sus propios nietos reaccionaron con alegría ante la dádiva llovida del cielo. Cuando ella advirtió la maniobra, ya era tarde. No tuvo corazón para despojar a aquellos niños. Todo lo que pudo rescatar fue el viejo automóvil de las Barbies, al que le faltaba –al que todavía le falta- una rueda.

No pude evitar el recuerdo de mis propios tesoros perdidos en el tiempo. Los villanos de estas historias suelen ser gente a la que por lo demás queremos: en este caso, por ejemplo, mi propio padre. Fue él quien se deshizo de los soldaditos con que yo jugaba, tenía muchísimos: combatientes de la Segunda Guerra, cowboys, indios, guerreros medievales, superhéroes, acuanautas. Fue él quien despachó mi colección de autitos, tantos Matchbox, el Dino Pininfarina y el Rolls que me había regalado mi abuelo. (Muchos de estos juguetes, justo es decirlo, fueron destrozados por mi hermano menor. El Enano de Kamchatka, con su poder desintegrador de juguetes al simple toque, le debe la vida a su triste ejemplo.)

También recordé las revistas de historietas que yo guardaba con tanto amor, tomándome a veces hasta el trabajo de encuadernarlas. Toneladas de Batman, Superman, Flash, Linterna Verde. (Todas estas de origen mexicano, vía la Editorial Novaro.) Toneladas de D’Artagnan, El Tony y Fantasía, además de las ediciones individuales de las aventuras de Nippur de Lagash y Dennis Martin. (Todas estas de la Editorial Columba.) Bosques enteros de mi alma, arrasados por completo. Por fortuna los libros se salvaron. Imagino que los prejuicios de mi padre funcionaron aquí. Tratándose de un tipo sencillo, que admiraba la formación intelectual de mi madre, debe haber preservado los libros por respeto al ícono cultural por antonomasia, disponiendo en cambio de aquellos objetos que identificaba con lo popular: los juguetes, las historietas. Amo a mi padre y siempre lo amaré, eso está claro. A pesar de que nunca deje de lamentar esa pérdida, que seguiré reprochándole como el César reprochaba a Varo el sacrificio de sus legiones. Ah, Jorge, Jorge: ¡devuélveme mis soldaditos!

De cualquier modo, recordar aquellos viejos objetos (algunos soldaditos en especial, algunos autitos, algunas revistas) me llena el alma de tibieza.

Estoy seguro de que todos podrían confeccionar listas de lo que han perdido. 

Por las dudas, no tiren las cosas de sus hijos. Nada. Nunca.

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10 de agosto de 2007
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NOMBRES DE LA DESNUDEZ

Leyendo el libro Dios es peruano de Daniel Titinger, me he vuelto a encontrar con la palabra calato, que en la tierra de la Inca Cola significa hallarse desnudo. El perro mudo y pelón que los conquistadores encontraron al llegar a América, y que era comestible, existe aún en el Perú, y como carece de pelambre, es decir, es un perro desnudo, se le llama perro calato, como sería un calato quien va por las calles con sus vergüenzas al aire, por el gusto, por el afán de comodidad, o a lo mejor por efectos de la embriaguez.

En Nicaragua, donde desapareció hace siglos víctima de la codicia culinaria, el perro sin pelo se llamaba xoloitzcuintle, conocido mejor como xulo. Es una palabra del náhuatl, que fue la lingua franca en toda Mesoamérica bajo el imperio azteca, y que ahora se pronuncia chulo. En El Salvador, parte del mismo territorio lingüístico, estar desnudo es estar chulón. Si un desnudo es el retrato de una mujer desnuda, un chulón o un calato sería, por tanto, el retrato de una mujer chulona o una mujer calata.

  Para que vean las maravillas que puede hacer contra los nefandos nacionalismos excluyentes y sectarios un perro despelado, o sea, un perro en bolas, o en pelotas, en traje de Adán, o como su madre lo echó al mundo. Ser calato en el Perú y chulo en Nicaragua, pero siempre el mismo perro mudo y desnudo.

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10 de agosto de 2007
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El observador en el laberinto

Si eres un narrador peruano de menos de cuarenta años, Alonso Cueto simplemente siempre ha estado ahí. Después del premio Herralde y del finalista del Planeta, editores y periodistas en América Latina y Europa vienen y te preguntan por él. Y tú respondes: “¿Qué? ¿No lo conocían ya? Yo tengo libros suyos desde que aprendí a leer.” No exagero. La batalla del pasado apareció en 1983.

