Marcelo Figueras
El 7 de agosto se celebra el día de San Cayetano. Como todos los años, la gente empieza a congregarse varios días antes en la puerta de la iglesia de Liniers que le está consagrada. Este invierno ha sido el más frío en mucho tiempo, sin embargo fueron miles los que toleraron las temperaturas bajo cero de la madrugada, conservando su lugar en la fila para poder entrar en el templo cuanto antes. El promedio de la espera fue de doce horas. En su mejor momento, la fila de gente se extendió a lo largo de treinta cuadras.
Las estimaciones oficiales dicen que este año hubo un millón de peregrinos. Gente humildísima en su mayoría, que sin embargo porta ofrendas para aquellos que todavía están peor. Según el párroco Gerardo Castellano, regalan el equivalente de 1300 dólares diarios en comida.
Cayetano es el santo al que se le pide por trabajo que haga posible el pan del alimento de cada día. Pero el hecho de que la oferta laboral haya mejorado sensiblemente en los últimos años no significó merma alguna en el fluir de peregrinos. Es mucha la gente que no olvida la gracia y acude para agradecer el trabajo obtenido. Yo no tengo una pista clara sobre las razones que identifican a Cayetano con el trabajo y la dignidad que acarrea, más allá del hecho que se consagró a los pobres a pesar de provenir de familia de alcurnia y co-fundó los Montes de Piedad, que habilitaba al común de la gente a empeñar bienes a cambio de dinero. El dato curioso es que Cayetano fue secretario privado de Julio II, lo cual le habrá permitido cruzarse con Miguel Angel en algún pasillo; dichoso él, que habrá conocido la Sixtina cuando la pintura estaba todavía fresca.
Lo cierto es que la gente lo venera aquí, y que su figura resulta inescapable. Mi auto está lleno de las estampitas con su imagen, que me han ofrecido en mil esquinas a cambio de unas monedas.
Yo respeto el fervor de esta gente, aun cuando no lo comparta del todo. En un mundo cada vez más salvaje y egoísta, la generosidad del que regala lo poco que tiene y desafía al frío y la intemperie para abrir su corazón a lo inefable constituye, al menos para mí, una buena noticia.
Somos la única especie que masacra a sus congéneres porque sí, con cualquier excusa. (En general todas las excusas pueden ser reducidas al miedo y a la codicia.) Quizás no compense del todo, pero por fortuna también somos la única especie que conoce y practica la esperanza.