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El observador en el laberinto

Por 10 de agosto de 2007 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Si eres un narrador peruano de menos de cuarenta años, Alonso Cueto simplemente siempre ha estado ahí. Después del premio Herralde y del finalista del Planeta, editores y periodistas en América Latina y Europa vienen y te preguntan por él. Y tú respondes: “¿Qué? ¿No lo conocían ya? Yo tengo libros suyos desde que aprendí a leer.” No exagero. La batalla del pasado apareció en 1983.

En parte, su tardío reconocimiento internacional responde a un cambio de registro del propio Alonso. Hasta 1999, cuando publicó Demonio del mediodía, casi toda su obra estaba formada por novelas cortas y cuentos, lo que lo confinaba a un núcleo de público muy reducido. Sus grandes éxitos han llegado de la mano Grandes miradas y La hora azul, obras más extensas.

El éxito de Cueto también refleja la importancia editorial de España. Aún recuerdo una edición de Deseo de noche en la pequeña pero prestigiosa editorial española Pretextos, el año 2003. Al año siguiente, Mario Vargas Llosa dedicaba su columna del diario El País a destacar Grandes miradas, que entonces sólo había aparecido en el Perú. El 2005, Anagrama publicó esa novela. Y casi de inmediato la siguiente, ya con la faja de ganadora del Premio Herralde. La caja de resonancia española fue más efectiva que dos décadas de trabajo para dar a conocer la obra de Alonso. 

Ahora, más allá de los detalles empresariales, creo que Alonso escribía desde los años 80 para el público de 2000. A diferencia del exuberante Alfredo Bryce, capaz de narrar un capítulo entero sin poner un punto, Alonso escribía con austeridad, ahorrando cada palabra como si fuera la última. A diferencia del monumental Vargas Llosa, que escenificaba la guerra de Canudos, la caída de Trujillo o los burdeles de la selva, Alonso exponía las pequeñas epopeyas cotidianas. Sus historias no bebían de la Historia con mayúsculas, sino de los detalles psicológicos con que se dibuja la clase media. Incluso sus novelas políticas están tejidas con estas pequeñas miserias, no con el blanco y negro de la ideología sino con el gris de la realidad.

En una época sin grandes verdades, ésas son las historias que nos tocan más de cerca. Los escritores hemos dejado de ser los severos jueces del mundo y nos hemos convertido en pacientes observadores que toman notas, como los científicos con las ratas en un laboratorio. Alonso estuvo desde el principio observándonos dar vueltas en el laberinto, indiferente a lo que ocurriera luego con sus cuadernos de notas. Y lo que ocurrió fue que todo el mundo aprendió a mirar como él. Algunos incluso aprendimos a mirar con él.

Artículo publicado en: Diario La Tercera, julio 2007.            

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