En parte, su tardío reconocimiento internacional responde a un cambio de registro del propio Alonso. Hasta 1999, cuando publicó Demonio del mediodía, casi toda su obra estaba formada por novelas cortas y cuentos, lo que lo confinaba a un núcleo de público muy reducido. Sus grandes éxitos han llegado de la mano Grandes miradas y La hora azul, obras más extensas.

El éxito de Cueto también refleja la importancia editorial de España. Aún recuerdo una edición de Deseo de noche en la pequeña pero prestigiosa editorial española Pretextos, el año 2003. Al año siguiente, Mario Vargas Llosa dedicaba su columna del diario El País a destacar Grandes miradas, que entonces sólo había aparecido en el Perú. El 2005, Anagrama publicó esa novela. Y casi de inmediato la siguiente, ya con la faja de ganadora del Premio Herralde. La caja de resonancia española fue más efectiva que dos décadas de trabajo para dar a conocer la obra de Alonso. 

Ahora, más allá de los detalles empresariales, creo que Alonso escribía desde los años 80 para el público de 2000. A diferencia del exuberante Alfredo Bryce, capaz de narrar un capítulo entero sin poner un punto, Alonso escribía con austeridad, ahorrando cada palabra como si fuera la última. A diferencia del monumental Vargas Llosa, que escenificaba la guerra de Canudos, la caída de Trujillo o los burdeles de la selva, Alonso exponía las pequeñas epopeyas cotidianas. Sus historias no bebían de la Historia con mayúsculas, sino de los detalles psicológicos con que se dibuja la clase media. Incluso sus novelas políticas están tejidas con estas pequeñas miserias, no con el blanco y negro de la ideología sino con el gris de la realidad.

En una época sin grandes verdades, ésas son las historias que nos tocan más de cerca. Los escritores hemos dejado de ser los severos jueces del mundo y nos hemos convertido en pacientes observadores que toman notas, como los científicos con las ratas en un laboratorio. Alonso estuvo desde el principio observándonos dar vueltas en el laberinto, indiferente a lo que ocurriera luego con sus cuadernos de notas. Y lo que ocurrió fue que todo el mundo aprendió a mirar como él. Algunos incluso aprendimos a mirar con él.

Artículo publicado en: Diario La Tercera, julio 2007.            

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10 de agosto de 2007
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Mi blog cumple 20 años / V

El Karate Geek.

Cuando el juego se hace verdadero, bienvenido al laberinto eterno, me perseguía a todas horas la canción. La traía incrustada en la conciencia, como los ecos de un terapeuta con cuernos que blasfema en hip-hop sus profecías. Tras unos cuantos cientos de noches entregadas al solo quehacer de poner los cimientos de mi laberinto, la experimentación periférica seguía creciendo en proporción inversa al proyecto central. A ese paso, primero iba a llegar al castillo el agrimensor K que yo a empezar al fin a pergeñar aquella historia, de la cual no tenía sino un mapa de meandros sin destino. Mi sitio web, en tanto, iba albergando los resultados de esos experimentos, que por lo general consistían en resucitar textos previamente publicados, ahora con formatos y mecanismos que sospechosamente remitían al vetusto Nintendo Entertainment System. El mismo sitio, al principio cargado de animaciones, iba detrás de dos conceptos básicos: The Legend of Zelda y SuperMario Bros. Nada que ya en 1999 no fuese una antigualla; o, como preferí verlo, un clásico.

—Ya que habla de los clásicos, ¿no cree que nos caería bien una notita de pie de página donde se informe que el título de hoy es una cita de la eminente Ph.D. A. del C. Martínez-Goebbels?

—Me he robado palabras de Sor Juana, también llamada "la décima musa", para ponerle nombre a una novela, y le he pagado apenas con un epígrafe. A ti, en cambio, te cito varias veces al día, con tu nombre. ¿Qué número de musa eres, a todo esto? ¿Traes ahí tu credencial del sindicato?

—Pues sí, pero Sor Juana no vivía con usted. Además ya le he dicho, las mujeres son musas de sí mismas. Condición que a menudo las transforma en autogestivas trágicas.

Sor Afrodita. Podría ser el título de una novela erótica. Habría que practicar mucho, eso sí.

—No sé cómo planeaba hacer una novela de sepetecientos capítulos, que sería como encerrarse a tejer una colcha para tapar una alberca olímpica, con tamaña capacidad de dispersión. ¿Qué decía de Zelda y SuperMario?

El proyecto, en el fondo, contenía una sola ambición desmedida: trabajar simultáneamente con ambos hemisferios del cerebro. Un empeño probablemente tan ingrato como forzar a un zurdo a copiar todo un libro con la mano derecha. Y tal vez, por qué no, una quimera necia, como la compulsión que tuerce el sentido común de los cautivos de un videojuego, hasta el punto de hacerles asumir que nada hay en el mundo más importante que continuar jugando. ¿Cómo hacer para conectar en un solo circuito la parte más sensata de sí mismo con la más arbitraria e irracional y hacerlas funcionar en armonía? ¿Estaba procesando las enseñanzas de Borges o bebiendo las pócimas de Borgia? ¿Por qué los pasos dados hacia el proyecto no servían sino para alejarme de él?

—¿Usted habría leído una historia así, colega? ¿Cuánto habría cobrado por llegar al final, si es que había final?

—No había ninguna historia. Llevaba tiempo ya planeándolo todo en el orden inverso, como si pretendiera sabotearlo. Pensaba día y noche en la estructura del laberinto, dibujaba los nodogramas en mi cuaderno, recordando unas veces los mapas del Zelda y otras los infinitos destinos del Dungeons & Dragons. Me había ido construyendo en la cabeza una estructura rígida y simétrica, y ahora pretendía que palabras y personajes se adaptaran a eso. Me entusiasmaba solo calculando el efecto que sufrirían unos y otras al quedar a merced de una cadena de prótesis aleatorias, y hasta ingeniaba guapos eufemismos para añadir ornato a la obsesión. "Forzar al español a copular con los lenguajes electrónicos", escribí por entonces sobre aquel quehacer, sin reparar aún en el disparate: por más que en un principio los cibercódigos deslumbren al recién llegado, hay que ir escandalosamente lejos para atreverse a equiparar un lenguaje de programación con una lengua, y además pretender que se reproduzcan.

—Borges decía que a una isla desierta sería mejor llevarse un libro de matemáticas. ¿Quería usted someter a las simpáticas variables al imperio de las odiosas constantes?

Nadie sabe qué clase de novela va a escribir, ni lo que necesitará en el camino para sobrevivir a la corriente adversa de la realidad. Quien consigue saberlo pasa sin advertirlo de navegante a remero, pues ni la historia ni él pueden ser libres ya. Pero es allí, remando en la penumbra de la galera infame, donde mejor entiende uno que algo tuvo que haber salido mal. Era el año 2000, llevaba desde fines del '98 haciendo sitios web por encargo, tenía un asistente y pensaba en fundar una compañía de multimedia. Despropósitos todos, me temía en el fondo, hasta que una mañana mandé todo al demonio: sentía unos deseos desbocados de echarme bajo de un árbol del jardín y escribir finalmente en mi libreta, con mi pluma fuente. Quería hacer una novela, de las de papel.

—...y descubrió que había perdido tres años.

—Había perdido mucho más que eso, llevaba media vida en busca de la persistencia elemental para un día pasar de las ochenta páginas, pero la golfería siempre me ganaba. Hasta el día en que el HTML y sus secuelas me calzaron el hábito de monje. Sin él, ni tú ni yo estaríamos aquí.

—¿No echó de menos el mecanismo aleatorio?

—Me hizo casi tanta falta como una tabla de logaritmos. Uno puede contar los senderos probables de una historia con miles de nodos y múltiples enlaces, pues al final ese número existe; lo que no puede hacerse es sacar esas cuentas con una novela, natural soberana de las ambigüedades cuyos senderos necesitan ser, desde el mismo lenguaje, infinitos. Tenía ya el principio de una historia. No me quedaba claro hacia dónde iría, pero sabía bien de lo que me escapaba. Tenía que volar del reino de las constantes a la república de las variables, que era como saltar del laberinto hacia el infinito.

—Lo cantaba tal cual Celia Cruz: Los pelos que tiene un buey nadie los puede contar, porque todos los que han muerto no han podido regresar.

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9 de agosto de 2007
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EL VAGO ESTÍO

En el cruce de lecturas del verano me reencuentro con un viejo, hermoso, libro de Ortega y Gasset. Es el quinto tomo de El Espectador. Hablamos de un libro del año 29 del pasado siglo. Aunque ahora reeditado, fácil de encontrar. Su primer contenido se llama “Notas del vago estío”. Es una suave delicia vagar por él. Se parece, quizá, a viajar en un viejo coche, en un “Hispano-Suiza” a ser posible, por las carreteras de Castilla en los días del verano. Pasar y parar de vez en cuando por esos caminos que entonces estaban en cueros, por aquellos caminos amarillos de amplios paisajes, donde nos sorprenden las torres de las iglesias, algún castillo, alguna catedral. El viajero Ortega, despierto a todo, al paisaje y al paisanaje, a “la caza de paisajes que es la excursión”.El viajero como cazador. Las piezas mayores de la caza son los castillos y las catedrales. Son como apariciones descomunales, monstruosas….o lo eran en aquellos años del viajero Ortega. Ya es más difícil ver la desnuda silueta de los castillos, de las catedrales. Todavía existen, hay que tener paciencia, tiempo y ganas de pasear casi sin rumbo por Castilla.

O el que quiera puede viajar por el libro, por el vago estío de Ortega. Se encontrará, por ejemplo, el regalo de recordar que en un pueblo de Segovia, Martín Muñoz de las Posadas, entre otras cosas interesantes y un casi secreto Greco, veneran a una virgen con una peculiar advocación: Nuestra Señora del Desprecio. Yo que no tengo fe, estoy deseando acudir para expresar mis desprecios. No eran demasiados, pero han aumentado en este verano. Tampoco perderé mucho el tiempo. Pero la verdad, ni viene mal saber que existe una “virgen” del Desprecio.

Ortega sigue su viaje por soportales. Por esas plazas y calles con soportales que resguardan de la lluvia y del calor. Ya no se hacen soportales. Era una construcción saliente, cara, dificultosa y se renunciaba al más caro de los terrenos para convertirlo en vía pública. En servicio para todos. Ya no se construía en los tiempos de Ortega. Que dice que esa idea genial, tan poco económica, pertenece a “suavidades del alma hoy imposibles”.

El viaje en el vago estío sigue por pueblos, por ciudades, por mundos que ya casi sólo se reconocen en las lecturas. Pero, si se sabe mirar, todavía se encuentra ese mundo. Todavía quedan señales de ese vagar. Yo las he visto. Ahora las recuerdo desde mi verano gallego.

P.D.: Buñuel sí escribió sus memorias. Lo hizo con la ayuda del guionista Jean Claude Carriere, que se limitó a ser el amanuense de la memoria, las opiniones y los recuerdos de Luis Buñuel. Es un extraordinario libro de memorias, creo que tiene edición de bolsillo. Estaba editado en Plaza y Janés. Y se llama “Mi último suspiro”. Me lo agradecerán los buñuelescos y los que no lo sean. 

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9 de agosto de 2007
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EL GÉNERO

“No hay que darle vueltas –me decía Basilio Baltasar- la cosa se reduce a sota, caballo y rey”. O se escribe novela o poesía o ensayo. Quien no se atiene al régimen de estos géneros se convierte en un escritor extraviado o desaliñado. No se reconocerá perdido –sino todo lo contrario- el escritor  pero para la recepción de los lectores comunes será errática y refluirá sobre su propia determinación.

Los escritores sin género no son, de ningún modo, escritores malditos pero vendrán a ser, en la práctica, marginados. Y no porque encripten su escritura o retuerzan sus temas sino porque, simplemente, no responden a las expectativas trazadas en el catálogo común. Incluso el lector más alejado de los libros, se tiene por un sujeto leído y tiende a aprobar aquello que coincide con su burda idea de lo aceptable y lo que no lo es, por su presunción de lo que es o no literatura reglamentaria. Los escritores sin género no es que sean difíciles de entender sino incómodos de tratar debido a la imprevisión de sus cánones. Porque lo primero, según aseguraba Basilio Baltasar, es la clasificación y el arquetipo. Después viene todo lo demás. Sin etiqueta, las obras valen menos o no valen nada a juicio del desconfiado e ignorante comprador.

El mayor sufrimiento de Proust –y de tantos otros genios de la literatura- se lo provocaba su incompetencia para definirse como poeta, como ensayista  o como novelista. Escribir pero ¿escribir qué? Le decía su padre con las mismas palabras desperadas que clamaba el mío. Hay que escribir un prototipo para ganarse el rancho de la confianza vulgar. El modelo reconocible que se sigue otorga respetabilidad mientras puede parecer perdulario o inconsistente aquél cuya tarea no sucumbe al patrón común y su texto se propone llegar más lejos.

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9 de agosto de 2007
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Sol de invierno

El 7 de agosto se celebra el día de San Cayetano. Como todos los años, la gente empieza a congregarse varios días antes en la puerta de la iglesia de Liniers que le está consagrada. Este invierno ha sido el más frío en mucho tiempo, sin embargo fueron miles los que toleraron las temperaturas bajo cero de la madrugada, conservando su lugar en la fila para poder entrar en el templo cuanto antes. El promedio de la espera fue de doce horas. En su mejor momento, la fila de gente se extendió a lo largo de treinta cuadras.

Las estimaciones oficiales dicen que este año hubo un millón de peregrinos. Gente humildísima en su mayoría, que sin embargo porta ofrendas para aquellos que todavía están peor. Según el párroco Gerardo Castellano, regalan el equivalente de 1300 dólares diarios en comida.

Cayetano es el santo al que se le pide por trabajo que haga posible el pan del alimento de cada día. Pero el hecho de que la oferta laboral haya mejorado sensiblemente en los últimos años no significó merma alguna en el fluir de peregrinos. Es mucha la gente que no olvida la gracia y acude para agradecer el trabajo obtenido. Yo no tengo una pista clara sobre las razones que identifican a Cayetano con el trabajo y la dignidad que acarrea, más allá del hecho que se consagró a los pobres a pesar de provenir de familia de alcurnia y co-fundó los Montes de Piedad, que habilitaba al común de la gente a empeñar bienes a cambio de dinero. El dato curioso es que Cayetano fue secretario privado de Julio II, lo cual le habrá permitido cruzarse con Miguel Angel en algún pasillo; dichoso él, que habrá conocido la Sixtina cuando la pintura estaba todavía fresca.

Lo cierto es que la gente lo venera aquí, y que su figura resulta inescapable. Mi auto está lleno de las estampitas con su imagen, que me han ofrecido en mil esquinas a cambio de unas monedas.

Yo respeto el fervor de esta gente, aun cuando no lo comparta del todo. En un mundo cada vez más salvaje y egoísta, la generosidad del que regala lo poco que tiene y desafía al frío y la intemperie para abrir su corazón a lo inefable constituye, al menos para mí, una buena noticia.

Somos la única especie que masacra a sus congéneres porque sí, con cualquier excusa. (En general todas las excusas pueden ser reducidas al miedo y a la codicia.) Quizás no compense del todo, pero por fortuna también somos la única especie que conoce y practica la esperanza.

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9 de agosto de 2007
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DIOS ES PERUANO, Y TAMBIÉN EL CEVICHE

El nacionalismo latinoamericano se alimenta de símbolos irreductibles. Daniel Titinger lo documenta bien en su libro Dios es peruano (Planeta, 2006), a través de tres símbolos peruanísimos, en cuya defensa se puede derramar hasta la sangre patriota: el pisco (que los malevos dicen que es chileno), el ceviche (que los falsarios dicen que es veracruzano, entre otras muchas procedencias), y la Inca Cola (que es mejor mil veces que la vil Coca Cola, a la que en la lejana juventud hervorosa solíamos llamar las aguas negras del imperialismo).

Si leen Dios es peruano de Titinger, cronista agudo de humor y lleno de gracia, director de la ejemplar revista Etiqueta Negra, se darán cuenta del mar proceloso de nacionalismos en que navegamos, y los del Perú son un divertido y sabio ejemplo, pero de esos tesoros abundamos en todas las latitudes de nuestra América. Dios también es argentino, y ya lo era antes de ser peruano.

El ceviche es peruano en exclusiva. Y el gallopinto, una mezcla de arroz y frijoles fritos, es nicaragüense en exclusiva, y el que lo discuta puede recibir una cuchillada desprevenida, aunque este plato improvisado por la necesidad y la imaginación, hijo de las cocinas de esclavos, se coma de la misma manera en diversas partes del Caribe y Centroamérica, empezando por Costa Rica. Pero que el gallopinto sea reclamado como costarricense, agrava el litigio, como lo agrava el que el pisco reciba el alegato de ser chileno.

Dime lo que comes, y te diré quien no eres.

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9 de agosto de 2007
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El Boomeran(g)
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